XVI. LA BANDA PETRIFICADA
¡Hablamos de sincronía!
… es de noche y los Bromistas están sentados en la sala de la casa de Kesey, hablando, pasándolo bien con un montón de sucesos extraños. Como el del día del gran Apagón de Nueva York, el gran fallo eléctrico que paralizó el metro, los ascensores, las luces, el aire acondicionado, los televisores, los relojes, los edificios y demás vitales mecanismos de la gran capital cancerígena del Este. A los Bromistas les divierte aquel cataclismo, y tratan de entender lo que había significado. ¡Qué consternación en la capital cancerígena por antonomasia! Una inmensa oleada de electricidad había invadido súbitamente los cables y lo había mandado todo al diablo. Las grandes empresas públicas ignoraban qué había podido causar tal oleada, pero ¡por Dios!, tenían a sus expertos trabajando en ello, y pronto lo averiguarían y jamás volvería a producirse una catástrofe de tales dimensiones.
¿Una oleada, Mahavira?
Pero lo que más regocijaba de aquel suceso a los Bromistas era una noticia publicada en los periódicos: al parecer un chico había hecho novillos en Nueva York aquel día, y había acabado yéndose al cine, y cuando salió —hacia las cinco y cuarto de la tarde— y emprendió la vuelta a casa empezó a sentirse culpable, y cogió un palo de la cuneta y se puso a golpear con él cuanto parquímetro encontraba a su paso. Al llegar a la esquina, dio un golpe a un gran poste de la luz que vio al alcance de la mano y
EN ESE PRECISO INSTANTE todas las luces
de Nueva York se apagaron
DE PRONTO
y el chico corrió a casa en la oscuridad, y entró gritando, confesándole a su madre…: he sido yo, he sido yo, pero ha sido sin querer…
Y Kesey y los Bromistas lo pasan en grande comentándolo. El chico tenía razón, y ahí estaba lo gracioso. O al menos tanta razón como las compañías eléctricas. Porque no había duda de que se había producido una gran oleada, amigos míos, y que esa oleada había pasado a través de aquel chico del mismo modo que había pasado a través de todas las cosas y de todos los seres vivos que existían en aquel lugar en aquel instante. Lo mismo que Severn Darden había apagado las velas de su tarta de cumpleaños y en ese preciso instante…, y por mucho que revisaron todos los transformadores de la Con Ed no averiguaron cuál era la causa.
¡COSMO!
… y en cuanto uno se entera de la existencia de Cosmo, sabe que es él quien dirige el espectáculo… Es como si fuéramos hilos de cobre trenzados en un gran cable que corre por una ranura: los Bromistas, los Beatles, el Comité del Día de Vietnam —¿El Comité del Día de Vietnam?—, todos deslizándonos por una ranura y todos vibrando por obra de Cosmo. La mayoría de la gente vive vidas bidimensionales. Lo único que pueden ver es la cara de la ranura, un corte transversal, de modo que los hilos de cobre pa recen una masa apretada de pequeños círculos independientes entre sí, más grandes o más pequeños según se miren desde más cerca o más lejos. No pueden…, no saben ver que esos «círculos» no son sino cortes transversales de hilos que se deslizan infinitamente hacia atrás y hacia adelante, y que hay una gran oleada fluyendo por todo el cable, y que nadie que en verdad esté en la integral y desnuda esencia de la cosa…
Hay comida en el ting[39]
Mis camaradas tienen envidia.
Pero no pueden hacerme daño.
Buena suerte.
… el I Ching
… tiende a reaccionar contra el desorden político, porque lo que a él le importa es la honda experiencia religiosa básica, las fuentes más profundas de la vida; la política pasajera no tiene para él la menor importancia.
