IV. ¿QUÉ LE PARECE MI BUDA?
La fantasía del momento… Ahora, al anochecer, la mayoría de los Alegres Bromistas se han ido del Almacén, se han ido a tomar una ducha en el apartamento de Gut, un ex Ángel del Infierno que tiene una tienda psicodélica llamada Joint Ventures[14], o a cualquier otra parte… En el Almacén sólo quedan Kesey y un par de tipos más. Kesey está de pie en la penumbra de la Central de Control, a un lado, entre las cintas y las latas de películas etiquetadas con bandas adhesivas y los cuadernos y los micrófonos y los cables y los rollos y los amplificadores y los altavoces. Los Archivos de los Bromistas…, y una cinta zumba con voz misteriosa, llena de un sortilegio de Ouija:
«… el venturoso contragolpe… un mensaje nuevo e importante…».
Un mensaje nuevo e importante… La fantasía del momento… Fantasía es una palabra que Kesey ha empezado a utilizar cada vez más, para todo tipo de planes, de empresas, de visiones del mundo, de ambiciones. Es una buena palabra. Es irónica y no lo es. Puede referirse a cualquier cosa, desde conseguir una furgoneta —«es nuestra fantasía para el fin de semana»— hasta cualquier otro temible afán situado casi en el mismísimo límite…, como la fantasía actual, del momento, que de algún modo va a explicarse en la Licenciatura de la Prueba del Ácido. ¿Pero cómo explicarla? Kesey revuelve entre las latas de películas, entre los variados… Archivos… La verdad es que nunca ha sido posible…, bueno, salir sin más a la palestra y anunciar la fantasía del momento; ni tampoco lo fue en tiempos pasados, cuando parecía tan sencillo hacerlo. Bien, pensemos por ejemplo en Goldhill, que acaba de estar aquí con la verdad en la mirada. Él llegaría a estar más cerca que la mayoría. Kesey lo había podido ver. Goldhill era un hombre abierto… y estaba maduro. Tiene su propia fantasía, la Liga para el Des-cu-bri-mien-to Es-pi-ri-tual, y sin embargo pertenece a una especie rara y hasta estaría dispuesto a integrarse en la fantasía de los demás, a asociar la suya a la de los Bromistas. Y eso exige ser una rara avis. Porque siempre llegará el momento en que habrá que llevar el «circo» de los Bromistas más y más lejos, hacia la Ciudad Límite. Y es en ese punto donde surgen siempre almas buenas que se horrorizan y dicen: «¡Eh, esperad!». Como Ralph Gleason y su columna en el Chronicle y su propia camarilla de gente hip. Gleason es una de esas almas buenas… Kesey las recuerda a todas ellas, gentes que pensaban que era un tipo fantástico mientras su fantasía coincidía con la de ellos. Pero siempre que iba un poco más allá —y Kesey siempre iba un poco más allá— se sentían confusos y resentidos… La cinta sigue sonando:
«… el venturoso contragolpe… a través del trabajo duro y la cópula… la sangre que había para él en la cópula… nos hizo creer que iba a estar veinte años en el candelero…».
¡Sólo los tipos con mucha suerte y los Alegres Bromistas son capaces de entender este gorjeo supersónico!… muy probablemente…
«… el venturoso contragolpe…».
… la fantasía del momento… Ni siquiera tiempo atrás, en Perry Lane, donde todo el mundo era joven e intelectual y analítico, y el cielo —se suponía— era el límite, le era posible ir hasta la gente y decir abiertamente: «Eh, venid un poco más cerca, amigos…». La gente tenía su propia fantasía en relación con él: lo consideraba un «diamante en bruto». ¡Estupendo! No estaba mal ser un diamante en bruto. En 1958 había ido a la Universidad de Stanford con una beca para estudiar escritura creativa, y lo habían acogido en Perry Lane porque se trataba de un soberbio diamante en bruto. Perry Lane era el barrio bohemio de Stanford. En cuestión de bohemia, Perry Lane era Arcadia, una Arcadia situada justo enfrente del campo de golf de Stanford. Era un grupo de casitas —de madera gastada, de dos habitaciones— situado en un bosque de robles, rodeado no sólo por árboles y follaje sino por enredaderas y zarcillos de madreselva, todo brotes y renuevos y trepadoras y gorjeos dignos de lo mejor de Arthur Rackham y Honey Bear. Y no sólo eso: era un lugar con gran prestigio cultural. Thorstein Veblen había vivido allí. Y también dos premios Nobel de los que todo el mundo había oído hablar pero cuyos nombres nadie recordaba. Las casitas costaban 60 dólares al mes. Ir a vivir a Perry Lane era como entrar en un club. Quienquiera que viviera allí conocía a alguien que había vivido allí, porque si no jamás habría logrado vivir allí; y, naturalmente, todo el mundo llegaba a conocerse bien y había siempre un ambiente de vida comunal. Ninguna puerta se cerraba nunca en Perry Lane, salvo —claro está— cuando se daba una pelea o un enfado.
Una delicia. Perry Lane era la bohemia típica de los años cincuenta. La gente se sentaba a hablar y sacudía la cabeza ante la civilización pragmática, de confortables casas y urbanizaciones de Norteamérica, porque, qué diablos, en Europa qué pasaba si no funcionaba la fontanería de una casa, en Europa eran maestros en el arte de vivir. De cuando en cuando alguien sugería una orgía o una borrachera de tres días, pero el modelo era siempre el viejo romanticismo de sandalias y simplicidad y vuelta-a-los-primeros-principios de Zorba el griego. Y se desplazaban cuarenta kilómetros al norte en periódicos peregrinajes a North Beach, a comprobar con sus propios ojos cómo se llevaba a la práctica todo aquello.
Las personalidades más preeminentes de Perry Lane eran dos novelistas: Robin White, que acababa de escribir la novela ganadora del Harper Prize, Elephant Hill, y Gwen Davis, una suerte de Dawn Powell de la Costa Oeste. En cualquier caso, no había morador de Perry Lane que no «viniera venir» a Kesey desde un kilómetro de distancia.
Llevaba grabado en su persona el aire de Jack London, de Martin Edén, del rústico que busca, del patán con inquietudes intelectuales. Era de Oregón (¿quién diablos es de Oregón?), y tenía el hablar cansino del Oregón rural y una profusión de músculos y de callos en las manos y la frente surcada de arrugas cuando se abismaba en sus pensamientos… ¿No era perfecto?
