VII
El sonido fruncido de Angelo se ha hecho continuo: una abierta y amable cortesía, hasta que ve que su protector se ha levantado, con el cartapacio bajo el brazo.
—Comemos, ¿eh? —dice Angelo, que en tres semanas ha aprendido algo de francés y de inglés, mientras que Elmer no es capaz siquiera de preguntar dónde está el Louvre o el Salón.
Luego señala la cerveza de Elmer—.
¿No terminas?
—Tengo que irme —dice Elmer, y en su cara se advierte la expresión de ensimismamiento e introversión de los dispépticos: como si estuvieran prestando oído a sus tripas, que es exactamente lo que Elmer está haciendo.
Se está ya retirando. Al instante aparece el camarero; Elmer, aún con esa expresión ensimismada —no exactamente preocupada—, pero con movimientos que no dan lugar a tiempos muertos, entrega al camarero un billete ysigue su camino; es Angelo quien retiene al camarero y recoge el cambio y deja una propina europea, que el camarero arrebata con desdén mientras dice algo en francés a Angelo; como réplica, y en vista de que su protector se aleja —a paso un poco más rápido que de ordinario—, Angelo se limita a demorarse lo suficiente como para invertir su sonido de aprobación y expeler el aire a través de los labios fruncidos en lugar de aspirarlo.
Y ahora, musical también en su agitación, Michel
—¿No a comer ahora? —dice.
—No —dice Elmer. Su tono es irritado, aunque no aún acosado, no aún desesperado—. El hotel. Tengo que estar a solas.
—¿A solas? —dice Angelo.
—Excusado —dice Elmer.
—Ah —dice Angelo—. Excusado.
Alza la vista hacia la preocupada, a un tiempo vigilante y ensimismada cara de su protector; agarra a Elmer por el codo y echa a correr. Corren varias zancadas antes de que Elmer logre desasirse de un tirón; su semblante muestra ahora franca alarma.
—Cierto —dice Angelo en italiano—. En tu situación, correr no es lo que se necesita. Lo olvidé. Con cuidado y despacito, pero no demasiado despacio. “Coraggio”
—¡No! —dice Elmer. Su voz es ahora desesperada pero firme—. ¡El hotel!
En el Jardín, por donde Elmer camina con largas y atormentadas zancadas, con Angelo a su lado al trote, el crepúsculo es gris y no emite silbido alguno entre los árboles; la gente, en el largo tapiz que se disuelve, se dirige ya hacia las puertas. En el crepúsculo teñido de otoño pasan presurosos ante las figuras esculpidas, pasan ante las de bronce, cuyos destellos callados y meditabundos son solemnes y ya informes; ambos van casi a la carrera: pasan ante el Verlaine de piedra, ante Chopin, ese hombre enfermo y femenino semejante a nieve que se descompone bajo una luna muerta; la luna de la muerte está ya arriba, grata y afable y gélida como una alcahueta. Elmer entra en la Rue Vaugirard, apresurándose con el cuidado asolado de quien lleva dinamita; es Angelo quien lo retiene hasta que seproduce un hueco en el tráfico.
Luego ha llegado a la Rue Servandoni. Corre por la pendiente empedrada. Ya no piensa “Qué pensará de mí la gente”. Es como si la vida, la volición, todo fuera meciéndose oscuro e invisible en su zona pélvica, y al cabo sólo le resta la inteligencia suficiente para saber que ha llegado a su puerta. Allí, sin sombrero, está saliendo su patrona.
—Ah, señor Hodge —dice—. En este mismo momento le estaba buscando.
Tiene visita. Las millonarias americanas Monson le esperan en su alcoba.
—Sí —dice Elmer, esquivándola para entrar corriendo, sin conciencia siquiera de que le está hablando en inglés—. Un minuto y estaré... —Se detiene; la mira penetrantemente con el semblante asolado y sumido en la desesperanza—. ¿Mosong? —dice—. ¿Mosong? —Y luego—: ¡Monson! !”Monson”! —Aprieta con fuerza el cartapacio y lanza una mirada salvaje hacia su ventana, y vuelve a mirar a su patrona, que le mira con asombro—. ¡Reténgalas ahí! —le grita con ferocidad—. ¿Me oye? ¡Reténgalas ahí! No deje que se marchen. En un minuto estaré... —Pero ya se ha dado la vuelta y corre hacia el otro lado del patio. Sin dejar de correr, con el cartapacio bajo el brazo, sube por las oscuras escaleras mientras su pensamiento, en alguna parte de su desesperada mente, piensa sin crispación “Estará ocupado. Sé que estará ocupado” y piensa con absoluta desesperación que va a perder a Myrtle dos veces por culpa de su cuerpo: la primera a causa de su espalda, que le impedía bailar, y ahora a causa de sus tripas, que permitirán que Myrtle piense que está huyendo.
Pero el excusado está vacío; un suspiro de alivio es eco del suspiro de los pantalones al deslizarse por sus piernas, y piensa Gracias a Dios. Gracias a Dios.
Myrtle. Myrtle. Luego también esto se esfuma; se le antoja ver su vida, boca arriba ante la vida secreta y ciega e implacable de sus propias entrañas, cual inmolación que clama”Aquí estoy. Aquí estoy” como el Samuel de la Antigüedad. Y luego sus entrañas lo liberan. Vuelve a despertar y tiende la mano hacia el huevo del papel, y se queda absolutamente inmóvil mientras el tiempo parece pasar vertiginoso ante él con un sonido semejante casi al de un proyectil.
Gira sobre sí mismo; mira el hueco vacío, y entorno está el viento oscuro que silba burlón como si fuera el viento que ha vaciado el hueco. Elmer no ríe; también sus tripas se han vaciado apremiadas por la urgencia. Se da unas palmadas en el bolsillo del pecho; se queda inmóvil de nuevo, con el brazo cruzado sobre el pecho; como si estuviera saludando; luego, con terrible urgencia, se busca en todos los bolsillos saca dos trozos rotos de carboncillo, un reloj de dólar, unas cuantas monedas, la llave de su cuarto, la lata de tabaco (ya plateada y suavizada por el tiempo) con las agujas e hilo y demás útiles que hace diez años le regaló en Canadá el cocinero. Y eso es todo. Y sus manos dejan de buscar. Animadas momentáneamente de vida y exigencia propias y furiosas, mueren; y él sigue sentado ydurante unos instantes mira con calma el cartapacio que tiene al lado, en el suelo: y de nuevo, como cuando las miró acariciar la granada de mano a bordo del buque de transporte de tropas en 1916, las ve coger el cartapacio y abrirlo y sacar la acuarela del paisaje. Pero es sólo un instante, porque el apremio vuelve a descender sobre él y ya no mira en absoluto sus manos, y piensa Myrtle. Myrtle. Myrtle.
Y ya la hora, el momento, ha llegado. En el interior del Jardín, más allá de la oscuridad y del lento gentío que camina hacia las puertas, el bugle oculto comienza. De la oscuridad secreta llegan las graves notas de latón; alcanzan a la gente, dejan atrás a los policías con gorra de las puertas, se extienden por la ciudad y mueren donde la noche, bajo la creciente y exangüe luna, se ha encontrado a sí misma. Mas dentro del crepúsculo formal de los árboles el bugle sigue sonando acompasado y arrogante y triste.