VII

La casa de Martin estaba situada en una nueva zona residencial, sobre una loma. Era de estilo español; grande, con patios y balcones, se alzaba majestuosa en el crepúsculo.

Cuando llegó Blount, el dos plazas amarillo estaba estacionado bajo lamarquesina de la cochera. Lo recibió un negro en mangas de camisa, que al abrir la puerta lo miró con una especie de insolente brusquedad.

—Deseo ver al señor Martin —dijo Blount.

—Está cenando —dijo el negro sin soltar la puerta—. ¿Para qué quiere verlo?

—Apártese —dijo Blount. Empujó la puerta y entró—. Dígale al señor Martin que el doctor Blount desea verlo.

—¿El doctor qué?

—Blount. —El vestíbulo era opulento, opresivo, frío. A la izquierda había una habitación iluminada—.

¿Puedo entrar ahí? —dijo Blount.

—¿Qué es lo que quiere del señor Martin? —dijo el negro.

Blount se detuvo y retrocedió.

—Dígale que es el doctor Blount —dijo. El negro era joven, de color pardo, con la cara picada de viruela—.

Adelante. —dijo Blount. El negro dejó de mirarlo. Recorrió el vestíbulo en dirección a un corredor también iluminado. Blount entró en un enorme salón, con vigas en el techo, que parecía el escaparate de una tienda de muebles. Había alfombras con apariencia de no haber sido pisadas nunca; muebles y lámparas que parecían haber sido enviadas a prueba aquella misma mañana; sin vida, rígidos, costosos.

Entró Martin; llevaba el mismo traje barato de sarga; estaba en calcetines.

No se estrecharon la mano. Ni siquiera se sentaron. Blount se mantuvo de pie junto a una mesa con objetos que parecían asimismo tomados en préstamo o robados de un escaparate.

—Debo pedirle que me permita echarme atrás en nuestro trato —dijo.

—Quiere romperlo —dijo Martin.

—Sí —dijo Blount.

—El contrato está firmado; ya han empezado las obras —dijo Martin. Seguramente lo habrá visto.

—Sí —dijo Blount. Se llevó la mano al pecho. Del otro lado de la puerta llegó un rápido golpeteo de tacones duros y frágiles. La chica cruzó el umbral hablando.

—Voy a...

Se interrumpió al ver a Blount.Era una chica delgada, de pelo color de estopa peinado de forma retorcida en torno a una máscara pequeña y escandalosamente pintada, con los ojos a un tiempo desafiantes e inseguros; agresivos. Su vestido era demasiado rojo y demasiado largo, su boca demasiado roja, sus tacones demasiado altos. Llevaba pendientes y, sobre el brazo, una capa de piel blanca, pese a que era todavía agosto.

—Éste es el doctor Blount —dijo Martin.

Ella no reaccionó, no hizo ademán alguno; por espacio de un instante posó la mirada en él, rápida, agresiva, velada, y continuó. “Me voy”, dijo, y se dirigió a la puerta, y sus tacones frágiles y duros y rápidos golpearon el duro piso. Blount oyó en la puerta principal la voz del negro picado de viruela. “¿Adónde vas esta noche?” Y la puerta se cerró. Momentos después oyó el coche, el dos plazas amarillo.

Pasó con un zumbido frente a las ventanas en segunda, a gran velocidad.

Blount sacó del bolsillo interior de la chaqueta un fajo de papeles gofrados.

—Aquí tengo bonos por valor de cincuenta mil —dijo. Los dejó sobre la mesa. Martin no se había movido; estaba inmóvil sobre la cara alfombra, en calcetines—. Tal vez quiera aceptar un pagaré por el resto que usted estime.

—¿Por qué no borra el nombre de la lista, simplemente? —dijo Martin—.

Nadie podrá probarle nada.

—Podría hipotecar la casa a su nombre —dijo Blount—. La propietaria legal es mi abuela, pero estoy seguro...

—No —dijo Martin—. Está tirando su dinero. Quite el nombre de la lista. Puede hacerlo. Nadie se enterará. No le pueden probar nada. No con su palabra contra la mía.

Blount cogió de la mesa un pisapapeles de jade tallado. Lo examinó y volvió a ponerlo sobre la mesa y permaneció allí inmóvil unos instantes, mirando hacia su mano. Se movió en dirección a la puerta con un aire vago, como si se hubiera percatado de pronto de su propio movimiento. Sucara estaba tensa, imprecisa, aunque serena.

—Tienen una bonita casa —dijo.

—A nosotros nos gusta —dijo Martin; estaba inmóvil, astroso, en calcetines grises, mirándole. El sombrero de Blount seguía en la silla donde lo había puesto—. Se olvida usted de algo —dijo Martin—. Sus bonos.

—Blount volvió hasta la mesa y cogió los bonos. Los guardó cuidadosamente en el bolsillo interior de la chaqueta, con la cabeza baja. Luego se dirigió de nuevo hacia la puerta.

—Bien —dijo—. Si hubiera conseguido algo con mi visita, usted no sería usted. O yo no sería yo, y en ese caso no tendría importancia.

Se hallaba ya a medio camino de su coche cuando lo alcanzó el negro picado de viruela.

—Aquí tiene su sombrero —dijo el negro—. Lo olvidó.