II
Al parecer tenía un hijo y una hija, y también una esposa. Era un hombre rubicundo, corpulento, un tanto fanfarrón, que gustaba de ir a la iglesia al galope los domingos. La última vez que fue lo hizo también muy rápido, dentro de un ataúd casero y con su uniforme de confederado, su sable y sus guantes bordados. Eso fue en el 70. Desde el final de la guerra, cinco años atrás, había vivido en aquella casa en decadencia con la sola compañía de su hija, que era viuda sinhaber llegado a ser esposa, como suele decirse. Para entonces ya no les quedaba ganado alguno, a excepción de dos caballos de tiro lisiados por el esparaván y un par de mulas de dos años, las cuales jamás conocieron el arnés doble hasta el día en que las engancharon al carro ligero para llevar al coronel a la capilla episcopaliana de la ciudad. Pues bien, las mulas se desbocaron y volcaron el carro y arrojaron al coronel, con sable y penacho y todo lo demás, a la cuneta; de allí lo recogieron para devolverlo a casa donde la propia Judith ofició la ceremonia por el muerto y lo enterró en el bosquecillo de cedros donde descansaban ya su madre y su marido.
El carácter de Judith, ya para entonces, se había hecho más sólido, según contaron a Don las negras.
—Ya imaginas cómo debieron vivir las mujeres, las chicas, en aquellos días. A resguardo. No ociosas, tal vez, con aquellos negros a quienes cuidar y todo eso. Pero tampoco incubando futuras agentes inmobiliarias con presión alta o caudillos femeninos del comercio. Pero ella y su madre cuidaron del lugar mientras los hombres estaban en la guerra, y Judith, después de la muerte de su madre en el 63, siguió sola en la casa. Quizá la mantuvo incólume el esperar el regreso de su esposo. Sabía que él volvería, ya ves. Las negras me han contado que eso jamás la preocupó lo más mínimo.
Que tenía el cuarto de él preparado para su vuelta, lo mismo que los de su padre y su hermano: cambiaba las sábanas todas las semanas, hasta que no le quedó sino un solo juego para cada cama, pues el resto hubo de destinarlo a la confección de vendajes. Desde entonces no pudo cambiarlas.
“Y luego acabó la guerra y recibió una carta de su esposo, su nombre era Charles Bon, de Nueva Orleans, escrita tras la rendición. No experimentó sorpresa, alegría, nada.
_”Sabía que resultaría bien_”, le dijo a la vieja negra, a la de más edad, a la bisabuela, a aquella que llevaba también el nombre de Sutpen. _”Ya pronto volverán a casa_” _”¿Volverán?_”, dijo la negra. _”¿Serefiere a él y al amo Henry? ¿Que los dos van a volver a vivir bajo el mismo techo después de todo lo que pasó?_” Y Judith dijo: _”Oh, aquello.
Sólo eran niños entonces. Y ahora Charles Bon es mi marido. ¿Lo has olvidado?_” Y (estaban limpiando la habitación) Judith dijo: _”Lo han superado ya. ¿No crees que la guerra habrá sido capaz de lograrlo?_” Y la negra dijo: _”Depende de qué sea lo que la guerra tendría que lograr superar_”.
—¿Qué es lo que se supone que la guerra tenía que superar?
—Ahí está —dijo Don—. Las negras que me lo contaron no parecían saberlo. O tal vez les tenía sin cuidado.
Tal vez se trataba simplemente de algo que había sucedido hacía mucho tiempo. O quizá se deba a que los negros son más sabios que los blancos y no se preocupan del “porqué” uno hace las cosas, sino sólo de lo “que” uno hace, y no demasiado en cualquier caso. Eso fue lo que me contaron. No ella, la de más edad, la que también se llamaba Sutpen. No llegué nunca a hablar con ella. Sólo la he visto, sentada en una silla junto a la puerta de la cabaña, y parecía que muy bien podría haber tenido nueve años cuando nació Dios. Es bastante más blanca que negra; una auténtica emperatriz, tal vez porque es blanca. Los otros, el resto de ellos, de sus descendientes, se oscurecen de generación en generación, como los peldaños de una escalera. Viven en una cabaña, a una media milla de la casa, dos cuartos y un hueco abierto llenos de hijas y de nietas y de bisnietas, todas mujeres.
