II
El oyente —el hombre de sesenta y nueve años, el banquero sagaz y de éxito en quien la gente confiaba, que un día había sido aquel niño de cuatro o cinco años que usaba hasta apurarla al límite la última ropa que su madre le había hecho de los trajes que había dejado en casa su abuelo (había un viejo perro setter que desde cachorro había crecido sobre una alfombra junto a la cama del abuelo, el cual, ya ciego, seguía al niño en los monótonos días de su solitaria infancia (no se sentía solo simplemente porque jamáshabía aprendido cómo podría ser el anverso de la soledad en pos de las ropas)— recordaba todo aquello. Pero no fue por su madre por quien lo supo, sino por los tres negros que quedaban de los más de cuarenta que habían sido, y el hecho —incluso a los seis años— no le sorprendía, pues sin ser consciente de ello ya había aprendido que la gente no habla de lo que realmente le causa sufrimiento; no tiene necesidad de hacerlo; que quien habla de sufrimiento no ha sufrido todavía, que quien habla de orgullo no se siente orgulloso. Así, le parecía que ante los ojos de su madre el desastre todo, la catástrofe en la que su vida se había desplomado sobre su cabeza, tal como la gran casa cuadrada hacía gradualmente, se había quintaesenciado para siempre en la imagen de aquel joven con fajín carmesí que se apoyaba sobre el sable, bajo la cruda luz de fulgor marcial de aquella noche de diciembre de 1861, a quien ella, una mujer delgada (una forma también, una vasija llena de la destilación de todos sus pensamientos y acciones, los apetitos y desatinos, el valor, la cobardía, la vanidad y el orgullo y la vergüenza), madurada antes de tiempo, con un descolorido vestido de calicó y un sombrero para el sol, devolvía la vida al decir, apoyada sobre el cañón de un mosquete yanqui en la vacía cocina de la casa hundida: —¿Quién quiere escupir en el río Potomac antes del Domingo de Resurrección?
Él recordaba esto sentado en su despacho (el privado, la habitación pequeña que insistía en conservar en el ático del edificio del banco, adonde se retiraba en las blandas horas del final de la tarde y en donde se sentaba a fumar y a contemplar la puesta de sol al otro lado del río), y recordaba cosas que habían sucedido antes de que comenzaran los recuerdos, y que él sabía no eran memoria sino cosas oídas, aunque oídas y vueltas a oír tan a menudo y tanto que hacía mucho tiempo que había dejado de tratar de precisar dónde lo oído acababa y dónde empezaba el recuerdo. También él tenía entonces un oyente, un hombrede la mitad de su edad que, diez o doce años atrás, había irrumpido sin anunciarse en la pequeña y remota y desnuda habitación, diciendo: “Usted es su hijo. Usted es el hijo de Lewis Randolph”. Era un hombre de cara inteligente y enfermiza que al instante le produjo a Gordon la impresión de no poseer más vida, de no existir en otra parte, de no ser en el agonizante y apacible fin de la tarde de un anciano sino como el escritorio desnudo, las dos sillas, las lentas y familiares mutaciones de sombras estacionales del rotante zodíaco, solsticio y equinoccio; una cara enfermiza que no parecía un armazón para la vista ni una máscara para el pensamiento, sino sólo el continente de una actitud de voraz escucha, y que empleaba el órgano del habla tan sólo para repetir: “Otra vez. Cuéntemelo otra vez.
¿Cómo era ella? ¿Qué es lo que hizo?
