Con cautela y diligencia

I

El general, flanqueado por su ayudante de campo y el coronel del aeródromo y su ayudante y varias esposas y otras mujeres más, en pie y erguido en el sol ventoso, leyó en voz alta el papel cuyo contenido conocían ya desde el día anterior:

—... en fecha a determinar de marzo de 1918, el escuadrón partirá inmediatamente, sobre las armas y con cautela y diligencia, hacia el destino que en adelante denominaremos cero.

Luego dobló el papel y miró al auditorio; los tres comandantes de escuadrilla en posición de firmes; a su espalda, los jóvenes reclutados en los dispersos rincones del imperio (incluido Sartoris, natural de Mississippi, que no había sido británico desde hacía ciento cuarenta y dos años); y detrás de ellos, la hilera de aviones en reposo, apagados y sin brillo a la intermitente luz del sol, a través de la cual seguía llegando la voz del general, que volvía a contar la trillada historia: Waterloo y los campos de deporte de Eton, y este lugar que es Inglaterra para siempre.

Luego la voz, en franca vuelta atrás, retrocedió a través de un largo limbo lleno de caballos —Fontenoy y Azincourt y Crécy y el Príncipe negro—, y Sartoris, por la comisura de su boca rígida, susurró a su vecino: “¿De qué negro habla? Habla de Jack Johnson”

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. Pero al fin el general dio por terminado también esto. Los miró de frente; un hombre viejo, sin duda amable, ciertamente en modo alguno tan marcial y espléndido como su ayudante de campo, capitán de la Guardia Montada, todo sangre y acero, con la cinta roja en la gorra y el distintivo de rango en el cuello y el brazalete y los rizos y espiras de la bruñida cadena de aire lapidario en hombros y axilas, de donde aquella antigua cota de malla de Crécy y Azincourt había sido arrancada por los fuertes y constantes vientos de los largos años transcurridos, quedando tan sólo aquel delgado vestigio.

—Adiós y buena suerte, y denles una buena tunda —dijo el general.

Recibió el saludo de los comandantes de escuadrilla. Los tres comandantes de escuadrilla se volvieron.

Britt, el más antiguo, con su Cruz Militar y su Estrella de Mons y su Cruz de Vuelo Distinguida y su cinta de Gallipoli (sobre el bolsillo izquierdo, su guerrera resultaba aúnmás abigarrada que la del capitán de la Guardia Montada), dejó vagar sus ojos duros por las caras del escuadrón, y habló como era natural en él: con esa voz fría y precisa como el bisturí de un cirujano, que jamás dejaba de llegar a aquellos oídos a los que iba destinada, aunque jamás iba más lejos; ahora, en efecto, no llegó hasta el general situado a sus espaldas:

—Por el amor de Dios, tratad de mantener la formación hasta que lleguemos al Canal. Tratad al menos de parecer algo a ojos de los contribuyentes mientras estamos sobre Inglaterra. Si alguien se pierde y aterriza detrás de las líneas enemigas, ¿qué deberá hacer?

—Quemar el cacharro —dijo alguien.

—Si tiene tiempo; no importa demasiado. Pero si os estrelláis más aquí de nuestras líneas, en Francia o incluso en Inglaterra, ¿qué es lo mejor que podéis hacer, santo Dios?

Respondió esta vez una docena de voces.

—Coger el reloj.

—Exacto —dijo Britt—. Vámonos.

La banda, que estaba tocando, fue pronto ahogada por el ruido de los motores. Los aviones despegaron y ascendieron a mil pies y las escuadrillas formaron niveles escalonados de vuelo. Britt iba a la cabeza de la escuadrilla B, en la que Sartoris era el número tres. Britt los hizo volver y sobrevolaron el aeródromo en un ligero picado. Dejaron atrás, a poca altura, un revoloteo de pañuelos femeninos; Sartoris veía el constante subir y bajar del brazo del tambor y los cambiantes centelleos de latón entre las trompas, como si el sonido que emitían fuera primero hacerse visible y luego audible. Pero no fue así; los motores volvieron a retumbar y los aviones ascendieron y se alejaron hacia el sudeste.

