III

—Estoy en Francia —dijo Sartoris.

Estaban en el patio; las motocicletas de los correos se precipitaban ruidosamente de un lado para otro.

Había un coche —con aspecto de pertenecer a un jefe de escuadrilla— y un sidecar de motocicleta esperando; el chófer era un mecánico de aviación.

—Está usted en Francia —dijo Britt—. Este lugar se llama Boulogne. ¿Cuántos años tiene?

—Cumpliré veintiún años el mes que viene —dijo Sartoris—. Si es que logro salvarme de la cárcel el tiempo que falta.

—Realmente debería escribir sus memorias. Si espera a tener los treinta, le habrán sucedido tantas cosas que no podrá acordarse de ellas. Elige probablemente el único barco en aguas europeas que de verdad no desea ser visto, y aterriza en él con un avión...

—No eran sudamericanos —dijo Sartoris—. La bandera era sudamericana, no sé de qué país, pero ellos eran ingleses. Me sacaron a rastras del Camel, sin pararse siquiera para ver si estaba herido, y me arrojaron...

—¿Y quién le ordenó ir de aquí para allá por el Canal observando barcos?

—Pero había algo muy raro...

—Pues claro que sí —dijo Britt—. Por eso le encerraron inmediatamente y llamaron para que alguien fuera a buscarle. Muy probablemente pensaron que era usted un espía alemán, o peor aún, de La Haya. De todos modos, ese barco no le incumbe; les incumbe a ellos, a los encargados de la guerra en Londres o donde sea. Se supone que ni siquiera ha visto ningún barco; lo he prometido de su parte. Hay cantidad de asuntos en esta guerra —y en las otras también, imagino— que se supone que ni los alféreces ni los capitanes deben ver.

—De acuerdo —dijo Sartoris—. ¿Qué es lo que yo hice, entonces?

—Luego lo sacaron de allí en un destructor. No en un barco vulgar; uno de los barcos de guerra de Su Majestad (el que no fuera un acorazado de primera clase no tiene importancia) es apartado de su misión de patrulla submarina y desviado a doscientas millas a toda máquina y por la noche para interceptarlo a usted y subirlo a bordo, como si se tratara del primer señor de la guerra, y traerlo a tierra. ¿No cree que el episodio es digno de figurar en su libro?

—No vale lo suficiente como para ser arrestado por ello.

Ahora Britt miraba a Sartoris, que alzó la vista y se encontró con los ojos fríos de su jefe.

—No le arrestaron por eso —dijo. Ambos se estaban mirando—. Le ordenaron unirse a su escuadrón hace tres días. Y todavía no lo ha hecho.

Transcurrió un instante, y Sartoris dijo:

—Así que pensaron que tenía miedo. Y usted también lo pensó.

—¿Y qué habría pensado usted? Le envían a Francia la primera vez; usted sale pero ni siquiera llega al Canal. Se separa de la formación sin razón alguna...

—¡Alguien de la escuadrilla A se venía derecho hacia mí en aquel rizo! ¡Estuve tan cerca de él que pude ver una clavija torcida en uno de los cubos!

—... sin razón alguna y asciende a ocho mil pies y pico hasta que revienta el manómetro, y luego, habiendo un aeródromo de media milla a menos de una milla, acaba con el morro hincado en tierra en un campo de grano, tan minúsculo que ni siquiera Sibleigh sería capaz de hacer que despegara de él un Camel. Y luego desaparece.

Recibe la orden de presentarse en cierto sitio. Pero usted no se presenta. No se tiene noticia de usted hasta el día siguiente, cuando aparece de pronto en Brooklands, donde tenían órdenes de tenerle preparado un aparato. Y se lo entregan, a pesar de que usted no tiene aún autorización para llevárselo. Y despega justo antes de que llegue el mensaje que ordena retenerlo. Desplegan la señal de que aterrice, pero usted no se da por enterado. Luego el aeroplano y usted desaparecen. Es evidente que se dirige al encuentro de su escuadrón en Francia; debía tardar una hora y media como máximo. Pero no. Desaparece; y a la tarde el capitán de aquel barco radiotelegrafía frenéticamente que usted, al parecer deliberadamente, se ha estrellado contra lo que sin duda tomó por una nave neutral, lo que automáticamente significa prisión hasta el final de la guerra, como sin duda sabía.

