III
Por las tardes, desde la ventana de aquel despacho, Gordon miraba el Battery Park y veía a Blount sentado en un banco, frente al río. Gavin Blount estaba siempre solo, sentado con un abrigo en invierno y ropa ligera de lino en verano, entre los viejos cañones clavados y las placas de bronce, y a veces solía permanecer allí una hora, incluso bajo la lluvia.Hacía mucho tiempo que había conocido a Blount, y aunque habían transcurrido ya doce años seguía mirándolo con tolerancia y cierto afecto y un punto de desdén. Pues para él —el hombre cuerdo y equilibrado con mente enérgica y sana— la vida que Blount llevaba no era una vida adecuada a un hombre. Ni siquiera convenía a una mujer. Merced a su indesmayable esfuerzo, Blount, que era médico y había heredado de su padre una clientela, había logrado reducir ésta al mínimo absoluto; los casos que actualmente entraban en su consulta lo hacían entre las cubiertas de las revistas médicas, los pacientes que cruzaban el umbral de su puerta se sintetizaban en él mismo.
Estaba enfermo. No físicamente, sino con una morbosidad de nacimiento.
Vivía con dos tías solteras en una pesada y sólida casa bien conservada, construida de ladrillo y sin elegancia en una calle enclavada en una zona que cincuenta años atrás había sido uno de los distritos selectos y residenciales de la ciudad, y que ahora era un amasijo de garajes y establecimientos de fontanería y ruinosas casas de huéspedes a cuya espalda se extendía una zona de viviendas de negros, y bajaba a la ciudad cada mañana, tal como hacía Gordon, aunque no a despacho alguno (había días en que ni siquiera pisaba el consultorio en cuya puerta aún figuraba el nombre de su padre) sino a pasarse el día en el club de los Guardias de Nonconnah, y la tarde en el Battery, junto al río, sentado entre los viejos cañones clavados y los ostentosos bajorrelieves, y al menos una vez a la semana sentado durante diez minutos o una hora en aquel cuarto situado a gran altura, cuyo ocupante y propietario había llegado a pensar que el visitante, fuera de allí, carecía de existencia.
—Debería casarse —le dijo en cierta ocasión Gordon—. Eso es lo que le pasa a usted. ¿Cuántos años tiene?
—Cuarenta y uno —dijo Blount—.
Admitiendo por un instante que me pase algo, ¿sabe por qué no me he casado? Porque nací tarde. Desde 1865 todas las damas están muertas. Noquedan ya más mujeres. Además, si me casase tendría que renunciar a la presidencia de los Guardias.
Y ello, los Guardias de Nonconnah, constituía en Blount, según Gordon, tanto su enfermedad como su sanatorio. Era presidente del Comité desde hacía diecisiete años, y había heredado el cargo de un hombre llamado Sandeman que a su vez lo había heredado de un hombre llamado Heustace que a su vez lo había heredado en el campo de Shiloh del primer Gavin Blount. Tal era la enfermedad... Un hombre aún joven que se había apartado con firmeza del mundo de los vivos a fin de existir en un tiempo pasado e irrevocable, cuya sola relación con el mundo de los vivos estribaba en sopesar y descartar nombres propuestos de jovencitas anónimas ansiosas por asistir a un baile, y en hacerlo de acuerdo a una escala de valores postulada por desinteresados muertos; un hombre cuyo mecanismo vital permanecía tan prístino e inmóvil e intocado como el día en que le fue dado, igual que un casco no botado que se pudre quieta y lentamente sobre las anguilas en el astillero, un hombre que se pasaba la vida sentado en soledad entre unos cuantos cañones mudos y herrumbrosos y unas placas de bronce tapizadas de verdín, y que de cuando en cuando se sentaba al otro lado de la mesa de un hombre que le doblaba en edad, y decía: “Cuéntamelo otra vez.
Cuando ella se apoyaba en el cañón de mosquete y le contaba todo aquello.