Joachim Wach
Y éste era el telón de fondo —el telón de fondo de «lo esencial» y «lo infinito»— cuando una organización conocida como Comité del Día de Vietnam invitó a Kesey a hablar en una gran concentración antibélica que se iba a celebrar en Berkeley, en el campus de la Universidad de California. No sabría decir a qué brillante lumbrera se le ocurrió la feliz idea de invitar a Kesey. Ni siquiera los organizadores podrían luego precisarlo. O al menos ninguno de ellos, pese a las numerosas indagaciones y recriminaciones y revuelo que se levantó al respecto, se atrevería a confesarlo. «¿Quién diablos ha invitado a ese bastardo?», fueron sus palabras literales. El escándalo que tuvieron que soportar fue mayúsculo. El principal problema del Comité del Día de Vietnam estribó en que no supo ver más allá del maravilloso jolgorio político que había organizado. Pero ¿cómo imaginar lo que iba a suceder? Desde su atalaya de aquel otoño de 1965, lo único que podían vislumbrar era que iban a «barrer» el país. Berkeley, la Nueva Izquierda, el Movimiento para la Libre Expresión, Mario Savio, la Generación Rebelde, la Revolución Estudiantil, en la que los estudiantes iban a tomar las universidades, como en América Latina, y a administrar un enema de fuego en el frío recto de la vida norteamericana… Podía leerse en todas las revistas del país. Y si no te lo crees, ven y echa una mirada, señor Jones… Etcétera.
Los organizadores nunca miraron más allá, como he dicho, pero tampoco les habría servido de nada hacerlo. Quizá no hubiera habido forma humana de hacer ver al Comité del Día del Vietnam cómo iban a tomar su gran fiesta Kesey y los Bromistas. Venid a manifestaros contra la guerra del Vietnam… Desde la privilegiada posición cósmica que habían llegado a ocupar los Bromistas, había tantas razones para considerar patética aquella iniciativa… que no sabían siquiera por dónde comenzar…
Sin embargo, se invitó a Kesey, y así fue como empezó la diversión. Los manifestantes llegaron a Berkeley desde setenta y una ciudades y veintiocho estados —tengan el valor que tengan tales datos—, miles y miles de estudiantes y profesores, en cualquier caso, llegados de todas latitudes. Habría seminarios durante todo el día, y una concentración que comenzaría por la mañana, y treinta o cuarenta oradores para caldear el ambiente, y a las siete y media de la tarde, una vez los ánimos convenientemente encendidos, saldrían de Berkeley y marcharían hacia Oakland; quince o veinte mil personas marchando en fila hacia la Terminal Militar de Oakland. La Terminal Militar de Oakland era la base desde donde partían para Vietnam hombres y pertrechos. Y para avivar un poco las cosas, alguien había robado una gran partida de gelignita, y la gente veía en su imaginación cómo Oakland, Berkeley, San Francisco… saltaban por los aires en un gran seísmo ge lignítico de polizontes, peaceniks, birchers[40] y probablemente negros y mujeres y niños inocentes. Nadie tenía la menor idea del grupo que había robado la gelignita, ni de su filiación ideológica, pero eso no hacía sino añadir más «morbo» a la cosa.
El miedo a la gelignita pareció brindar a Kesey la inspiración necesaria para concebir su broma. Lo que salvaba a Kesey era que jamás se ponía serio cuando lo que quería expresar podía expresarlo con alguna broma cósmica. La fantasía de Kesey para la ocasión era irrumpir en la gran concentración antibélica remedando una invasión militar en toda regla. Una fantasía en verdad inspirada. Iban a aderezar el autobús como una fortaleza rodante, erizada de armamento, y los Bromistas vestirían ropajes militares. Conseguirían coches que también aderezarían de tal guisa, y a la cabeza del convoy marcharían, en formación de combate…, los Ángeles del Infierno, exhibiendo todo su arsenal de esvásticas. Esvásticas. Aquello les «rompería los esquemas», o al menos pondría a prueba su temple hasta extremos desconocidos hasta entonces.
