IV

La estancia era un dormitorio, un dormitorio grande y cuadrado atestado de pesado mobiliario. Una anciana estaba recostada en un hondo sillón delante del fuego, arropada con mantas.

Blount, en una silla recta que había a su lado, inclinado hacia adelante, hablaba: —Fue la primera vez que lo vi en mi vida, allí sentado en mi despacho, ofreciéndome dinero por permitir que su hija participara en el baile. Llevaba encima el dinero. En metálico.

Pero yo no le había visto en mi vida.

Había oído hablar de él, por supuesto; y más que nunca en años de elecciones, cuando todos esos clubs femeninos de ustedes proponen programas reformistas para expulsar de la ciudad al sumo sacerdote de la corrupción.

Pero no sabía nada de él. Ni siquiera sabía que no era de la región.

Quizá si lo llego a saber, mi orgullocívico... Ya sabe, si nos han de robar, que lo hagan nuestros propios ladrones.

—¿Es de otra región? —dijo la mujer.

—Vino de allá de Mississippi.

Tenía una tienda de comestibles, y quizá también una estación de servicio, al principio en las afueras. Vivía encima de la tienda, con su mujer e hija; y eso no fue hace tanto tiempo como uno podía pensar, teniendo en cuenta dónde vive ahora. Su casa es espléndida. Es más grande que el antiguo Morro Castle de Saint Louis Fair. Sólo en el tejado debe de tener ocho o diez acres de teja roja.

—¿Cómo sabe todo eso?

—Todo el mundo ve su casa. No puedes evitarlo. Puedes verla casi de tan lejos como ves Sears _ & Roebuck.s.

—Me refiero acerca de él. —la anciana miraba a Blount.

—Me informé. Pregunté. ¿Cree que voy a permitir que alguien trate de sobornarme sin averiguar todo lo posible acerca de él?

—¿Para saber si el soborno es bueno o no?

Blount se interrumpió en mitad de la frase. Miró a la mujer.

—¿Usted...? Santo Dios. Yo...

¿Me está tomando el pelo, como dicen ahora los niños? Supongo que pueden sobornarme para que me traicione a mí mismo; supongo que le puede pasar a todo hombre, a todo hombre moderno.

Que todos tengan su precio. Pero no traicionar a la gente que ha depositado su confianza en mí.

—Eligiéndole director de un club de baile —dijo la mujer. La boca de Blount había adoptado ya la forma de la réplica, de la refutación. Al cabo la cerró.

—Tonterías —dijo—. ¿Por qué discuto con usted? Usted no puede entender. Es sólo una mujer. No puede entender cómo siente un hombre en relación con cosas sin valor, cosas que no tienen ni el valor de un dólar. Si esto tuviera un precio en curso, un valor en moneda, la creería al instante. Por supuesto que a ellos no les importaría; a las otras chicas, a losinvitados. Las chicas no la conocerían y los hombres no bailarían con ella. Se lo pasaría francamente mal.

Lo sabemos. Ella no nos concierne.

—¿Quién le concierne?

—No lo sé. Eso es lo que pasa.

No sé lo que debo hacer.

—No tenía por qué ver de nuevo a ese hombre.

—¿Cómo se enteró...? —La miró, con la mandíbula caída, con la cara delgada, enfermiza, intensa. Cerró la mandíbula—. Sí. Envié por él. Le escribí una nota. Volvió, con el mismo traje. Me ofreció construir una nueva armería para los Guardias.

Hablamos. Me habló de sí mismo...

—¿Y aceptó usted la armería?