Vuélvamelo a contar. Es posible que haya partes que usted olvidó antes”.
De modo que él volvía a contarlo: cómo las chicas formaban una fila e iban besando a los miembros del batallón uno por uno, cómo los negros volvían a tocar el violín, aunque su madre afirmaba que nadie podía oírlos, y cómo él le había dicho en una ocasión (tenía quince años y se le antojaba que había escuchado la historia un considerable número de veces): “¿Cómo sabes que nadie podía oírlos?”, pero su madre se había negado a explicarlo en aquel momento, y se había quedado apoyada en el cañón del mosquete mirándole airadamente, con la boca aúnabierta para seguir hablando bajo el sombrero que llevaba tanto dentro como fuera de la casa, prenda que en su opinión —según le contó a Blount— su madre se ponía cada mañana antes incluso de los zapatos y las enaguas.
“Apuesto a que cuando llegaste a Charley Gordon la gente ni siquiera era capaz de ver los codos de los negros en movimiento”, le había dicho a su madre.
—Lo que usted quiere decir es que la gente no necesitaba escuchar —dijo Blount—. Lo que usted quiere decir es que entonces uno podía oír: “Aparta la mirada, aparta la mirada”, sin necesidad de estar escuchando. Hay gente que todavía puede oírlo, incluso después de setenta años —añadió—. Que no es capaz de oír otra cosa.
—Pero uno no puede vivir en el hoy y en el pasado al mismo tiempo —dijo Gordon.
—Puede morir intentándolo.
—Quiere decir que usted morirá intentándolo.
—De acuerdo. ¿Y qué más da si es así? ¿A quién perjudicaré con ello?
Aquella fue la primera vez que Gordon le dijo que debería casarse, y volvió a repetirlo la tarde en que Blount irrumpió con su asombrosa petición y en un estado aún más histérico que cuando doce años atrás había irrumpido gritando: “Usted es su hijo, usted es el hijo de Lewis Randolph”. Él, la cara enferma y desencajada e inteligente, el médico que se pasaba la vida sopesando los nombres de las candidatas a un baile anual como si fuera el cabeza de un nuevo y aún precario gobierno revolucionario que elige su gabinete, sus ministros.
—Así que debo arrastrarla; a una mujer que tiene casi noventa años; sacarla a viva fuerza de donde esté cómoda y contenta y hacerla ir a un baile con un montón de mozalbetes danzarines.
—Pero ¿es que no comprende? Ella asistió al primero. Es decir, al primer baile auténtico, al primero que significó algo, cuando los Guardias nacieron de verdad, cuando cantaban “Dixie” bajo aquella bandera que la mayoría de ellos no había visto antesy ella besó a ciento cuatro hombres y entregó a Charles Gordon la rosa.
¿No lo entiende?
—Pero ¿por qué madre? Tiene que haber alguna mujer aún viva en Memphis que estuviera también allí aquella noche.
—No —dijo Blount—. Ella es la última. Y aunque hubiera otras vivas, ella seguiría siendo la última. No fue ninguna de las otras la que partió en aquel tren de tropa aquella noche, con una capa de oficial confederado sobre el vestido de baile con miriñaque y la flor aún en el pelo, para casarse en la nieve con la cabeza descubierta y ante un cuadro de soldados, como en un consejo de guerra, y pasar luego cuatro horas con el marido que jamás volvería a ver. Y ahora asistiría al úl... éste, y entraría en el salón de baile de mi brazo, lo mismo que hace setenta años entró del brazo de Charles Gordon.
—Ha empezado a decir “el último”.
¿Se refiere al último que va usted a presidir, o al último que tiene intención de asistir? Tenía entendido que sólo la muerte o el matrimonio pueden relevarle de la presidencia.
—Con el paso del tiempo no me hago más joven.
—¿Para el matrimonio o para la muerte?
Blount no contestó. Al parecer tampoco estaba escuchando; aquella cara inteligente y trágica, enferma y absorta, tenía la vista baja. De pronto se alzó, miró al otro cara a cara, y Gordon supo que aquel hombre estaba más enfermo de lo que él mismo o cualquiera pudiera sospechar.