Primero pintaron todo el autobús de un rojo oscuro, como de sangre seca. El delirante caos de Day-Glo quedó cubierto por una capa sanguinolenta y sucia. Pero qué más daba. El arte no es eterno. Luego, sobre la sangre seca, pintaron símbolos militares, esvásticas, águilas norteamericanas, cruces de hierro, cruces vikingas, cruces rojas, hoces y martillos, calaveras y tibias y todo tipo de enseñas sombrías e inquietantes. Aquella misma noche comenzaron las lluvias estacionales, y como había dicho el Jefe, el arte no es eterno. La pintura empezó a correrse y dibujos y colores dieron lugar a la más lamentable mezcolanza que pueda imaginarse. Pero no venía mal: era más o menos lo apropiado para la ocasión. Al día siguiente apareció Barriga con Pequeña Gente, su chica. Barriga vivía entonces una especie de período de transición entre los Angeles y los Bromistas. Vestía su vieja chaqueta vaquera sin mangas de los Ángeles del Infierno, pero le había quitado las insignias y las leyendas y la calavera con el casco (se veía dónde habían estado por los retazos de tonalidad más clara de la tela). Era lo que podría llamarse una chaqueta «adiós-pero-no-os-olvido, Ángeles del Infierno». Lo cierto es que Barriga asombró a los Bromistas al pintar en el autobús una hermosa y enorme águila norteamericana, un tanto primitiva, es cierto, pero con mucha fuerza expresiva. El bendito y voluminoso Ángel tenía talento. Los Bromistas estaban encantados. Tenían la sensación de haber contribuido de algún modo a que sacara a la luz su vena artística. Barriga consiguió animar a todo el mundo. Construyeron una torreta artillera sobre la baca del autobús, e instalaron en ella dos grandes cañones grises. Norman hizo una ametralladora de madera y cartón y la pintó de verde oliva. Otros se dedicaron a hacer, deprisa y corriendo, armas de madera de las formas más diversas y ridiculas. La máquina de coser de Faye no descansaba ni un momento. Los allegados de los Bromistas —tanto del círculo íntimo como del «externo»— llegaban constantemente de todas latitudes. Lee Quarnstrom, que pertenecía al círculo «externo», se presentó con un enorme arsenal de insignias militares, galones, barras, estrellas, charreteras… Kesey equipaba el autobús con cintas magnetofónicas y micrófonos y amplificadores y auriculares y guitarras eléctricas. Hagen preparaba su cámara de 16 milímetros y se abastecía de película. Bob Dylan y los Beatles y Joan Baez y Roland Kirk y Mississippi John Hunt zumbaban y atronaban por los grandes altavoces instalados en lo alto del barranco. Entonces llegó Alien Ginsberg de Big Sur, con su compañero Peter Orlovsky y una cohorte de pálidos hindúes del Chester A. Arthur High School. Ginsberg se pasó la noche entonando mantras y haciendo sonar campanillas y tocando los platillos. Cassady tomó speed y entró en un estado de excitación súbita, agitándose y lanzando patadas y bailando como al compás de una larga costura de la máquina de coser de Faye. Ginsberg parecía cantar al compás de la escobilla de un adepto al jainismo. Cassady empezó a hacer vibrar sus cuerdas vocales con increíble rapidez, cada vez más deprisa, hasta el punto de que si la progresión de rapidez hubiera continuado hasta el amanecer se habría convertido en pura vibración y, como decía el viejo Charles Fort, se habría integrado en el positivo absoluto. Fue una velada estupenda. Y harto extraña.
A la mañana siguiente, 16 de octubre, el gran día… Los Bromistas, como es lógico, se pasaron la mañana tumbados aquí y allá, extenuados de la noche anterior, y salieron hacia Berkeley muy tarde. El arte, amigo mío, no es eterno. El plan era encontrarse con los Ángeles del Infierno en Palo Alto, y marchar por la autopista en formación. Pusieron cintas de los Bromistas, y Cassady se puso al volante. Subieron al autobús ataviados con sus delirantes ropajes militares: Peleón, Hagen, Babbs, Gretch, el Colgado, June la Mema, Roy Seburn, Dale Kesey y demás gente —gente de todo tipo—, incluidos el Químico Loco —que no quería perderse el evento— y, en el último minuto, Mary Microgramo. Y finalmente el propio Kesey, que vestía un chubasquero anaranjado de los que utilizan los obreros en las autopistas para que los automovilistas puedan verles. Llevaba galones en las mangas y una especie de charreteras flojas y bamboleantes en los hombros. Y un gran casco de la Primera Guerra Mundial, pintado de naranja fluorescente, en la cabeza (le quedaba tan grande que le tapaba por completo la frente, de forma que sus ojos parecían dos pequeñas bombillas parpadeantes). Kesey se subió a la torreta artillera, y el autobús partió. Antes de llegar a Palo Alto, en Woodside, la policía les detuvo y les acribilló a preguntas y les examinó de arriba abajo. Los Bromistas hicieron lo de costumbre: saltaron del autobús esgrimiendo cámaras y magnetófonos y micrófonos, y filmaron y grabaron todo cuanto hacían y decían los policías, hasta que, al cabo de un buen rato, pudieron seguir viaje. Pero habían perdido mucho tiempo.