White tomó a Kesey a su cuidado y le consiguió —a él y a su mujer Faye— una casita en Perry Lane. A la gente de la comunidad le gustó enseguida la idea. Siempre se podía contar con él para hacer cosas perfectas. Como cuando estaban todos cenando —se organizaban muchas cenas comunales— y cierto invitado ajeno al círculo peroraba sobre la inefable exquisitez de la obra de James Baldwin, y Kesey, sin dejar de comer, trataba de terciar en su discurso diciendo que bueno, ñam-ñam, no sé, no estoy muy de acuerdo con usted en eso…, y el tipo dejó el cuchillo y el tenedor con mucho cuidado y se volvió a Kesey y le dijo:
—Me encantará oír lo que el señor Kesey tenga que decir al respecto tan pronto como aprenda a comer del plato sin sujetar la carne con el dedo gordo.
¡Perfecto! En el instituto de Springfield, Oregón, le habían nombrado condiscípulo «con mayores posibilidades de triunfar», y se había licenciado en la Universidad de Oregón, donde participó muy activamente en los deportes y las fraternidades: el joven norteamericano prototípico, en suma. Había destacado como luchador en la categoría de los 80 kilos, y como actor principal en el teatro de la facultad. Incluso se había trasladado a Los Ángeles al terminar sus estudios y se había pasado un tiempo llamando a las puertas de Hollywood con idea de convertirse en astro de la pantalla. Pero el apremiante impulso de escribir, de crear, había aflorado como un brote inexplicable e imperioso a través de su espesa costra de buen chico-típiconorteamericano, y se había puesto a escribir (llegó incluso a terminar una novela sobre el mundo del atletismo universitario, End of Autumn, que no fue publicada ni probablemente se publique nunca, pero que respondió a su anhelo de escribir sobre aquel mundo). También su pasado familiar era… fantástico. El grupo de Perry Lane había llegado al convencimiento de que sus familiares eran inmigrantes de Oklahoma que habían abandonado sus lares secos y desérticos durante la Gran Depresión, y se habían establecido en Oregón, en las tierras salvajes y empapadas de Oregón, donde habían trabajado duro y matado osos y donde los ríos eran rápidos y los salmones hacían saltar destellos de plata en las aguas primaverales de sus grandes cauces.
Su mujer Faye venía de un origen similar, aunque procedía de Idaho, y habían sido novios en secundaria en Springfíeld, Oregón, y se habían fugado y casado en el primer año de universidad. En cierta ocasión habían hecho una apuesta sobre cuál de los dos había nacido en el medio más desvalido y mísero, el de él en La Junta o el de ella en Idaho. Él estaba seguro de que La Junta no tenía rival hasta que llegaron a Idaho, donde a ella no le cupo la menor duda de ser la ganadora de la apuesta. Faye hablaba aún más suavemente que Kesey. De hecho apenas hablaba. Era muy guapa y extremadamente dulce…, como una madona de la región de las colinas. Y su casita de Perry Lane…, bueno, todas las casitas de Perry Lane hacían gala de una cuidada bohemia, de una simplicidad de esféricas lámparas japonesas de papel y telas de algodón crudo y alfombras claras de paja y cubertería de acero inoxidable sueco y ramos de aciano en tiestos modelados a mano. Pero la de ellos era una genuina morada de «renta limitada». Siempre había alguna lavadora rota oxidándose en el porche trasero, y ortigas y zarzas y malas hierbas invadiendo la parte de atrás de la casa. Era algo… perfecto… el tenerles allí a los dos, a mano, aprendiendo, mientras ellos, los sofisticados moradores de Perry Lane, hablaban del arte y de la vida.
¡Maravilloso! …la fantasía del momento… Pero ¿cómo explicárselo a aquella gente? ¿Cómo hablarles de todos esos pequeños arcanos como el Capitán Marvel y el Flash… y la Vida… y los mismísimos Supermuchachos…
«… un mensaje nuevo e importante… el venturoso contragolpe…»
… cuando tenían de él una imagen tan amable y nítida: el rudo hijo de la tierra del Oeste, recién llegado de Springfield, Oregón? Bien es verdad que su padre, Fred Kesey, les había iniciado a él y a su hermano menor, Joe, conocido como Chuck, en los secretos de la caza y de la pesca y de la natación desde su más tierna infancia, y luego en el boxeo, las carreras, la lucha, el aventurarse por los rápidos del Willamette y el McKenzie en balsas de cámaras de neumático, con enormes masas de agua y rocas y remolinos espumando letalmente bajo sus pies. Pero no para que aprendieran a domar animales, bosques, ríos…, el encrespado y salvaje y convulso Oregón, sino para prepararles para proseguir la senda de grandes logros que él, su padre, había ya iniciado en la vida: ser capaces de reivindicar aquello que pudieran conseguir por el hecho de ser lo bastante hombres para tomarlo (en la vida, no en la inhóspita frontera…). Kesey padre había participado en la emigración del Suroeste de 1940, no de gentes de Oklahoma sino de comerciantes protestantes que volvieron la mirada hacia la Costa Oeste, la tierra de promisión para los negocios. Empezó en el valle de Willamette prácticamente de la nada. Creó una cooperativa comercial de granjeros lecheros, la Eugene Farmers Cooperative, y la convirtió en la mayor empresa lechera de la zona, que comercializaba sus productos con el nombre de Darigold. Fue uno de los empresarios de más éxito de la posguerra en el valle, y no acabó en un vieja casona de campo de madera con pararrayos sino en una casa moderna de un barrio residencial, baja y de color pastel, sita en una calle llamada Debra Lane. ¡El increíble éxodo electropastel de la posguerra norteamericana hacia los barrios residenciales de las afueras! Una oleada que arrasó el valle, llenándolo de superautopistas, coches de fábula, centros comerciales, enhiestas superesculturas eléctricas de la Federal Sign & Signal Company de diez metros de altura; una oleada de libertad y movilidad, de automóviles y dinero para pagarlos y tiempo libre para disfrutarlos y mansiones donde holgazanear junto a piscinas de tonos pálidos y motoras con las que atronar el país de las maravillas de la tecnología y —en el caso de hombres como su padre— aviones privados… Había cosas de su viejo rincón natal que Kesey de pronto recordaba; por ejemplo, la vieja casa de tablillas blancas en que vivían, y detrás de ella, a cierta distancia, la torreta de la emisora de radio KORE, con la luz roja parpadeando arriba. Por la noche solía