Era un soporífero y nebuloso día de principios de la primavera. A cinco mil pies la verdeante Inglaterra se deslizaba abajo despacio, pulcra y acolchada, y los aviones cambiaban de posición ligera constantemente, elevándose y descendiendo dentro de lacerrada formación, dentro de su propio y fuerte zumbido. En un abrir y cerrar de ojos —según le pareció a Sartoris— tuvieron bajo sus pies el reflejo plano y sin brillo del Canal, y más allá el banco nuboso de la tierra de Francia. Exactamente debajo de ellos había un aeródromo. Britt estaba haciéndoles señas. Iba a ejecutar un rizo en formación: saludo y adiós al hogar; a alguno, como es natural se le podría haber ocurrido rivalizar por diversión un rato, pues nada urgente acontecía en Francia, sólo una penetración alemana en el derrumbado Quinto Ejército, mientras el general Haig, de espaldas contra el muro, creía firmemente en la justicia y santidad de su causa. Estaban realizando el rizo; estaban en el ápice del rizo, invertidos. Arriba, a la derecha, había un Camel que se dirigía directamente hacia Sartoris, a unos diez pies de distancia; sería uno de la escuadrilla A cuya posición debía mantenerse justo a su espalda. Había perdido altitud, pensó Sartoris; había salido del rizo sin saberlo. Pero no era cierto; el Camel de Britt se hallaba donde debía estar, frente a su ala derecha.

Manipuló el timón para apartarse hacia afuera y empujó hacia adelante la palanca de mando. Ahora, sin duda, entraría en pérdida. Así sucedió, en efecto, y descendía ya en barrena; de un modo u otro, había esquivado al otro Camel, cuya estela sintió al pasar a través de ella. Cerró el gas y detuvo la barrena y volvió a abrir de golpe el gas, y ascendió atemorizado y colérico. El escuadrón estaba debajo de él ahora, y el hueco entre Britt y Atkinson en el número cinco, donde él debería estar, seguía escrupulosamente intacto. Entonces Britt se separó y empezó a ascender. “De acuerdo —dijo Sartoris—. Si eso es lo que quieres”. Si al menos hubiera sido el propio Britt quien arremetió contra él... Ignoraba quién había sido; no había tenido tiempo de leer la letra o el número. “Estaba demasiado cerca”, pensó, “para ver algo del tamaño de una letra o un número. Tendría que mirar de frente y desde una distanciade cinco pulgadas; tendría que encontrar el aparato que tuviera una espiga retorcida en uno de los cubos de las ruedas o algo por el estilo”. Picó hacia Britt, que se apartó bruscamente. Se desvió él también, a fin de encaramarse sobre la cola de Britt.

Pero no logró situar a Britt dentro de su Aldis, porque Britt era demasiado bueno para competir con él; Sartoris no necesitó siquiera mirar atrás para saber que tenía a Britt en la cola. Ejecutaron dos rizos uno en la estela del otro, como si ambos se movieran unidos por un cable. “Probablemente ha estado atrás, pegado a las correas de mis gafas, durante todos estos giros”, pensó Sartoris.

El altímetro no había reflejado en ningún momento la altitud exacta, pero marcaba unos siete mil pies cuando, en el ápice del tercer rizo, Sartoris entró deliberadamente en pérdida, e, inmediatamente antes de bajar en barrena, vio a Britt pasar ante él acometiendo ya una vuelta de Immelman.

Siguió en barrena —según su apreciación— unos mil pies, e inició el picado; con el motor a toda potencia siguió en picado, y al cabo ascendió en vertiginosa vertical, y prosiguió su ascenso incluso después de que el Camel empezara a vibrar y a dar señales de haber llegado al límite de su impulso. Abajo, a dos mil pies del aparato, el escuadrón completaba otro círculo a velocidad de crucero; uno de los otros dos comandantes de escuadrilla —bien Sibleigh o Tate— había ocupado el lugar de Britt. A quinientos pies debajo de Sartoris, Britt describía también un círculo y, mirando hacia arriba, movía el brazo hacia abajo con violencia. “Con mucho gusto”, dijo Sartoris. Bajó el morro del Camel hasta alcanzar la vertical.