Ni un solo varón mayor de once años.
Ella se sienta estratégicamente, para poder ver la casa grande, y se pasa allí todo el santo día, fumando en pipa, con los pies desnudos enroscados en los barrotes de la silla, como un mono, mientras las otras trabajan. Y ay de la que se permita un alto en el trabajo para descansar un minuto. Se le oye a una milla de distancia, aunque no parece mayor que una de esas “muñecas de todos los países” de tamaño casi natural que venden en la feria benéfica de la iglesia. Y no se muevemás que para quitarse la pipa de la boca: “¡Tú, Sibey!”, o “¡Tú, Abum!”, o ¡Tú, Rose!”. Eso es todo lo que tiene que decir.
“Pero me hablaron las otras; la abuela, la hija de la vieja, me habló de lo que había visto cuando niña o de lo que había oído contar a su madre.
Me contó que la vieja solía hablar por los codos, y contar las historias una y cien veces, hasta hace unos cuarenta años. Entonces dejó de hablar, de contar historias, y la hija me dijo que a veces la vieja se enfurecía y decía que tal cosa y tal otra fuera de la cabaña. Pero la hija me dijo que, antes de eso, había oído tantas veces esas historias que ahora nunca podía recordar si alguna cosa la había visto o simplemente la había oído contar.
“He ido allí varias veces, y me han hablado de los viejos tiempos, antes de la guerra, de los violines y del salón iluminado y de los finos caballos y carruajes en la avenida de entrada, de los jóvenes que recorrían treinta y cuarenta y cincuenta millas para cortejar a Judith. Uno de ellos, sin embargo, venía incluso de más lejos: Charles Bon. Él y el hermano de Judith tenían la misma edad. Se habían conocido en la facultad...
—En la Universidad de Virginia —dije—. Bayard la acercó mil millas.
El regurgitar periódico del honor altivo de las tierras salvajes.
—Te equivocas —dijo Don—. Era en la Universidad de Mississippi. Formaban parte de la décima promoción que iba a graduarse desde su fundación; casi socios fundadores, se diría.
—No sabía que en Mississippi hubiera diez que fueran a la universidad entonces.
—... se diría. No estaba lejos de la casa de Henry (Henry tenía un par de caballos de silla y un mozo de cuadra y un perro, descendiente de la pareja de pastores que el coronel Sutpen se había traído de Alemania: los primeros perros policías que se vieron en Mississippi, y tal vez en América), y más o menos una vez al mes cabalgaba durante la noche y pasaba el domingo en casa. Un fin de se-mana vino con él Charles Bon.
Charles probablemente le había oído hablar de Judith. Es posible que Henry tuviera una fotografía de su hermana o puede que hubiera fanfarroneado un poco a costa de ella. Y puede que Charles se hiciera invitar por Henry a su casa sin que Henry cayera en la cuenta de que lo había hecho. A medida que Charles fue dando a conocer su carácter (o éste se hizo más patente con el desarrollo de los acontecimientos, podíamos decir), se empezó a tener la impresión de que podía ser de ese tipo de personas. Y digamos que Henry por su parte, daba la impresión de ser del otro.
“Bien, veamos. Los dos jóvenes cabalgaban hacia el pórtico colonial, y Judith está apoyada contra la columna con un vestido blanco...
—... con una rosa roja en su pelo oscuro...
