VI

Musicales en su agitación, Montparnasse y Raspail: la noche, desmayada, se disuelve: un delgadoolor a heliotropo se hace visible: con luces que salpican amarillo y verde y rojo. Angelo atrae al fin la atención de Elmer y con el pulgar señala, en una mesa vecina, unos ojos abatidos de atractivo sobrio y pasivo, y una sonrisa dorada que corona una estola de piel de mala calidad. Angelo continúa dando codazos a Elmer, emite su rico sonido a través de los labios fruncidos: la adusta mira a Elmer en actitud de invitación estoica, la otra siembra sus dientes orlados de oro para Elmer antes de que Elmer retire velozmente la mirada. Pero Angelo le sigue haciendo muecas y asiente con rápidos movimientos de cabeza, pero Elmer es testarudo, y Angelo se echa hacia atrás en su silla con una indescriptible genuflexión de fatigado y profundo disgusto.

—Hace seis semanas —dice en italiano— te llevaron al calabozo político de Venecia, donde yo ya estaba, y te quitaron el cinturón y los cordones de los zapatos. Tú no sabías por qué.

Dos días después, me saqué yo mismo de la cárcel y fui a ver a vuestro cónsul, que a su vez te sacó a ti.

Tampoco entonces supiste cómo ni por qué. Y ahora llevamos veintitrés días en París. En París, óyeme. ¿Y qué es lo que hacemos? Sentarnos en los cafés, comer, sentarnos en los cafés; y nos vamos a dormir. Eso es lo que hemos hecho, si quitamos los siete días de aquella semana que pasamos en el bosque de Meudon, y que empleaste en pintar un cuadro de tres árboles y un detalle poco importante de un río poco importante; parece que tampoco de esto saber el porqué, porque no has hecho nada con ello, porque en estos trece días no se lo has enseñado a nadie y no has hecho más que llevarlo en esa cosa que tienes junto a la pierna, de un café a otro, y sentarte encima de ello como si fuera un huevo y tú la gallina. ¿Es que piensas empollarlo y sacar otros de él, eh? ¿O es que esperas a que el tiempo lo convierta en la obra de un maestro clásico? Y esto en París. En París, óyeme. Lo mismo nos valdría estar en el cielo. O incluso en América, donde no hay más que trabajo y dinero.Musicales en su agitación y sus luces y sonidos, con taxis flatulentos, pálidos y vaporosos en el reluciente crepúsculo. Elmer vuelve a mirar: las dos mujeres se han levantado y se marchan ya sorteando las apiñadas mesas sin dirigir hacia atrás ni una mirada; Angelo vuelve a emitir su soniquete de exasperación, explosivo aunque resignado. Pero musicales en su agitación femenina, Montparnasse y Raspail: pronto Angelo, una vez olvidado su amigo y protector ante la carne expuesta, expresa su deleite y aprobación a través de los labios fruncidos, y deja que su protector, solitario y meditabundo, atraviese con la mirada el gris edificio que hay enfrente y contemple aquella colina de Texas donde permaneció en pie junto a la tumba de su madre, y piense en Myrtle Monson y el dinero y en Hodge, el pintor.

Alguien murió y dejó al viejo Hodge dos mil dólares. El viejo, se podría decir que a manera casi de venganza, se compró una casa. Estaba situada en una pequeña población en donde —como decía Hodge en humorística paráfrasis— había más vacas y menos leche y más ríos y menos agua, y donde se podía ver más lejos y ver menos, que en cualquier otro lugar bajo el sol. La señora Hodge, haciendo una pausa en su actividad acerba e incesante, se quedó mirando a su marido —sedentario, claudicante, tan inevitable y fatal como una enfermedad— con asombro, y al cabo con franca conmoción.

—Pensaba que estabas buscando una casa de tu gusto —le dijo Hodge.

Y ella miró en torno las habitaciones idénticas, la carpintería (marcos de puertas, ventanas pintadas de un blanco delgado y reciente en el que tan sólo resaltaban las huellas de unas manos que se mudaron tiempo atrás para dejar las mismas huellas en otras casas idénticas diseminadas por la tierra), las paredes empapeladas de un práctico color tostado que absorbía la luz como una esponja y en el que se apreciaban sólo manchas ínfimas.

