Una historia prosaica
I
Sentado tras el pulcro y desnudo escritorio, el doctor Blount miró al visitante. Vio a un hombre ancho, grueso, un poco calvo, con cara gris e impasible y ojos turbios, que vestía un traje barato de sarga sin planchar y una corbata anudada con descuido, y llevaba en la mano un sombrero manchado de fieltro negro.
—¿Quería usted verme? —dijo Blount.
—Usted es el doctor Blount —dijo el visitante.
—Sí —dijo Blount. Miró al hombre, con semblante interrogante y asombrado. Echó una ojeada rápida a ambos lados, como quien busca un arma o una vía de escape—. ¿No desea sentarse?
El visitante con el sombrero en lamano tomó la silla única y de respaldo recto que había más allá del escritorio. Se miraron el uno al otro. El doctor Blount volvió a hacer aquel rápido y brusco movimiento lateral con la cabeza.
—Supongo que usted no sabe quién soy —dijo el visitante.
—No —dijo Blount. Rígido y erguido en su silla, observaba al visitante—. ¿No puedo...?
—Mi nombre es Martin. —Blount no hizo gesto alguno; seguía mirando al visitante—. Dal Martin.
—Oh —dijo Blount—. Ahora recuerdo ese nombre. De verlo en los periódicos. Usted es el político. Pero me temo que ha perdido el tiempo acudiendo a mí. Ya no practico la medicina general. Tendrá que...
—No estoy enfermo —dijo el visitante. Miró a Blount; grueso e inmóvil, desbordaba la silla estrecha y dura sobre la que estaba sentado—. No he venido por eso. Creo que sé más de usted que usted de mí.
—¿Para qué ha venido?
El visitante no dejó de mirarle, y sin embargo, por vez primera, el doctor Blount se acomodó en la silla con más naturalidad, aunque siguió mirando a aquel hombre con curiosidad vigilante.
—¿Qué desea de mí?
—Usted es el presidente —pronunció la palabra con acento campesino— de los soldados de Nonconnah...
—Oh, los Guardias. Sí. Tengo ese cargo. —Miró al visitante; sus ojos se estrecharon, quedaron vacíos a causa de la reflexión—. Sí, ahora recuerdo. Usted tuvo algo que ver con el asfaltado de Beauregard Avenue.
Y viene a verme en relación con nuestra armería. Tendré que desilusionarle: nosotros...
—No es eso —dijo Martin.
—¿No?
Ambos se miraron.
El visitante habló con voz despaciosa, uniforme, cotidiana, con cara impasible y sin dejar de mirar a Blount.
—Tengo dinero. Supongo que lo sabe. No es ningún secreto. Tengo una hija. Es una buena chica. Pero miesposa murió y no tenemos parientes en Memphis, ninguna mujer que cuide de ella. Que decida por ella a quién debe conocer y a quién no debe conocer; una mujer lo podría hacer. Porque quiero que ella salga adelante. Le estoy dando una base mejor de la que yo tuve, y quiero que sus hijos la tengan aún mejor. Así que debo hacer todo lo que pueda.
—¿Sí? —dijo Blount. No es que adoptara un ademán rígido exactamente, pero poco a poco empezó a inquietarse en la silla mientras seguía mirando al hombre que tenía frente a él al otro lado de la mesa. El visitante hablaba sin prisa, sin énfasis.
—Es bastante popular. Sale todas las noches; va a bailes del West End y de esas salas de las afueras de la ciudad. Pero no es eso lo que quiero para ella.
—¿Qué es lo que quiere para ella?
—Los Nonconnah...
—... los Guardias.
—... los Guardias de Nonconnah dan un baile anual en invierno. Donde van las chicas, las dibu... dibu...
—Debutantes —dijo Blount.
—Debutantes. Sí. Así las llamó mi hija; sus fotos salen en los periódicos. Sus familias han vivido desde hace mucho tiempo en Memphis, tienen calles con sus nombres. Y luego están los hombres. Los muchachos y los jóvenes. Es una buena chica, aunque yo no lleve en Memphis los años que ella tiene y no haya ninguna avenida que se llame Martin... por ahora. Pero vive en una casa tan elegante como la de cualquiera de ellos. Y puedo construir una avenida que lleve el nombre de Martin.
—Ah —dijo Blount.
—Sí. Puedo hacer lo que quiera en esta ciudad.
—Ah —dijo Blount.
—No fanfarroneo. Se lo digo, simplemente. Puede preguntar en Memphis.
—No lo dudo —dijo Blount—. Empiezo a recordar más cosas sobre usted. Uno de sus monumentos está cerca de mi casa.
—¿Uno de mis monumentos?
—Una calle. Se construyó hacetres años y no duró más que uno. Así que tuvieron que levantarla y volverla a construir.
—Oh —dijo Martin—. Wyatt Street. Esos timadores. Les di su merecido. Acabé con ellos.
—Acepte mis felicitaciones por su espíritu cívico. ¿Y ahora quiere...?
Se miraron. Ninguno de ellos lo dijo; ninguno dijo las palabras. Fue Martin quien apartó la mirada.
—Es una buena chica —dijo con voz lenta y sin inflexiones—. Tan buena como cualquiera de ellas. No le avergonzará. Ni a usted ni a nadie de los asistentes. Yo me encargaré de ello.
—Usted es tan experto y tan profeta con las hijas como con los contratos de pavimentación, ¿no es cierto?
—Yo me encargaré de ello. Tendrá mi promesa. Mi palabra.
Blount se levantó con un movimiento rápido. Permaneció muy erguido tras el escritorio; era un hombre menudo, no tan alto como el otro.
—No dudo de que podrá situar a su hija en una posición mucho más alta que la que le conseguirían mis pobres influencias —dijo—. Una posición a la que está obviamente llamada, aunque no fuera más que por ser su hija. ¿Era eso únicamente lo que quería de mí?
Martin no se había levantado.
—Puede que haya pensado que se trata de un cheque —dijo—. Que tendría que pasar por el banco. Se trata de dinero en efectivo.
—¿Lo trae consigo?
—Sí.
—Buenos días, señor —dijo Blount.
Martin no se movió.
—Ponga usted la cifra. Y la doblaré.
—Buenos días, señor —dijo Blount.
Afuera, en el pasillo, el visitante se puso con lentitud el sombrero.
Permaneció allí unos instantes, inmóvil. Movió despacio la boca, como si masticara algo. “Ha sido el dinero —dijo al cabo—. ¿Qué necesidad de dinero puede tener un condenado tipo como éste? Pero tiene que haber algo.
Nadie puede decirme que un hombre de carne y hueso...”