VI

Julieta sobrellevó como pudo los días que siguieron. Su abuela y ella, merced a un pacto tácito, no volvieron a mencionar el último incidente; la vida discurría sin cambios, tan monótona y anodina como siempre. Julieta se sentía como alguien que ha lanzado los dados y ha de esperar una eternidad hasta que dejen de rodar. También sentía, sin embargo, una vaga apatía en relación con lo que ellos pudieran mostrar: sus reservas volitivas se habían agotado. Su terror, su miedo ante lo que había hecho se había diluido en la mansa rutina de quehaceres y en los sueños solitarios a la luz del crepúsculo.

La casa estaba a oscuras; un ángulo de la cambiante y apacible luz de la lumbre señalaba la puerta del cuarto de su abuela. Al principio no vio a la anciana, pero al cabo descubrió una mano marchita que acariciaba la pipa.-¿Julieta? —le habló la abuela desde su rincón.

Julieta entró; la agresividad desdeñosa se encrespaba en su interior; se quedó de pie junto al fuego. El calor le llegaba placenteramente a través de la falda, contra las piernas. La abuela se echó hacia adelante y su cara quedó suspendida como una máscara a la luz de la lumbre. Escupió.

—Tu padre ha muerto —dijo.

Julieta contempló la enorme y fluctuante sombra de la cama encortinada.

Las pausadas bocanadas de la pipa de la vieja golpeaban blandamente sus oídos como alas de mariposa nocturna.

Joe Bunden ha muerto, pensó sin emoción; era como si las palabras de la abuela siguieran suspendidas susurrándose entre sí, en la penumbra del cuarto. Al cabo se movió.

—¿Ha muerto padre, abuela? —repitió. La vieja volvió a moverse, y gruñó: —¡Loco, loco! Todos los Bunden han nacido locos: aún no he conocido a ninguno, si te exceptuamos a ti, que no sea un desastre de nacimiento. Me casé con uno, pero se murió antes de hacer demasiado daño; y me dejó una granja arruinada y un montón de hijos.

Y ahora Joe, después de formar una familia, los deja a todos en la miseria; a menos que esa mujer tenga más agallas de las que yo le he visto.

Tampoco Lafe Hollowell era mucho mejor. Él y Joe harán una buena pareja esta noche en el infierno.

—¿Qué sucedió, abuela? —se oyó a Julieta decir con voz carente de pasión.

—¿Qué sucedió? Joe Bunden era un loco, y Lafe Hollowell no era mucho más cuerdo, por lo menos desde que se juntaron... Los mataron anoche los policías del contrabando, en la destilería de Lafe. Alguien llegó a la ciudad el miércoles por la noche, muy tarde, y le contó al diácono Harvey lo que sabía, así que los policías cayeron sobre ellos ayer por la noche.

No se ha sabido quién los delató... o seguramente no lo quieren decir.

La vieja inclinó la cabeza y fumó con los ojos cerrados por espacio deunos instantes. Julieta, con una suave mezcla de tristeza y de alivio indescriptible, miraba serenamente la lenta rotación de sombras. Los susurros de la vieja se materializaron en torno: —Esa mujer con la que Joe se casó, en cuanto se enteró se volvió a casa. Dios sabe lo que va a ser de tus hermanos: yo no los voy a recoger.

Y el chico de Lafe, ¿cómo se llamaba? ¿Lee?, se largó y no se le ha vuelto a ver. Que se vaya con viento fresco.

Las sombras se encaramaron por la pared; luego cayeron; y entretanto, las palabras de la abuela persistieron en la penumbra como telarañas. Julieta dejó el cuarto; se sentó en el suelo del porche con la espalda contra el muro y las piernas rígidas ante ella.

Joe Bunden: ya no lo odiaba; pero Lee... Lo de Lee era diferente: su partida era más tangible que la muerte de cien hombres: era como si muriera ella misma. Se quedó allí sentada en la oscuridad, contemplando cómo se alejaba de ella la niñez. Recordaba con claridad dolorosa aquella primavera en que ella y Lee nadaron y pescaron y vagabundearon por vez primera, aquellos días fríos e inclementes hechos jirones de nubes sobre las hondonadas de lluvia de la tierra en barbecho. Podía casi oír los gritos de los hombres que araban la tierra fangosa, y la maraña de mirlos que se inclinaban con el viento como pedazos de papel quemado...

Se levantó al fin y descendió despacio por la colina en dirección al arroyo; entonces vio una pequeña forma oscura que se acercaba a ella. ¡Lee!, pensó, y sintió que se le contraían los músculos del cuello, pero no era Lee: era demasiado pequeña. La figura, al verla, se detuvo, y luego se aproximó con cautela.

—¿Jule? —dijo tímidamente la sombra.

—¿Quién es? —dijo ella con sequedad.

—Soy yo... Bud.

Se miraron con curiosidad el uno al otro.

—¿Qué haces aquí?-Me marcho.

—¿Te marchas? ¿Adónde puedes ir tú?

—No lo sé; a alguna parte. No puedo quedarme en casa más tiempo.

—¿Por qué no puedes quedarte en casa? —Renacían en ella emociones que odiaba.

—Por madre, que es... La odio.

No me voy a quedar allí ni un día más. Si me quedaba antes era por padre; pero ahora..., ahora padre... está... está...