arrodillarse para rezar y veía el firmamento y el parpadeo de aquella luz… (siempre pensó que en cierto modo sus rezos iban dirigidos a la luz roja de la torreta). La vieja carretera describía una curva en aquel punto, y siempre parecía haber alguien pasando por allí a las tres o cuatro de la madrugada, medio dormido, alguien que al ver las luces de la población a lo lejos —en las zonas en que seguía construyéndose— y pensar que el asfalto le conduciría directamente a ella, se salía de la curva y Kesey y su padre acudían en su ayuda para sacarlo del barro… (¡unos persiguiendo las luces de las calles; él rezando a la baliza roja de la radio!). Un pequeño altercado en Gregg’s Drive-In, como entonces se llamaba —ahora es Speck’s—, en Franklin Boulevard, en el puente sobre el río. Era el gran drive-in[15] de sus tiempos de secundaria, con un enorme letrero aerodinámico en tono pastel y unas estilizadas letras cursivas que rezaban: A 22, y focos y bandejas que se acoplaban a las ventanillas de los coches y camareras en pantalones holgados azules y hamburguesas envueltas en papel encerado humeando con su cebolla aplastada y frita en la plancha y los cilindros de plástico de mostaza y ketchup con que se bañaba pan y carne y cebolla. Es un sábado por la noche, cuando todo el mundo sale a dar una vuelta en coche, y hay un tipo que está en el aparcamiento de Gregg’s con el coche en dirección contraria, de forma que nadie puede avanzar, y cuanto más tocan el claxon más decidido a no moverse parece el tipo, como si para él fuera una prueba; sube las ventanillas y echa el seguro de las puertas para que nadie pueda agarrarle, y sigue sin moverse, fastidiando a todo el mundo. El tipo aquel contra Kesey. Así que Kesey entra en el local y coge una patata de las usadas para hacer patatas fritas y sale y la encaja en el tubo de escape del coche del tipo, y el motor se descompone y ahí tienes, muchacho, me parece que ya no vas a ninguna parte. El tipo le acusa de averiarle el motor y Kesey acaba ante un tribunal de menores, donde intenta explicar al juez cómo es un sábado por la noche en el drive-in de Gregg’s: la Vida, aquella sensibilidad, La Vida, el mundo de los drive-in de los quinceañeros norteamericanos de finales de los cuarenta y principios de los cincuenta era precisamente la esencia de la vida…, pero ¿cómo explicar todo esto a quienquiera que sea? ¡Pues claro que sí! Aquella sensibilidad… Allí fuera, de noche, libre, con el motor en marcha y la adrenalina fluyendo en su interior, al volante de su coche por las glorias de neón de la nueva noche norteamericana… Era el mismísimo paraíso el pertenecer a la primera ola de los chicos más extraordinarios de la historia del mundo: apenas quince o dieciséis o diecisiete años, vestidos haute couture con camisas Oxford de color rosa, pantalones de última moda, cinturones serpentinos, zapatos de cordones…, con potencias de 6 cilindros en línea o de 8 en V bajo los pies y todo el encanto del neón arriba, que de alguna forma casaba bien con las proezas tecnológicas de los aviones a reacción, la TV, los submarinos atómicos, los ultrasonidos… ¡Y los barrios residenciales de la Norteamérica de la posguerra: glorioso mundo! Y al diablo con los intelectuales de lengua de víbora que denigraban la civilización pragmática norteamericana… Ellos no podían saber lo que era aquello, porque de otro modo habrían cultivado ellos también… aquella sensibilidad, ¡el ser auténticos supermuchachos!, el integrar la primera generación mundial de pequeños demonios: sentirse inmunes, más allá de la calamidad. Sus padres recordaban el penoso orden habitual —Guerra y Depresión económica—, pero los supermuchachos conocían tan sólo la oleada emocional de la gran recompensa, cuando nada era ya «habitual» o conocido. ¡La Vida! ¡Un lugar glorioso, una edad gloriosa, puedes creerme! Un verdadero Renacimiento de Neón. Y los mitos de estos supermuchachos no eran Hércules, Orfeo, Ulises y Eneas, sino Supermán, el Capitán Marvel, Batman, la Antorcha Humana, el Submarinista, el Capitán América, el Hombre de Plástico, el Flash… ¡Cómo no! ¿En Perry Lane qué pensaban —lo tomarían como algo pintoresco— cuando él decía que estos superhéroes de los cómics eran los honrados mitos norteamericanos? Se trataba ya de un mundo de fantasía, aquel mundo electropastel de mamá-papá-hermanito-hermanita en su barrio residencial. Ahí van, en el coche familiar, un sedán blanco Pontiac Bonneville, ¡el coche de la familia!, una criatura de fantasía, enorme y descabellada, terriblemente potente —327 caballos—, como veintisiete seductoras noches de lujo lúbrico de berlina, ya estás ahí, en Fantasilandia, así que por qué no dejas ese confortable puerto, esa acolchada cama de tu punto muerto y te liberas…, te lanzas hacia adelante y dices: «¡Shazam!»[16], convirtiendo las cosas en lo que ya anhelaban ser: una potencia de 327.000 caballos, una superautopista larga y aérea y rugiente en dirección a… la Ciudad Límite, y a las fantasías últimas, presentes y futuras… Billy Batson dijo ¡Shazam!, y se convirtió en el Capitán Marvel. Jay Garrick inhaló un gas experimental en el laboratorio y…
… y empezó a viajar y a pensar a la velocidad de la luz como… el Flash…, la fantasía del momento. Sí. La fantasía de diamante en bruto de Kesey no duró demasiado. La persona más interesante a sus ojos en Perry Lane no era ninguno de los novelistas o intelectuales de la literatura, sino un joven licenciado en Psicología llamado Vic Lovell. Lovell era como un joven psicoanalista vienes, o al menos una versión universitario-californiana de tal espécimen. Era un tipo delgado, de pelo negro y revuelto, intelectualmente muy frío y apasionado a un tiempo. Introdujo a Kesey en la psicología freudiana. Kesey jamás se había topado con un sistema de pensamiento semejante. Lovell podía poner de relieve, de forma harto persuasiva, cómo los rasgos mundanos de carácter y los pequeños conflictos de Perry Lane encajaban a la perfección en la metáfora más rica y compleja de la vida jamás formulada, es decir, la de Freud… Y un pequeño gas experimental… Sí. Lovell le habló de ciertos experimentos que se estaban llevando a cabo en el Veterans Hospital de Menlo Park en el campo de las drogas «psicomiméticas», sustancias que producían estados transitorios similares a las psicosis. Pagaban 75 dólares al día a quien