¿Qué es lo que dijo?” Y él —Gordonno podía decírselo. Ni siquiera podía describirla. Ella había sido demasiado constante; él no había conocido nada diferente, la había visto siempre en términos de él mismo, y cuando trataba de contarlo lo hacía únicamente en términos de él mismo: de estar echado y arropado en la colcha, luego de estar sentado en el pescante del coche, luego de jugar en la tierra al lado del coche mientras su madre —con el vestido de calicó cuyo bolsillo colgaba por el peso de la Derringer, que después de sus pechos era uno de los primeros objetos de su memoria; las terminaciones nerviosas de su carne eran tan constantemente conscientes de aquella dura y compacta forma como su estómago de infante lo era de los pechos bajo el calicó—, apoyada con los brazos cruzados sobre el madero superior de la cerca, miraba al negro que araba el campo. “Y además araba rápido —dijo—. Mientras ella estaba allí”. Y la propia Derringer: pero no recordaba este episodio pese a que había estado allí, en la cocina, al principio dormido en aquella cuna construida con una caja de madera, al lado del hornillo, luego incorporado a ella, despierto aunque sin emitir sonido alguno, contemplando con los re-dondos ojos de la infancia la escena que tenía lugar ante él, la mujer con el descolorido calicó volviéndose ante el hornillo, el hombre de azul entrando en la cocina, el azul estrépito metálico de carabinas y bayonetas y sables; no sabía siquiera, no podía recordar si realmente oyó o no el disparo de la Derringer; lo único que creía recordar era que la cocina volvía a estar vacía y que de pronto él se agarraba a las rodillas de ella, y las manos fuertes sobre él, y quizá el olor de la pólvora en el aire o quizá no, y acaso una de las negras gritando, pues lo único que de verdad creía recordar era la cara bajo el sombrero descolorido, e incluso era simplemente la misma cara que miraba arar al negro o que inclinaba sobre el puntal del cañón del mosquete, de modo que lo único que sabía con certeza era que a partir de aquel día la Derringer desapareció, y que ya nunca volvió a sentir la forma dura contra su carne cuando ella lo tomaba en brazos: y el oyente dijo: “¿Así que llegaron y la encontraron sola? ¿Y qué es lo que hizo? Trate de recordar”.
—No lo sé. Creo que no hicieron nada. No teníamos nada que nos pudieran robar, y no quemaron la casa. Supongo que no hicieron nada.
—¿Pero ella? ¿Qué hizo ella?
—No lo sé. Ni siquiera los negros me querían decir lo que había sucedido. Puede que ni ellos lo supieran.
“Pregúntaselo a ella, que te lo cuente ella misma cuando tengas edad suficiente para oírlo”, me dijeron.
—Pero no tenía usted la edad suficiente —exclamó el oyente con una suerte de júbilo, de exultación—. Por mucho que hubiera nacido usted de ella.
—Puede que no —dijo Gordon.
—Sí —dijo el oyente, ya calmado, con la enfermiza cara inteligente ya desprovista incluso de su expresión de escucha—. Lo mató. Lo enterró, ocultó el cuerpo. Y lo hizo sola. No quería ninguna ayuda. El enterrar a un yanqui no debía de resultar proeza alguna para la hija de una mujer que cavó sola un foso para enterrar un baúl de plata en la oscuridad. Sí, noquiso decírselo ni a usted. Y usted no era lo bastante hombre aún para preguntar, por mucho que fuera hijo suyo.
Él no preguntó y pasó el tiempo y un día adquirió la facultad del recuerdo; y esto lo sabía, lo vio; estaba allí al año siguiente de la Rendición, cuando su abuelo volvió a casa desde la prisión de Rock Island.
Llegó a pie, en andrajos. No tenía pelo ni dientes, y no quería hablar ni una palabra. No quería comer en la mesa, y se llevaba su plato de la cocina y se escondía con él como una bestia; no se quitaba la ropa para acostarse y no dormía en la cama de su habitación, sino que lo hacía en el suelo, junto a ella, como su viejo perro había hecho, y su hija y los negros tenían que limpiar el piso en torno a él de huesos roídos y de desperdicios, como si se tratara de un perro o de un recién nacido. Nunca habló de la prisión; nadie sabía siquiera si sabía o no que la guerra había terminado; y así hasta que la negra Joanna, una mañana, se acercó a la hija en la cocina y dijo: —El amo se ha ido.