—Ajá —dijo el Químico Loco—. La primera escaramuza. —Fin de la Alerta Bromista— dijo Babbs.
Pero Babbs se equivocaba: la policía siguió parándoles y acribillándoles a preguntas y examinándoles de arriba abajo. Seguían perdiendo tiempo. Llegaron a su cita en Palo Alto y… ni rastro de los Ángeles del Infierno. Esperaron y esperaron, y al cabo desistieron y siguieron por la autopista rumbo a Berkeley.
Cuando llegaron al campus de Berkeley había casi anochecido, y su llegada, en un principio, no causó ninguna impresión desmesurada. Otra cosa hubiera sido, claro está, la aparición de toda una falange de Ángeles del Infierno, con su aspecto híbrido entre la Gestapo y los Tontons Macoutes… Se habría armado un buen revuelo. El caso es que el autobús entró en el aparcamiento y se detuvo junto al edificio del Sindicato de Estudiantes, y los Bromistas, a guisa de defensores antiaéreos, se pusieron a apuntar a pájaros y aviones con sus armas de madera. El gran evento antibélico no había cesado en toda la jornada. Los participantes, unos quince mil, jóvenes inconformistas y bohemios, se hallaban congregados en la gran pradera de césped —una suerte de explanada enorme— del campus universitario, y los altavoces del sistema de megafonía atronaban y agitaban y atizaban el ambiente. Había un gran estrado para los oradores. Habían intervenido unos cuarenta, con verbo vociferante o fulminante o —aún peor polemista y convincente. Lo que se pretende en estos casos es ir generando empuje y tensión y suspense hasta que, llegado el momento— la marcha, en este caso, —la señal pone en pie a la gente que, cual un solo y compacto cuerpo de creyentes, se dispone a marchar y a arrostrar los golpes de porra en la cabeza y demás acciones represivas.
Participaban en la concentración un nutrido grupo de conspicuos «operarios de la lengua», como Paul Jacobs y M. S. Arnoni, que subió a la tribuna vistiendo un uniforme carcelario porque su familia había sido exterminada en un campo de concentración alemán durante la Segunda Guerra Mundial. Había, ante ellos, un extenso mar de estudiantes y de jóvenes de otros campos, inconformistas y bohemios (guerreras y botas, derechos civiles, ¡abajo la guerra del Vietnam!). «… Clamarían desde sus tumbas o desde los campos y ríos en que fueron arrojadas sus cenizas, e implorarían a esta generación de norteamericanos que no callara ante las atrocidades genocidas cometidas contra el pueblo de Vietnam…» Y las palabras se propagaban con atronador tenor retórico a través del sistema de megafonía.
La primera persona del círculo del Comité del Día de Vietnam que advirtió que Kesey se acercaba a la tribuna de oradores fue Paul Krassner, director de la revista The Realist. La mayoría de los Bromistas seguía en el autobús, jugando con la artillería, para perplejidad de los mirones de los alrededores. Kesey, Babbs, Gretchen la Bella y George Walker subieron a la plataforma. Kesey llevaba su chubasquero anaranjado fluorescente y su casco de la Primera Guerra Mundial. Krassner manejaba su revista como si fuera una empresa de una sola persona, y sabía que Kesey estaba suscrito a ella. Así que no le sorprendió gran cosa que Kesey lo conociera a él. Lo que le llamó la atención sobremanera fue que Kesey se pusiera a hablarle como si llevaran ya charlando largo rato y ahora, tras una interrupción, reanudaran la conversación que tenían entre manos… Era una sensación extraña. Uno podía «sentir» cómo el carisma —para emplear tal término— emanaba de aquel tipo pese a su disparatado atuendo fluorescente, o incluso lo «succionaba» a uno, como en cierta ocasión alguien había escrito de Gurdjieff: «No podías evitar sentirte arrastrado, casi físicamente, hacia él…, ser como succionado por una enorme aspiradora espiritual.» En aquel momento, sin embargo, Krassner pensó en Flash Gordon.