—No. Sabe que no. No sería capaz de venderle a los Guardias, pues una vez que él los hubiera comprado ya no tendrían valor, ya no serían los Guardias. Es como si pudiera venderle Forrest Park, por ejemplo, o lo que significa Van Dorn Avenue. Así que hablamos. Nació y creció en una plantación de Mississippi. Aparceros, ya sabe: descalzos, la familia entera, nueve meses al año. Era el más pequeño de seis hermanos, y vivían en una cabaña de una sola habitación y tejado a una sola agua. A veces de cerca, pero normalmente de lejos, solía ver al patrón sobre un caballo de silla, cabalgando por sus tierras, entre sus arrendatarios, llamándolos por sus nombres de pila, y ellos llamándole “señor”. Y desde la carretera que pasaba ante la casa grande, él (solía escabullirse de la cabaña cuando su familia estaba en los campos) solía ver al patrón echado en una hamaca, bajo los árboles, a las dos y tres y cuatro de la tarde, mientras su padre y madre y hermanas y hermanos estaban entre brillantes hileras de algodón, con sus sudados trajes de guinga y sus sombreros de paja, como objetos salvados del cubo de la basura.

“Un día su padre le mandó a la casa grande con un recado. Y él llamó a la puerta principal. Abrió un negro, uno de los pocos de esa región, de ese vecindario; un miembro de una raza odiada por los suyos desde la cuna, odiadapor desconfianza y celos económico y, en ese caso, envidia; pues su gente hacía trabajos que los negros rechazarían, comían alimentos que los negros de la casa grande habrían despreciado.

El negro obstruyó la puerta con su cuerpo, y así estaban cuando el propio patrón se acercó por el vestíbulo y miró al chico vestido con mono ajado: _”No vuelvas a la puerta principal_”, dijo. _”Cuando hayas de volver, ve a la puerta trasera. No vuelvas a llamar a mi puerta principal_”. Y el negro, a su espalda, dentro de la casa, sonreía. Él, Martin, me contó que cuando bajaba por el camino de acceso, sin entregar el recado, podía sentir en la espalda los ojos blancos del negro, y el rechinar de sus dientes al reírse.

“No volvió a casa. Se escondió en los matorrales. Estaba hambriento y sediento, pero permaneció escondido todo el día, boca abajo en una zanja.

Cuando llegó la tarde se arrastró hacia la orilla del bosque, desde donde podía ver a su padre y a su hermano y a sus dos hermanas mayores trabajando en el campo. Volvió a casa después del anochecer. Nunca volvió a hablar con el patrón. Hasta que fue adulto no volvió a verlo sino de lejos, cabalgando sobre su yegua de silla por los campos. Pero lo observaba; miraba cómo montaba y cómo llevaba el sombrero y cómo hablaba; a veces se escondía y se hablaba a sí mismo utilizando los gestos del patrón, y contemplaba su propia sombra recortada sobre la pared del establo o el talud de la zanja: _”No vuelvas a llamar a mi puerta principal_”. Se juró entonces que algún día él también sería rico, y que tendría un caballo sobre el que cabalgar, ensillado y desensillado por negros, y una hamaca en la que echarse en las horas calurosas, sin zapatos.

Nunca había tenido un par de zapatos, así que la situación comparativa sería llevar zapatos todo el tiempo, en invierno y en verano, y la superlativa, poseerlos y no llevarlos siquiera.

“Luego se hizo adulto. Tenía esposa y una hija; tenía una tienda rural en la vecindad. Su esposa sabía leer, pero él no había tenido oportunidad deaprender. De modo que retenía en la memoria las operaciones a crédito que hacía en la jornada —las bobinas de hilo, los centavos de manteca o de grasa para ejes de carro o de queroseno— y las recitaba en la mesa, después de la cena, mientras su mujer las anotaba en el libro de cuentas. Nunca cometió un error, pues no podía permitírselo.