—¿Se ha ido? —dijo la hija—.
¿Quieres decir...?
—No. No está muerto. Sólo que se ha marchado. Awce lo ha estado buscando desde el alba. Pero nadie lo ha visto.
Nunca volvieron a verlo. Rastrearon en aljibes y en pozos e incluso en el río. Buscaron y preguntaron por toda la región. Pero había desaparecido, sin dejar rastro salvo los huesos del día anterior en aquel cuarto que había sido el suyo, dejando incluso las ropas que colgaron en el ropero desde que fueran ajadas por el niño, hacía tanto tiempo, incluso el viejo setter ciego muerto hacía tanto tiempo.
Así que no preguntó acerca del yanqui; para aquel niño de cinco años la llegada y partida del andrajoso y mudo anciano no fue sino la venida e ida de un desconocido, de algo en realidad menos que humano, que no había causado huella ni dejado rastro; si bien hacía ya cierto tiempo que el anciano habíaentrado en su herencia y había sido fiador de la memoria, no podía recordar si llegó a preguntar siquiera a la negra qué había sido de aquel anciano que vivió en la casa durante aquel breve mes del estío. Aquélla fue la última invasión; a continuación vendría el éxodo, y sería él quien lo encabezaría. Pues estaba creciendo; no de prisa pero continuadamente. Nunca llegaría a ser tan alto como su padre, no a causa de la pequeñez de su madre sino de la escasez de alimento en el tiempo de la lactancia, que hizo que la leche de la madre careciera de la calidad necesaria para dar al niño los grandes huesos que le habrían correspondido por derecho. Pero a partir de aquel período ya no padeció de desnutrición; las dos mujeres, la blanca y la negra, se las arreglaban para procurarle alimentos, de forma que el niño, aunque corto de estatura, prometía llegar a ser una persona sana y bien formada, un chico fuerte y robusto que a los quince años relevaba en el arado al negro, que era ya demasiado viejo, del tiempo del abuelo. Las cartas iban y venían, y en el verano de la desaparición del abuelo recibieron la primera de los padres de su padre desde Memphis. Las escribía invariablemente la abuela; de escritura delicada, de patas de mosca, sobre fino y descolorido papel de carta que seguía oliendo al espliego del cajón en el que habían permanecido escondidas sin duda desde 1862, empezaban: “El señor Gordon dice”, o “El señor Gordon me pide que escriba”. Sin embargo no eran frías, eran sólo aturdidas, exentas aún de cabal entendimiento —seguían diciendo “el pequeño Charles” al referirse al chico—, estaban escritas en otro tiempo, en otra época, y aventuraban tímidamente: “Nos gustaría verle, veros a los dos. Pero como el señor Gordon y yo somos viejos y no viajamos... habida cuenta de que al parecer ahora puede desplazarse la gente sin peligro... en la esperanza de que vendréis a vernos, de que vendréis a vivir con nosotros...” Tal vez su madre contestó a tales misivas; él no lo sabía. Había estado demasiado ocupado. A los ocho y nueve añossabía ordeñar, sentado en el establo sobre un pequeño banco réplica del taburete de su madre (ella ordeñaba, recogía el heno con la horca y limpiaba los establos como un hombre, pero ni cocinaba ni barría), y a los doce y catorce años fijaba los radios de las ruedas de los carros y herraba a las caballerías, y por la noche ambos se sentaban uno a cada lado del hogar, en la cocina, él con una astilla lisa de roble blanco y un palo carbonizado y afilado, la mujer delgada del descolorido calicó, que no había cambiado un ápice, con el ajado abecedario o la tabla de multiplicar, mirándole por encima de ellos de modo idéntico a como miraba arar al negro por encima de la cerca. Así, hasta que a los dieciséis años llegó la primera carta dirigida a él, sus abuelos de Memphis significaron para él aún menos que aquel hombre a quien al menos había podido seguir silenciosamente por las escaleras y mirar a través de la puerta y ver cómo se encogía de cara a una esquina del cuarto sobre su plato de comida, como una bestia: nada, menos que nada; la llegada cada seis meses de unos sobres delicados y descoloridos en los que se leía las patas de mosca de una dirección que parecía no escrita liviana y temblorosamente, sino desvaída en un largo viaje hasta llegar a la destartalada casa de Mississippi, llegada allí casi por accidente, como la caída casi inadvertida de la última hoja de un año moribundo. Al fin llegó un sobre dirigido a él. Su madre se lo tendió sin decir una palabra. Él leyó la carta a solas; dos noches después, mientras estaban sentados el uno frente al otro en el hogar, dijo: “Me voy a Memphis”, y se quedó sentado de modo idéntico a como un caballo que sabe que no llegará a refugio encara el último tramo de quietud antes de la tormenta. Pero la tormenta no llegó. Su madre no dejó siquiera de hacer punto; fue de nuevo su propia voz la que se alzó: —Tengo derecho. Es mi abuelo.
