II
Tiempo feliz, con quehaceres cotidianos y orgullo en su cuerpo aún plano; tiempo de trepar y nadar y dormir.
Tiempo aún más feliz, pues en su decimotercer verano encontró un compañero. Lo descubrió mientras nadaba perezosamente en el pozo. Alzó la vista al oír un ruido y allí estaba, con un mono de trabajo descolorido, mirándola desde la orilla. En una o dos ocasiones había habido desconocidos que, al oír las salpicaduras de sus zambullidas, habían apartado la maleza para verla. Mientras se limitaban a mirar en silencio se comportaba ante ellos con una beligerancia indiferente, pero en cuanto trataban de iniciar la charla dejaba el agua con inflamado odio creciente y recogía sus contadas ropas.
Pero esta vez era un chico de su edad, con camiseta sin mangas y el sol en su cabeza redonda de pelo crespo,sin maleza que la ocultara, que la miraba en silencio, y ella ni se dio cuenta siquiera de que no se sentía importunada. Él siguió durante un rato sus lentos movimientos con apacible curiosidad pueblerina, sin grosería, pero el pardo y fresco centelleo del agua acabó por vencer sus reticencias.
—Diantre —dijo—. ¿Puedo meterme yo también?
Ella flotó perezosamente y continuó en silencio, pero él no aguardó a recibir respuesta alguna. Con contados y escuetos movimientos se desprendió de sus miserables ropas. Su piel era como papel viejo; trepó sobre una rama que sobresalía por encima del agua.
—Eh —gritó con voz estridente—.
Mírame.
Y, retorciéndose desgarbadamente, se zambulló en el pozo en medio de salpicaduras prodigiosas.
—No es así —dijo ella con calma al verlo reaparecer ruidosamente—. Fíjate cómo se hace.
Y, mientras él flotaba en el agua y la miraba, ella trepó a la rama y se quedó unos instantes en equilibrio precario, con el cuerpo brillante y plano, réplica del del chico, erguido.
Y se zambulló.
—Diantre, eso está muy bien. Déjame ver si puedo hacerlo.
Durante una hora, uno tras otro, estuvieron saltando y zambulléndose.
Al cabo, cansados y con un zumbido en la cabeza, se deslizaron por el riachuelo hasta llegar a un punto de agua poco profunda, y se quedaron tendidos sobre la caliente arena. Se llamaba Lee, le dijo; “vivía en una granja al otro lado del río”; permanecieron tumbados en silenciosa compañía, luego se durmieron, y despertaron hambrientos.
—Vamos a coger unas ciruelas —sugirió él, y volvieron al pozo y se vistieron.