se prestaba a tales experiencias. Kesey se presentó voluntario. Todo era maravillosamente aséptico e inmaculado. Le pusieron en la cama de una habitación blanca y le dieron una serie de cápsulas sin decirle lo que era cada una. Una no contendría nada, sería un placebo. Otra sería Ditran, que siempre daba lugar a terribles experiencias. Kesey detectaba siempre esta última, porque los pelos de la manta que le cubría se convertían de pronto en una capa de púas ominosamente infectas, y se metía el dedo en la garganta para vomitar. Pero una de las cápsulas…, lo primero que supo de ella fue que fuera, en un árbol del jardín, una ardilla dejó caer una bellota que, en lugar de llegar a tierra sin ruido, produjo un tremendo estruendo, y no en el exterior sino allí mismo, en el cuarto, y sin ser exactamente un ruido sino una enorme y envolvente presencia, visual, casi táctil, un gran impacto de… azul… a su alrededor, y de repente se encontró en un universo de conciencia que jamás habría soñado habitar, y no se trataba de un sueño o un delirio sino de parte integrante de su conciencia de vigilia. Mira hacia el techo y el techo empieza a moverse. Pánico…, pero tampoco es pánico. El techo se está moviendo no en un enloquecido torbellino, sino siguiendo sus planos de luz y sombra y superficie, pero una superficie no tan suave y agradable como la planeó el maestro superenlucidor con la infalible burbuja de su nivel de artesano resbalando dentro del tubo de oscuro líquido-jarabe Karo, no tan perfecta y a prueba de todo como pensabas, muchacho, sino con pequeñas prominencias y ondulaciones allá en lo alto, muchacho, y líneas, líneas como espinazos sobre crestas de olas de blanca arena de desierto cinematográfico, todas con planos largos Metro-Goldwyn-Mayer del ominoso beduino que asoma en la ola próxima, pues sólo el siniestro sarraceno puede ver el camino y tú no sabías, enlucidor, cuántas tramas secundarias dejabas allá arriba cuando tratabas de alisarlo todo, todo, con la burbuja de tu nivel de artesano, para que todos los que miráramos desde aquí abajo no viéramos más que techo, porque todos conocemos lo que es un techo, porque tiene un nombre: techo, y por lo tanto no es más que un techo, y no hay lugar para beduinos allí arriba en la Tierra del Nivel, ¿eh, Maestro Enlucidor? De pronto Kesey es como una pelota de ping-pong en una riada de estímulos sensoriales, de latidos del corazón, de fluir sanguíneo, de suspiros, de rechinar de dientes, de movimientos de manos sobre el percal de la sábana, sobre los miles de minúsculos y erizados entramados como de broza ardiendo, fulgor de sol y realce de luz en una barra de acero inoxidable, toda una pequeña película que puede verse desarrollándose en tal realce de luz, ya en Hondo, ya en Technicolor, que pueden seleccionarse como si se pescaran bolas de goma de neón con una pala mecánica en la Galería de las Sorpresas, una pelota de ping-pong en una riada de estímulos sensoriales, todos ellos comunes y corrientes, pero… que se revelan por vez primera y que tienen lugar… ahora… como si por vez primera hubiera entrado en una fase de su vida y hubiera sabido exactamente lo que les estaba sucediendo a sus sentidos en aquel preciso instante, como si con cada nuevo descubrimiento penetrara él mismo en todo aquello, fuera uno con todo ello, y el blanco desierto del techo se convierte en algo rico, personal, suyo, de una belleza indescriptible, como un orgasmo tras los globos oculares, y sus beduinos —beduinos tras los párpados, tras el cine de los párpados; hay espacio para ellos y para muchas cosas más en las sinapsis estroboscópicas de cinco mil millones de pensamientos por segundo—, sus héroes beduinos, con magníficos bigotes de crin doble gemela orlándoles los orificios orbiculares de las bocas…
¡Una persona! El médico vuelve a entrar en la habitación y, oh, maravilla, Kesey puede ver dentro del pobre gilipollas de la bata blanca. Por primera vez percibe que la parte izquierda del labio inferior del médico tiembla, pero no sólo ve el temblor, sino que además lo entiende; ve —¡casi físicamente!— cómo se entrecruzan las fibras de cada músculo, cómo tiran de la pobre gelatina de su labio hacia la izquierda, cómo —una a una— se repliegan en las cavernas infrarrojas de su cuerpo, a través de entrañas transistorizadas de marañas nerviosas, todas ellas en Alerta Roja, mientras los corchetes internos del muy memo tratan desesperadamente de hacer que las hijas de perra dejen de retorcerse y se mantengan quietas allí dentro, «soy el médico, y tengo ante mí un espécimen humano»…, el pobre memo tiene su propia película del desierto proyectándose en su interior, sólo que cada beduino de bigote de crin supone una amenaza; si al menos el labio, la cara se le quedara nivelada, tan a nivel como la burbuja viscosa del Maestro Enlucidor le había augurado que estaría…
¡Milagroso! Por primera vez podía de verdad ver en el interior de las personas…
Y sí, aquella pequeña cápsula que le había resbalado dichosamente por el gaznate era LSD.
Muy pronto llegó el momento de avanzar hacia otra fantasía, la fantasía de los facultativos clínicos de Menlo Park. La fantasía de tales clínicos consistía en que los voluntarios eran animales de laboratorio con los que tenían que lidiar objetiva, cuantitativamente. No era ningún secreto para nadie que quienes se ofrecían voluntarios para los experimentos con drogas solían ser gente inestable. Así que los médicos llegaban con sus batas blancas y sus carpetas de pinzas, les tomaban la tensión y el pulso y recogían sus muestras de orina y les hacían resolver problemas sencillos de lógica y matemáticas, como sumar columnas de cifras, y calibrar tiempos y distancias, e incluso hablarle a un magnetófono para grabar lo que decían. Pero los médicos no podían estar más fuera del asunto. Ellos jamás tomaban LSD, y carecían de la más mínima comprensión de la experiencia (la cual, por otra parte, tampoco podía expresarse con palabras).
A veces se tienen ganas de pintar las cosas muy grandes… Lovell está en LSD en la clínica, y se pone a dibujar un Buda enorme en la pared (una figura que de alguna forma lo engloba todo). Entra Bata Blanca y ni siquiera mira el dibujo; se limita a hacer las preguntas de rigor que lleva apuntadas en la carpeta de pinzas, y de pronto Lovell le interrumpe:
—¿Qué le parece mi Buda?