Cuando dejó atrás a Britt, descendía a ciento sesenta millas; cuando bajó en picado junto al morro de Tate o de Sibleigh o de quienquiera que fuera entonces en cabeza, había alcanzado la velocidad terminal; el motor hacía un ruido endemoniado; si el Camel superaba aquel instante sin quebrarse, dispondría de la velocidad suficiente como para volver a ascender vertical-mente dos mil pies, y tal vez rizar en torno al escuadrón una o dos veces. Y entonces el manómetro reventó. Salió del picado; había puesto en funcionamiento la bomba manual, pero no sucedió nada; cambió la válvula al tanque de gravedad, pero tampoco entonces sucedió nada, y la hélice continuó aleteando pesadamente por propia inercia.

Se encontraba a menos de dos mil pies, y recordó el aeródromo situado en algún lugar debajo de ellos cuando Britt decidió realizar los rizos. Lo divisó a menos de dos millas. Pero el viento soplaba en dirección contraria, por lo que, en medio de un silencio poblado sólo por el silbido de los cables, dio la espalda al aeródromo.

Entonces oyó a Britt, que se acercaba por detrás; al verlo pasar le indicó por señas que su motor se había averiado. Pero había encontrado un campo, una superficie oblonga en la que crecía el grano; flanqueada a ambos lados por setos vivos, a un extremo había un bosquecillo, y al otro un muro bajo de piedra. Y el lugar se hallaba a favor del viento. Britt volvió a pasar a su lado y agitó el puño. “No fui yo —dijo Sartoris—. Venga a ver el manómetro y la válvula si no me cree”. Realizó el último giro, con viento contrario; entraría por encima del muro. El campo era aceptable; cualquiera que tuviera cuarenta horas de vuelo en Camel podría aterrizar en él, pero ni siquiera Sibleigh, el mejor piloto de Camel que había visto en su vida, sería capaz de sacarlo de allí después. Estaba aproximándose correctamente, sobrepasando exactamente lo bastante. Coleó un poco, siguió sobrepasando lo bastante como para disponer de la altura y velocidad adicionales en caso de necesidad; apagó el motor y dio un ligero golpe de timón, alzando levísimamente el morro, haciendo descender ya la cola al pasar por encima del muro y bajándola luego aún más hacia la maraña verde. Estaba consiguiendo un aterrizaje espléndido. Estaba realizando el mejor aterrizaje de su vida. Lo había conseguido; tenía la palanca pegada al estómago; estaba en tierra. Alcanzaba ya el cierre del cinturón de seguridadcuando el Camel rodó, fue a caer en la hondonada húmeda —que él ni siquiera había visto— y tras un lento descenso quedó en tierra sobre el morro.

En pie junto al aparato, se restañaba la sangre de la nariz —la culata de una de las ametralladoras lo había golpeado al caer en la hondonadacuando Britt pasó de nuevo como un trueno, agitó el puño y se alejó velozmente brincando por encima de los setos en dirección al aeródromo.

El aeródromo no estaba tan lejos como había imaginado; aún no había acabado el cigarrillo cuando una motocicleta con sidecar irrumpió a través del seto y se acercó hasta él. Eran un soldado raso y un cabo.

—No debería estar fumando, señor —dijo el cabo—. Va contra las ordenanzas el fumar cerca de un aparato estrellado.

—No me he estrellado —dijo Sartoris—. Lo único que he hecho ha sido destrozar la hélice.

—Se ha estrellado, señor —dijo el cabo.

—Bien, ya me aparto —dijo Sartoris—. Ustedes dos lo atestiguarán: el reloj seguía ahí cuando han venido a hacerse cargo de todo esto.

