Un regreso
I
El día en que debía llegar el carruaje, el chico negro esperaba desde el alba sentado al lado del mulo atado de orejas caídas, tiritando sobre el fuego que ardía sin llama bajo la lluvia de diciembre, junto al camino de Mississippi, con un ramo tan grande como una escoba de jardín envuelto en un capote de hule, y tal vez cien yardas más arriba estaba el propio Charles Gordon sobre su caballo, al abrigo de un árbol desnudo bajo la lluvia, mirando al chico y el camino.
Entonces se avistaría el carruaje embarrado y Gordon vería cómo el ramoera entregado y entonces saldría a caballo con la cabeza descubierta bajo la lluvia, y desde la silla, ante la ventanilla del carruaje, haría una pequeña reverencia con la cabeza, por encima de la mano veloz y suave, de los ojos dulces sobre la masa de rosas rojas.
Esto tenía lugar en 1861, la tercera vez que Lewis Randolph llegaba desde Mississippi en el carruaje embarrado cuyo piso iba tapizado por ladrillos calientes que un criado retiraba cada ciertas millas y recalentaba en un fuego de leña de pino traída a tal efecto; en las dos primeras ocasiones la habían acompañado su madre y su padre a recibir el ramo de Gordon en el serpenteante camino y a entrar por la noche en el Cuartel de los Guardias de Nonconnah del brazo de Gordon y bailar allí danzas como el chotis y el “reel” y acaso el nuevo vals, mientras la bandera de las barras y las estrellas colgaba desplegada de la galería de los músicos negros que tocaban violines y triángulos.
Pero esta vez, este diciembre de 1861, sólo la acompañaba su madre, pues su padre se había quedado en Mississippi organizando una compañía de infantería, y la bandera que colgaba del estrado de los músicos era la nueva, la cruz de San Andrés con las estrellas, tan nueva y extraña como el gris sin tacha que los jóvenes llevaban ahora en lugar del viejo azul.
El batallón había sido organizado para ir a México; todos eran jóvenes y solteros; se dejaba de pertenecer a él automáticamente al contraer matrimonio. Era una unidad de la Guardia Nacional, pero en ella había también una jerarquía de oficiales sociales electivos y hereditarios, y el presidente del Comité, en Tennessee del oeste y en el norte de Mississippi al menos, era superior a cualquier mayor o capitán, a Washington, a los Estados Unidos y a todo. Sin embargo, se formó demasiado tarde para combatir en México, de modo que su primer despliegue de fuerza tuvo lugar no en equipo de campaña en una polvorienta llanura de Texas, sino en el azul y oro del uniforme de gala en el salónde baile de un hotel de Memphis, poco antes de Navidad, mientras del balcón de los músicos colgaba la bandera de los Estados Unidos, y siguió repitiéndose año tras año, al poco tiempo en su propio cuartel, y pronto las jovencitas del norte de Mississippi y del oeste de Tennessee eran presentadas formalmente en sociedad en esos bailes, y una invitación (o convocatoria) a ellos resultaba una impronta social no menos irrevocable que una de Saint James o el Vaticano.
Pero en el 61 los hombres llevaban uniforme gris en lugar de azul y donde antes ondeaba la vieja bandera ahora ondeaba la nueva y había un tren militar esperando en la estación para partir hacia el Este a medianoche. Lewis Randolph habría de contar lo de ese baile a su solo oyente, quien en cierto sentido no había llegado a estar presente en él tan sólo por veinticuatro horas. Se lo habría de contar más de una vez, aunque la primera vez que el oyente recordaría haberlo oído fue cuando tenía aproximadamente unos seis años: los jóvenes (eran ciento cuatro) de prístino gris bajo la nueva bandera, las guerreras grises y los vestidos de miriñaque girando y evolucionando mientras la lluvia, que a la llegada del crepúsculo se había convertido en nieve, susurraba y emitía un murmullo en los altos ventanales; cómo a las once y media se paró la música a una señal de Gavin Blount, que era a un tiempo presidente del Comité y mayor del batallón, y se despejó la pista de baile, la amplia pista bajo las severas y marciales arañas del techo, el batallón formado enfrente, bajo la bandera por encima de la cual atisbaban las caras de los músicos negros, las chicas con sus miriñaques y sus flores al otro lado de la estancia, los invitados: damas de compañía, madres y tías y padres y tíos, jóvenes que no pertenecían a los Guardias, en sillas doradas a lo largo de las paredes. Ella, a su oyente de seis años, le dirigió incluso palabra por palabra el discurso que había pronunciado Gavin Blount apoyado con soltura sobre el sable y frente al batallón gris; ella (Lewis Randolph)de pie en el centro de la cocina en la casa de Mississippi que empezaba ya a derrumbarse sobre sus cabezas, con un vestido de calicó y sombrero para el sol, apoyada sobre el cañón de mosquete yanqui que utilizaban para atizar el fuego, del mismo modo que Gavin Blount se había apoyado sobre el sable. Y mientras ella hablaba, al chiquillo de seis años le parecía poder ver la escena, le parecía que no era la voz de su madre sino la de aquel joven que había ya muerto cuando el pequeño oyente nació; las palabras llenas de pomposidad y coraje e ignorancia de aquel hombre que muy probablemente había visto cómo disparaban contra su propio cuerpo y había oído la bala, pero que aún no había visto la guerra: “Muchos de vosotros se han ido ya.
