VIII

En la esquina de Main Street y Madison Avenue, al día siguiente, la gente, los granjeros de Mississippi y de Arkansas, los empleados y mecanógrafas, leyeron los gruesos titulares:

Suicidio de un patricio

Destacado ciudadano de Memphis se suicida de un tiro en un garaje. Vástago de una vieja familia de Memphis se quita la vida; deja una abuela y una tía soltera...

El doctor Gavin Blount... miembro de una antigua familia... destacó en la vida social de la ciudad; era presidente de los Guardias de Nonconnah, la más alta organización social... de familia acomodada... no pueden dar razón para...

La noticia causó sensación durante tres días; hablaron de ella los ganchos de las casas de juego y de los burdeles, las mecanógrafas y los empleados, los banqueros y abogados y sus esposas que vivían en las magníficas casas de Sandeman y Blount Avenue; luego se disipó, fue desplazada por una elección del Estado u otra cosa. Era agosto. En noviembre llegó el sobre al número de la casa de Martin: la cartulina gofrada, el timbre heráldico: “Los Guardias de Nonconnah. 2 de diciembre de 1930. Diez de la noche” y en letra pulcra de empleado: “La señorita Laverne Martin y acompañante”.

Como el doctor Blount había dicho, no fue muy agradable para ella. Volvió a casa antes de medianoche, con un vestido negro de corte tal vez elegante en exceso, sofisticado, y encontró a su padre en calcetines, con los pies apoyados sobre la repisa de la chimenea, leyendo la última edición de un diario en la que aparecía, además de la lista de los nombres, una borrosa fotografía tomada con flash de las debutantes. Entró llorando, corriendo sobre sus tacones duros y frágiles.

Él la sentó sobre sus rodillas, y ella seguía llorando con apasionada humillación; él le acarició la espalda. “Vamos, vamos”, le dijo acariciándole la espalda, que temblaba con sacudidas bruscas bajo el vestido nuevo, el sofisticado y costoso encaje negro que durante dos horas había sido dejado a un lado por los vestidos blancos y de color pastel de las chicas de las viejas casas de Sandeman y Belvedere, como si hubiera vestido a un espectro, y que sería visto tal vez un par de veces más, deslumbrante y llamativo y provocador, en los bailes de los Grotto y los Pete.s Place diseminados por los arrabales y los barrios extremos de la ciudad. “Vamos, vamos. Qué estúpido. Maldito estúpido. Podíamos haber hecho cosas en esta ciudad, él y yo juntos”.