Bata Blanca lo mira un momento y dice:
—Tiene un aire muy femenino. Ahora veamos lo rápido que suma usted esta columna de números…
Muy femenino. Dios nos libre de los clichés que obturan estos sedicentes cerebros experimentadores como esos cierres de fuelle de las peleterías… Kesey tenía el mismo problema con sus clínicos. Uno de ellos era un joven de pelo muy corto y la cara más inexpresiva, más lisa y blanda y sin dibujo y espantosa y nivelada por la burbuja del Maestro Enlucidor que jamás se hubiera creado, y entraba y abría los ojos como platos una sola vez como para cerciorarse de que aquel armazón muscular que veía allí tendido en la cama seguía siendo racional, y luego adoptaba un tono pagado de sí mismo que anegaba la habitación como el polvo de tiza de los destartalados borradores de algodón saturaba las aulas del instituto de Springfield.
—Ahora, cuando yo diga «ya», usted deja pasar el tiempo, y cuando crea que ha pasado un minuto me dice «ahora», ¿lo ha entendido?
Sí, claro que lo había entendido. Kesey estaba en LSD, y cuando volaba con el ácido su sentido del tiempo brillaba por su ausencia. Miles de pensamientos por segundo se encadenaban entre sinapsis, en fracciones de segundo, así que qué diablos era un minuto… Pero de pronto uno de los pensamientos se queda suspendido, fijo…, malicioso, delicioso… Ha recordado que, cada vez que le tomaban el pulso, su corazón latía a setenta y cinco pulsaciones por minuto, así que cuando el doctor Fog dice «ya» Kesey, astutamente, desliza un dedo y se lo pone sobre la muñeca y cuenta hasta 75, y dice:
—¡Ahora!
El doctor Smog[17] mira su cronómetro.
—¡Asombroso! —dice, y sale de la habitación.
Tú lo has dicho, muchacho, pero como mucha otra gente no tienes ni idea del asunto.
LSD…, cómo se puede…, ahora que esas gruesas iniciales mayúsculas parlotean desde el papel cuché de todos los quioscos… Pero eso era a finales de 1959, principios de 1960, dos años enteros antes de que Mamá&Papá&Hermanito&Hermanita oyeran las temidas letras y se pusieran a cacarear sobre el hecho de que los doctores Timothy Leary y Richard Alpert estuvieran friendo con dicha droga los sesos de sus alumnos de Harvard. Fue antes incluso de que el doctor Humphry Osmond inventara el término «psicodélico», que sería sustituido después por «psiquedélico» para despojarlo de la connotación de manicomio del prefijo «psico»… ¡LSD! Tropezar con tal sustancia había constituido todo un pequeño secreto, un gran supersecreto, en realidad…, ¡el triunfo de los conejillos de Indias! En poco tiempo él y Lovell habían probado todo el abanico de estas drogas: LSD, silocibina, mescalina, peyote, IT-290 —la superanfetamina—, Ditran —el mal viaje—, las semillas del dondiego de día. Habían dado con un descubrimiento que los clínicos de Menlo Park nunca descubrirían. Sutil y gran ironía: se suponía que los Batas Blancas las estaban experimentando en sus propias personas. Los Batas Blancas, por el contrario, les habían entregado a ellos la llave misma del gran hallazgo. Y no tenéis la menor idea, muchachos… Con estas drogas la percepción se te altera hasta el punto de hacerte mirar el mundo con ojos totalmente diferentes. Todos nosotros tenemos gran parte de nuestra mente cerrada hacia el exterior. Estamos cerrados a nuestro propio mundo. Y estas drogas parecen ser la llave de las puertas que nos cierran. ¿Cuántos estaban en el increíble secreto en todo el mundo? Quizá no más de dos docenas de personas. Una de ellas era Aldous Huxley, que había tomado mescalina y escrito sobre la experiencia en Las puertas de la percepción, donde comparaba el cerebro a una «válvula reductora». En la percepción ordinaria, los sentidos envían una abrumadora oleada de información al cerebro, que el cerebro filtra y reduce a un mero hilillo que puede controlar y manejar a fin de sobrevivir en un mundo enormemente competitivo. El hombre ha llegado a ser tan racional, tan utilitario, que el hilillo en cuestión se va haciendo más y más delgado y desvaído. Le basta con él para la mera supervivencia, pero le oculta la parte más prodigiosa de sus potenciales experiencias sin que él siquiera lo sepa. Estamos cerrados a nuestro propio mundo. El hombre primitivo experimentó un día plenamente la rica y centelleante oleada de los sentidos. Los niños la experimentan durante unos cuantos meses; hasta que el aprendizaje «normal», el condicionamiento, cierra las puertas de ese otro mundo, generalmente para siempre. Las drogas —había afirmado Huxley— abren de alguna forma estas antiguas puertas. Y a través de ellas el hombre moderno puede al fin despegar y redescubrir su divino derecho innato… ¡Pero todo eso no son más que palabras, muchacho! Y se trata de algo que no puede expresarse con palabras. A los Batas Blancas les gustaba expresarlo con palabras, y hablaban de alucinaciones y de fenómenos disociativos. Podían entender los cohetes visuales. Dales un buen caso de un cenicero que se convierte en una planta atrapamoscas o de películas tras los párpados o de catedrales de cristal, y podrán rumiar sobre ello, Kluver, op. cit., p. 43… Estupendo. Pero Íes que no os dais cuenta?: la materia visual, en LSD, no era sino el decorado. De hecho, se podía vivir la experiencia sin tener en ningún momento verdaderas alucinaciones. Lo esencial estribaba en… la experiencia misma…, esa indescriptible sensación… Indescriptible porque las palabras nunca pueden sino refrescar la memoria, y si la memoria no existe… La experiencia de la desaparición de la barrera entre lo subjetivo y lo objetivo, lo personal y lo impersonal, el yo y el no-yo…, ¡qué sensación! Uno recuerda cómo de niño vio por primera vez cómo alguien ponía un lápiz sobre una hoja de papel y empezaba a dibujar…, y la línea empezaba a crecer y se convertía en ¡una nariz!, y no se trataba sólo de una forma trazada por el grafito en el papel sino del milagro de la creación misma…, y tus sueños confluían en aquella mágica… línea creciente, y ya no era una línea sino un milagro…, una experiencia…, y ahora que estás volando en LSD esa sensación vuelve, y la creación es ahora la creación de la totalidad del universo…