No me dirijo a ellos. Muchos de vosotros han hecho ya sus planes para ir. Tampoco me dirijo a ellos. Pero hay algunos de vosotros que podrían ir e irán, sólo que piensan que se habrá acabado antes de poder participar en una batalla, antes de ver un faldón de guerrera yanqui. Es a ellos a quienes hablo”. el oyente podía verlos: la fila rígida y gris bajo la nueva bandera y los blancos ojos de los negros de la galería, el hombre del fajín carmesí y del descuidado sable que le servía de apoyo, aquel hombre que dentro de siete meses estaría muerto, las jóvenes con sus faldas extendidas como un puñado de mariposas, las sillas alineadas bajo los altos ventanales donde susurraba la nieve. “Todos habéis oído hablar de Virginia desde lo de Bull Run. Pero no habéis visto tal estado. De Washington, de Nueva York. Pero no los habéis visto”.
Entonces sacó de su guerrera el papel sellado y lacrado y lo abrió y lo leyó en alta voz: ...facultado por el presidente de los Estados Confederados de América...
Entonces gritaron; las mujeres también. Gritaron estentóreamente. Posiblemente algunos de ellos no habían visto un uniforme gris hasta entonces, pero probablemente ninguno de ellos había escuchado jamás aquel grito; la primera vez que llegaba a sus oídossalía de sus propias gargantas, no inventado por nadie individual sino nacido simultáneamente de una raza, inventado (si es que era inventado) no por el hombre sino por su destino fatal. Y el grito sobrevivió incluso a tal destino. El oyente, el chiquillo de seis años, creció y se hizo adulto y despertaba confianza y era digno de ella, y triunfó y llegó a ocupar en el tejido económico y social de su entorno escogido una posición más elevada que la mayoría. Cuando tenía cuarenta y cinco años realizó un viaje de negocios a Nueva York, donde conoció al padre del hombre que había ido a ver, un viejo que había estado en el 62 en el Cuerpo de Shields en Valley. El viejo conocía el grito, lo recordaba.
“A veces lo vuelvo incluso a oír —le dijo al sureño—. Incluso después de cincuenta años. Y me despierto sudando”. Y hubo otro a quien el chico conoció en su juventud, un hombre llamado Mullen que había estado en la unidad de caballería de Forrest, que se estableció en el oeste y cuando en una ocasión volvió de visita contó de un muchacho que bajó a caballo por una calle de Kansas en el 78 gritando “¡Yaaaiiihhh! ¡Yaaaiiihhh!”, y disparando con su pistola a través de las puertas al interior de la taberna, hasta que un alguacil, apostado tras un montón de basura, lo alcanzó con un disparo de su escopeta de cañones recortados y cargada con postas y lo derribó del caballo, y la gente rodeó al muchacho que se desangraba mortalmente en el suelo y Mullen dijo: “Hijo, ¿dónde lo hizo tu padre?”, y el muchacho dijo: “Dondequiera que hubiera yanquis, como yo. ¡Yaaiihh!” Así fue como el oyente lo oyó: a otra señal de Blount la música volvió a sonar y las chicas, en fila india tras la pareja de Blount, pasaron a lo largo del batallón formado, besando a los hombres uno a uno, y entre ellas estaba Lewis Randolph, que besó a ciento cuatro hombres, es decir a ciento tres, pues a Charles Gordon le entregó una rosa roja del ramo que había recibido de él y el beso que la acompañó, según oiría el chico de un testigo presencial treinta años mástarde, no fue el roce veloz de unos labios que ríen o como el roce de un pie alado sobre un guijarro de un vado. Y cuando el tren militar partió ella estaba dentro, había sido alzada por el lado que no podía verse, mientras