—Lo has hecho por mezquindad —dijo ella con amargura, e inmediatamente sepuso a deshacer las maletas, por última vez.

—Vaya, ¿no has deseado siempre una casa propia en la que educar a tus hijos? —dijo Hodge. La señora Hodge se quedó inmóvil, con una colcha plegada en las manos, y miró la habitación que sus dos hijos mayores probablemente nunca verían, y de la que Jo habría huido apenas verla; y ahora Elmer, el benjamín, en una guerra extranjera.

No pudo ser la naturaleza ni el tiempo ni el espacio; no en el caso de ella, que era insensible al diluvio y al fuego y al tiempo y a la distancia, que no se doblegaba ante contratos de arrendamiento que le exigían alquilar las casas durante un año como mínimo.

Debió de ser el acto de la posesión, el echar raíces, lo que quebró su espíritu como se quiebra el de un pájaro enjaulado. Fuera lo que fuere, intentó cultivar dondiegos de día en el porche de madera festoneado de greca, pero al cabo se dio por vencida.

Hodge la enterró en una colina mínima y sin árboles, donde los vientos sin obstáculos pudieran recordar la idea de distancia a la difunta cuando ésta sintiere el anhelo inevitable de mudarse una vez más, pese a estar muerta, y donde el tiempo y el espacio pudieran mofarse de su incapacidad para resucitar y levantarse y ponerse en movimiento. Y escribió a Elmer, que yacía boca abajo dentro de un molde de escayola en un hospital británico, soportando el dolor del espinazo y sintiendo que su carne escayolada —que también podía oler— se hacía cálidamente fluida, como un velo de saliva, y en la carta le decía que su madre había muerto y que él (Hodge) estaba como de costumbre. Añadía que había comprado una casa, pero olvidaba decir dónde. Más tarde, y con una especie de macabra solicitud, envió la carta devuelta a Elmer tres meses después de que Elmer lo visitara brevemente aquella tarde y se volviera a Houston.

Tras la muerte de su esposa, Hodge cocinaba (era un buen cocinero, mejor de lo que su esposa lo había sido nunca) y hacía con dejadez las tareas dela casa, y después de la cena se sentaba en el porche y cortaba el tabaco necesario para la pipa del día siguiente, y suspiraba. E inmediatamente aquel suspiro se le antojaba algo muy similar al alivio, y entonces se reprendía en pronta actitud de respeto por los muertos. Y al poco ya no estaba tan seguro de lo que significaba aquel suspiro. Imaginaba el menguante futuro, esos años en los que no tendría ya que ir a ninguna parte —salvo cuando le viniera en gana—, y experimentaba un ligero malestar. ¿Habría adquirido él también de aquel infatigable optimismo el instinto del movimiento, el prurito del desplazamiento físico? ¿Le había despojado ella, al morir, de toda aptitud para la vida apacible? Jamás iba a la iglesia, pero era hondamente religioso, e imaginaba con detenida e inquieta alarma el día en que él también dejara este mundo y se encontrara a su esposa esperándole, con las maletas hechas y de nuevo lista para partir.

Y un día, cuando se disipó todo aquello y decidió que, puesto que no podía evitarlo, era mejor dejar que se hiciera la Voluntad del Cielo —no sólo era lo mejor, de todas formas, sino lo único que podía hacerse—, llegaron tres hombres que calzaban botas y, ante su alarmado y afligido asombro, abrieron un pozo de petróleo en el patio de las gallinas, tan cerca que podía escupir en él desde la puerta de la cocina. Así que debía mudarse de nuevo, pues de lo contrario sería literalmente barrido del condado.