“Por las noches él y el patrón solían jugar al póquer en la tienda. Lo hacían a la luz de una lámpara, y sobre una mesa improvisada, y utilizaban clavos forjados como fichas; solía tener una jarra de whisky de maíz, un vaso, una cuchara y un tazón agrietado con azúcar. Sin embargo él no bebía; hoy es el día en que aún no conoce su sabor, según me ha dicho. El patrón era ya viejo, con un blanco bigote manchado de tabaco y manos temblorosas y ojos que no veían bien ni siquiera durante el día. No podía ser muy difícil, por tanto, hacerle trampas. En cualquier caso, apostaban una y otra vez y con diversa fortuna con los clavos. _”Tengo tres reinas_”, decía el patrón, y alargaba la mano para coger los clavos. _”Supera eso, voto a bríos_”. Entonces el otro extendía las cartas sobre la mesa; el patrón se inclinaba hacia adelante tratando de ver las cartas, con las manos detenidas sobre los clavos. _”Una escalera_”, decía el otro. _”He tenido suerte otra vez_”. El patrón juraba; cogía un cigarro frío con su mano trémula y se ponía a chupar. _”Ponme otro ponche_”, decía. _”Y da cartas_”.

“El hombre se vino a Memphis. Al principio tenía una tienda de comestibles; vendía a negros y latinos en las afueras de la ciudad. Su mujer e hija vivían en dos habitaciones, encima de la tienda, y en la parte trasera tenían un huerto. A la mujer le gustaba aquello. Pero cuando él se hizo rico y se vino al centro urbano y se hizo más rico aún, a ella ya no le gustaba. Vivían muy cerca del centro, podían ver los letreros luminosos desde las ventanas del piso superior, y él ganaba dinero a manos llenas cada vez que había elecciones, pero ya notenían ningún huerto. Eso fue lo que la mató: no el dinero, sino el hecho de no tener huerto y de que hubiera un criado negro en la casa. Así que murió y él la enterró en una parcela privada; el cenotafio costó doce mil dólares, según me dijo. Pero pudo permitírselo, me dijo. Podía haberse gastado en él cincuenta mil, dijo.

_”Ah_”, dije yo. _”Tenía usted ciertos contratos de pavimentación_”.

_”La gente necesita caminar_”, me dijo. _”Y votar también_”, dije yo.

_”Exacto_”, dijo él. Me dijo que tiene ochocientos diez votos que puede depositar en cualquier urna como si se tratara de cáscaras de cacahuete.

“Luego supe de la chica, de la hija. Me contó que la chica conocía a un montón de jóvenes que van al baile de los Guardias; los había conocido en bailes del West End y en salas de fiestas de las afueras. Ella misma se lo contó, salía casi todas las noches a uno de esos bailes con Harrison Coates o con los hijos de Sandeman o con el de Heustace, no me acuerdo de su nombre. Tenía su propio coche, así que salía de casa sola y se reunía con su acompañante en el baile, según le contó a su padre. Y él lo creía; incluso creía que eran bailes de sociedad. _”Pero ella vale tanto como puedan valer ellos_”, dijo. _”Aunque no vayan a buscarla a casa, como hacían los muchachos de mi tiempo. Puede que no lo sepan. Pero no hay nada de lo que se tengan que avergonzar. Ella vale tanto como cualquiera de ellos_”.

“Me encontré en la calle con Harrison Coates; me refiero a Harrison hijo, al que expulsaron de Sewanees el año pasado. _”He oído hablar de esos bailes de Grotto_”, le dije. Me miró. _”Ella se refiere a ellos como si fueran bailes de etiqueta_”, dije. _”Eso le dijo a su padre que eran. Dijo que tú y los hijos de Sandeman ibais a esos bailes_”.

“-¿Quién lo dijo? —dijo él.

“-Así que es cierto —dije. Le dije el nombre de ella.

“-Oh —dijo él.

“-Así que la conoces.

“-Ya sabe; nos tomamos una noche libre y nos fuimos al baile. Y puedeque a la salida nos lleváramos una o dos chicas.

“-Sin preguntar cómo se llamaban —dije—. ¿Así la conociste?

“-¿Conocer a quién? —dijo. Volví a decirle el nombre—. ¿No será ese Martin?

“-El mismo —dije—. Pero no diré nada.