Entretanto, en Perry Lane, ya no tenían ante sí al Patán con Inquietudes que todos ellos conocían y amaban. Kesey, de pronto…, bueno, seguía hablando con voz suave, de acuerdo, pero había vuelto con grandes dosis de energía vital. El grupo de Perry Lane, poco a poco, empezó a gravitar en torno a Kesey. El voluntario Kesey se había ofrendado a la ciencia en el hospital para veteranos de Menlo Park, y las drogas, de algún modo, cobraban realidad y salían de aquel centro y llegaban a Perry Lane: el LSD, la mescalina y el IT-290 principalmente. Estar al día en Perry Lane entrañaba ahora un elemento jamás soñado en el pasado: las drogas que hacían volar sin tino, que dinamitaban la mente. Algunas de las lumbreras de Perry Lane vieron cómo se sometía a prueba su condición de enrollados, y se puso de manifiesto que no lo eran tanto. Robin White y Gwen Davis se pronunciaron en contra de aquel nuevo movimiento drogadicto. Muy bien, perfecto, porque Kesey ya estaba harto de ellos, y el poder estaba en sus manos. Perry Lane adoptó una especie de doble personalidad, es decir, la personalidad de Kesey. La mitad del tiempo era algo parecido a una fraternidad universitaria que se divierte, que ha salido una hermosa tarde de sábado de otoño y que, bajo la moteada sombra de los árboles y los zarcillos de madreselva, juega sobre la hierba al fútbol americano o al baloncesto. Una hora más tarde, sin embargo, Kesey y su círculo estarían tragándose algo de lo que sólo ellos y unos pocos investigadores de la neurofarmacología de vanguardia tenían noticia en el mundo entero: las drogas del futuro, de la utopía centrífuga de los neurofarmacólogos, el advenimiento de la era de…
Bien, mierda. No creo que vaya a seguir importándonos un comino el arte de vivir de los franceses, muchachos; todo franchute tiene un poco de barriga, como dijo Henry Miller, y se acuesta cada noche con pijama con ribetes en el cuello… Lo único que tenéis que hacer, muchachos, es echar al buzón una carta dirigida al viejo Morris, en Morris Orchids, Laredo, Texas, para pedirle los cactus de peyote necesarios para cubrir todas las desvencijadas tumbas de las viudas del pobre y plácido rincón de Palo Alto. Sí. Se dieron cuenta de que podían pedir peyote a un lugar llamado Morris Orchids, en Laredo, y uno de los nuevos juegos de Perry Lane —adiós Robin, adiós Gwen— pronto consistiría en ver quién iba hasta la estación a recoger el envío en la oficina Railway Express, pues la posesión de peyote —la de LSD aún no— era ya ilegal en California. Allí les esperaban aquellas enormes, condenadas cajas llenas de género: mil botones y raíces de peyote, 70 dólares; sólo botones, un poco más. Si te cogían, estabas listo. Porque no había excusa posible. No existía otra razón posible para la posesión de aquellas malditas plantas fétidas que la de colocarse como posesos. Una vez recibidas, se ponían todos a cortarlas en tiras y a ponerlas a secar; les llevaba días hacerlo, y al cabo las molían hasta conseguir un polvo que encapsulaban en gelatina o cocían hasta reducirlo a una resina con la que rellenaban las cápsulas, o bien se limitaban a preparar un caldo tan horrible, tan inmundo, tan increíblemente repulsivo que era necesario tomarlo helado para anularle el sabor y ayunar un día entero para no tener nada en el estómago y poder mantener en el estómago unos cuantos sorbos. Pero luego… a volar… Ah, Perry Lane, Perry Lane…
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bajo los efectos de aquella soberbia planta de Morris Orchids, y multitud de visiones de
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innúmeras caras desfilando tras los párpados, caras que jamás habían visto antes, caras con sus pómulos espectrales, sus ojos preñados, sus carnosidades fibrosas…, y de pronto: ¡el Jefe Broom! Quién sabe por qué, pero el peyote hacía eso… Kesey empieza a visionar, detrás de los párpados, películas de caras, toda una galería de caras extrañas, caras que se agitan tras los párpados, caras que surgen de la nada. Kesey no sabe nada de indios, jamás ha conocido a ninguno, pero de pronto ahí tiene a un indio de cuerpo entero, el Jefe Broom, la solución, la llave generatriz de la novela…
Ni siquiera había planeado escribir tal libro. Había trabajado en otro, titulado Zoo, sobre North Beach. Lovell le había sugerido conseguir un empleo de celador nocturno en el pabellón psiquiátrico de Menlo Park. Podría ganar algo de dinero, y como el trabajo en el pabellón durante la noche no era mucho, podría trabajar en Zoo. Pero Kesey se vio absorbido por la realidad del pabellón psiquiátrico. El sistema…: si hubieran planeado deliberadamente inventar la perfecta anticura de las dolencias que aquejaban a los pacientes de aquel pabellón, no lo habrían podido hacer mejor. La consigna era mantenerlos intimidados y dóciles. Para empezar, jugaban con la debilidad que los había vuelto locos. Anonadaban a los pobres diablos con tranquilizantes, y si aun así se salían de la norma, los arrastraban hasta la «sala de electrochoques», donde les aplicaban el castigo merecido. Maravilloso…
A veces iba a trabajar en ácido. Y podía ver en el interior de las caras. A veces escribía, y otras dibujaba a los pacientes, y mientras las líneas del bolígrafo trazaban morosamente en el papel los rasgos de sus caras era capaz de… el interior de aquellos hombres cobraba vida en los trazos, en los accidentes perfilados por el bolígrafo; era la sensación más increíble que uno pueda imaginar: la angustia y el dolor afloraban al papel, afluían a los accidentes de las caras, a los accidentes del dibujo, ahora idénticos —hechos uno— en todos los pacientes: negros orificios nasales de estornino, negros ojos de estornino, negros y ciegos y posesos gritos de estornino en cada una de las caras: «¡Yo! ¡Yo! ¡Yo! ¡Yo! Soy yo: ¡yo!»… ver con nitidez en su interior. (¿Cómo explicarle al mundo todo esto? Diría que tú también estás loco). Pero luego, sin estar en ácido, seguía siendo capaz de ver en el interior de las personas.
La novela Alguien voló sobre el nido del cuco trata de un proletario llamado Randle McMurphy, un ser corpulento y sano que decide fingirse loco para eludir una corta condena que cumple en una granja penitenciaria. McMurphy piensa que en el hospital psiquiátrico del estado la vida será fácil. Llega al pabellón con sus tupidos rizos rubios rojizos asomándole por debajo de la gorra, gastando bromas e intentando pasárselo bien y animar un poco el cotarro en aquella caterva de chiflados. Los enfermos no pueden resistirse al recién llegado, y de pronto quieren hacer cosas. La tirana que dirige el lugar, la Gran Enfermera, lo odia por debilitar… el Control, el Sistema. Transcurrido cierto tiempo, los enfermos empiezan a sentir inquina contra él porque les fuerza a luchar, a volver a actuar como hombres. Finalmente, la Gran Enfermera se ve abocada a emplear su carta decisiva y neutraliza a McMurphy haciendo que sea sometido a una lobotomía. Pero tal inmolación inspira la sublevación de un paciente indio, el Jefe Broom, que escapa del hospital y se cura: es decir, huye como alma que lleva el diablo hacia la naturaleza.