—Me dice usted que me case —dijo Blount—. No puedo casarme. Ella no me aceptaría.
—¿Quién no le aceptaría?
—Lewis Randolph.
Blount dejó el cuarto y Gordon se quedó sentado, también absorto. Pero no había nada enfermizo en él; un hombre robusto y enérgico, triunfador encanecido y juicioso, sentado con atuendo sobrio de paño fino y enormes e inmaculados y anticuados puños, con un costoso cigarro consumiéndose en la mano de uñas recortadas, una mano sua-ve y lisa ahora pero que no había olvidado la forma del mango del arado, que se sacude, que despierta súbitamente y dice en voz alta: —Bien, maldita sea. Que me cuelguen si no lo hago.
Así, dos días después su secretaria telefoneó a casa de Blount: no había transcurrido una hora cuando Blount se presentó en el despacho de Gordon.
—Bien, la convencí —dijo Gordon—.
Va a venir. Pero no al baile. Creo que sería demasiado para ella. Digamos una cena en mi casa con unos cuantos invitados. Vendrán Henry Heustace y su esposa. Madre es apenas veinte años mayor que ellos. Del baile hablaremos más adelante.
Pero Blount tampoco le escuchaba ahora.
—La convenció —dijo—. Lewis Randolph en el baile de los Guardias de Nonconnah. Charley Gordon, y ahora Gavin Blount. ¿Cómo lo ha hecho?
—¿Cómo cree usted que lo he hecho?
¿Cuál es el único medio seguro de hacer que cualquier mujer, doncella o esposa o viuda, vaya a cualquier parte? Le dije que había un soltero muy buen partido que quería casarse con ella.
Y así, tres semanas después, sentado entre sus invitados sobre la fina mantelería y el cristal y la plata y las flores de su cargado comedor, pensó “tal vez Gavin Blount no la haya visto en su vida, pero, Santo Dios, yo es la primera vez que la veo en una mesa con mantelería de auténtico hilo y más de un plato y cuchillo y tenedor y copas y jarras”, la figura delgada y erguida, con cabello de un blanco perfecto y un chal y un vestido de seda de un negro absolutamente impecable que aún mostraba las arrugas y aún olía a la tenue y acre casca en la que había permanecido doblado y guardado, que llegaba a Memphis al fin —sólo había viajado durante unos cuantos meses cuando tenía menos de veinte años—, que llegaba una vez más en el agonizante crepúsculo y entraba en aquella casa que jamás había visto, con ojos fríos y penetrantes e incólumes que miraron un instante el ramo derosas rojas que el criado y no el oferente le ofrecía, mientras el oferente espiaba el vestíbulo desde la habitación que Gordon llamaba despacho siguiendo la vieja costumbre, y exclamaba: “No puede ser ella —dijo—. Espere. Quiero sentarme frente a ella.
Así podré mirarla y contemplarla”.
Y el hijo dijo: —¿Contemplar qué? ¿Cómo se embrolla con ese montón de cuchillos y cucharas de nuevo diseño?
Y el otro dijo: —¿Embrollarse? ¿Lewis Randolph?
¿Cree usted que la mujer que llevó aquella Derringer en el bolsillo del delantal durante tres años, hasta que llegó el momento de usarla, es capaz de alterarse o aturdirse ante los postulados surgidos después?
Y no lo era. El hijo observó cómo Heustace se adelantaba al mayordomo para apartar la silla de su madre, y vio cómo ella se detenía por espacio de un instante y miraba los juegos de plata con mirada rápida y comprensiva de mujer de campo, y eso fue todo.
