IV
Estábamos de nuevo abajo, en la cocina oscura. De pie, uno frente a otro.
—Y va a morir —dije—. ¿Cuánto tiempo lleva así?
—Como una semana. Solía pasear por la noche con el perro. Pero hace aproximadamente una semana me desperté de noche y oí aullar al perro y me vestí y subí hasta aquí y lo encontré tumbado en el jardín, y el perro estaba junto a él, aullando. Y lo metí en la casa y lo acosté en esa cama y no se ha movido desde entonces.
—¿Lo acostó? ¿Quiere decir que lo metió en casa y subió con él las escaleras usted sola?
—Metí a Judith en el ataúd yo sola. Él ya no pesa nada ahora. Y también voy a meterlo en su ataúd yo sola.
—Dios sabe que va a ser muy pronto —dije—. ¿Por qué no avisa a un médico?
Gruñó; oí su voz no más arriba de mi cintura.
—Él es el cuarto que va a morir en esta casa sin necesidad de médicos.
Me arreglé con los otros tres. Calculo que podré arreglarme también con éste.
Y entonces, allí en la oscura cocina, empezó a contarme, mientras Henry Sutpen moría apaciblemente arriba, en aquel sucio aposento, ignorado por los hombres, incluido él mismo.
—Tenía que apartarlo de mi mente.
Llevo ya mucho tiempo soportando esta carga, y ahora voy a soltarla.
Escuché de nuevo la historia de Henry y Charles Bon, que fueron como hermanos hasta aquel segundo verano en que Henry fue invitado por Charles a su casa. Y cómo Henry, que debía estar fuera tres meses, volvió a casa a las tres semanas, pues había descubierto Aquello.
—¿Descubierto qué? —dije.
La cocina estaba oscura. La única ventana era un pálido cuadrado en la oscuridad estival que se alzaba sobre la tupida maraña del jardín. Afuera,algo se movía bajo la ventana, algo de grandes y blandas patas; entonces el perro ladró una vez. Luego volvió a ladrar, ahora desatadamente. Pensé con calma: “Ya no me queda carne ni pimienta. Estoy dentro de la casa y no puedo salir”. La vieja se movió; se dibujó la silueta de su torso en la ventana.
—Calla —dijo.
El perro calló unos instantes; luego, cuando la mujer se apartó de la ventana, volvió a ladrar con ladrido frenético, hondo, salvaje, retumbante.
Fui hasta la ventana.
—Calla —dije, sin alzar la voz—.
Calla, muchacho. Quieto.
Calló; el ruido débil, blando y voluminoso de sus patas cedió y cesó.
Me volví. La mujer era invisible otra vez.
—¿Qué sucedió en Nueva Orleans?
—dije.
No respondió de inmediato. Estaba absolutamente silenciosa; ni siquiera la oía respirar. Luego, del silencio sin aliento, me llegó su voz.
—Charles Bon tenía ya esposa.
—Oh —dije—. Tenía ya esposa. Entiendo. Así que...
Y habló, no exactamente con más rapidez. No sabría cómo expresarlo.
Era como si un tren que se desliza por el raíl, no a gran velocidad, y sin embargo un pasajero descarrila: algo así sucedió al contarme cómo Henry le brindó a Charles una oportunidad. Oportunidad para qué, para hacer qué: nunca quedó bien claro. No pudo ser para conseguir el divorcio; la vieja me contó que las ulteriores acciones de Henry mostraban que no pudo conocer la existencia de un matrimonio real entre ambos hasta mucho después, acaso en tiempo bélico o acaso al final mismo de la guerra. Al parecer, en el asunto de Nueva Orleans existía algo —al menos para Henry— aún más ignominioso de lo que pudiera haberlo sido el asunto del divorcio. Pero ella no quiso decirme de qué se trataba.
—No necesita saberlo —dijo—. Ya no tiene importancia. Judith está muerta y Charles Bon está muerto y pienso que también ella está ya muertaen Nueva Orleans, pese a sus vestidos de encaje y a sus sinuosos abanicos y a los negros a su servicio; pero imagino que allí las cosas son diferentes. Imagino que Henry se lo dijo así en su momento a Charles Bon. Y ahora Henry pronto dejará de estar entre los vivos, así que ya no importa.