—De acuerdo, señor —dijo el cabo.

Sartoris subió al sidecar. En el camino se cruzaron con el camión que conducía al equipo encargado de desmontar y conducir el Camel al aeródromo. El soldado condujo a Sartoris al oficial de servicio. En la oficina había un capitán con un parche negro en un ojo y un brazalete azul de oficial pendiente de destino, y un comandante con la insignia de observador.

—¿Herido? —dijo el comandante.

—Me sangró un poco la nariz —dijo Sartoris.

—¿Qué sucedió?

—El manómetro reventó, señor.

—¿Cambió al dispositivo de gravedad?

—Sí, señor —dijo Sartoris—. Probablemente su cabo habrá comprobado la posición de la válvula.

—Sin duda —dijo el comandante.

“Ya podría haber venido usted mismo a echar una ojeada”, pensó Sartoris.

“Me habría gustado verle haciendo ese aterrizaje”—. Su gente ha seguido hacia adelante. No veo que pueda usted hacer otra cosa que informar a Pool. ¿Se le ocurre algo más?

—No, señor —dijo Sartoris.

—Llame a Pool, Henry —dijo el comandante. El ayudante habló unos instantes por teléfono. Luego lo hizo el comandante. Sartoris esperaba.

Con el calor de la habitación, empezaba a sentir cierto picor dentro del mono—. Quieren hablar con usted —dijo el comandante. Sartoris cogió el teléfono. Era la voz de un coronel, tal vez la de un general, aunque pensó al instante que aquella voz sabía demasiado bien de qué estaba hablando como para ser la de un general:

—¿Y bien? ¿Qué sucedió?

—El manómetro reventó, señor.

—Supongo que se le reventó mientras picaba —dijo la voz.

—Sí, señor —dijo Sartoris, mirando por la ventana y rascándose, pues el chaleco de punto que llevaba debajo de la camisa empezaba a picarle de verdad.

—¿Qué? —dijo la voz.

—¿Señor?

—Le preguntaba si picó deliberadamente hasta que hizo saltar su mano...

—Oh, no, señor. Creí que me preguntaba si cambié la gravedad.

—¡Por supuesto que lo hizo! —dijo la voz—. No he conocido nunca a ningún piloto con el motor averiado que no haya hecho lo que tenía que hacer, incluido el encaramarse sobre el ala y poner en marcha la hélice. Preséntese en su aeródromo esta noche. Luego, por la mañana, vaya a Brooklands. Le tendrán otro Camel preparado. Tómelo y prosiga... —con “cautela y diligencia”, pensó Sartoris. Pero la voz no dijo eso; dijo—: ...sin destrozar más manómetros y alcance a su escuadrón.

¿Cree que será capaz de encontrarlo?

—Preguntaré en el camino —dijo Sartoris.

—¿Qué hará qué?

Pero eso fue todo; la comunicación se había interrumpido, y aquel número —si Sartoris, basado en su conocimiento de los sistemas telefónicos militares, no se equivocaba— tardaría en tener línea de nuevo media hora comomínimo, y para entonces él estaría ya camino de Londres.

Así, pronto se encontró en el tren militar que partía diariamente de Dover con soldados de permiso; un militar sin destino entre militares sin destino, aunque no mutilado todavía.

Pero cuando llegó a Londres decidió no presentarse en el aeródromo. Era un militar sin destino permanente; oficialmente estaba en Francia y físicamente en Inglaterra, luego no existía en absoluto; decidió conservar aquella suerte de anonimato. Aunque nada desagradable fuera a ocurrirle en el aeródromo, conocía y respetaba la capacidad de fecundidad infinitas no tanto de la propia y compleja jerarquía militar cuanto de algún ocioso miembro del personal encargado a quien se despierta bruscamente mientras dormita. Ciertamente él, Sartoris, se vería obligado a presentarse en la Comandancia de Transporte de la zona sur de Inglaterra y del Canal. Podía imaginar la escena: él, que desde el mediodía del día anterior no había existido en Inglaterra, pese al hecho de seguir ocupando un lugar en el espacio, se vería súbitamente en medio del disciplinado murmullo de funcionarios y suboficiales y alféreces y, finalmente, capitanes que no sólo no habían oído hablar de él en su vida, sino que no tendrían el mínimo deseo de hacerlo, que simplemente se exasperarían ante tal interrupción en su afanosa y apacible tarea de autenticar formularios, que simplemente se enfurecerían ante su paciente y pasiva exigencia.

