II

En el cruce de Madison Avenue con Main Street, donde los tranvías enfilan colina abajo retumbando y crujiendo al tañido de las campanillas que advierten y consuman el cambio de la luz roja a la verde, Memphis es casi una ciudad. Main Street, sin embargo, tanto a derecha como a izquierda, es la ciudad rural a gran escala; las calles podrían haber sido trasplantadas sin cambio alguno del interior de Arkansas o Mississippi: las mismas zonas de aparcamiento con aire de abandono y cuidadosamente pintadas con franjas desvaídas y arañadas por los neumáticos, los mismos escaparates sórdidos llenos de botas de trabajo y tejidos oxford lustrosos y bermejos y ropa interior con etiquetas de saldo, los mismos optimistas y llamativos anuncios de rebajas pintados en ajados y domésticos banderines ondeantes.

En el cruce de Main con Madison, sin embargo, donde cuatro altos edificios dividían en cuatro sus flancos y formaban un túnel vertical en donde el diapasón del tráfico resonaba como en el fondo de un pozo, transcurre la vida inquieta y el movimiento de las ciudades; el precipitado y resuelto ir de un lado para otro, como si los componentes atómicos fueran arrojados como nieve dentro de unos límites dados, la prisa hacia cualquiera de las vías de escape y la desaparición como nieve, que al instante se reemplaza y no se echa en falta. Allí siempre hay gente que no está de paso. Unos son mendigos con cuencos de hojalata y lapiceros; otros, charlatanes con juguetes que danzan sobre el pavimento o con panaceas; otros, taquimecanógrafas y empleados y colegiales con pantalones bombachos que esperan el tranvía; otros, ganchos de timbas clandestinas de dados y póquer y de burdeles; otros, visitantes de Arkansas y Mississippi que pasan el día en la ciudad, o banqueros y abogados y esposas e hijas de banqueros y abogados que viven en las espléndidas casas dePeabody y Belvedere y Sandeman Park Place, y que esperan a sus maridos o sus coches particulares. Al pasar tres veces por la esquina, quienquiera que uno sea, verá a alguien conocido y será mirado por otros cincuenta que sentirán interés por el hecho de su paso; así que cada tarde, al dejar el despacho, que estaba en esa manzana, el doctor Blount se detenía en la puerta del edificio, y si era invierno se cubría el cuello y la parte inferior de la cara con la bufanda de seda y se anudaba los botones del abrigo, y decía: “Ahora a pasar este martirio”, y se adentraba en la calle como quien se mete en una bañera de agua fría. Había en el edificio una salida trasera, pero nunca la utilizaba. Solía pararse en la puerta principal, y luego entraba en la incesante multitud y caminaba por la calle en dirección a Madison y torcía hacia el río, hacia el aparcamiento al aire libre donde dejaba el coche, y su paso era algo más rápido hasta que llegaba al coche y abría la portezuela y se montaba y la cerraba tras él. Entonces solía darse cuenta de que había estado sudando. “Es porque no me conocen —se decía—. Sólo conocen mi apariencia; lo que odio ser, no lo que soy”.

No miraba ni a izquierda ni a derecha. La gente de la esquina: granjeros de Arkansas y Mississippi con camisas de lana o algodón y sin corbata; empleados, mecánicos, taquimecanógrafas con relucientes piernas de rayón y carmín comprado en Woolwarth.s, veía a un hombre delgado y menudo y atildado, y confundía aquella cara ansiosa, enfermiza por los nervios y la inseguridad, con la de algún próspero propietario de sala de fiestas de las afueras o algún agente de venta o comerciante de algodón; o, en cualquier caso, lo confundía con alguien que tenía dinero en el banco y que dormía bien por las noches en una buena cama, cálida o fresca según su deseo, y en una habitación apenas turbada por el ruido de la ciudad.

Aquella gente no podía saber que hacía tanto tiempo que él se había enseñado a sentir, a través de la chaquetaceñida, el impacto de unos ojos que muy probablemente ni siquiera se fijaban en su paso con curiosidad o conjetura o burla, que ahora llevaba tal impacto sobre sí mismo como partículas de pimienta sobre un trozo de carne cruda, hasta que la portezuela de su cupé se cerraba tras él. En el coche se sentía mejor. Volvería en él hasta la esquina, donde tal vez esperara a que sonara la brusca, estentórea campanilla y tuviera lugar el cambio de luces, y miraría a las gentes no como a individuos, pensamientos, inflexiones, ojos. Entonces no eran sino parte de la escena: las lámparas globulares que descendían en curva y se alejaban a lo largo del asfalto que se empequeñecía gradualmente, como la doble vuelta de un collar de perlas en el pecho oscuro y angosto de una mujer; los edificios, los letreros, el ruido: Memphis, el lugar donde había nacido en la misma casa donde antes que él había nacido su abuelo.