Quiero...
—¿He dicho que no lo tienes?
—Voy a hacerme rico. Voy a sertan rico como cualquier politicastro del Norte. Así podré... —Iba a decir “Así podré hacer más por ti”, pero cayó en la cuenta de que ella jamás permitiría que nadie hiciera por ella más de lo que ella misma era capaz de hacer, ni siquiera él—. ¡No pienses que quiero ir sólo porque son ricos y no tienen parientes!
—¿Y por qué no, si lo deseas? Es tu abuelo, como has dicho. Y rico.
¿Por qué no habrías de vestir finos paños y pasearte sobre un caballo de raza todo el día si así lo deseas?
¿Cuándo quieres partir?
Era el momento de que él dijera “De acuerdo. No me iré. Si tú has sido capaz de ocuparte de nosotros dos todo este tiempo, también yo seré capaz de hacerlo a partir de ahora”.
Pero no lo dijo. Porque ella creía que se marchaba por los caballos de raza y los paños finos, y era ya demasiado tarde; habrían de pasar aún algunos años antes de que, sentado en su pequeño y desnudo despacho de las tardes, mientras el humo de un buen cigarro se alzaba apacible y casi inmóvil en torno a su cabeza, se dijera a sí mismo con jocosa admiración: “¡Dios! Creo incluso que ella misma falsificó aquella carta!”. Así que no dijo nada, y al cabo de unos instantes ella dejó de mirarle y habló a la negra por encima del hombro, y él advirtió que su madre ni siquiera había dejado en ningún momento de hacer punto.
—Baja el baúl del ático, Joanna.
Y dile a Awce que tenga el carro enganchado para el alba.
No le acompañó a la estación. Ni siquiera le dio un beso de despedida; se quedó en la puerta de la cocina en aquel alba de finales de otoño, la delgada mujer del calicó descolorido, no tanto de mediana edad cuanto sin edad y casi sin sexo, que años atrás había cancelado en sus noches y para siempre la juventud y la feminidad, como quien viste la túnica de la confirmación de una virgen, y que avanzaba insensible a través del tiempo como la proa de una nave por el agua, ya no marcada permanentemente por los mares sucesivos. El ferrocarril estaba a veinticinco millas de la casa. Él po-seía un traje, cuatro camisas de confección casera, un par de sábanas y dos toallas hechas de sacos de harina, un cepillo de dientes de caucho negro y un pedazo de jabón casero en una lata, diez dólares de plata y la carta con la dirección de sus abuelos cosida en la cara interior del cinturón.
Nunca había visto un tren, hasta que subió al furgón con el baúl de cuero.
