II

Conoció a Myrtle en Houston, Texas, donde él tenía ya un hijo bastardo. Aquello había sido un nebuloso fuego breve y dulce, pero Myrtle, arrogante en su juventud y riqueza, era para él como una estrella: inaccesible pese a su opulencia rosada y curva. Él no quería saber que aquellas suaves y turbadoras caderas, al cabo de cierto tiempo, se volverían gruesas, pesadas, carentes casi de gracia; aquella nariz recta era una pizca demasiado corta; los inefables ojos azules un punto demasiado cándidos; la frente baja, pura y ancha un punto demasiado baja y ancha bajo el bruñido cabello del color de la melaza.

La conoció en un baile, en un acto semipúblico en honor de los soldados que partían, en 1917. Apoyado contra la pared, posición que había mantenido durante toda la velada, la veía pasar en medio de un fulgor de botas y espuelas nuevas, de soberbias charreteras sin deslucir, sin desgastarse aún por los saludos; y él, con su frac alquilado y su lesión en la espalda, soñaba. Era ya un veterano de guerra, aunque lisiado y sin un centavo, mientras el padre de Myrtle era conocido incluso en Texas por sus pozos de petróleo. La conoció antes de que finalizara la velada; ella le miró de frente con aquellos ojos grandes y celestes, vírgenes de todo pensamiento; y le dijo: “¿Es usted de Houston?”, y: “¿De veras?”, con la suave boca un tanto abierta para mostrar interés, y luego una bocamanga con galones la hizo desaparecer de su vista.

También conoció a la señora Monson, con la que hizo excelentes migas.

Era una mujer brusca de ojos fríos,que parecía mirarle a él y a los que bailaban y aun al mundo allende Texas con perspicacia breve y sardónica.

La vio sólo una vez; luego, en 1921, cinco años después de que Elmer hubiera vuelto de su vana y frustrada tentativa bélica, el señor Monson y Myrtle viajaron a Europa para que Myrtle estudiara, para que se acabara de pulir, pues dos años en Virginia y uno en la universidad del estado de Texas no habían sido suficientes.

Así que ella partió, y dejó a Elmer con el recuerdo de su vestido color limón, de su boca roja y húmeda y un poco abierta para mostrar interés, de sus grandes e inefables ojos bajo la pura melaza de su pelo cuando le fue presentada al fin; pues de pronto él, con una suerte de horror, había oído que alguien decía por su boca: “¿Quiere casarse conmigo?”, y se había quedado mirando con estremecido horror cómo los ojos de ella se dilataban y se encontraban con los suyos, pues no quería creer que no hay mujer que se ofenda cuando se solicita su cuerpo. “Lo digo en serio”, dijo, y entonces la bocamanga con galones se la apartó de la vista. Lo digo en serio, clamó en silencio para sí mismo, viendo cómo aquel cuerpo de piernas cortas y color limón, diseminaba su aura de inminente obesidad, y se alejaba entre el fulgor de los cinturones y las botas hacia la música, ahora ya marcial, que él no podía seguir a causa de su espalda. “Lo digo en serio todavía, clama en silencio, agarrando su cerveza entre los platillos apilados de Montparnasse, después de leer en el “Herald” que la señora Monson y Myrtle están viviendo en París, sin preguntarse dónde está el señor Monson desde entonces, sin pretender saber que el señor Monson sigue en América, dedicado a pozos de petróleo aún más numerosos y a cierta Gloria, que canta y baila en un club nocturno de Nueva Orleans con una prenda de seda única y oscura que, ceñida en torno a los amables muslos y al indelicado trasero, confiere a las pesadas y blancas piernas un aire increíblemente inocuo, como de carne de vacaexangüe. A lo mejor, piensa con una oleada de triunfo y exultación casi insufribles, ellas me han visto también en los periódicos, y puede que hasta en el francés: Le millionair americain Odge, qui arrive d.etre peinteur, parce-qu.il croit que seulment en France faut-il d.artiste rever et travailler tranquil; en Amerique tout gagne seulment

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