Cayó de rodillas e hizo oscilar el cuerpo como acusando la recurrencia del dolor. Julieta, en un arrebato de piedad y odiándose a sí misma, se acercó a él. Su hermano era un chiquillo sucio con un mono ajado; Julieta calculó con dificultad que debía tener unos once años. Junto a él había un bulto, envuelto en un pañuelo anudado, con un mendrugo de pan frío e indigesto y un sobado libro con ilustraciones descoloridas por el tiempo.

Parecía pequeño y solo, arrodillado sobre las hojas muertas, que el vínculo común del odio acabó por acercarlos. Alzó la cara surcada y sucia, dijo: “Oh, Jule”, se abrazó a las piernas de su hermana y hundió la cara contra sus caderas angulosas y menudas.

Ella contempló cómo las caprichosas interrupciones de la luz lunar torturaban las desnudas ramas de los árboles. El viento soplaba arriba con un sonido lejano, y se deslizó por la cara de la luna una silenciosa V de gansos. La tierra estaba fría y silenciosa, y en su oscura quietud aguardaba a la primavera y al viento del sur. La luna miró a través de un claro entre nubes y ella pudo ver el pelo desgreñado de su hermano y el desvaído cuello de su camisa, y entonces las mortificantes y desusadas lágrimas le afloraron a los ojos y se deslizaron por la curva de sus mejillas. Al final ella también lloró abiertamente, porque todo parecía tan efímero y sin sentido, tan fútil; porque todo esfuerzo, todo impulso que había sentido hacia el logro de la felicidad se había visto frustrado por circunstancias ciegas, y hasta su ten-tativa de romper para siempre con la familia que odiaba se había venido abajo ante algo que le nacía de dentro. Ni la muerte podía servirle de consuelo, pues la muerte no era sino ese estado en el que los que se han dejado atrás quedan sumidos.

Julieta, al cabo, se sacudió las lágrimas de la cara y apartó a su hermano de sí.

—Levántate. Estás loco, así no puedes ir a ninguna parte; eres tan pequeño... Ven a casa a ver a la abuela.

—No, no Jule; no puedo, no quiero ver a la abuela.

—¿Por qué no? Tienes que hacer algo, ¿no? A menos que quieras volver a casa —añadió al fin.

—¿Volver con ella? No volveré con ella nunca.

—Bueno, entonces vámonos; la abuela sabrá lo que tienes que hacer.

Él retrocedió otra vez.

—Tengo miedo de la abuela; tengo miedo de ella.

—Entonces, ¿qué es lo que vas a hacer?

—Me voy, lejos, por allí —dijo, señalando hacia la capital del condado.

Ella reconoció la obstinación de su hermano como algo familiar, y supo que aquel chiquillo era tan difícil de convencer como ella misma. Había algo, sin embargo, que podía hacer: lo engatusó y lo llevó hasta el portón que daba al camino, y lo hizo esperar al abrigo de un árbol. Salió al poco con un voluminoso paquete de comida y unos cuántos dólares en monedas pequeñas —sus ahorros de aquellos años—.

Él lo tomó con la torpe apatía de la desesperación, y ambos caminaron juntos hasta el camino principal, donde se detuvieron y se miraron como extraños.

—Adiós, Jule —dijo al fin, y la hubiera tocado otra vez, pero ella se apartó; de modo que él se volvió y echó a andar, pequeña y vana figura por el camino difuso. Lo vio alejarse hasta que fue apenas visible, luego desapareció, y una vez más, Julieta se volvió y descendió la colina.

Los árboles estaban quietos, incorpóreos e inmóviles como reflejos, pues el viento había amainado; a la espera del invierno y de la muerte, como paganos indiferentes a los rumores de inmortalidad. Lejos aulló un perro sobre la tierra de octubre, y el melodioso y largo son de un cuerno vibró en torno a ella, llenando el aire como una agitación de aguas estancadas, y fue absorbido de nuevo en el silencio, y el oscuro mundo quedó inmóvil a su alrededor, apacible y levemente triste y bello. Cazadores de zarigüeyas, pensó, y luego, cuando el sonido hubo cesado, se preguntó si había oído algo realmente.

Se preguntó oscura y vagamente cómo era posible que las cosas la hubieran inquietado alguna vez, cómo podía existir algo capaz de perturbar aquel estado de ánimo: sereno y levemente entristecido. Ella avanzaba apenas, y era como si los árboles se movieran sobre su cabeza, haciendo deslizar sus ramas más altas por unas aguas cuajadas de estrellas, aguas que se abrían ante ellas para dejarles paso y volvían a juntarse luego, sin una onda o un cambio.

Allí, a sus pies, estaba el pozo: sombras, otra vez árboles inmóviles, otra vez el cielo; se sentó en el suelo y miró el agua con desesperanza suave y sensual. Aquello era el mundo, bajo sus pies y sobre su cabeza, eterno y vacío y sin límites. El cuerno volvió a sonar en torno a ella, en el agua y en el cielo y en los árboles; luego cesó despaciosamente, y del cielo y los árboles y el agua se vertió dentro de ella, dejándole en la boca un cálido sabor salado. Se echó súbitamente boca abajo y hundió la cara entre los brazos delgados, y sintió cómo la penetrante tierra chocaba a través de las ropas contra los muslos y vientre, contra los menudos y duros pechos. El último eco del cuerno se alejó inmaculadamente de ella y se deslizó por alguna colina blanda y sin límites de la quietud otoñal, como el rumor de una desesperanza lejana.

Y pronto, también, dejó de oírse.