—Bien. Pon una rosa. Pero la chica era rubia. Y los dos mirándose, ella y Charles. Ella había salido fuera de casa en ocasiones, naturalmente. Pero a otras casas semejantes a la suya, donde las vidas no eran diferentes a la que ella conocía; patriarcales y harto generosas, pero al fin y al cabo provincianas. Y allí estaba Charles, joven... “y guapo” —dijimos al unísono—. “Empatados”, —dijo Don—, y de Nueva Orleans, prototipo de lo que hoy sería, a lo sumo, un archiduque de los Balcanes.
Y en especial después de aquella visita. Las negras me contaron que, a partir de entonces, el criado negro de Charles llegaba todos los martes antes del mediodía, después de cabalgar la noche entera, con un ramo de flores y una carta, y dormía un rato en el granero y emprendía luego el viaje de vuelta.
—¿Utilizaba Judith la misma columna siempre, o cambiaba, pongamos, dos veces por semana?
—¿Columna?
—Para apoyarse. Cuando miraba hacia el camino.
—Ah —dijo Don—. No mientras estuvieron en la guerra, su padre y su hermano y Charles. Le pregunté a la negra qué hacían las dos mujeresmientras vivían allí solas. “No hicieron nunca nada. Sólo esconder la plata en el jardín trasero, y comer lo que podían encontrar”. ¿No es estupendo? Tan sencillo. La guerra es mucho más sencilla de lo que la gente cree. Sólo enterrar la plata, y comer lo que se pueda conseguir.
—Oh, la guerra —dije—. Creo que ésta debería contar sólo como una: ¿Salvó Charles la vida de Henry o salvó Henry la vida de Charles?
—Son dos a cero a mi favor —dijo Don—. No se vieron el uno al otro durante la guerra, sino cuando terminó. Y aquí está el meollo de la cuestión. Tenemos a Henry y a Charles, cercanos el uno al otro casi como un matrimonio compartiendo el cuarto de la universidad, pasando las vacaciones y festividades bajo el techo de la casa de Henry, donde Charles era tratado como un hijo por los padres, y reconocido como el caballo ganador de los pretendientes de Judith; incluso lo reconocía así la propia Judith al cabo de cierto tiempo. Tal vez vencido su pudor de doncella. O abandonado su disimulo de doncella, más bien...
—Sí. Más bien.
—Sí. El caso es que decayeron las visitas de los caballos de silla y las rápidas calesas, y el segundo verano (Charles era huérfano, con un tutor en Nueva Orleans, nunca he llegado a saber por qué Charles hubo de ir a estudiar tan lejos, al norte de Mississippi), cuando Charles decidió que tal vez convenía dejar que su tutor lo viera en carne y hueso, y viajó a casa, se llevó consigo la fotografía de Judith, en un estuche metálico que se cerraba como un libro y con una llave, y dejó tras de sí un anillo.
“Y Henry se fue con él, a pasar a su vez el verano como huésped de Charles. Iban a permanecer allí todo el verano, pero Henry volvió a casa a las tres semanas. Ellas, las negras, no sabían lo que había sucedido. Sabían únicamente que Henry estuvo fuera tres semanas en lugar de tres meses, y que trató de hacer que Judith le devolviera a Charles el anillo.
—Y así Judith languideció y murió, y ahí tenemos a tu fantasma nocorrespondido.
—No hizo tal cosa. Se negó a devolver el anillo, y desafió a Henry a explicar qué es lo que había de malo en Charles, y Henry no quiso decirlo. Entonces los padres intentaron hacer hablar a Henry, pero Henry se negó igualmente. Así que la cosa debió de resultar harto enojosa, al menos para Henry. Pero el compromiso no se había anunciado todavía; quizá los padres decidieron visitar a Charles para ver si podía esperarse una explicación entre ambos, pues, fuera el asunto el que fuera, Henry no lo contaría. Parece que Henry era también de ese tipo de personas.