en el andén las caras de las otras chicas, enmarcadas en los vuelos semejantes a pétalos de las faldas, parecían flotar como flores cortadas en un arroyo oscuro, mientras su madre, a una milla de distancia, la esperaba en el cuartel charlando plácidamente de frivolidades. Así que ella viajó a Nashville en un vagón lleno de soldados, con la capa de Charles Gordon sobre su vestido de baile, y fueron casados por un soldado (que resultó ser un pastor) en medio de un batallón que esperaba para subir al tren, sobre el andén bloqueado por la nieve, con un regimiento entero como testigo mientras los cables telegráficos que se enroscaban arriba, tapizados de hielo, crujían y susurraban con la enojada orden que su madre enviaba a todas las estaciones entre Memphis y Bristol; contrajo matrimonio con el vestido de baile y la capa de oficial en medio de la nieve, sin un cabello desordenado a pesar de que no había dormido en treinta horas, en el corro de caras juveniles de quienes jamás habían oído una bala y sin embargo estaban convencidos, todos ellos, de que iban a morir. Cuatro horas después el tren militar siguió su camino y quince horas después ella estaba de vuelta en Memphis, con una carta de Gordon, escrita en el reverso de un menú del restaurante de la estación lleno de manchas, dirigida a la madre, la cual ya no estaba frenética, sino sólo sombría y fríamente ofendida.
—¿Casada? —gritó la madre—. ¿Casada?
—¡Sí! ¡Y además voy a tener un niño!
—¡Tonterías! ¡Tonterías!
—¡Es cierto! ¡Es cierto! Lo he intentado con todas mis fuerzas.
Volvieron a casa, a Mississippi.
Era una gran casa cuadrada situada a veinticinco millas de cualquier ciudad. Tenía un parque, arriates, una rosaleda. Durante aquel invierno lasdos mujeres hicieron calcetines y bufandas de punto y confeccionaron camisas y prepararon botiquines de urgencia para los soldados de la compañía, que crecía constantemente, y bordaron sus colores, y las chicas negras de las cabañas cosieron y plancharon la brillante seda fragmentaria. El terreno abierto, el establo estaban llenos de caballos y mulos desconocidos, y las praderas y el parque salpicados de tiendas y plagados de desechos; desde la habitación alta donde trabajaban, las dos mujeres oían durante todo el día las pesadas botas en el vestíbulo y las altas voces en torno a la ponchera en el comedor, mientras el aguanieve y la escarcha que se fundía del invierno que partía inundaban las huellas de los pesados tacones entre las rosas rotas y marchitas. Al anochecer solía haber una hoguera y oratoria, con el fulgor del fuego rojo y fiero sobre los sucesivos oradores, con las cabezas inmóviles de los esclavos en silueta a lo largo de la cerca, entre el fuego y el pórtico, donde las mujeres negras y blancas, la señora hija y la esclava, se arrebujaban en sus chales y escuchaban las voces pomposas y sonoras y sin sentido que se alzaban sobre los gestos de una pantomima ruda e insustancial.
La compañía partió al fin. La charla, las botas en el vestíbulo se esfumaron, y al cabo de cierto tiempo también la basura y los desechos; los céspedes heridos sanaron gradualmente con las lluvias de la primavera, y quedaron sólo los marchitos arriates y los setos de boj, la casa apacible de nuevo, con sólo las dos mujeres y los negros de las cabañas, y sus voces, el mesurado son de los golpes de hacha y el olor del humo de leña que llegaban plácidamente a través de los largos crepúsculos de la primavera. Empezó de nuevo la vieja y nada original, la monótona historia. No era nada nuevo.