—Mira ahí arriba —dice Kesey, señalando el estrado con un gesto.
El orador es Paul Jacobs. Jacobs tiende a la retórica, y el micrófono y los altavoces siempre confieren alas a los oradores. Pueden oír su propia voz expandiéndose —atronadora, poderosa como un dios— por un océano de oídos prestos y semblantes ansiosos, y se sienten omnipotentes y se vuelven más y más retóricos y pomposos y tenantes… Está escrito, pero os lo digo también yo…, los chacales de la historia… Desde donde están, a un extremo de la plataforma, Kesey y Krassner pueden oír muy poco de lo que Jacobs dice, pero oyen el sonido que resuena y re tumba y reverbera, y oyen a la multitud que devuelve el fragor y aúlla como un eco, y ven a Jacobs, rechoncho y espeso y encorvado sobre el micrófono, agitando las manos para acentuar lo que dice, y allí, al anochecer, recortado contra el encendido cielo, ven su mandíbula prominente, que sobresale como un melón cantalupo…
Kesey le dice a Krassner:
—No escuches las palabras, sólo el sonido, y mira los gestos… ¿Qué ves?
Y Krassner, de pronto, desea desesperadamente acertar. Es la llamada del viejo carisma. Desea dar con la respuesta correcta.
—¿Mussolini…?
Kesey asiente con la cabeza: Exacto, exacto… Pero no deja de mirar la mandíbula prognática.
Para entonces han subido a la plataforma unos cuantos Bromistas más. Han encontrado enchufes y tendido largos cables para las guitarras y los bajos y los instrumentos de viento. Kesey será el penúltimo en hablar. Clausurará el acto algún otro orador incendiario y luego…, la oleada final y la marcha hacia Oakland.
En cuanto sube al estrado, Kesey causa sensación. El chubasquero brilla en el crepúsculo, y también el casco. A su espalda hay más chiflados fluorescentes con cascos y gafas y cazadoras de aviador y guerreras del ejército… Babbs, Gretch, Walker, el Colgado, Mary Microgramo y chiquillos pintarrajeados con Day-Glo, y la mitad de ellos con guitarras eléctricas e instrumentos de viento, gesticulando y moviéndose por la plataforma como manchones fluorescentes. La siguiente conmoción la causa la voz de Kesey, absolutamente carente de retórica. Es una voz suave, y tiene el hablar cansino de Oregón, y es como si charlara amigablemente con las 15.000 personas del auditorio:
¿Sabéis?, no vais a parar la guerra con esta concentración, con esta marcha… Eso es lo que ellos hacen… Ellos organizan concentraciones y marchas… Ellos llevan con sus guerras diez mil años, y vosotros no vais a parar ésta de este modo… Diez mil años, y éste es el juego que ellos juegan para que todo siga igual… Organizar concentraciones y marchas…, el mismo juego que estáis jugando vosotros…, su juego…
Acto seguido se mete la mano en el enorme chubasquero fluorescente y saca una armónica y se pone a tocar, a unos centímetros del micrófono, Hogar, hogar de las montañas, soplando y soplando en el condenado artilugio…, hogar…, hogar… de las monta-a-a-a-a-ñas…
La multitud se queda súbitamente quieta; la mayoría de los asistentes se preguntan si han oído bien, y levantan la cabeza y la vuelven a un lado y a otro para mirarse. En primer lugar, es el tono coloquial que de repente les llega, y luego las notas que de cuando en cuando arrancan a sus guitarras eléctricas esos chiflados fluorescentes que hay detrás de él, y el murmullo general que invade el micro… ¿Es que hemos oído bien…?