“Llegó el otoño y Henry volvió a la universidad. Al igual que Charles. Judith escribía a Charles y recibía las cartas de respuesta, pero quizá todos esperaban que Henry lo traería a pasar un fin de semana, como anteriormente solía. Esperaron mucho tiempo; el mozo de Henry contó que ya no compartían el cuarto y que cuando se cruzaban en el campus no se hablaban. Y tampoco Judith, en casa, le hablaba a su hermano. Henry debió de pasarlo mal; debió de apurar la medida colmada de lo que, fuera lo que fuese, se negaba a contar.
“Judith debió de llorar a veces entonces, pues esto acontecía antes de que, en palabras de las negras, cambiara su carácter. Así que tal vez los padres insistieron una y otra vez ante Henry, pero Henry se negaba a hablar. Y así, el día de Acción de Gracias le dijeron que Charles vendría a pasar las Navidades. Entonces, Henry y su padre se encerraron y tuvieron un altercado. Me contaron, sin embargo, que pudieron oírles a través de la puerta: _”Entonces el que no estaré aquí seré yo_”, decía el coronel. _”Y ofrecerá a Charles y a su hermana una explicación satisfactoria de su conducta_”. Algo así, imagino.
“Henry y Charles lo explicaron de este modo; se celebra un baile en Nochebuena, y el coronel Sutpen anuncia los esponsales, el compromiso que de todos modos todo el mundo conocía. Y a la mañana siguiente, haciael alba, un negro despierta al coronel, el cual baja a la carrera con la camisa de dormir metida en los pantalones y los tirantes colgando, y salta sobre la mula sin silla (fue el primer animal con que se topó el negro en el redil) y baja hasta los pastos del fondo, donde en aquel instante Henry y Charles se apuntan el uno al otro con pistolas. El coronel no ha hecho sino llegar cuando he aquí que aparece Judith, en camisón y con un chal, sobre un poney sin silla. ¿Y qué no le diría a Henry? Sin llanto, aunque no fue sino después de la guerra cuando dejó de llorar para siempre, con el cambio de carácter y todo lo demás.
_”Di lo que ha hecho_”, le dice a Henry. _”Acúsale a la cara_”. Pero Henry sigue negándose a hablar. Entonces Charles dice que quizá sería mejor dejar el campo libre, pero el coronel no se lo permite. Así que media hora después Henry sale a caballo de la casa, sin desayunar y sin decir siquiera adiós a su madre, y no lo volvieron a ver hasta después de tres años. El perro policía, al principio, aulló lo suyo; no permitía que nadie lo tocara ni le diera de comer. Se metió en la casa, entró en el cuarto de Henry y durante dos días no permitió que nadie entrara en el recinto.
“Henry estuvo fuera tres años. En el segundo año después de aquella Navidad, Charles se licenció y volvió a su casa. Tras la partida de Henry las visitas de Charles quedaron, digamos, en suspenso de mutuo acuerdo.
Una especie de período de prueba. Él y Judith se habían visto de cuando en cuando, y ella seguía llevando el anillo, y cuando él se licenció y volvió a casa la boda quedó fijada para aquel mismo día del año siguiente, todos se preparaban para luchar en Bull Run. Aquella primavera llegó Henry, de uniforme. Él y Judith se saludaron: _”Buenos días, Henry_”.
_”Buenos días, Judith_”. Pero eso fue todo, más o menos. No se mencionó entre ellos el nombre de Charles Bon; tal vez era mención suficiente el anillo en la mano de Judith. Luego, unos tres días después de la llegada de Henry, salió del pueblo unnegro con una carta de Charles Bon, que se había alojado, digamos discretamente, en el hotel, en el hotel de aquí.
“No sé a qué se debió. Tal vez el padre de Henry convenció a éste, o tal vez fue Judith. O tal vez se debió simplemente a que los dos jóvenes caballeros partían hacia la batalla; creo haberte dicho ya que Henry era ese tipo de persona. Sea como fuere, Henry cabalgó hasta el pueblo. No se estrecharon la mano. Pero al rato Henry y Charles volvieron juntos. Y aquella misma tarde Judith y Charles contrajeron matrimonio. Y Charles y Henry, aquella noche partieron juntos hacia Tennessee, a unirse al ejército que se enfrentaba a Sherman. Y no volvieron en cuatro años.