Tenía cuarenta años. Nunca se había casado. Vivía con su abuela, una inválida de noventa años, y con una hermana soltera de su padre. Era hijo único. Su madre había muerto al darle a luz. Su padre, que aún vivía, era un hombre brusco y ruidoso, un hombre práctico, un humilde y próspero médico que gustaba de levantarse a las tres o cuatro de la madrugada para visitar a emigrantes griegos e italianos de los arrabales de la ciudad. Cuando Blount era niño, su padre a veces le provocaba y le hacía hablar y le tendía una celada que le hacía caer en una de esas exposiciones de uno mismo, en una de esas revelaciones inocuas, traiciones de la dignidad que tan trágicas son para los niños. Él salía entonces corriendo de la habitación, seguido del estrepitoso grito de su padre, y subía las escaleras y se escondía en un armario para la ropa blanca. Temblaba, se sentía desfallecer; transpiraba y se atormentaba de impotente congoja, pero nunca lloraba.

Se encogía en la oscuridad con los ojos muy abiertos, con los oídos receptivos a lo preternatural —aunque no supiera a qué—, sintiendo el sudor contra las ropas, sintiendo su cuerpofrío bajo el sudor, pero sin dejar de sudar. Pensaba en la cena, en que tenía que bajar a sentarse a la mesa, y su estómago se enroscaba y se crispaba como un puño, aunque quizá instantes antes de que su padre hubiera logrado que se traicionase a sí mismo había tenido hambre. A medida que se acercaba el momento en que había de sonar la campana para la cena, le parecía que transcurrían años, sufría los tormentos de la indecisión, pues el sudor hacía que sus glándulas trabajaran más, y gustaba la saliva y se sentía hambriento. Se deslizaba en el comedor antes de que la comida estuviera servida, y cuando los otros entraban él estaba sentado en su puesto, inmóvil, con la cabeza baja, como si esperase no un golpe, sino un cubo de agua sobre la cabeza sin previo aviso.

Entretanto su tía había hablado con su padre, que no volvía a importunarle. Allí, sentado en su puesto, se veía comer sin tregua y sentía una especie de horror. Entonces sabía que cuando se acostara quedaría dormido en seguida, y que al cabo de treinta minutos se despertaría como si un reloj hubiera sonado en su interior, y que se sentiría angustiosamente enfermo.

Y al saberlo, mientras estaba sentado en la biblioteca después de la cena viendo a su padre leer el periódico y coser a su tía, sufría un acceso de llanto inexplicable para todos ellos —incluido él mismo— salvo para su tía, que creía entender. “No se encuentra bien desde hace unos días”, decía, y le daba una medicina que él no necesitaba y lo acostaba ella misma, y él se quedaba dormido casi inmediatamente, y se despertaba media hora después y se sentía angustiosamente mal hasta que la naturaleza lo liberaba a un tiempo de cena y medicina. Cuando creció y se convirtió primero en estudiante de medicina y luego en médico, de cuando en cuando seguía viéndose, con el mismo horror y desesperación, arrastrado por las circunstancias a situaciones en que traicionaba su sentido de la idoneidad, aunque ya no necesitaba del armario de la ropa blanca, pues había aprendido a reprimir los ulteriores deseos de comer en exceso. Sin embar-go, en tales ocasiones seguía despertando treinta minutos después con náuseas, sudoroso aunque vacío e interiormente frío. Entonces solía pensar que iba a morir, y se incorporaba en la cama, con el pelo despeinado y la cara pálida y absorta, con los sentidos tensos como si la piel del semblante se hallara sintonizada con el acto de escuchar, y se tomaba el pulso y la temperatura con el termómetro que llevaba en un tubo con un prendedor para el bolsillo como el de las plumas estilográficas.