Era sólo una de tantas y tantas repeticiones que tendrían lugar en el Sur aquel año y los dos años siguientes, no de sufrimiento real aún, sino sencillamente aquel infortunio atenuado, aquella incesante demanda de aguante sin esperanza o incluso sin desespera-ción —esa atroz repetición que es la tragedia de la Tragedia, como si la Tragedia tuviera una fe infantil en la eficacia de la trama simplemente porque la trama funcionó una vez— un sistema económico que había sobrevivido a su lugar en el tiempo, una tierra vacía de hombres que la abandonaron cabalgando no para entablar una lucha contra un enemigo mortal, como ellos creían, sino para despedazarse contra una fuerza a la que no podían hacer frente, pues no se hallaban dotados ni por inclinación ni por herencia, y en la que aquellos a quienes atacaban y contraatacaban no eran tanto vencedores cuanto —como ellos— víctimas; armados con convicciones y creencias anticuadas, de hace mil años, salieron al galope tras la enseña de un día y desaparecieron, no en el humo de la batalla sino allende el irrevocable telón de una era, de una época en la que, incorpóreos e inmolados, podían batirse para siempre contra ningún enemigo y sin dolor ni herida en campos elíseos bajo un sol detenido; tras ellos se apagaba el proscenio y las candilejas. Algunos de ellos volvieron para cerciorarse, pero eran sombras aturdidas y perplejas e impotentes que volvían arrastrándose a la oscurecida escena en donde la vieja historia había sido representada hasta la saciedad: una mujer o unas mujeres que tras la partida de las fuertes pisadas y las banderas y las trompetas, miraron en torno y se encontraron solas en remotas casas diseminadas por una tierra escasamente poblada cuya inmensa mayoría de habitantes era de raza oscura e, incluso en circunstancias normales, imprevisible, medio infantil, medio salvaje, una tierra, un modo de vida que mantener mediante manos educadas sólo para labores de aguja y cuyo mantenimiento no ofrecía sino una sola certeza: que al año siguiente habría aún menos alimentos y seguridad que en el año en curso, una tierra a la que las noticias de lejanas batallas llegarían como momentáneos y mudos relámpagos, irreales y oníricas, traídas verbalmente meses después de que los cadáveres hubieran empezado a pudrirse (muertos sin nombre, pues lasnoticias no decían si se trataba o no de un padre o hermano o marido o hijo); luego el comienzo y aumento de rumores de violencia y pillaje, cada día más cercanos, y la mujer o las mujeres sentadas en habitaciones oscuras, a la espera de que los negros se recogieran en las cabañas por la noche a fin de enterrar sigilosamente un poco de plata en el jardín o el bosquecillo con manos ya no tan suaves), sin saber ni siquiera entonces qué oídos podrían escuchar desde qué sombras.
Luego la vigilancia y la espera, la infatigable y mezquina lucha por la existencia, por el sustento: orillas de acequias y de bosques rastreadas en busca de hierbas y bellotas para preservar la vida en cuerpos a los que se había negado incluso la situación límite del hambre, a los que se había negado no la vida sino simplemente la esperanza, como si el único fin del desastre fuera clínico: únicamente comprobar cuánto podían soportar la voluntad y la carne.
Ellas —las dos mujeres— pasaron por ello. Cuando la casa recobró la calma empezaron a preparar las cosas para el niño que habría de llegar en el otoño.
Es decir, la mujer de más edad, pues la hija supervisaba la siembra para la cosecha anual, el algodón y el forraje. La madre, en la habitación alta donde habían confeccionado las banderas, planchaba y hacía delicadas labores de aguja y empleaba multitud de cintas con la ayuda de una negra, mientras la hija seguía a caballo a los arados hasta el campo, hasta que la madre le prohibió hacerlo, y entonces iba en un pequeño coche de caballos y pasaba por los huecos que abrían los mozos derribando tramos de cerca, y se sentaba en el coche y contemplaba la recolección del algodón en los brillantes y calurosos días de septiembre, como su padre había hecho, una cosecha que fue desmotada y enviada a la capital del condado para su venta, y que se esfumó, desapareció allí, sin que ellas supieran en qué dirección y sin que tuvieran tiempo para averiguarlo, pues en la última semana de septiembre nació el niño, un chico al que dieron el apellido Ran-dolph; hubo una comadrona negra, pero no médico, y una semana después llegó a caballo desde su casa, situada a diez millas, un vecino, un hombre demasiado viejo para combatir: —Ha habido una gran batalla más allá de Corinth. Han matado al general Johnston, y ellos están ya en Memphis. Será mejor que vengan a quedarse con nosotros. Al menos habrá un hombre en la casa.
—Gracias —dijo la madre—. El señor Randolph (había intervenido en aquella batalla con Gavin Blount y no había vuelto de ella, aunque el cuerpo de Blount fue hallado más tarde) esperará encontrarnos aquí cuando vuelva.