“Esperaban estar en Washington para el 4 de julio de aquel primer año, y de vuelta a casa a tiempo para el almacenamiento del maíz y el algodón.
Pero no estaban en Washington el 4 de julio, de modo que a finales del verano el coronel arrojó al suelo el periódico y partió a lomos de su caballo y reunió a los primeros trescientos hombres que encontró, chusma y patricios y gentes de todo tipo, y les dijo que eran un regimiento y se asignó a sí mismo el grado de coronel y se fue con ellos a Tennessee. Entonces las dos mujeres se quedaron solas en la casa, para _”enterrar la plata y comer lo que podían conseguir_”. Sin apoyarse ya sobre columnas mirando hacia el camino; y sin llorar tampoco.
Fue entonces cuando el carácter de Judith empezó a cambiar. Pero no cambió por completo hasta una noche, tres años después.
“Pero al parecer la vieja dama no lograba encontrar lo suficiente para vivir. Tal vez era una pésima buscadora. El caso es que murió, y el coronel no pudo llegar a casa a tiempo, y Judith la enterró, y el coronel llegó al fin y trató de persuadir a Judith para que se fuera a vivir al pueblo, pero Judith dijo que se quedaba en casa, y el coronel se volvió a la guerra, para lo cual no tuvo que ir muy lejos. Y Judith permaneció en la casa, cuidando de los negros y de lascosechas que aún quedaban, manteniendo los cuartos frescos y preparados para cuando volvieran los tres hombres, cambiando la ropa blanca cada semana mientras hubo ropa blanca con que mudar las camas. No se quedaba en el porche mirando hacia el camino. El procurarse el sustento había llegado a ser para entonces algo tan natural que le acaparaba todo el tiempo. Tampoco se sentía preocupada. Tenía las cartas mensuales de Charles para sus noches; sabía, además, que de todas formas volvería indemne. Lo único que ella debía hacer era estar preparada y esperar. Y para aquel tiempo estaba ya habituada a la espera.
“No estaba preocupada. Uno ha de estar expectante, para preocuparse.
Pero ella ni siquiera lo estuvo cuando, casi tan pronto como supo de la rendición y recibió la carta de Charles diciendo que la guerra había terminado y que se encontraba a salvo, uno de los negros entró precipitadamente en la casa una mañana, diciendo: _”Señorita, señorita_”. Ella estaba en el vestíbulo, de pie, cuando Henry subió al porche y se acercó hasta la puerta. Y siguió allí, con su vestido blanco (puedes seguir imaginando la rosa, si quieres); siguió allí; acaso tenía la mano un poco levantada, como cuando alguien te amenaza con un palo, aunque se trate de una broma.
“-¿Sí? —dice—. ¿Sí?
“-He traído a Charles a casa —dice Henry. Ella le mira; la luz en la cara de ella, pero no en la de él.
Quizá son sus ojos los que hablan por ella, porque Henry, sin gesto alguno de cabeza, dice—: Está ahí afuera.
En el carro.
“-Oh —dice ella, con absoluta calma, mirándole, sin moverse siquiera—.
¿Le ha... le ha resultado duro el viaje?
“-No, para él no ha sido duro.
“-Oh —dice ella—. Sí. Sí. Claro. Ha debido haber un último... un último disparo, para que la guerra pudiera terminar. Sí, lo había olvidado. —Luego se mueve, sosegada y resueltamente—. Te estoy agradecida.
Gracias. —Luego llama a los negros, que hablan en susurros en torno a lapuerta principal y miran hacia el vestíbulo. Los llama por sus nombres, serena y quietamente—: Traed al señor Charles a la casa.