Había heredado la clientela de su padre, que al cabo de quince años se había convertido en cuatro o cinco viejas damas a quienes visitaba rutinariamente por sus afecciones de gota e indolencia, ya que tenía una posición acaudalada por derecho propio, si bien su abuela y su tía percibían rentas e intereses de la fortuna familiar. Sin embargo, tenía también consulta en la ciudad, la cual, sin él saberlo, constituía el equivalente del armario de la ropa blanca de su infancia; y al detenerse ante la puerta misma del inmueble para tomar aquel hondo aliento mental antes de adentrarse en la calle, y su “Ahora a pasar este martirio” eran la contrapartida de la vieja y miserable y angustiosa indecisión que debía vencer cuando se encogía en el oscuro armario de la espera de la campana de la cena en los días de su niñez.

Las relaciones con sus pacientes difícilmente podían considerarse contactos con la escena contemporánea, con cualquier escena viviente. El sufrimiento que padecían nacía de algo que ningún médico puede aliviar o curar: tenía su origen en el tiempo y en la carne. Vivían en altivos, sólidos dormitorios de aire enrarecido en donde agotaban la hora de la visita médica hablando de su mocedad, de sus padres y primogénitos en los años inmediatamente posteriores a la guerra civil; y Blount, con la cara serena aunque ansiosa aún y un tanto difusa, hablaba de las historias de aquel tiempo que le había relatado su abuela, como si él mismo las hubiera presenciado. Cuando era más joven huboun tiempo, durante un breve intervalo, en que fue consciente de que aún no había renunciado a los armarios de la ropa blanca. “También yo soy una vieja —se decía—. Confundieron los cuerpos y me pusieron en uno equivocado, y demasiado tarde”. Ésa fue la razón por la que, cuando estuvo en Francia el personal hospitalario de una base, decidió deliberadamente entablar una pelea con un hombre de más envergadura, y corrió el albur temblando de aprensión pero no de miedo, y sin ninguna pericia ni esperanza, y fue vapuleado seriamente. Pero el triunfo, el fulgor, ni siquiera llegó a convertirse en sueño duradero. “Tampoco lo habría conseguido si yo lo hubiera vapuleado”, se dijo. Al día siguiente se sintió avergonzado de su ojo negro, de los dientes que le faltaban. Solicitó —y lo consiguió— el traslado a otro hospital, donde explicó que había sido atacado por un paciente conmocionado por los bombardeos.

Regresó a casa y a lo largo de los diez años siguientes vio reducirse su clientela a cuatro o cinco viejas damas que se morían lenta y quejumbrosamente en enormes, feas, ricas casas situadas en calles con nombres evocadores de generales confederados y de batallas: Forrest Avenue, Chickamauga y Shiloh Place, que pasaban las largas tardes protegidas del estrépito y la furia del exterior por viciados y rancios muros. “Es porque me gusta el olor —se decía—. Me gusta el olor de la carne vieja de mujer”.

El único contacto con el escenario que habitaba era la presidencia de los Guardias de Nonconnah. Ocupaba el cargo desde hacía doce años; cada diciembre dirigía el baile en el que eran presentadas las debutantes de la temporada, y aunque allí no se encontraba olor a carne vieja de mujer, aunque él aún no lo sabía, tal cargo —la importancia menor y espúrea de elegir la música y los decoradores y los proveedores y de aprobar las listas de las debutantes— no era sino otro armario de ropa blanca.

Los Guardias fueron organizados en 1859 por cincuenta y un hombres jóvenes de la ciudad, todos ellos solte-ros. El batallón eligió oficiales y recibió un estatuto de Guardia Nacional, y el mayor del mismo fue el abuelo del doctor Blount. Dieron un baile aquel año y en los dos diciembres sucesivos. En 1861 dieciséis de ellos regresaron a casa. La organización fue prohibida por el gobierno federal, y los dieciséis miembros se diseminaron por el Sur a la cabeza de bandas que actuaban de noche, aterrorizando e intimidando a los negros, unas veces con razón y otras sin ella.

Cuando los últimos politicastros del Norte fueron expulsados y los oficiales de justicia y representantes negros que habían regido los gobiernos de los estados desde la guerra fueron enviados de nuevo a los campos de algodón, los Guardias se reorganizaron y volvieron a recibir su estatuto y celebraron un nuevo baile, y lo siguieron haciendo desde entonces cada diciembre.

Su “status” había sido restaurado; poseían un esquemático escalafón de oficiales regulares del ejército, con una jerarquía interna de oficiales sociales electivos, cuya más alta graduación recaía en el cabo abanderado, cargo que ostentaba el doctor Blount al haber sido elegido para el mismo en un café de París en 1918.