Hubo de viajar en él durante dieciséis horas sin disponer siquiera de agua. Al cabo, cuando el coche se detuvo por última vez, no se bajó de inmediato. Descosió del cinturón el papel con la dirección de su abuelo y lo dobló cuidadosamente y empezó a romperlo de lado a lado una y otra vez mientras miraba cómo los fragmentos caían revoloteando sobre la carbonilla del suelo, hasta que le fue imposible asirlo con los dedos. “Le escribiré”, pensó. “Lo primero que haré será escribirle y contárselo”. Luego pensó: “No. No lo haré, maldita sea. Si quiere creer eso de mí, que lo crea”.
Su primer trabajo fue en una prensa de algodón; cargaba y descargaba las balas de los vapores y de los vagones de mercancías. Trabajaba hombro con hombro con negros; el jefe de la cuadrilla era negro. Escribía a casa una vez al mes, sin contar nada salvo que estaba bien. “Si ella quiere imaginarme cabalgando en levita a lomos de ese caballo, allá ella”, pensaba.
Un día lo llamaron en alta voz por su nombre, y él alzó la vista y vio a un hombre de edad con camisa de lino y un buen traje, que se apoyaba en un bastón, trémulo, y decía con voz temblorosa: —Charles. Charles.
—Mi nombre es Randolph —dijo él.
—Sí, sí, claro —dijo su abuelo—.
¿Por qué no...? No nos habríamos enterado si tu madre no hubiera... la única carta que hemos recibido de ella en un año...
—¿Madre? Pero si ella no sabía...
¿Quiere decir que sabía que yo no vivía con ustedes?
—Sí. Lo único que sabía era que estabas en Memphis, trabajando. Y no nos habríamos enterado... no habríamos...”Ella lo sabía”, pensó en una oleada de orgullo, de reivindicación: “Ha sabido siempre que yo no iba a hacerlo. Lo ha sabido todo el tiempo”. Él trató de explicarlo el siguiente domingo; una alta y sólida casa oscura de ladrillo, entre magnolios, una mujer de negro, pequeña y regordeta, con manos suaves y mínimas y trémulas e ineptas y ojos azules y aturdidos, el salón de pesadas contraventanas, el retrato, la fogosa y apuesta cara bajo la vieja bandera drapeada y el sable, sobre la repisa de la chimenea; trató de explicarlo.
—No necesitas trabajar, trabajar con las manos entre negros —dijo el abuelo—. La facultad. La universidad, una posición que te aguarda en la oficina. —Miró el sereno y obstinado semblante—. ¿Es porque tengo a un yanqui como socio? También él perdió a su hijo. Por eso vino al Sur: vino en su busca. Al menos nuestros hijos murieron en su hogar.
—No, señor. No es eso. Es porque quiero... ella querría... —pero no valía la pena decirlo, jamás valdría la pena decírselo a un extraño, ni siquiera al padre de su padre. Así que dijo—: Pretendo hacerme rico. Y en mi opinión el único dinero que vale cien centavos por dólar es el dinero que gana uno por sí mismo. Y en el Sur el algodón es dinero. Y pienso que el único medio de aprender el negocio del algodón es estar donde uno pueda tocarlo, cogerlo. Intentar —añadió con aquel humor sardónico que trascendía su edad— coger un extremo de él al menos.
—¿Pero vendrá aquí a vivir? Eso sí puedes hacerlo.
—¿Me dejarán pagar mi alojamiento?
—Y al cabo dijo—: No, señor. Tengo que hacerlo a mi manera. De la manera en que yo... en que ella... Vendré todos los domingos.
A partir de aquel día visitó a sus abuelos los domingos y los miércoles por la noche, de forma que empezó a ir a la iglesia dos veces a la semana.