“Lo subieron hasta el cuarto que ella había mantenido a punto durante cuatro años; lo tendieron, con botas y todo lo demás, en la cama fresca; a él, que había muerto por el último disparo de la guerra. Judith subió tras ellos las escaleras, con el semblante quieto, sereno, frío. Entró en el cuarto, mandó fuera a los negros y cerró con llave la puerta. A la mañana siguiente, cuando salió del cuarto, su semblante seguía exactamente igual que cuando entró. Y a la mañana siguiente Henry había partido. Salió a caballo en la noche, y nadie que conoció su cara lo volvió a ver jamás.
—¿Y cuál de ellos es el fantasma?
—dije.
Don me miró.
—Ya no llevas la cuenta de los santos, ¿verdad?
—No —dije—. Ya no llevo la cuenta.
—No sé quien es el fantasma. El coronel volvió a casa y murió en el 70, y Judith lo enterró junto a su madre y a su esposo, y la negra, la abuela (no la de más edad, la que también se llama Sutpen), que era ya mayorcita entonces, me contó que, quince años después, sucedió algo más en aquella gran casa en decadencia. Me contó que Judith vivía en ella sola, atareada siempre por la casa con un viejo vestido que sólo el populacho osaría usar, criando pollos que le ocupaban desde antes del alba hasta después del anochecer. Lo contó según lo recordaba; se despertó un amanecer sobre su camastro de la cabaña y vio a su madre, vestida, encorvada sobre el hogar, avivando el fuego. Su madre le dijo que se levantara y se vistiera; y me contó cómo subieron hasta la casa a la luz del alba. Me dijo que ya sabía lo que había sucedido, antes incluso de llegar a la casa y encontrar a una mujer y dos hombres negros de otra familia que vivía a tres millas; estaban los tres en el vestíbulo, y ponían los ojos en blanco en la penumbra. Me contó cómo, a lo largo de todo el día,la casa parecía susurrar: _”Chssssss.
La señorita Judith. La señorita Judith. Chssssss_”.
“Me contó que, entre recado y recado, se agazapaba en el vestíbulo, escuchando a los negros que se movían arriba, que se movían en torno a la fosa. Estaba ya cavada; la húmeda y fresca tierra levantada y apilada en terrones que se iban secando lentamente a medida que ascendía el sol. Y me contó el lento arrastrar de pies que bajaban las escaleras (estaba escondida entonces en un lavabo situado bajo las escaleras); oía las pisadas lentas que se movían arriba, que salían por la puerta y cesaban. Pero ni siquiera entonces salió de su escondite. Era avanzada la tarde cuando salió y se encontró encerrada en la casa vacía.
Trataba de salir de la casa cuando oyó el sonido, arriba, y empezó a gritar y correr de un lado para otro.
Dijo que no sabía lo que quería hacer. Dijo que corrió sin parar por el oscuro vestíbulo, hasta que tropezó con algo cerca de la escalera y cayó al suelo, gritando, y que entonces, mientras yacía de espaldas debajo del hueco de la escalera, gritando, vio en el aire, sobre su cara, una cabeza invertida. Lo primero que recordaba después de esto, contó, era que despertaba en la cabaña y era de noche, y que su madre estaba en pie junto a ella.
“-Lo soñaste —dijo la madre—. Lo de esa casa pertenece a esa casa. Lo soñaste, ¿me oyes, negra?
—Y así los negros de los alrededores se han hecho con un fantasma de carne y hueso —dije—. Sostienen que Judith no está muerta, ¿no?
—Te olvidas de la tumba —dijo Don—. Puedes verla allí, junto a las otras tres.
—De acuerdo —dije—. Además están aquellos negros que la vieron muerta.
—Ah —dijo Don—. Nadie más que la vieja vio a Judith muerta. La amortajó ella misma. No permitió que nadie entrara hasta que el cadáver estuvo dentro del ataúd cerrado. Pero aún hay más. Más que un asunto de negros.