“-Me estaba preguntando dónde la conoció usted —dijo—. Dios, pensé que... —Se detuvo.

“-¿Pensaste qué? —se limitó a mirarme—. ¿Cómo es ella? —dije.

“-Mucha media y mucha pintura.

Como la mayoría de ellas. Hack Sandeman fue el que la conoció primero.

No sé dónde. Nunca se lo pregunté.

Se refiere usted a esa que lleva un dos plazas color limón, ¿no es eso?

“-La misma. No hay otro coche igual en la ciudad.

“-Claro —dijo—. Dios, pensé que... —Volvió a callar.

“-¿Qué? ¿Pensaste qué?

“-Bueno, iba de tiros largos, con una especie de vestido con brillantes y todas esas baratijas. Cuando me acerqué a conocerla, noté que había algo en ella, algo como... —Me miró.

“-¿Agresividad? —dije.

“-No sé nada de ella. Jamás la había visto antes. Puede que sea una buena chica, no tengo ni idea. Claro: ella...

“-No quise decir nada con lo de la agresividad —dije—. Me refería a que quizá te miraba como con atención, con cautela; como si tratara de averiguar quién eras.

“-Oh —dijo—. Claro. Así que pensé...

“-¿Qué?

“-Con aquel coche y lo demás.

Pensamos que a lo mejor era la chica de alguien. Que el coche era de algún tipo, quizá, y que ella se había tomado la noche libre y que en cualquier momento podía aparecer él en busca de ella y del coche. De Manuel Street o de Toccopola; de por aquella zona.

“-Oh —dije—. ¿Pensasteis eso?

“-No sabíamos que se tratase de esa Martin. Nunca presté demasiada atención al nombre, porque pensé que sería falso. Ella solía decirnos quenos encontráramos en tal sitio, y nosotros íbamos, y ella aparecía en el coche amarillo y nos subíamos, quizá mirando hacia atrás todo el tiempo; ya sabe, por si él aparecía.

“-Sí —dije yo.

“Pero ya Martin me había dicho lo buena chica que era, y sé que lo es.

Sé que no es más que una chica de campo, mucho más perdida que él, porque al menos él cree saber adónde quiere llegar. Ella no ha tenido madre, ¿comprende? Lo único que quiere es tener medias de seda y conducir ese coche amarillo y saltarse a toda velocidad las luces rojas, mientras los policías se tocan la gorra a su paso.

Pero eso a él no le satisface. La llevó a Washington y la metió en un colegio. Incluso era la primera vez que cualquiera de ellos montaba en un coche Pullman. Llevaba allí tres semanas cuando él (se había vuelto a casa) recibió una carta de la madre superiora. La chica se había pasado llorando todo el tiempo desde la tarde en que él subió a un taxi y la dejó allí; cuando fue a recibirla a la estación, ella se bajó, llorando aún, recién maquillada sobre los surcos de las lágrimas. Había perdido quince libras, me contó él.

“Y ahora el baile de los Guardias.

Es posible que él la haya querido preparar desde siempre para ese acontecimiento. Y ella iría, aun sin desearlo; ella tendría más sensatez que él: no le harían ningún caso, y se habría acabado todo el asunto. El baile, quiero decir, y el deseo de él de que ella acudiera de grado o por fuerza, y por su propio bien, según él cree. Pero él no puede entenderlo.

Nunca lo entendería, ni siquiera al día siguiente, cuando ella y Memphis y todos los demás estuvieran en contra de él. Se limitaría a pensar que su propia sangre lo había traicionado; que ella no era el hombre que su padre era, simplemente. ¿Qué piensa de todo esto?

—Nada —dijo la mujer. Tenía los ojos cerrados, la cabeza recostada sobre la almohada—. Lo había oído antes. Es la misma historia de la misma mosca y la misma melaza.-¿Cree usted que sería capaz de hacerlo? ¿Qué lo haré?

La mujer no dijo nada. Podría muy bien haber estado dormida.