El Jefe Broom. Un personaje clave. Desde el punto de vista del oficio literario, el Jefe Broom fue su gran hallazgo. De haber contado la historia a través de los ojos de McMurphy, Kesey habría tenido que terminar poniendo en boca de su corpulento luchador protagonista un montón de peroratas sobre su casera teoría de la terapia mental. Optó, en cambio, por contarla a través del indio piel roja. De este modo pudo presentar la enfermedad esquizofrénica desde la vivencia del propio esquizofrénico, el Jefe Broom, y al tiempo explicar con mayor sutileza el Método McMurphy.
¡Morris Orchids! Escribió varios pasajes del libro bajo los efectos del peyote y del LSD. Incluso consiguió, bajo cuerda, que alguien le aplicara un electrochoque, a fin de poder escribir el pasaje en el que el Jefe Broom vuelve de la sala de los electrochoques. Tras la ingestión de los botones de Laredo escribía sin parar, desaforadamente. Y al salir de sus efectos se daba cuenta de que gran parte de lo que había escrito no era sino broza desechable. Pero ciertos trozos —como los que narran al Jefe Broom en sus brumas esquizofrénicas— entrañaban una visión genuina, un barrunto de lo que podríais ver, amigos míos, si lograrais abrir las puertas de la percepción…
Nada más terminar Alguien voló sobre el nido del cuco, Kesey subarrendó su casita de Perry Lane y volvió a Oregón con Faye. Era junio de 1961. Se pasó el verano trabajando en la fábrica de productos lácteos de su hermano Chuck, en Springfíeld, para ahorrar algo de dinero. Luego él y Faye se trasladaron a una pequeña casa en Florence, Oregón, a unos ochenta kilómetros al oeste de Springfíeld, cerca del océano, en plena zona maderera. Allí empezó a reunir material para su segunda novela, A veces un gran impulso, que trataría de una familia de leñadores. Dio en pasearse temprano por la mañana y al anochecer en los «furgones», camionetas que traían y llevaban a los campamentos a los trabajadores forestales. Por la noche solía ir a los bares frecuentados por leñadores. Se sentía lo bastante modesto socialmente como para ponerse a hablar con ellos. Al cabo de unos cuatro meses volvió con Faye a Perry Lane, donde acometería la redacción de la novela.
Alguien voló sobre el nido del cuco se publicó en febrero de 1962, y obtuvo un inmediato reconocimiento literario:
«Un impresionante logro literario» —Mark Schorer
«Un nuevo gran novelista norteamericano» —Jack Kerouac
«Vigoroso realismo poético» —Life
«Una asombrosa primera novela» —The Boston Traveler
«Una primera novela de singular valor» —The Herald Tribune, Nueva York
«Su narrativa es tan efectiva, su estilo tan impetuoso, su concepción de los personajes tan certera, que el lector se ve arrastrado… Tiene un sólido y gran talento, y ha escrito un sólido y gran libro» —Saturday Review
Y en Perry Lane… Se trataba de la confirmación de todo lo que Kesey y los demás habían estado haciendo. Como botón de muestra, ahí estaba la vieja Paranoia de la Droga, el pavor a que aquella desatada y desconocida fiebre drogadicta en la que se hallaban inmersos los condujera gradualmente… a la ruina cerebral. Bien, pues he ahí la respuesta: ¡el Jefe Broom!
Y McMurphy…, pues claro que sí. La fantasía del momento…, Kesey era un McMurphy que trataba de hacer que dejaran el punto muerto, que zarparan de su cómodo puerto, que abandonaran el blando jueguecito de ser falsamente osados, de estar falsamente vivos —el juego del intelectual de clase media— y comenzaran a avanzar hacia… la Ciudad Límite…, donde se pasaba miedo, sí, pero donde las personas eran seres humanos integrales. Y si eran las drogas las que abrían las puertas que hacían posible todo esto, que permitían tomar conciencia de lo que había en el interior de uno mismo, pues adelante con ellas…
Ni siquiera la gente de Perry Lane parecía percibir el calado de la nueva obra en la que estaba trabajando. A veces un gran impulso trataba del jefe de un clan de leñadores, Hank Stamper, que desafía al sindicato y por tanto a la comunidad en la que vive al continuar trabajando durante una huelga. Se trataba de un libro insólito: los huelguistas eran los «malos» y el esquirol el héroe. El estilo era experimental, y en ocasiones difícil. Y la principal fuente de referencias míticas no era Sófocles ni Sir James Frazer sino… sí, el Capitán Marvel. Los líderes sindicales, los huelguistas, y las gentes del pueblo son las tarántulas, que formulan con alborozo el siguiente voto: «Denigraremos, nos vengaremos de todos aquellos ante quienes no somos iguales…, y “el deseo de igualdad” será en adelante el paradigma de la virtud, ¡y alzaremos nuestro clamor contra todo aquello que encarne el poder!» Hank Stamper era, de forma absolutamente deliberada, el Capitán Marvel. Antaño conocido como… Übermensch[18] La fantasía del momento…
… en Perry Lane. Es de noche, la noche en que él y Faye y los niños vuelven a Perry Lane desde Oregón. Llegan a la vieja casita y ven una extraña figura en el jardín, que sonríe y bambo lea los hombros de un lado para otro y sacude las manos a izquierda y a derecha como si hubiera un tambor en alguna parte, un tambor diferente, ya entiendes, borracho como una cuba, en realidad…, y, bueno, hola, Ken, sí, ah, bueno, no estabais por aquí, ya entiendes, doble embrague, doble embrague, y me dijeron que no te importaría, que eres generoso y no…, ejem, sí, yo también tuve un Pontiac del 47, se pegaba al asfalto como un pájaro prehistórico, ya entiendes… Sí, Neal Cassady había aparecido en la casita, como recién salido de las páginas de En el camino, y… ¿ahora qué viene, Jefe? Ah…, un montón de fiorituras de pintura fluorescente…
Empezaron a reunirse en Perry Lane todo tipo de personas. En la California hip, Perry Lane empezaba a causar un auténtico furor underground. Kesey, Cassady, Larry McMurtry; dos jóvenes escritores: Ed McClanahan y Bob Stone; la bailarina Chloe Scott, el pintor Roy Seburn; Cari Lehmann-Haupt, Vic Lovell… y el propio Richard Alpert. Entraba y salía de allí, continuamente, todo tipo de gente. Gente que había oído hablar de todo aquello, como los beats locales —aún se empleaba este término—, un grupo de chicos que vivía en una casa que llamaban el Chateau; un joven de pelo alborotado que se llamaba Jerry Garcia; el Vaquero Cadavérico: Page Browning. Todo el mundo se sentía atraído por el extraño y fabuloso momento que, según se decía, estaba viviendo Perry Lane… El increíble venado con chiles, por ejemplo, que preparaba Kesey: carne de venado guisada con LSD, que uno saboreaba para acto seguido ir a tumbarse en un colchón, sobre la horcadura del gran roble que había en Perry Lane, en medio de la noche, y jugar con el despliegue de luces del cielo como quien juega con una máquina del millón… Perry Lane.