Pero esta vez se limitó a mudar la casa misma: la cambió de orientación de forma que podía sentarse en el porche y contemplar, con estático asombro y —a decir verdad— consternación, la afanosa actividad que tenía lugar en su antiguo patio de gallinas. Había facilitado a uno de los hombres con botas la dirección de Elmer en Houston, y le había pedido que la próxima vez que fuera a Houston buscara a Elmer y le contara todo aquello. Así que lo único que tenía que hacer ya era sentarse en el porche principal y esperar y meditar en la naturaleza imprevisible de la circunstancia. Porejemplo, la circunstancia había permitido que se quedara una noche sin cerillas; así, en lugar de cortar en hebras el trozo entero de tabaco, se reservó lo suficiente para mascar hasta que al día siguiente alguien llegara con cerillas. Sentado, pues, en el porche de la primera cosa mayor que una cama plegable que había poseído en su vida, con su tribulación más reciente alzando afuera su esqueleto de escalera enrejada contra el fúnebre cielo, mascó tabaco y escupió en la oscuridad inmaculada. Como no había mascado hacía dos años, se sintió un tanto incómodo al principio. Pero pronto fue capaz de escupir el jugo de tabaco con siseo delgado y cobrizo, arqueándolo por encima del porche y sobre el paralelogramo de contrariada tierra en donde alguien había intentado que creciera algo alguna vez.

El médico de Nueva Orleans envió a Elmer a Nueva York. Allí el paciente permaneció dos años mientras reparaban su columna, y un año más recuperándose, boca abajo de nuevo, con la imagen de un cuerpo de piernas cortas y vestido color limón en el fondo de la memoria; una imagen que retrocedía, pero ya no velozmente, pues él, aunque tendido boca abajo y bajo pesas, se movía ahora con rapidez. Antes de partir, sin embargo, realizó una breve visita a Texas. Su padre no había cambiado, no había envejecido: lo encontró resignado y tan complacidamente filosófico como siempre, al pie del nuevo revés que los hados le habían deparado. El solo cambio que apreció en el medio familiar fue la presencia de una cocinera, una mujer delgada y amarilla y ya no joven que acogió a Elmer con una mezcla de seguridad y alarma; en cierto momento, e inadvertidamente, Elmer entró en el dormitorio de su padre y descubrió que en la cama, sin hacer aún al mediodía, habían dormido claramente dos personas. Pero no tenía intención —ni deseos— de interferir en modo alguno; había vuelto ya los ojos hacia el este; pensaba ya: esperaba, deseaba haber cruzado ya el frío e inquieto ygris Atlántico, y estar pensando “Ahora tengo el dinero. Y ahora la fama. Y luego Myrtle”.

Así, lleva tres semanas en París.

Todavía no se ha integrado en ningún grupo de estudiantes; ni ha visitado el Louvre, pues desconoce dónde está pese a haber atravesado la Place de la Concorde varias veces en taxi con Angelo. Angelo, con su instinto para el brillo y el ruido, descubrió de pronto la Exposición

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, y llevó a su protector a visitarla. Pero Elmer no considera que estas cosas sean pintura. Sin embargo curioseó, la visitó de extremo a extremo, aunque diciéndose con rápida lealtad: Myrtle no vendría aquí; la señora Monson será quien la traiga, quien la obligue a venir. No le cabe la menor duda de que están en París. Lleva en Europa el tiempo suficiente para saber que donde se ha de buscar a un americano en Europa es en París; que cuando está en otra parte, es sólo para pasar el fin de semana.

Cuando llegó a París conocía únicamente dos palabras de francés: las aprendió en el libro que compró en la tienda donde compró las pinturas.

(Fue en Nueva York. “Quiero las mejores pinturas que tenga”, le dijo a la joven empleada, que vestía un guardapolvo de pintor. “Esta caja tiene veinte tubos y cuatro pinceles, y esta otra treinta tubos y seis pinceles.