Así, él supo entonces que no debía haberse preocupado por ella en absoluto, y se dijo con su viejo humor que más le valía que ella no supiera que se había preocupado. Porque, como Blount habría podido decir, y de hecho dijo su hijo —el hijo de Gordon—, ella se había eregido ya en el centro de atención, no sólo respecto a Heustace, el único invitado de los presentes que se acercaba a la generación de ella, sino igualmente respecto a la pareja de la edad de Gordon y a la joven acompañante de su hijo y al joven acompañante de su hija, para no hablar de la cara suspendida frente a ella sobre un florero, como una luna afligida y apagada a punto de ocultarse más allá de un seto, de forma que Gordon dejó de mirar a su madre y empezó a mirar a Blount; vio cómo su madre levantaba una cuchara con sopa y pensó “No le va a gustar y lo va a decir en voz alta”, y luego empezó a mirar a Blount, y pensó “Él es quien necesita que se preocupen por él”, pensó. “Sí. Qué aspecto más lamentable; está más enfermo de lo que nadie se imagina”. Así que también a élle cogió desprevenido; no era, como cayó en la cuenta más tarde, que en realidad hubiera esperado que la velada trascurriera sin incidentes, sino que todo empezó con rapidez, antes incluso de que se sentaran a la mesa.
Estaba mirando a Blount, consciente de que Heustace le estaba hablando a su madre de los días de la guerra en Memphis, con los yanquis en la ciudad, que Heustace recordaba; oía a Heustace decir: “La situación en el campo era diferente, naturalmente”, cuando vio a Blount moverse un poco, apartar hacia atrás la silla, con la enferma cara lunar inclinada hacia adelante sobre la sopa intocada, y empezar a hablar con una intensidad rápida y curiosa; y entonces Gordon supo de pronto lo que se avecinaba tan nítidamente como si lo hubiera leído en la mente de Blount; vio cómo las caras de los otros se inclinaban hacia adelante, hacia el brusco silencio, como si la intensidad de Blount les hubiera contagiado también a ellos de alguna manera.
—El problema reside —dijo Blounten que nunca conseguimos mantener a nuestros yanquis en la proporción correcta. Fuimos como un cocinero con demasiada materia prima. Si al menos hubiéramos logrado mantenerlos en la proporción de diez o doce frente a uno de los nuestros, podríamos haber lidiado una guerra como es debido. Pero cuando no jugaban limpio, cuando los que excedían de tal número dieron en merodear por la región, por los lugares donde tan sólo quedaban mujeres y niños, o acaso una mujer sola con un niño, y un puñado de negros asustados... —La madre miraba a Blount.
Acababa de morder un trozo de pan y masticaba, con el pan aún levantado, como mastica la gente sin dientes, y entonces dejó de masticar y observó a Blount exactamente como acostumbraba a observar al negro que araba más allá de la cerca—. La mitad de ellos merodeando por las puertas traseras de casas del interior de la región, mientras todos los hombres estaban fuera luchando contra el otro medio millón de ellos, hombres que salieron de buena fe, que creían que las mujeres ylos niños se hallarían a salvo incluso de los yanquis... —La madre volvió a masticar, dos veces; Gordon vio los rápidos movimientos de mandíbula antes de que su madre dejase de masticar de nuevo y mirase, a ambos lados de la mesa, las caras de los otros, que se inclinaban hacia adelante con idéntica expresión de intenso asombro; una mirada rápida y fría, unos ojos fríos que no se detenían más en la cara de su hijo que en la de cualquiera de los comensales. La mujer, luego, puso las manos sobre la mesa y empezó a retirar hacia atrás la silla.
—Vamos, madre —dijo Gordon—. Vamos, madre.
Pero su madre no se estaba levantando; era como si simplemente hubiera echado hacia atrás la silla para hacerse espacio y comenzar a hablar; la retiró con brusquedad y se inclinó, con las manos —una de las cuales aún sujetaba el pan mordido— sobre el borde de la mesa, mirando al hombre que se sentaba frente a ella en actitud idéntica, y su voz, aunque no apresurada, fue tan fría y eficaz como lo había sido antes su mirada; y su hijo, a la espera de que su cuerpo obedeciera y pudiera moverse también, pensó “Cómo pretender evitarlo, cuando ha esperado setenta años para contárselo a alguien”.