De modo que dejó su equipo de vuelo en el Royal Automobile Club y, extranjero y libre y ofuscado casi, permaneció en el bordillo de aquel Londres, de aquella Inglaterra de aquella primavera de 1918 —las mujeres, los soldados, las mujeres de los cuerpos auxiliares del ejército y del destacamento de ayuda voluntaria, las mujeres con uniforme de cobradoras de autobuses y tranvías, las mujeres con el no-uniforme del viejo comercio, del viejo e infamado comercio que florece siempre en tiempo de guerra, pues los hombres que se emparejan precipitada-mente saben que la muerte probablemente los hará cornudos de todas formas; los carteles: “Inglaterra aguarda”, los letreros: “Derrotad a los alemanes con Bovril”, los partes: “Se mantienen las líneas delante de Amiens, los viejos campos de batalla del Somme”—, y deambuló en medio de todo aquello, él, el extranjero surgido de la curiosidad y dispuesto a arriesgar su vida en las guerras de sus mayores, y que ni siquiera era consciente de que estaba presenciando el perseverante corazón de una nación que padecía uno de sus períodos más negros.

Cuando llegó a Brooklands, a la mañana siguiente, estaba lloviendo.

El Camel estaba preparado, aunque no habían sido montadas las ametralladoras. Trataron, por otra parte, de disuadirle con razones lógicas y sensatas:

—Sobre el Canal hará un tiempo de perros. Usted es un voluntario sin destino fijo; ¿por qué no lo deja y se va a la ciudad hasta mañana?

Pero Sartoris se negó a hacerlo.

—Llevo ya un día de retraso; además ayer eché a perder un aparato.

Britt estaba ya de mal talante. Y se va a poner furioso de verdad si no estoy allí para la comida.

Le habían preparado mapas en los que habían trazado la ruta hasta el escuadrón (se hallaba exactamente en Amiens), con indicación de los aeródromos en los que podía repostar. Ni siquiera había presentado documento alguno que le facultara para hacerse cargo del Camel, pero sabía de antemano que allí habría de tratar con gentes que lo eran todo menos soldados profesionales bien aviadores auténticos o bien personas que, pese a los tres años y medio últimos, seguían siendo civiles por inclinación y conducta y pensamiento, gentes interesadas tan sólo en desenvolverse lo mejor posible en la contienda. Firmó, pues, el recibo, y le ayudaron a arrancar el aparato. En cuanto abrió la válvula de admisión creyó oír que alguien gritaba, pero se hallaba ya en movimiento. Siguió avanzando y despegó.

Cuando pudo volver la mirada hacia lapista vio que le hacían señas con los brazos, y al pasar tras su segunda vuelta vio que habían desplegado sobre el suelo el símbolo de aterrizaje.

Pero si algo malo le ocurría al aparato no habría sido necesario ningún letrero para hacer que descendiera, y si el fallo residía en la falta de una rueda, o algo similar que hiciera necesario un aterrizaje forzoso, daba lo mismo hacerlo en Francia que allá abajo. Además, no había nada defectuoso en aquel Camel; lo hizo oscilar y jugueteó con él un rato; era un buen Camel, aunque tal vez un tanto liviano de cola para su gusto (siempre lo eran, pues la fábrica o quien fuera los armaba de ese modo; a él le gustaban esos aviones que, nada más liberar de la más mínima presión a la palanca, subían cual ascensores de urgencia.