—Me miró—. También de blancos. Es una buena casa, lo sigue siendo. Elinterior está en buen estado. Desde hace cuarenta años cualquiera podía haberse quedado con ella en cualquier momento pagando los impuestos. Pero aún hay algo más. —Me miró—. Hay un perro.
—¿Y qué?
—Es un perro policía. De la misma raza que los que el coronel Sutpen se había traído de Europa y que el que Henry tenía en la universidad...
—... y que lleva cuarenta años en la casa esperando a que vuelva Henry.
Eso nos pone empatados otra vez. Así que si me compras el billete de vuelta, te perdono lo del telegrama.
—No me refiero al mismo perro. El perro de Henry aulló por la casa durante un tiempo cuando su amo partió aquella noche; luego murió, y su hijo ya era viejo cuando el entierro de Judith. De poco lo echa a perder.
Tuvieron que apartarlo con palos de la tumba, pues quería escarbar en ella. Era el último de la estirpe, y se quedó allí, rondando por la casa, aullando. No permitía que nadie se acercara a la casa. La gente solía verlo cazando por el bosque, demacrado como un lobo, y de cuando en cuando aullaba durante largo rato en la noche. Pero ya era viejo entonces, al cabo de un tiempo no podía alejarse mucho de la casa, e imagino que había mucha gente esperando que se muriera para subir a echar una ojeada a la mansión. Así, un día un hombre blanco encontró al perro muerto en una zanja (había bajado en busca de comida y no había tenido fuerzas para salir de ella), y pensó: _”Ésta es la mía_”.
Había llegado casi al porche cuando a un costado de la casa apareció un perro policía. Quizá el hombre se quedó mirándolo unos instantes con una especie de hórrido y ultrajado asombro, y al cabo decidió que no era un fantasma y trepó a un árbol. Permaneció allí arriba tres horas, gritando; llegó al fin la vieja negra y retiró al perro y le dijo al hombre que se marchara y no volviera.
—Está muy bien —dije—. Me gusta esa pincelada del fantasma del perro.
Apuesto a que el fantasma de Sutpen tiene también un caballo. ¿Y no tehan hablado por casualidad del fantasma de una damajuana?
—Aquel perro no era un fantasma.
Pregúntale al tipo aquel. Porque ese perro también murió. Y otro perro ocupó su lugar. La gente veía cómo, uno tras otro, los perros envejecían y morían, y, tan pronto como encontraban a uno muerto, a un costado de la casa aparecía otro cargando fogoso y a la carrera contra los intrusos, como si alguien con una varita mágica u otro artilugio hubiera golpeado la piedra angular del edificio. Y yo he visto al actual. No es un fantasma.
—Un perro —dije—. Una casa encantada que produce perros policía como ciruelas en los arbustos. —Nos miramos—. Y la más vieja de las negras logró que se retirara. Y lleva también el nombre de Sutpen. ¿Quién crees que vive en la casa?
—¿Y tú quién crees que vive?
—Judith no. La enterraron.
—Enterraron algo.
—Pero ¿por qué iba a querer ella que la gente pensase que había muerto si no era así?
—Ésa es la razón por la que te llamé. Eres tú quien debe descubrirlo.
—¿Cómo?
—Ve y mira. Sube hasta la casa y entra y grita: “¡Hola! ¿Hay alguien dentro?” Así es como lo hacen en la región.
—Oh, ¿sí?
—Claro. Así mismo. Es muy fácil.
—Oh, sí.
—Claro —dijo Don—. A los perros les gustas, y no crees en aparecidos.
Tú mismo lo dijiste.
Así que hice lo que Don me dijo.
Fui y entré en la casa. Y yo tenía razón y Don tenía razón. Aquel perro era un perro de carne y hueso y aquel fantasma era un fantasma de carne y hueso. Había vivido en la casa por espacio de cuarenta años, y la vieja negra lo había alimentado, y nadie había advertido su existencia.