Eran muchas las almas confusas que pasaban por allí para echar una ojeada. Al principio se sentían cautivadas. Perry Lane era algo demasiado bueno para ser verdad. Era Walden Pond, sólo que sin ningún misántropo tipo Thoreau. Había, por el contrario, una comunidad de gente inteligente, muy abierta, sincera —«sincero» era un adjetivo que todo el mundo empleaba en aquel tiempo—, que se preocupaba profundamente por los demás, que compartía… hasta extremos increíbles, y que se hallaba embarcada en una suerte de…, bueno, aventura vital. Dios, se les podía ver intentando palpar todo aquello para ver si era verdad, y entonces…, poco a poco, empezaban a descubrir que allí había algo que se les escapaba… Como la chica de aquella tarde, en la casita de alguien, cuando estaba de visita Richard Alpert (fue un año después de que Alpert empezara a trabajar con Timothy Leary). La chica había conocido a Alpert un par de años atrás, cuando éste era un joven serio dedicado a la psicología clínica al ciento por ciento: legiones de ratas y gatos en jaulas, con las masas cerebrales, los cuerpos callosos y los quiasmas ópticos seccionados, empalmados, troceados en dados, congelados en aras del Método Científico. Ahora Alpert estaba sentado en el suelo de Perry Lane en la vieja y mansa postura del loto, disertando muy serio sobre un bebé que gateaba a tientas por la habitación. ¿A tientas? ¿A tientas? ¿Qué quieres decir con a tientas? Ese bebé es una criatura sensible de verdad… Ese bebé ve el mundo con una totalidad que ni tú ni yo volveremos a conocer jamás. Las puertas de su percepción no se han cerrado todavía. Sigue experimentando el momento en que vive. La inevitable porquería venidera aún no ha embotado su corteza cerebral. Sigue viendo el mundo tal cual es, mientras henos aquí a nosotros: apenas nos ha quedado una vaga versión histórica del mundo, la que hemos fabricado con palabras y con las necedades oficiales…, y esto y lo otro y lo de más allá… Alpert vuela y riza el rizo en divagaciones ouspenskianas dedicadas al bebé, mientras el bebé —según la chica puede constatar— se limita a zigzaguear, babear, escorarse y bambolearse por el suelo de la estancia… Pero la chica estaba aprendiendo… que el mundo se dividía categóricamente en aquellos que habían tenido la experiencia y aquellos que no la habían tenido, en aquellos que habían cruzado aquella puerta y…
Extraña sensación la experimentada por aquellas almas buenas al caer en la cuenta de pronto de que allí en Perry Lane —en aquella pequeña comunidad de casitas de tejado de paja, en me dio del arbolado y las madreselvas y las libélulas y las ramas y las hojas y la multitud de recoletos rincones en los que se filtraba el sol, mientras gentes laboriosas y convencionales que provenían del túnel de eucaliptos de la Universidad de Stanford transitaban a paso lento por las calles del campo de golf situado un poco más allá…— estaba teniendo lugar un asombroso experimento que tenía que ver con la conciencia humana, un experimento que exploraba una frontera de la que ni ellos mismos ni nadie habían oído hablar jamás.
PALO ALTO, CALIFORNIA, 21 de julio de 1963. Y entonces, un buen día, llegó el fin de una época, como gustan de calificarlo los periódicos. Un promotor inmobiliario compró la mayor parte de Perry Lane; la idea era demoler las viejas casitas y construir casas modernas, y pronto empezarían a llegar los bulldozers.
Los periódicos pensaron escribir sobre la última noche en Perry Lane, la vieja y noble comunidad de Perry Lane, y tenían en mente el manido cliché de siempre: el Fin de una Época. Esperaban, pues, encontrarse con un puñado de sesudos intelectuales del momento, del estilo de Thorstein Veblen, dispuestos a realizar contundentes y acerbas declaraciones sobre aquella civilización de las máquinas que devoraba su propio pasado.
Pero en lugar de ello se encontraron con una especie de lunáticos subidos a un árbol y tumbados sobre un colchón, colocados como posesos, que no paraban de ofrecer a todo el mundo, a cuanto periodista o fotógrafo se acercaba a verles, cierto guisado de venado con chiles. Pero en todo aquel dislate había algo…
… y cuando llegó el momento de las declaraciones sentimentales y acerbas…, bien, pues nada de eso: aquel tipo fornido llamado Kesey sacó de su casa a rastras un piano, y el grupo entero la emprendió a hachazos con él hasta destrozarlo, y luego le prendieron fuego, refiriéndose a él como «la cosa viva más vieja de Perry Lane». Y no paraban de reír y de alborotar ante el incendio, colocados como monos, intentando todos ellos, de un modo extraño, asir las estrellas… Iba a ser terriblemente difícil escribir para los periódicos sobre el Final de una Época sin otra cosa sobre la que basarse que aquel material tipo Olsen & Johnson[19] facilitado por el grupo, pero se las arreglaron para volver a la redacción con la misma historia con la que habían salido, el Fin de una Época, es decir, con el cliché intacto; siempre, claro, que lograran librarse de los gritos del venado con chiles que les martilleaban los oídos…
… aunque tampoco habrían entendido nada, de todas formas, por mucho que alguien les hubiera explicado qué era lo que estaba sucediendo. Kesey se había comprado una casa en La Honda, California, y había propuesto ya a una docena de los del grupo que se fueran con él, que trasladaran todo el cuadro, toda la marchita y maníaca Época a…
Versalles, a su Versalles de Renta Limitada, al otro lado de la montaña, entre los bosques, en La Honda, California. Donde —donde— la luz :::::: de los focos :::::: y el polvo de neón…
«… un mensaje nuevo e importante…, el venturoso contragolpe…».