Pero aquello podría subsanarse cuando llegara al escuadrón). Y se manejaba como una pluma. Tomó tierra sobre la pista e hizo rodar el aparato hasta el final de la pista secundaria, donde, con la ayuda del viento de costado en aquel punto, dio el giro de tres cuartos; patinó un poco, no obstante, aunque sólo a causa del barro, y hubo que despegar de nuevo para no entrar en colisión con el vallado exterior.

Ascendió a mil pies y tomó el rumbo. Y allí estaba el nimbo; se mantuvo debajo de él y avanzó de tramo en tramo de lluvia. Esta, aunque no era torrencial, no cesaba en ningún momento, de forma que, una vez asentada la brújula y después de haber manipulado los mandos y ajustado el funcionamiento del motor, Sartoris se acurrucó en la cabina hasta que su cabeza quedó por debajo del parabrisas, fuera de la lluvia. Pero al poco la lluvia empezó a amainar. A su izquierda vio el destello plano donde el estuario del Támesis comenzaba a abrirse; vio que se hallaba fuera de rumbo, demasiado hacia el este, de modo que corrigió su curso y continuó hacia adelante; luego, súbitamente y sin previo aviso, se adentró a toda velocidad en una zona húmeda sin visibilidad alguna. Inclinó el morro hacia abajo; el movimiento no lo dictó el cerebro sino la mano.

El aeroplano había desaparecido; po-día ver tan sólo el borde del parabrisas, el panel de mandos, la moldura de la cabina. La brújula se agitaba de un lado a otro. Cuando trató de hacer que se estabilizara, la brújula empezó a oscilar violentamente —noventa grados o más—, y el aparato, pese a estar acelerado a fondo, perdía velocidad.

Durante unos segundos la palanca de mando se vio desprovista por completo de presión, y se produjo una terrible vibración; aquella bestia iba a entrar en barrena, y se encontraba a menos de mil pies.

Salió de la nube por la base y atravesó retazos de veloces nubes ligeras y lluvia torrencial. Cuando recuperó el aliento y el corazón volvió a latirle en el pecho, avanzaba ya directamente hacia el este a ciento cuarenta millas por hora y a menos de quinientos pies sobre la vertiginosa tierra. Una vez en calma la agitación de la brújula, y retomado el rumbo, no vio ante él el destello ni reflejo alguno de agua. Vio, en lugar de ello, el borde fijo y estático de Inglaterra, solidificado en un firme muro de lluvia sesgada hacia el este. Abajo había una ciudad; quizá era Dover o quizá Folkstone. Sobre un cabo se alzaba un faro; podía tratarse, a su juicio, de cualquier punto situado entre el Lizard y los Downs. Sin duda habría aeródromos del sistema costero defensivo, pero si aterrizaba en uno de ellos tendría una vez más que desistir de la posibilidad de recurso, y sucumbir sin esperanza ante las rígidas y bruñidas hojas de roble y los metálicos distintivos escarlata en el momento mismo en que tocara el suelo el tren de aterrizaje. Además, todo marchaba bien ahora; tenía ante él una visibilidad de casi una milla; lo único que debía hacer era mantenerse fuera de las nubes, las cuales, mientras siguieran arrojando lluvia sobre la tierra, se mantendrían como mínimo a quinientos pies, apuntaladas por las miríadas de lanzas de la propia lluvia.

Así que no buscó ningún aeródromo.