Kesey no ha dejado ni un momento de soplar en la condenada armónica, Hogar, hogar de las monta-a-a-a-a-ñas…
… ahhh, ya, es eso… Imaginan que se trata de un número planeado para el «espectáculo»: interpretar Hogar, hogar de las montañas, para luego poder decir algo así como ¡Ya, ya conocemos ese tipo de hogar! ¡Conocemos de sobra esas montañas! Son el jodido hogar y las jodidas montañas de Norteamérica…
… pero, en lugar de ello, vuelve la voz de tono cansino y familiar:
He estado mirando al orador que acaba de hablar…, y no he podido oír lo que decía…, pero he oído el sonido de lo que decía…, y he oído el sonido vuestro que le llegaba a él…, y he visto los gestos…
… y aquí Kesey se pone a parodiar a Paul Jacobs, gesticulando con las manos y encorvándose sobre el micrófono…
… y lo que he visto es esa mandíbula sobresaliendo así…, recortada contra el cielo…, y ¿sabéis a quién he visto… y a quién he oído? A Mussolini… He visto y oído a Mussolini, aquí mismo, hace sólo unos minutos… Sí, estáis jugando a su juego…
Y se pone de nuevo a tocar la armónica, a soplar y soplar Hogar, hogar de las montañas con la familiar y triste cadencia de la armónica-en-torno-al-fuego-del-campamento… y los Bromistas le acompañan con sus instrumentos: Babbs, Gretch, George, el Colgado bullen allí arriba en un gran despliegue de Day-Glo.
… y se oye ¡pero qué diablos…!, y unos cuantos abucheos…, aunque en general es confusión…, pero, santo Dios, ¿qué están haciendo esos imbéciles…?
… Todos hemos oído y visto antes todo esto, pero seguimos haciéndolo… Fui a ver a los Beatles el mes pasado…, y oí a 20.000 chicas gritando todas juntas… Y tampoco oí lo que gritaban…, pero no hacía falta oírlo… Están gritando ¡Yo! ¡Yo! ¡Yo!… ¡Soy yo! Es el grito del ego, ¡y ése es el grito de esta concentración! ¡Yo! ¡Yo! ¡Yo!… Y por eso se organizan las guerras…, por el ego…, porque hay montones de gente que tiene ganas de gritar ¡Fijaos en mí! Sí, estáis jugando a su juego…
… y sigue tocando la armónica…
… y los asistentes empiezan a venirse abajo. Es como si la concentración, el día entero, no hubiera sido sino una larga y cuidadosa operación de inflado de un globo de helio, a fin de prepararlo para el despegue…, y de pronto alguien hubiera abierto la válvula de escape. Y no es exactamente lo que está diciendo quien ocupa la tribuna. Es el sonido y la visión de la maldita armónica y la estúpida música china que tocan los freaks que brincan a su espalda. Es la única cosa que el espíritu marcial no puede soportar: la bufonada, la broma, la chirigota, la tomadura de pelo…
… el Comité del Día de Vietnam hierve de indignación a un extremo del estrado: «¿Quién diablos ha invitado a ese bastardo?» «Lo invitaste tú.» «¡Bueno, pensamos que, como era escritor, estaría en contra de la guerra!»… «¿Es que no tenías suficientes oradores?», pregunta Krassner. «Si quieres sacar a la calle a la gente, tienes que echar mano de todas las celebridades posibles.» «Ahí tenéis lo que ha conseguido vuestra adoración por las celebridades», dice Krassner. Si hubieran tenido uno de aquellos grandes ganchos utilizados en la noche del aficionado en tiempos del vodevil, habrían desalojado a Kesey del estrado de inmediato. ¡Bueno!, ¿y por qué no sube alguien y lo saca de ahí sin contemplaciones? Está arruinando todo el acto. Pero entonces ven a los chiflados pintados con Day-Glo, hombres y mujeres y niños que se agitan por la plataforma, electrizados y resplandecientes en la caída de la tarde, arañando sus guitarras y tocando sus instrumentos de viento… ¡La mayor concentración antibélica de la historia de Norteamérica acabando en una algarada al son de Hogar, hogar de las montañas…!
… de pronto cesa la condenada armónica. Kesey se inclina sobre el micrófono:
Sólo se puede hacer una cosa… Sólo hay una cosa que nos puede servir de algo… Y es la siguiente: que todos la miremos de frente, que miremos de frente a la guerra, nos demos la vuelta, le demos la espalda y digamos: ¡que le den por el culo!