—Yo sólo vi a cinco de ellos —dijo—. Joanna decía que había más afuera, frente a la casa, sin desmontar. Pero yo nunca los vi. Eran sólo cinco y vinieron andando hasta la puerta de la cocina. Llegaron y entraron. Entraron directamente en mi cocina, sin llamar siquiera. Joanna acababa de llegar por el vestíbulo diciendo a gritos que todo el patio principal estaba lleno de yanquis, y yo me estaba dando la vuelta del hornillo en donde había estado calentando leche para él... —No se movió, ni siquiera indicó a Gordon con un movimiento de ojos o de cabeza—. Y acababa de decir “Calla, deja de gritar y levanta el niño del suelo”, cuando esos cinco vagabundos entraron en mi cocina sin quitarse siquiera el sombrero...
Y Gordon seguía sin poder moverse.Siguió sentado también, rodeado de semblantes asombrados entre los cuales, por encima del jarrón de flores, se inclinaban la una hacia la otra las caras de su madre y de Blount; la una fría, articulada bajo el cabello blanco; la otra semejante a algo costoso y frágil a punto de caer de la repisa de la chimenea o de un estante sobre el piso de piedra, y cuya voz brotaba de ella en un suspiro apasionado y tenue: —Sí. Sí. Continúe. Y entonces, ¿qué?
—El cazo de leche hirviendo estaba así, sobre el hornillo. Lo levanté, así exactamente... —Entonces se movió; ella y Blount se levantaron a un tiempo, como dos marionetas movidas por un mismo hilo. Se encararon durante un segundo, un instante, inmóviles como dos muñecas en un escaparate navideño, por encima del brillante fulgor de la mesa, sobre un fondo de caras asombradas e incrédulas. Entonces ella alzó el bol de la sopa y lo lanzó contra la cabeza de Blount, y luego, mirándole a la cara, con el cuchillo de la mantequilla en la mano y apuntando a Blount como si esgrimiera una pequeña pistola, repitió la frase con la que había ordenado a los soldados que salieran fuera de la casa, una frase digna de ser usada entre compadres de un buque de vapor, la cual —Gordon pensó— ni siquiera ella sabía que sabía hasta el momento, setenta años atrás, en que llegó a necesitarla.
Más tarde, cuando el tumulto de vítores y gritos hubo cesado, Gordon pudo de algún modo reconstruir la escena: los dos, ambos pequeños y rígidos y echados hacia atrás, mirándose frente a frente, la una con el pequeño y reluciente cuchillo dirigido con firmeza hacia el vientre de Blount, el otro con el rostro y la pechera salpicados de sopa, y la cabeza erguida y el semblante enfermo exaltado como el de un soldado a quien le están condecorando, y en torno a ellos el rugido, el tumulto de vítores y voces.
Cuando al fin Gordon logró alcanzarla, la halló sentada en una silla de la sala, trémula aunque erguida y rígida aún.-Llama a Lucius —dijo—. Quiero irme a casa.
—Pero si ha sido magnífico —dijo él—. ¿Es que no les oyes? Aún siguen. Ni siquiera oíste más ruido la noche aquella en que asististe al baile.
—Me voy a casa —dijo ella. Se levantó—. Llama a Lucius. Quiero salir por la puerta de atrás.
Así que la llevó a la habitación que él llamaba su despacho, y esperaron a que llegara el coche.
—¿Es por esas palabras que olvidastes y que has usado? —dijo él—.
Hoy día no son nada. Las encuentras en todos los libros. Algunas de ellas, quiero decir.
—No —dijo ella—. Pero quiero irme a casa.
Así que la dejó dentro del coche y volvió al despacho. Encontró en él a Blount, sentado apaciblemente en una silla, con una servilleta húmeda y manchada en una mano.
—Le haré traer una camisa limpia —dijo Gordon.
—No —dijo Blount—. No se preocupe.