—¿Cree que Henry morirá esta noche?
Su voz llegó desde la oscuridad, apenas desde la altura de mi cintura: —Si el Señor así lo quiere.
Henry, pues, le dio a Charles Bon una oportunidad. Y Charles Bon no la tomó.
—¿Por qué no les dijo Henry a Judith y a su padre de qué se trataba? —dije—. Si para él era razón de peso suficiente, también habría de serlo para ellos.
—¿Iba Henry a decir a los de su sangre, a menos que no hubiera más remedio que decírselo, lo que no voy a decirle yo a usted, un extraño? ¿No le estoy precisamente contando cómo Henry intentó otros medios antes? ¿Y cómo Charles Bon le mintió?
—¿Le mintió?
—Charles Bon le mintió a Henry Sutpen. Henry le dijo a Charles Bon que aquellas cosas no se daban entre los Sutpen, y Charles Bon le mintió a Henry. ¿Cree que si Charles Bon no le hubiera mentido a Henry, le habría permitido Henry que se casara con su hermana? Charles Bon le mintió a Henry antes de aquella mañana de Navidad. Y luego volvió a mentirle después de aquella mañana de Navidad; de otra forma, Henry nunca hubiera permitido que Charles Bon se casara con Judith.
—¿Cómo le mintió?
—¿No le acabo de decir que Henry descubrió aquello en Nueva Orleans?
Lo más probable es que Charles Bon le llevara a Henry a verla, mostrándole así los usos de Nueva Orleans, y que Henry le dijera a Charles Bon: _”Eso no se da entre los Sutpen_”.
Pero yo seguía sin entenderlo. Si Henry no sabía que estaban casados, su actitud le hace parecer como bas-tante mojigato. Pero quizá hoy día no podamos ya entender a la gente de aquel tiempo. Quizá por ello sus actos, transmitidos tanto por escrito como oralmente, tengan para nosotros cierta calidad grandilocuente aunque valerosa, galante aunque un tanto absurda. Pero tampoco era eso. Había algo más que la mera relación entre Charles y aquella mujer; algo que la vieja no me había dicho y que, como me había anunciado, no me diría, y que yo sabía que no lo haría a causa de cierto sentido del honor o del orgullo; y pensé con calma: “Ahora ya nunca lo sabré. Y sin eso, la historia entera carece de sentido; así que estoy perdiendo el tiempo”.
Pero, en cualquier caso, había un punto que iba haciéndose más claro, de forma que cuando la vieja me hubo contado cómo Henry y Charles se fueron a la guerra al parecer en buena concordia, y cómo Judith, con su anillo de boda de una hora, se había hecho cargo de la hacienda y enterrado a su madre y conservado la casa lista para la vuelta de su marido, y cómo supieron del final de la guerra y que Charles Bon estaba a salvo, y cómo dos días después Henry trajo el cuerpo de Charles en el carro, sin vida, muerto por el último disparo de la guerra, dije: —¿El último disparo disparado por quién?
Ella no contestó de inmediato. Estaba absolutamente inmóvil. Se me antojó que podía verla: inmóvil, con la cabeza un poco baja, aquella cara estática, inmutable, fría, implacable, contenida.
—Me pregunto cómo averiguó Henry que Charles y la mujer estaban casados —dije.
Tampoco respondió a esta pregunta.
Y luego volvió a hablar, con voz uniforme y fría, de cuando Henry trajo a Charles a casa y lo subieron al cuarto que Judith le tenía preparado, y de cómo ella mandó afuera a todo el mundo y cerró la puerta con llave, encerrándose con su marido muerto y la fotografía. Cómo ella —la negra, que se pasó la noche en una silla en el vestíbulo principal— oyó una vezaquella noche un golpeteo arriba, en el cuarto, y cómo, cuando Judith salió de él a la mañana siguiente, tenía el semblante idéntico a cuando cerró la puerta a su espalda.