… y sopla y sopla la armónicaaaaaaaaaaa…
… La multitud escucha esto último en silencio. La expresión —que le den por el culo— suena tan extraña, tan chocante, incluso aquí en el bastión de la Libertad de Expresión, a través de los altavoces de la megafonía y propagándose por encima de las cabezas de las 15.000 almas…
… Hogar, hogar de las montañas… Y suena la armónica…, y los Bromistas empiezan ahora a «desmelenarse» con sus instrumentos, acompañando a la armónica, sonando como una versión delirante y de garito de Juan Carrillo, que inventó noventa y seis nuevos tonos en el asiento trasero de un jeep Willys, comprado con lo que había ahorrado centavo a centavo durante la guerra, centavos de cinc, ya me entienden, hasta que se le formaron pústulas azules debajo del dedo-cítara, ahí debajo, ya me entienden…
… Mírala y date la vuelta y di: que le den por el culo…
… y di… que le den por el culo…
… sopla y sopla la armónica…
… que le den por el culo…
… sopla y sopla-que le den por el culo…, amigos míos…
No se podía probar que el culpable fuera Kesey. Pero algo había muerto en aquella concentración antibélica. Habló el Incendiario de turno, el Comité del Día de Vietnam intentó insuflar un último y masivo soplo del viejo espíritu, y finalmente dio la señal y la gran marcha hacia Oakland dio comienzo en la penumbra del crepúsculo. Quince mil almas…, hombro con hombro, como en las viejas estampas de huelguistas. En la línea de Oakland-Berkeley les esperaba una falange en formación de flecha de la policía y de la Guardia Nacional. El Comité del Día de Vietnam marchaba a la cabeza hecho una frenética pina, tratando de decidir si forzar o no las cosas, si buscar la confrontación física —cabezas rotas, bayonetas…—, o dar media vuelta en cuanto se les ordenara que lo hicieran. Nadie parecía tener una opinión formada al respecto. Alguien decía: «No tenemos elección, hay que darse la vuelta», y alguien le respondía llamándole Martin Luther King. Y eso era, a la sazón, casi lo peor que se le podía llamar a cualquiera en el ámbito de la Nueva Izquierda. Martin Luther King se había dado la vuelta en el puente de Selma en el instante crítico. No podemos arriesgarnos a que los cráneos de nuestras fieles gentes sean víctimas de la fractura y la degradación a manos de quienes no vacilan en recurrir cobardemente a su arsenal represivo, había dicho con su voz sepulcral de Negro Docto en Ciencias Sociales…, la gran y solemne prédica de Tío Tom… ¡Ajá! El negro de Alabama Tío Tom, ya, ya, cabeza de Booker T. Washington de manteca de cacahuete de tribuna de conferencias de medalla de Premio Nobel…, ya, un Tío Tom… Cuando todo hubo acabado, Martin Luther King se convirtió para la Nueva Izquierda en un pobre Bobo de opereta, y ahí estaban ahora los del Comité del Día de Vietnam llamándose Luther King —y otras cosas increíbles— unos a otros… Pero nadie tenía el férreo celo necesario para transmitir una moral de victoria —Dios, dónde está nuestro celo intransigente; quién nos ha pintado con Day-Glo y jodido la cabeza…—, y no se podía hacer más que refunfuñar un poco ante la Guardia Nacional y darse la vuelta y retirarse. Y eso hicieron. ¿Qué diablos nos ha pasado? ¿Quién es el culpable de todo esto? Vaya por Dios, ha sido el Hombre Enmascarado…
Así que la gran marcha dio media vuelta y se encaminó hacia el Civic Center Park de Berkeley, y los manifestantes se quedaron por allí comiendo hamburguesas y escuchando a una jug band[41] —que más tarde se daría a conocer como Country Joe and the Fish— y preguntándose qué diablos había pasado. Luego alguien empezó a lanzar gas lacrimógeno desde un tejado, y Bob Scheer, con gran valor, se puso a decir a todo el mundo que se tendiese en la hierba porque el gas lacrimógeno tiende a subir…, pero la banda se quedó donde estaba, petrificada, con las manos y los instrumentos como congelados, en una postura idéntica a la del instante en que el gas los había envuelto. Al parecer los miembros de la banda estaban ya bien colocados, y la combinación del gas y de sea lo que fuere lo que hubieran tomado o fumado los dejó petrificados, de forma que se quedaron tiesos, rígidos, in medias res, como posando para Iwo Jima, para una escultura de la mayor concentración antibélica de la historia de Norteamérica. La concentración había resultado un gran fiasco, y aquella banda petrificada era como la viva expresión gráfica de cuan lejos había llegado el noble empeño.