—No va ir así al baile, ¿no es cierto?
Blount no respondió. Había una caneca sobre la mesa. Gordon quitó el tapón y sirvió la bebida sola en un vaso y lo acercó a Blount. Pero Blount no hizo ningún gesto para cogerlo.
—Ahora sé por qué dejó usted de sentir aquella Derringer —dijo Blount—. No fue por el hecho de que no hubiera ya necesidad de ella, puesto que ellos podían volver, otra cuadrilla de ellos. Tal vez lo hicieron.
Usted no se habría enterado. Fue porque ella descubrió que no era digna de protegerse con una bala, una bala limpia que Charles Gordon habría aprobado, al descubrir que podía ser sorprendida y obligada involuntariamente a usar un lenguaje que ni ella misma sabía que sabía, que Charles Gordon ignoraba que sabía, y que yanquis y negros le habían oído emplear.
—A continuación miró a Gordon—. Déme su pistola. —Gordon lo miró—. Vamos, Ran. Puedo ir a casa y cogeruna. Usted lo sabe.
Gordon siguió mirándole unos instantes más. Luego, apacible, inmediatamente, dijo: —De acuerdo. Aquí la tiene.
Sacó del escritorio la pistola y se la entregó a Blount. Y sin embargo, cuando el otro se hubo ido, la mente de Gordon empezó a dudar un tanto; él, un hombre cuya profesión era juzgar caracteres, prever la progresión de las acciones humanas, que venía haciéndolo desde hacía tanto tiempo que a veces podía parecer juicios precipitados y no lo eran, un hombre con absoluta fe en sus juicios, y no sólo porque éstos hubiera demostrado invariablemente ser correctos. Sin embargo, en esta ocasión sentía ciertas dudas aprensivas, si bien admitió para sí mismo en seguida que no eran motivadas tanto por su afecto por Blount cuanto por su orgullo respecto a su juicio. Empero, equivocado o acertado, ya estaba hecho, de modo que se sentó a fumar plácidamente; por fin oyó llegar el coche, y al poco entró Lucius, el negro.
—Espero una misiva —dijo Gordon—.
No creo que llegue hasta mañana por la mañana, aunque es posible que llegue esta noche. Pero cuando llegue, súbemela en seguida.
—Sí, señor —dijo el negro—. ¿Aunque esté usted dormido?
—Sí —dijo Gordon—. Esté dormido o no. Y tan pronto como llegue.
No llegó hasta la mañana, sin embargo. Es decir, no le llegó a las manos hasta que apareció sobre la bandeja de su primer café de la mañana, aunque al ver que se trataba de un paquete en lugar de un sobre no esperó siquiera respuesta a su pregunta de por qué no había sido despertado la pasada noche a su llegada, sino que se limitó a sacar la nota y a devolver al negro el objeto envuelto en papel de periódico.
—Pon esto en el escritorio —dijo.
Así, lo que sintió fue alivio, una emoción semejante a la que cualquier mujer podría sentir, y no la reivindicación del buen juicio de un hombre, de un banquero (“Me estoy haciendo viejo”, pensó), y como penitencia, ypara fortalecimiento de su alma, ni siquiera leyó la nota hasta que hubo apurado su café. Estaba escrita a lápiz, sobre el reverso de un prospecto manchado que anunciaba una cadena de tiendas de alimentación. “Al parecer ha vuelto usted a tener razón, si es que el oír que tiene razón puede aún procurarle satisfacción. Una vez dije que ella y las gentes como ella son capaces de resistir y que nosotros no, de forma que ése es el problema que nos aqueja y usted dijo Quizá y yo estaba equivocado, lo cual ambos esperábamos. Pero usted también estaba equivocado porque yo puedo resistir porque ¿por qué no habría de hacerlo?, porque Gavin Blount lo venció al fin. Puede que fuera a Charles Gordon a quien ella le dio la rosa, pero, ¡Dios!, fue a Gavin Blount a quien arrojó encima la sopa”.