Sólo una vez en su vida había ido a la iglesia; a una iglesia para negros con Joanna, un domingo por la tarde a una ceremonia de bautismo. Se habíaescabullido; es decir, no le había dicho a su madre a dónde iba. No es que pensase que su madre fuera a oponerse demasiado, o que fuera a prohibírselo. Era únicamente que, aun cuando aceptaban a Dios como una fuerza en el mundo respecto de la cual no tenían nada en favor ni en contra, como el buen o mal tiempo, y con la cual, como con el tiempo, habían llegado mucho tiempo atrás a un acuerdo básico de “vivir y dejar vivir”, ellos no iban a la iglesia, y ello principalmente y sin duda porque no había iglesia para blancos en los alrededores, y porque su madre aún no había aprendido a condensar el trabajo de una semana en seis días, tal como los hombres habían aprendido. Pero ahora él iba a la iglesia; lo hacía con los ojos bien abiertos; incluso a los dieciséis y diecisiete años se decía a sí mismo con aquel humor sardónico e impasible: “Imagino que cuando se entere lo considerará también una farsa”.
Así que se lo contó por carta él mismo, y al cabo de cierto tiempo recibió el acuse de recibo de su carta, pero sin referencia alguna al asunto de la iglesia; de hecho, recibía de ella muy pocas cartas de cualquier tipo: garabatos en trozos de papel, una escritura violenta y masculina que acababa siempre con una expresión formal de agradecimiento (en tercera persona) a los abuelos; cuando al final de los primeros doce meses él le escribió diciéndole que había ahorrado doscientos dólares y que se proponía traerla a vivir a Memphis, no recibió respuesta alguna. Y viajó a casa, también en un furgón aunque esta vez llevaba doscientos dólares en un viejo cinturón monedero que había comprado en una casa de empeños. El carro lo esperaba; las mismas mulas, el mismo negro viejo con la misma ropa con remiendos; era como si hubiera permanecido allí desde aquel día hacía un año en que él se bajó del carro para coger el tren; encontró a su madre en el establo, con la horca del estiércol. Se negó a acompañarlo a Memphis, y durante un rato no quiso aceptar siquiera los doscientos dólares.
—Tómalos —dijo él—. No los nece-sito. Ni siquiera los quiero. He conseguido un empleo mejor. Voy a hacerme rico —proclamó con jactancia: la ensoñación fanfarrona en alta voz (tenía diecisiete años)—. Pronto empezaré a arreglar la casa. Podrás tener también un coche de caballos —y calló al advertir la mirada fría y fija en él, no en su cara; su boca—: No te preocupes —dijo—. No es sólo dinero lo que deseo, lo que quiero. Imagino que a estas alturas ya lo sabes. “Y “creo que sí lo sabe”, pensó, porque ella cogió el dinero y lo metió sin contarlo en el bolsillo de su descolorido vestido; desde el carro él miró hacia atrás una vez y la vio de pie con dos cubos en la puerta del establo. Su nuevo empleo era el de cobrador de un corredor de algodón. Ahora enviaba dinero a casa mensualmente, y esperaba sin éxito el acuse de recibo.
De hecho ella dejó de escribirle por completo, pese a que él ya no siempre la visitaba al transcurrir los doce meses y a que los meses se convertían en años divididos tan sólo por los jamones curados en casa que ella enviaba por Navidad y Acción de Gracias y él comía en compañía de sus abuelos.
“No me gusta escribir cartas —le escribió—. Y tú ahora estás perfectamente, y deberías saber que yo estoy bien. Siempre lo he estado.
““Siempre lo ha estado y siempre lo estará”, pensó él. “Sólo que ahora estoy descubriendo cuán poco parece haber pensado en mí antes”. Así que esta vez esperó hasta haber ahorrado mil doscientos dólares. Y viajó a casa, llegó a aquella casa que se consumía y la vio en el crepúsculo saliendo del establo con los dos cubos, esta vez llenos, como si al igual que con el carro no hubiera pasado el tiempo desde que la viera la última vez tres años atrás. En aquella ocasión no le dejó siquiera hacer nada en la casa.