Las lluvias equinocciales empezaron aquel mismo día. Para la caída de la noche hizo ya frío, y la hija se despertó de pronto en la noche avanzada, sabiendo que su madre no estaba en la casa y sabiendo asimismo dónde estaría. La niñera negra de su hijo estaba dormida en un catre en el vestíbulo, pero ella no la llamó; se levantó de la cama, arropó con cuidado al niño y se agarró a un barrote de la cama hasta que las oleadas de debilidad y la sensación de vértigo cesaron. Entonces, con los pesados zapatos de su padre que utilizaba en los campos y un chal ceñido a la cabeza y hombros y apoyándose en la barandilla de las escaleras, bajó y se adentró en la misma lluvia, en el fuerte e incesante y negro viento lleno de partículas de lluvia helada que la sostenía de hecho, que la mantenía erguida al inclinarse en él, y avanzó sujetando con fuerza el ondeante chal, sin hacer ruido alguno hasta que llegó al bosquecillo, e incluso entonces habló sin alzar la voz, aunque apremiante y perentoriamente: “¡Madre! ¡Madre!”, y la madre, en algún lugar a sus pies, le replicó con calma, con un punto de irritación incluso: —Con cuidado. No vayas a caerte tú también. Es la pierna. No me puedo mover.
La hija podía ver un tanto ahora, como si las batientes partículas de lluvia fueran débilmente incandescentes, conservaran en cada gota algo delpasado día y lo diseminaran en torno, el pesado baúl que la mujer había arrastrado allí desde la casa con la sola ayuda de sus manos (la hija nunca supo cómo), el hoyo que había cavado y en el que había caído.
—¿Cuánto tiempo llevas aquí? —exclamó la hija, volviendo ya hacia la casa, corriendo, mientras la madre la llamaba con su voz áspera y fría, prohibiéndole que avisara a los negros, repitiendo: “La plata. La plata”, y la hija llamando hacia la casa, aún sin alzar la voz, sólo apremiante y perentoriamente. Al poco aparecieron la niñera y dos negros. Sacaron a la mujer de la fosa.
—Joanna me ayudará a entrar en la casa —dijo la mujer—. Tú quédate y asegúrate de que Will y Awce entierran el baúl.
Pero tuvieron que llevarla los dos negros, aunque no fue sino a la mañana siguiente cuando supieron con certeza que se había roto la cadera. Y, pese a la llegada de un médico aquel día, la madre murió tres noches después de neumonía, sin siquiera decir cómo había conseguido llevar hasta allí el pesado baúl ni cuánto tiempo había permanecido en aquel hoyo que había ido llenándose de lluvia lentamente.
Así que la enterraron, y borraron cuidadosamente las huellas sobre la tierra del baúl; y de nuevo en el coche de caballos, con el niño arropado en una manta junto a ella, la hija supervisó la construcción de un corral oculto para los cerdos en la parte más honda de la ribera del río, y la recolección y almacenamiento del maíz.
Ahora tendrían alimento, pero poco más, pues el algodón, el dinero de la cosecha, se había esfumado. En una hilera de heterogéneas y cuidadosamente etiquetadas botellas y frascos, sobre el escritorio de su padre, estaban las semillas recogidas en el huerto en el verano; en la primavera próxima supervisaría su siembra, y con los zapatos masculinos y ya con unos pantalones de su padre, en el coche de caballos y con el niño a su lado (su hijo había de ser destetado, había de aprender a andar y a hablar en aquel coche; comía y dormía en él, sobre elregazo de su madre, y sentía contra el costado la forma dura de la Derringer que ella llevaba en el bolsillo), vio el maíz sembrado y luego recolectado.
En el curso de aquel año recibió dos cartas. La primera contenía la escritura temblorosa de un anciano (al principio ni siquiera reconoció la escritura de su padre) sobre el papel barato y manchado, dentro de un sobre manchado, dirigida a su madre desde la prisión de Rock Island. La escritura de la segunda la conocía. Era fuerte y desordenada y airosa, la misma que se había traído de Nashville en el menú manchado. Contaba que había sido herido, aunque no gravemente; el párrafo dedicado a su estancia en el hospital de Richmond tenía un tono casi luculano. Había sido trasladado al Departamento del Oeste; estaba pasando un solo día con sus padres, y acto seguido se uniría a la unidad de caballería de Van Dorn en una expedición (no citaba el destino) cuya conclusión le situaría a un día a caballo de aquel hijo que no había visto nunca y al cual presentaba sus respetos. Pero nunca llegó a casa. Una noche entró en Holly Springs dando alaridos tras la larga y ondeante cabellera de Van Dorn, y al día siguiente su cuerpo fue identificado gracias a una carta de su esposa por un viejo que le había disparado desde la puerta de la cocina, al parecer cuando lo sorprendió forzando el gallinero.