—No vi el barco —dijo Sartoris—. Sólo tuve tiempo para tirar hacia arriba y entrar en pérdida. Se trataba de caer contra el barco o contra el agua. Yo...

—Ya no importa —dijo Britt—. Ahora lo entiendo, porque no hay quien trate de hacer aterrizar voluntariamente un Camel en una cubierta de acero de sesenta pies y en medio del canal. Todo está olvidado ya. Usted no ha visto ningún barco; nadie tiene por qué saber dónde ha estado; se estrelló, sencillamente, y esta mañana llegó a Boulogne y se reunió conmigo.

—¿Qué es lo que quiere que haga ahora?

—El sidecar es para usted. Le llevaré a Candas. Atkinson se reunirá allí con usted. Le mostrará el camino hasta el escuadrón. Usted y él recibirán dos nuevos Camel. El que le entreguen será el suyo. Así que esta vez haga las cosas como es debido, ¿eh?

—No se preocupe —dijo Sartoris.

Subió al sidecar. Le habría gustado ver un poco Francia, al menos las zonas alejadas de las líneas. “Así que pensaron que tenía miedo”, pensó.

Atkinson le esperaba en el aparcamiento del aeródromo.

—¿Dónde has...? —dijo.

—No te preocupes por eso —dijo Sartoris. Los Camel estaban preparados. Atkinson lo miró pestañeando.

—Nos han guardado la comida —dijo—. Vamos.

—No quiero comer. Vete tú y come —dijo Sartoris. “Así que pensaron que tenía miedo”, pensó. Atkinson lo miró pestañeando.

—Entonces no comeré yo tampoco —dijo—. Tomaremos algo en el comedor de oficiales.

Los mecánicos arrancaron los motores y los Camel despegaron. Sartoris tuvo la sensación de que no había visto un avión en un mes, pero recordaba bien su funcionamiento. Nunca olvidaría cómo volar; aun en el caso de que tuviera miedo. Despegó describiendo una brusca curva ascendente. El Camel tenía la cola aún más ligera que el de Brooklands, y más fuerza. Se hallaba ya a cierta altura antes casi de que Atkinson hubiera despegado.

Viró y alcanzó a Atkinson y situó un ala entre el ala y el conjunto de cola de Atkinson, ante lo cual Atkinson volvió la cabeza bruscamente y gritó con franca alarma. Le dirigió frenéticas señas para que se apartara, y al fin logró zafarse; Sartoris tiró de la palanca y ascendió, y luego se acercó a Atkinson por la espalda, viendo cómo Atkinson, asustado, volvía la vista hacia él por encima de uno y otro hombro; lidió un combateaéreo con Atkinson —es decir, lo importunó durante un rato, pues, lo único que hacía Atkinson era gesticular hacia él con frenética iracundia—, picando hacia él, alejándose en vuelo vertical, volviendo a picar, avanzando a toda velocidad hasta ganar la distancia suficiente como para virar y dirigirse hacia él de frente; cuando llegó y situó un ala en el hueco entre el ala y el conjunto de cola de Atkinson, éste no hizo sino agitar el puño hacia Sartoris. Pero siguió volviendo la cabeza a un lado y a otro para vigilar la punta del ala de Sartoris, hasta que al poco Sartoris vio que su compañero se desviaba hacia la derecha más y más, de forma que pronto enfilaría hacia donde debía estar París. Por otra parte, a Sartoris le estaba siendo difícil contener su aparato, que se resistía a quedarse en aquel punto; cuando redujo la velocidad lo suficiente, la vibración se hizo tan intensa que incluso no pudo ya leer la brújula.

Así que se apartó y dejó al motor en libertad, con lo cual empezó al instante a dejar atrás a Atkinson.