Tenemos una con sesenta tubos, si lo desea”, dijo ella. “Quiero las mejores”, dijo Elmer. “¿Quiere decir que quiere el juego con más tubos y pinceles?”, dijo ella. “Quiero las mejores”, dijo Elmer. Así, en tal punto muerto, se quedaron mirándose el uno al otro hasta que se acercó el dueño de la tienda, que vestía igualmente un guardapolvo de pintor. Bajó la caja de los sesenta tubos —por la que, dicho sea de paso, la aduana francesa en Ventimiglia le hizo pagar a Elmer los derechos de importación con que se agrava al comerciante— y dijo: “Por supuesto que quiere lo mejor. ¿Es que no lo ve con sólo mirarle? Escuche usted, hágame caso. Ésta es la que usted quiere, hágame caso. Cuántos cuadros puede pintar con diez tubos, ¿eh?” “No lo sé —dijo Elmer—. Pero quiero las mejores”. “Pues claro que sí —dijo el propietario—. La que le permita pintar más cuadros. Vamos, dígame, cuántos cuadros puede pintar con diez tubos; yo le diré los que puede pintar con sesenta”. “Me la llevo”, dijo Elmer).

Las dos palabras eran “rive gauche”. Se las dirigió en la Gare de Lyon al taxista, quien respondió: “Cierto, monsieur”, y miró a Elmer con viva atención hasta que Angelo le habló en una lengua bastarda, en la que Elmer oyó “millionair americain” sin entender entonces su sentido.

“Ah”, dijo el taxista. Lanzó primero la maleta de Elmer y luego a Angelo al interior del coche, donde ya estaba acomodado Elmer, y los condujo al hotel Leutetia. Así que esto es París, pensó Elmer, rumbo al enloquecido e indistinguible bamboleo de casas y calles, a cafés con toldos y urinarios con carteles, a otros vehículos a pedal o automóviles conducidos por unos locos, mientras iba en el taxi echado un poco hacia adelante, agarrado al asiento, con una expresión de inquietud inmóvil en la cara. La inquietud seguía aún en su semblante cuando el coche se detuvo en el hotel.

Y se acrecentó apreciablemente cuando entró y miró a su alrededor: empezaba a sentir auténtico desasosiego. Esto no está bien, pensó. Pero ya era tarde; Angelo había emitido ya una vez su sonido fruncido de placer y aprobación, y le habló en su lengua bastarda a un hombre con uniforme de mariscal de campo, quien a su vez bramó con severidad: “Encore un millionaire americain

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. Era demasiado tarde; cinco hombres con y sin uniforme lo obligaban, con firmeza aunque amablemente, a firmar una declaración en relación con su existencia, y Elmer pensaba “Lo que yo quería era una buhardilla”; pensaba, con una especie de desesperanza humorística. “Parece que lo que en realidad quiero es la pobreza”.

Pero se evadió pronto, para sorpresa, asombro y, finalmente, resignación fatalista y encogida de hombros de Angelo. Pues dio en vagar por los alrededores, con el libro en el que había aprendido las palabras “rive gauche” en la mano, mirando las ventanas de las buhardillas bajo los tejados emplomados y volviendo a mirar el libro, con desvalido desaliento que —sabía— pronto se convertiría en desesperación y luego en resignación ante los galones dorados, las fúnebres levitas, las apiladas alfombras y las discretas luces que lo oprimían por obra del destino y de Angelo, como si su irrevocable horóscopo hubiera sido fijado y cerrado a su espalda con el estrépito metálico de aquella puerta con barrotes del Palazzo Ducale en Venecia. Ni siquiera había abierto la caja de pinturas. En la aduana le había exigido el pago de los derechos de importación con que se grava al comerciante; bien podía, pues, asumir la personalidad mercantil que los franceses le habían asignado y vender ahora las pinturas. Un día, mientras vagaba, entró en la Rue Servandoni. Se limitaba a pasar por ella, con cierta esperanza aún, cuando miró a través de una puerta abierta y vio un patio.

Aun en el momento fatal se vio diciéndose a sí mismo “Es solamente otro hotel. Se vivirá casi igual, con la única diferencia de que aquí con un poco más de tedio y exigencia y de fastidio y mezquindad”. Pero ya era tarde una vez más; la había visto. De pie, con las manos en las caderas y un vestido chillón, reprendía a un hombre obeso que empuñaba inmóvil una fregona; era una mujer delgada de cuarenta años o más, fuerte y enjuta, de cara asolada e incansable; por espacio de un instante Elmer fue su propio padre en Texas, a ocho mil millas de distancia, y ni siquiera supo que estaba pensando “Debería haber sabido que ella no iba a quedarse muerta”, y ni siquiera pensó, con perspicacia omnisciente “Ni siquiera necesitaré el libro”.