“Awce la apuntalará antes de que llegue a derrumbarse”, le dijo. Pero aceptó los mil doscientos dólares, sin comentario alguno como de costumbre, aunque esta vez sin protestas. Y ahora el tiempo empezó a fluir de prisa para él, como sucede con los jóvenes guiados por una sola idea. Pronto fueun empleado en la oficina del corredor, y en seis años su socio; ahora tenía una auténtica cuenta corriente, una suma demasiado grande para llevarla consigo en un cinturón monedero, y se había casado; a veces se detenía con una suerte de asombro, no sin aliento sino como un fuerte caballo que se para unos instantes para respirar, y pensaba “Tengo treinta años.
Tengo cuarenta”, y no era capaz de recordar cuándo, en qué verano, la había visto por última vez, había llevado a sus hijos para que la abuela los mirara, pues en las ocasiones que lo hizo todo había sido intercambiable e idéntico: los mismos dos cubos de leche llenos o vacíos, la misma mujer delgada y erguida y sin edad cuyo encanecimiento del pelo no hacía sino reafirmar su impermeabilidad ante el tiempo, el mismo sombrero para el sol y el mismo vestido descoloridos; sólo el estampado del calicó era diferente, como si el cambio de vestido constituyera la variación única; luego, un día, “Tengo cincuenta años y ella sesenta y nueve”, en su limusina semejante a un coche fúnebre, ya presidente de aquel banco en donde hiciera su primer ingreso y millonario por derecho propio —hacía veinte años que se había convertido en heredero de su abuelo: había declinado el legado y lo había dedicado a una fundación que daba hogar a ancianas sin hijos—, viajó hasta Mississippi siguiendo la línea férrea sobre la que el viejo furgón se deslizó un día, y tomó después el camino un día interminable bajo el voluntarioso y lento carro y llegó hasta la casa que Awce (muerto hacía mucho tiempo y reemplazado entonces por un chico de catorce años que era ya un hombre ahora, y que también araba con rapidez cuando la mujer blanca lo vigilaba desde la cerca) había apuntalado. Pero ella se negaba a ir a vivir a Memphis.
—Estoy bien, te lo aseguro —dijo—.
¿No nos arreglamos Joanna y yo durante años? Pues creo que yo y Lissy —la hija de Joanna y Awce; su nombre era Melissandre, aunque probablemente nadie salvo el hijo lo recordaba— podemos hacer lo mismo.-Pero no tienes por qué ordeñar —dijo él. Y ella no respondió en absoluto a esto—. Imagino que tampoco me prometerás escribir más a menudo, ¿no es cierto? —Y ella no quiso prometerlo, así que él se detuvo en una tienda que había en una encrucijada situada a unas cuantas millas, cuyo propietario accedió a desplazarse hasta la casa una vez a la semana y enviarle una reseña de cada visita; el hombre así lo hizo, y cinco meses después él recibió una carta comunicándole que su madre estaba enferma, y viajó a casa y por primera vez en la vida la vio en la cama, con la cara fría e indómita de siempre aunque un tanto agraviada por el tropiezo de su carne.
—No estoy enferma —dijo ella—.
Podría levantarme ahora mismo si quisiera.
—Lo sé —dijo él—. Vas a levantarte. Vas a venir a Memphis. Esta vez no te lo pido. Te lo ordeno. No te preocupes por tus cosas. Volveré mañana a recogerlas. Hasta me llevaré la vaca conmigo en el coche.
Tal vez fuera porque estaba acostada e indefensa y lo sabía. Pues al cabo de un instante dijo: —Quiero que venga Lissy también.
Alcánzame la caja que hay encima de la chimenea.
Era una caja de zapatos de cartón; había estado allí encima por espacio de treinta años —según él recordaba—, y contenía hasta el último centavo, en los billetes originales con sus dobleces originales, del dinero que le había enviado o entregado personalmente.