Pero sabía la situación aproximada del aeródromo; además, Atkinson observaba cómo se alejaba sin dar muestras de inquietud. Al parecer, pues, iba en la dirección correcta. Encontraría, en cualquier caso, algún aeródromo. Y poco importaba si elegía otro que no fuera el de destino, pues quien tiene miedo no es realmente responsable. Además, divisó lo que sin duda era la iglesia de Amiens, que se alzaba sobre el llano; vio los umbrales del valle del Somme, con sus múltiples afluentes, y luego la carretera increíblemente recta que conducía a Roye. Y entonces vio el aeródromo; era un aeródromo perfecto, pues a su lado corría una vía férrea. Miró hacia atrás. A tres o cuatro millas, sin forzar la velocidad, se acercaba Atkinson, de modo que debía de tratarse del aeródromo correcto, y cuando vio el tren que avanzaba paralelo al aeródromo a toda máquina —a bastante más velocidad que la de un hombre caminando—, supo que no se había equivocado. Había sin duda un cable telefó-nico a lo largo de la pista, aunque probablemente bastaría el tren, pues o bien aterrizaba con viento de costado o bien entraba por encima del tren, ya que, si se cruzaba de brazos a esperar que el tren pasara, se quedaría sin combustible; el Camel sólo tenía una autonomía de tres horas, aun con el combustible adicional del depósito de gravedad. Pero tenía miedo; al parecer era incapaz de seguir recordando esto o de olvidarlo o de cosa alguna; tal vez también tenía miedo de los trenes; ciertamente tenía miedo de Francia, de modo que no podía esperarse que aterrizara sobre su suelo, se esperaba, naturalmente, que aterrizara sobre la pista, ante la puerta del comedor. Así que, a toda velocidad y con el viento de costado, pasó a unos diez pies del tren en movimiento, como si pretendiera aterrizar sobre él, y ladeó hacia el viento hasta enfilar directamente al comedor, y cuando creyó tener la velocidad precisa para aterrizar y rodar hasta el comedor, desconectó el motor y dejó que se estabilizara el aparato. La velocidad, en todo caso, era un punto excesiva; Sartoris, entonces, intentó uno de aquellos aterrizajes por deslizamiento de ala que solía realizar Sibleigh, y que una vez iniciados han de consumarse porque no hay tiempo para cambiar de parecer; hizo resbalar al Camel hasta que estuvo en situación de tomar tierra e iniciar la rodadura, y entonces enderezó y bajó la cola, y volvió a bajar la cola un poco más. Sólo que, una fracción de segundo antes, supo que no la había bajado lo bastante. Rebotó. El comedor parecía estar más cerca de lo que lo había estado el barco, aunque no daba la impresión de ser tan grande. Pero tendría que remontar y pasar por encima de él. Lanzó la mano contra el acelerador, pero en lugar del acelerador golpeó la válvula de mezcla. El motor dejó oír una explosión y se paró. El Camel volvió a rebotar y fue a caer sobre la cola.

El comedor estaba más lejos de lo que había imaginado; la gente que lo observaba desde allí no parecía ya estar de pie sobre el ala más baja de suavión. Era un aeródromo muy grande; le pareció andar un largo rato; iba inclinado, apartando de sí la sangre de la nariz (seguía sin pañuelo); al llegar tropezó casi con un ordenanza que salía a la puerta con la toalla húmeda. Britt lo estaba mirando.

—¿Se siente bien ya? —dijo Britt.

—Ha sido sólo la nariz —dijo Sartoris—. Usted pensará que a estas alturas tendría ya que haberse acostumbrado a los siniestros.

—Todavía es joven —dijo Britt—. Déle tiempo... Escuche —dijo—: en cierto modo no estamos de acuerdo. No creo que su punto de vista al respecto sea el acertado. Su adiestramiento y el traerlo aquí le costó al gobierno el equivalente a tres aviones enemigos. Y ya ha estrellado tres de los nuestros antes de ver siquiera la línea de combate. ¿No lo entiende? Tendrá que derribar a seis alemanes antes de empezar siquiera a contar.

Apareció el ordenanza: traía algo más para Sartoris. Unas gafas de vuelo. Entonces Sartoris cayó en la cuenta de que las suyas, que llevaba sobre la frente, sólo tenían la montura. Britt le cogió las gafas al ordenanza y se las tendió a Sartoris.

—¿Para qué es esto? —dijo.

—Son unas gafas —dijo Britt—. Las necesita para volar. Va a ir a Candas a recoger un Camel. Y mire: vuelva y estréllelo, si puede, antes del té.

Sartoris cogió las gafas.

—¿Le daría lo mismo antes de la cena? —dijo—. Éste puede que se incendie. Sería más bonito después del anochecer.

—No, antes del té —dijo Britt—.

El general Ludendorff deberá estar ya aquí para entonces con su Cruz de Hierro. Está sólo un poco más allá de Amiens en este momento.