Y no necesitó el libro. Ella le escribió en un papel el precio de las habitaciones; habría podido poner la tarifa que le hubiera venido en gana.

La que le hubiera venido en gana, se decía Elmer, alojado de nuevo, estático, desalentado, y liberado, mientras ella le reprende por sus ropas sucias, mientras las examina y las compone y hurga furiosamente entre sus cosas y limpia su habitación furiosamente (Angelo vive en el piso de arriba), mientras le hunde en la boca palabras y frases francesas y le obliga a repetirlas. Tal vez pueda escaparme alguna noche, se decía Elmer.

Tal vez pueda escapar cuando duerma, y consiga encontrar un ático al otro lado de la ciudad; pero sabe que no lo hará, sabe que ya se ha dado por vencido, que se ha rendido ante ella; que, como cuando se es juzgado por un crimen, no hay quien escape a la misma fatalidad dos veces.

Así que pronto (al día siguiente fue a la oficina de la American Express y dejó su nueva dirección) su mente no hizo otra cosa que repetir “París”. París. El Louvre, Cluny, El Salón, además de la ciudad misma: la misma silueta contra el cielo, el mismo empedrado, las mismas estatuas de mármol de aire amable y muslos aptos para la procreación; toda esa alegre y sofisticada y despiadada ciudad moribunda a la que Cezanne se vio arrastrado de cuando en cuando como una vaca reacia, en la que Manet y Monet se debatieron por crear puntos de color y delineación; en la que Matisse y Picasso aún pintaban: al día siguiente él se integraría en un grupo de estudiantes. Aquella noche, por vez primera, abrió la caja de pinturas. Al mirarlas, sin embargo, volvió a quedarse inmóvil. Los tubos descansaban en apretadas hileras inmaculadas, obtusos, sólidos, como torpedos, latentes. Hay tantas cosas en ellos, pensó. En ellos está todo.

Pueden hacer cualquier cosa; pensaba en Hals y en Rembrandt; en todos los altos e inmortales gigantes del pasado; y volvió la cabeza de pronto, como si ellos estuvieran en el cuarto,atestándolo, haciéndolo parecer tan pequeño como un gallinero, y lo miraban a él, Elmer; de modo que volvió a cerrar la caja con quieto y espantado desaliento. Todavía no, se dijo. Todavía no soy digno. Pero puedo valer.

Valdré. Quiero valer, y sufrir si es necesario.

Al día siguiente compró acuarelas y papel (por primera vez desde que llegó a Europa no se sintió apocado ni indefenso al tratar con comerciantes extranjeros en las tiendas) y se fue a Meudon con Angelo. No sabía adónde iba; vio una colina azul y se la señaló al taxista. Permanecieron allí siete días, el tiempo que tardó en dar por finalizado su paisaje. Rompió tres antes de sentirse satisfecho; mientras sentía calambres en los músculos y se ofuscaban sus ojos por el cansancio, se decía a sí mismo. Quiero que sea duro, quiero que sea cruel, que saque cada vez algo de mí. No quiero sentirme nunca totalmente satisfecho con ninguno de ellos, de forma que tenga que seguir pintando siempre. Así, cuando volvió a la Rue Sevandoni con el cuadro terminado dentro del nuevo cartapacio, en la primera noche en que volvió a mirar a los altos espectros que lo esperaban, se siguió sintiendo humilde pero ya no sintió espanto.

Ahora ya tengo algo que mostrarle, piensa, acariciando su cerveza entibiada, mientras el sonido fruncido de Angelo se ha hecho continuo a su lado. Ahora, cuando haya averiguado quién es el mejor maestro de París, cuando vaya a él y le diga: Enséñame a pintar, no iré con las manos vacías; y piensa “Y luego la fama. Y luego Myrtle”, mientras el crepúsculo se alza en Montparnasse gravemente, bajo la estación que cambia, que se resiste a hacerlo como una joven novia ante el viejo cuerpo flaco de la muerte. Y es entonces cuando siente el primer lento e implacable despertar de sus entrañas.