—Luego me llamó y fui y entré y metimos el cuerpo en el ataúd, y cogí la caja de la fotografía de encima de la mesa y dije: “¿Quiere que la metamos dentro, señorita?”, y ella dijo: “No la dejaré ahí dentro”, y vi cómo cogía el atizador y golpeaba la cerradura de la caja cerrada hasta el punto de que no pudiera abrirse nunca.
“Lo enterramos aquel mismo día. Al día siguiente llevé la carta a la ciudad para ponerla en el tren...
—¿Para quién era la carta?
—No lo sabía. No sé leer. Lo único que sabía era que iba destinada a Nueva Orleans, porque conocía los trazos que significaban Nueva Orleans, pues solía llevar al correo las cartas que ella le escribía a Charles Bon antes de la guerra, antes de que se casaran.
—A Nueva Orleans —dije—. ¿Cómo supo Judith dónde vivía la mujer? —Y luego dije—: ¿Había...? En la carta había dinero.
—Entonces no. Entonces no teníamos dinero. Nunca tuvimos dinero para mandar hasta más tarde, cuando el coronel volvió a casa y murió y lo enterramos, y Judith compró pollos para criar, para vender las gallinas y los huevos. Entonces pudo enviar dinero en las cartas.
—¿Y la mujer aceptó el dinero?
¿Lo aceptó?
La vieja lanzó un gruñido.
—Lo aceptó. —Siguió hablando con voz tan fría y monótona como aceite que fluye—: Y entonces, un día, Judith dijo: “Vamos a preparar la habitación del señor Charles”.
“¿Prepararla con qué?”, dije yo.
“Haremos lo que podamos”, dijo ella.
Así que preparamos el cuarto, y al cabo de una semana el carro fue a la ciudad a esperar el tren, y volvió con aquella mujer de Nueva Orleans. Venía lleno de baúles, y ella llevaba aquel abanico y aquel paraguas de mosquitera sobre la cabeza, y la acompañaba una mujer negra, y no le gustóuna pizca lo del carro. “No estoy acostumbrada a ir en carros”, dijo. Y Judith la esperaba en el porche con un viejo vestido, y ella bajándose del carro con todos aquellos baúles y la mujer negra y el chico...
—¿El chico?
—El hijo de ella y de Charles Bon. Tenía unos nueve años. Y tan pronto como la vi lo comprendí, y tan pronto como Judith la vio también lo comprendió.
—¿Comprender qué? —dije—. Pero ¿qué es lo que pasaba con esa mujer?
—Usted oirá lo que yo le diga. Lo que no le diga no va a oírlo. —Hablaba con calma, invisible, fría—. No se quedó mucho tiempo. Nunca le gustó esto. No había nada que hacer ni nadie a quien ver. No se levantaba hasta el almuerzo. Entonces bajaba y se sentaba en el porche con uno de esos vestidos que traía en los baúles, y se abanicaba y bostezaba, mientras Judith, con un viejo vestido no mejor que los míos, trabajaba en la parte trasera de la casa desde el alba.
“No se quedó mucho tiempo. Únicamente, creo, hasta que hubo usado uno por uno y una vez todos los vestidos de los baúles. Solía decirle a Judith cómo debía llevar la casa, y que debía tener más negros para no tener que molestarse ella misma con las gallinas, y tocaba el piano. Pero tampoco esto la satisfacía, porque no estaba bien afinado. El primer día fue a la tumba de Charles Bon, con aquel abanico y aquel paraguas incapaz de proteger a nadie de la lluvia, y volvió llorando con un pañuelo de encaje y se echó en la cama y la negra le frotaba la cabeza con una medicina.
Pero a la hora de la cena bajó con otro vestido y dijo que no entendía como Judith soportaba este lugar y tocó el piano y volvió a llorar, hablándole a Judith de Charles Bon como si Judith no lo hubiera visto en su vida.
—¿Quiere decir que no sabía que Judith y Charles también se habían casado?