Con el doce de la brújula bisecado exactamente por la línea de fe, avanzó sobre el bastión escarpado y graníticodel terreno; a ciento veinte millas por hora y descendió hasta unos cincuenta pies de la superficie del agua, y se deslizó hacia abajo en la cabina hasta que su cabeza quedó por debajo del parabrisas, guarecida de la lluvia. El Canal, en su punto más estrecho, tenía veintiséis millas; aun en el caso de encontrarse exactamente en ese punto, lo cual no era probable, dispondría cuando menos de diez minutos antes de tener que preocuparse por el acantilado u otro accidente cualquiera que le aguardara de frente al comenzar Francia. De modo que seguía avanzando, con la cabeza baja en la cabina, con un ojo en el reloj de pulsera y el otro vigilando el agua, entre el hombro izquierdo y el borde de la cabina, a fin de mantener su altitud y seguir su rumbo según la dirección del flujo de las olas, cuando —no habían transcurrido aún seis minutos; se encontraba, pues, a medio camino más o menos— el aire y la lluvia empezaron a rugir atronadoramente. No era delante de él, era en todas partes: arriba, abajo, dentro de él. Respiraba y surcaba tal bramido, al igual que antes respiraba y surcaba el aire.

Alzó la vista. Exactamente ante él, a unos veinticinco pies, había una enorme bandera brasileña. Estaba pintada en el costado de un barco tan largo a sus ojos como una manzana de casas, y más alto que cualquier acantilado. “Ya me he estrellado”, pensó.

Hizo tres cosas al tiempo: aceleró al máximo y tiró hacia él de la palanca y cerró los ojos. El Camel subió como un halcón ante el costado del barco, como una gaviota ante la cara de un acantilado. “¿Por qué no me estrello?”, pensó. Abrió los ojos. El Camel estaba suspendido de la hélice, inmóvil. Frente a él se alzaba el mástil de la nave, coronado por una torre de vigía con capota de lona desde la cual dos caras, asomadas e inmovilizadas en mudos gritos, le miraban fijamente. Más tarde recordaría que, incluso en aquel instante, pensó “No son caras sudamericanas; son caras inglesas”. Pero no hubo movimiento alguno; de hecho ambos, el aeroplano y la torre, se hallaban suspendidos enla nada anegada de lluvia tan solitarios y apacibles como nidos de la pasada temporada de cría. “Tengo la hélice y las ruedas por encima de él”, pensó Sartoris. “Si ahora pudiera alzar también la cola”. Pero si trataba de utilizar el timón, entraría en pérdida y caería en barrena. “Pero he entrado ya en pérdida”, pensó. Cruzó los mandos, hincó hacia abajo un ala y apretó hasta el fondo el timón de dirección contraria. Se había enderezado; la torre de vigía quedó arriba y se alejó. La banda del puente pasó vertiginosamente a su lado; sobre él había también una cara inglesa que gritaba mudamente. Había un bote salvavidas en sus pescantes; pasó por encima de él o entre él y el barco —no lo sabía—, pero no había chocado contra nada todavía. Entonces supo que había pasado por debajo de un estay.

Volaba de costado sobre el foso de la cubierta de popa; un ventilador cabalgaba ahora en el ángulo entre sus alas y el fuselaje del aeroplano, aunque aún no había sentido choque alguno, y dos marineros corrían enloquecidos hacia una puerta de popa. Paró el contacto. “Si no me estrello en seguida se me acabará el barco y saldré al océano”, pensó. El segundo marinero se arrojó hacia el hueco de la puerta, que quedó abierta a sus espaldas.

Sartoris vio que el Camel, al parecer, tenía intención de seguirle.

Fuera como fuese, esta vez eran dos las culatas de ametralladora que tenía que esquivar; y supón —se dijo— que me hubieran dado un Camel para vuelo nocturno, con cohetes de señales en las alas; o supón que hubiera llevado bombas.

Cuando cesó el estruendo de la colisión —metales que entrechocaban, tejidos que se desgarraban, palos que se partían—, Sartoris, que sangraba por la nariz de nuevo, se encontró sentado sobre la cubierta, junto a un agujero mellado (el ventilador había desaparecido por completo; Sartoris no llegó siquiera a verlo) del que brotaba un soplo de aceite caliente y un apagado jadeo de motores. Entonces se oyó una voz áspera y agria, de pescador de trainera de Liverpool:

—¡La que se va a armar! ¿No sabe que le pueden encerrar lo que queda de guerra por aterrizar en territorio neutral?