Y entonces, como le contó a su oyente, Gordon cayó en la cuenta de que ella jamás había montado en automóvil. En un automóvil en movimiento cuando menos, pues había estado sentada unos instantes en el primero que su hijo trajo a casa en el pasado; había dejado en el suelo los dos cubos de leche y se había montado en él con el sombrero y el vestido descoloridos y había permanecido sentada unos segundos y había gruñido hoscamente una vez y se había apeado, pese a que el chófer negro le había obsequiado a la negra Lissy con un paseo hasta la carretera principal. Pero ahora montósin vacilación; se negó a que su hijo la llevara en brazos, caminó hasta el coche y se quedó de pie junto a él mientras la excitada y casi histérica negra sacaba los pocos bultos y bolsas que había preparado apresuradamente.
Luego él la ayudó a subir al coche y cerró la portezuela y pensó que el “clic” que hizo la portezuela era el final, del mismo modo que la libertad del “detenido” finaliza con el “clic” de las esposas, pero estaba equivocado. También contó aquel episodio: era de noche, el coche avanzaba ahora sobre una carretera pavimentada y se veía ya el fulgor de la ciudad allá adelante; él iba sentado al lado de la pequeña y erguida figura arropada con el chal que asía con fuerza una cesta que llevaba encima de las piernas, y pensaba con asombro que nunca en su vida la había visto acostada o incluso sentada durante tanto tiempo, cuando de pronto ella se inclinó hacia adelante y dijo con voz débil y cortante: “Pare. Pare”, y hasta su chófer negro la obedeció, tal como Awce hizo y su sucesor hacía, y el coche aminoró la marcha y chirriaron los frenos mientras ella miraba hacia afuera también y vio lo que al parecer ella miraba, una casita pulcra y mínima entre pulcros arbustos en una pequeña y cuidada parcela.
—Un bonito lugar, ¿verdad? —concedió él—. Sigue, Lucius.
—No —dijo ella—. No voy a seguir adelante. Quiero quedarme aquí.
—¿En esa casa? Tiene dueño. No podemos quedarnos en ella.
—Entonces cómprala y haz que se marchen, si es que eres rico como dices.
Y lo contó también: se quedaron allí sentados en el coche parado y lleno de la ruidosa consternación de la negra, que veía cómo la perspectiva de Memphis se iba esfumando poco a poco de su vida. Pero su madre fue inflexible. Se negó incluso a ir a esperar en Memphis.
—Volvamos a Holly Springs —dijo—. Llévame a casa de la señora Gillman. Me quedaré allí. Puedes comprar la casita mañana y venir luego a buscarme.-¿Me prometes no volverte a casa?
—No voy a prometer nada. Tú compra esa casa. Porque yo no voy más lejos.
Así que volvieron y la llevó a Holly Springs, a casa de la vieja amiga con quien había ido al colegio en la mocedad, sabiendo que no se quedaría allí, como en efecto no hizo; hizo él, pues, un último viaje a Mississippi y la sacó una vez más de la vieja casa con la negra y la acomodó en la nueva, donde había ya instalado a la vaca y a las gallinas, y la dejó allí. Ella se negó a pisar la ciudad, aunque ahora él podía visitarla todos los domingos por la noche; la veía allí de pie en los crepúsculos estivales, con el desvaído vestido de guinga y los sombreros para el sol, en medio de una arremolinada nube de gallinas, alzando y sujetando el dobladillo del delantal con una mano y con la otra ejecuntando el gesto inmemorial del sembrador de semillas. Una tarde, al cabo de cierto tiempo, estaba él sentado en el cuartito desnudo que llamaba su despacho cuando se abrió la puerta de pronto y se vio encarando el rostro enfermo del hombre que le hablaba a gritos: —¡Es su madre! ¡Lewis Randolph es su madre! —gritaba—. Me llamo Gavin Blount, igual que él. Soy su sobrino nieto —gritaba—. ¿No lo sabía? Él y Charles Gordon estaban enamorados de ella. Los dos le propusieron matrimonio el mismo día: cortaron una baraja de cartas para ver quién lo hacía primero, y ganó Gavin Blount. Pero ella le ofreció la rosa a Charles Gordon.