No respondió. Sentí que me miraba con una suerte de frío desdén. Siguió hablando:-Al principio lloró mucho por Charles Bon. Solía vestirse de tiros largos por la tarde, y se iba a pasear hasta el terreno de las tumbas, con el paraguas y el abanico, y el chico y la negra iban detrás con frascos de sales y una almohadilla, para que pudiera sentarse al lado de la tumba, y de vez en cuando lloraba por Charles en la casa y se echaba casi encima de Judith, y Judith allí sentada, tan tiesa como el coronel y con la misma cara que cuando salió del cuarto de Charles Bon aquella mañana, y al final ella dejaba de llorar y se ponía polvos en la cara y tocaba el piano y le contaba a Judith lo que hacían en Nueva Orleans para divertirse, y le decía que debía vender esta vieja hacienda e irse a vivir a Nueva Orleans.
“Y un día se marchó, sentada en el carro con uno de esos vestidos también como de mosquitera, y con el paraguas, y lloró un rato en el pañuelo, y luego lo agitó hacia Judith, que estaba de pie en el porche con su viejo vestido, y por fin el carro se perdió de vista.
Entonces Judith me miró y dijo: _”Raby, estoy cansada. Estoy horriblemente cansada_”.
“Y yo también estoy cansada. He llevado esto dentro mucho tiempo. Pero entonces teníamos que cuidar de las gallinas para poder mandar el dinero en la carta de cada mes...
—¿Y seguía aceptando el dinero?
¿Incluso después de venir y ver la situación, seguía aceptándolo? ¿Y Judith, después de haber visto también, seguía enviándolo?
La vieja respondió inmediata y bruscamente, sin alzar el tono: —¿Quién es usted para poner en tela de juicio el proceder de un Sutpen?
—Lo siento. ¿Cuándo volvió a casa Henry?
—Un día, nada más marcharse la mujer, llevé dos cartas al tren. Una de ellas llevaba escrito Henry Sutpen.
Lo sé porque también conozco los trazos de ese nombre.
—Ah, Judith sabía dónde estaba Henry. Y le escribió después de ver a la mujer. ¿Por qué esperó hasta en-tonces para hacerlo?
—¿No le he dicho que Judith lo comprendió en cuanto vio a aquella mujer, lo mismo que lo comprendí yo al verla?
—Pero no me ha dicho qué es lo que comprendió. ¿Qué es lo que sucede con esa mujer? ¿No lo entiende? Si no me cuenta ese punto, la historia carece de sentido.
—Bastante sentido tiene ya el que yo haya puesto a tres personas en su tumba. ¿Qué más sentido quiere usted?
—Está bien —dije—. Y entonces Henry vino a casa.
—No en seguida. Un día, aproximadamente un año después de la visita de la mujer, Judith me dio otra carta con el nombre de Henry Sutpen. Con el sobre y todo en orden, lista para mandarla en el tren. _”Ya sabrás cuándo enviarla_”, dijo Judith. Y yo le dije que cuando llegara el momento lo sabría. Y el momento llegó y Judith me dijo: _”Creo que puedes enviarla ya_”. Y yo le dije: _”La he mandando hace tres días_”.
“Y cuatro noches después Henry llegó a caballo y fuimos hasta la cama de Judith y Judith dijo: _”Henry.
Henry, estoy cansada. Estoy tan cansada, Henry_”. Y no necesitamos médico ni predicador ninguno, y ahora no voy a necesitar tampoco ni médico ni predicador.
—Y Henry ha estado aquí cuarenta años, escondido en la casa. Dios mío.
—Cuarenta años más de lo que cualquiera de los demás vivió en ella.
Era un hombre joven entonces, y cuando uno tras otro los perros se hacían viejos, él partía por la noche y estaba fuera dos días y volvía también de noche y traía un perro idéntico a los otros. Pero ahora ya no es joven, y la última vez fui yo misma a buscar un perro nuevo. Pero ya no va a necesitar más perros. Yo tampoco soy ya joven, y me iré también pronto. Porque yo, como Judith, también estoy cansada.
La cocina estaba apacible, silenciosa, en total oscuridad afuera, la medianoche estival estaba llena de insectos. En alguna parte cantó un sinsonte.-¿Por qué ha hecho todo esto por Henry Sutpen? ¿No tenía usted su propia vida que vivir, su propia familia que criar?
Habló, y su voz no me llegaba a la cintura, una voz serena y uniforme: —Henry Sutpen es mi hermano.