VIII. TOCANDO A LAS MULTITUDES
En Georgia llegaron a un área de descanso y aparcaron a un lado de la autopista, junto a un lago. El Viejo Hermano John se puso un gorro de Robin Hood y cantó un montón de canciones picantes y obtuvo el premio al Viaje Más Horrible. Babbs clavó una muñeca a un poste y la pintó con pintura fluorescente y le clavó un montón de clavos y le prendió fuego, y ganó otro premio al Viaje Más Horrible. Luego sucedió algo que hizo muy feliz a Sandy. Se le ocurrió pintarse la mano con dibujos fluorescentes y meterse en el agua y salir luego con la mano extendida hacia la cámara de Hagen, de forma que la película mostraría una enorme mano fluorescente abalanzándose hacia la cámara en un frenético escorzo. A todo el mundo le encantó la idea y se puso a ponerla en práctica, y Sandy sintió que ahora compartía parte del poder. Se pintaban, pues, una mano y la abrían y plantaban la enorme y vibrante palma fluorescente ante las narices del mundo convencional y comatoso que flotaba en torno…
Kesey convocó otra reunión, y sin que nadie tuviera que decir nada todos empezaron a sentir que el viaje se estaba convirtiendo en… una suerte de misión. Kesey dijo que quería que to dos hicieran lo que tenían que hacer y que fueran Bromistas, pero que al mismo tiempo fueran sobremanera competentes. Como con las pelotas de goma rojas que solían lanzarse unos a otros al salir del autobús. La idea de las pelotas rojas era que los Bromistas debían estar siempre preparados para cogerlas al vuelo cuando se las lanzaran, aun cuando en ese momento no estuvieran mirando. Debían estar siempre alerta, siempre pendientes del instante, siempre embebidos en las cosas del grupo, y ser siempre extremadamente competentes.
Uno de los Bromistas que estaba dando muestras de suma competencia era Cassady. El autobús ascendía como un rayo por la costa en dirección a Nueva York. Volaba. Cassady jamás había estado en mejor forma. Para entonces quienquiera que hubiera tenido alguna reserva respecto a Cassady ya la había desechado. Cassady estaba siendo una roca en aquel viaje; alguien con quien se podía contar en cualquier momento. Cuando todos los demás estaban rendidos por la fatiga o por cualquiera de las numerosas presiones, Cassady estaba allí para seguir adelante. Era como si nunca durmiera, como si no necesitara hacerlo. Pese a su loca forma de conducir, siempre conseguía sacarles de todo laberinto: era como si siempre supiera dónde estaba el punto exacto de salida. Cuando el autobús se estropeaba, Cassady buceaba en sus viejas entrañas y arreglaba la avería. Cambiaba las ruedas; cargaba con ellas, las empujaba, alzaba, atornillaba…, mientras las fibras de sus fantásticos músculos se le marcaban una a una y sus venas basílicas se le henchían de sangre y de anfetaminas.
Al coronar las montañas Blue Ridge todo el mundo estaba en ácido. Incluido Cassady. Y fue entonces cuando, en la carretera de montaña más empinada, sinuosa y pavorosa de cuantas se hayan construido en la historia del mundo, decidió hacer el descenso sin frenos. El pintoresco autobús empezó a bajar vertiginosamente por las montañas Blue Ridge de Virginia. Kesey iba en la baca para no perderse un ápice de aquello. Desde allí arriba podía sentir cómo el vehículo se escoraba en las curvas, ver cómo la carretera se retorcía y zigzagueaba ante sus ojos como un inmenso látigo. Y se sentía absolutamente sincronizado con Cassady. Hasta el punto de sentir que, si se dejaba dominar por el pánico, el pánico también dominaría a Cassady y recorrería luego el autobús como un gran chorro de energía. Pero no sentía ningún pánico. No era sino un pensamiento abstracto. Tenía una absoluta fe en Cassady; más que fe incluso. Era como si Cassady, al volante, estuviera en estado de satori, tan inmerso en el instante mismo, en el Ahora, cuanto pudiera llegar a estarlo criatura alguna, y como si todos los ocupantes del autobús participaran de ello.
Llegaron a Nueva York a mediados de julio, y se sintieron como caballos en el último tramo de una carrera en el hipódromo. Se sentían estupendamente. Subieron por la calle Cuarenta y dos y enfilaron Central Park Oeste con los altavoces a todo volumen, e incluso la ciudad de Nueva York tuvo que detenerse para mirarles. Los Bromistas mostraban alegremente sus manos pintadas, y Kesey y Babbs, con sus camisas a rayas rojas y blancas, se subieron al techo y empezaron a tocar a la gente. Es decir: cuando desde la baca tocaban la flauta lo hacían interpretando a la gente como si ésta fuera una partitura, como si el pobre y comatoso mundo exterior fuera música. Si un tipo te miraba con mala cara, tocabas la flauta con tonos de elefante moribundo. Si una mujer te miraba nerviosa y agitada, tú tocabas nervioso y agitado. Era decirles las cosas a la cara, claramente, y la gente no sabía qué hacer. Nueva York —¡vaya canto fúnebre, Nueva York!— era una ciudad llena de gente solemne, gastada, irritable, que iba abriéndose paso por las aceras torpemente. Gente ceñuda que miraba al suelo, que avanzaba arañando el pavimento con los pies como si apartara boñigas de caballo y fuera diciéndose para sus adentros: oh, que esto tenga que pasarme a mí…; gente que les lanzaba miradas de resentimiento, resentimiento que era una suerte de «regalo» de los Bromistas para con ella, porque le permitía mirar hacia el autobús y decir: ésos son los bastardos que tienen la culpa de toda esta mierda. El autobús enfiló la gran entrada situada frente a la Tavern on the Green, un gran restaurante de Central Park, y los Bromistas se pusieron a tocar a la gente. De un modo u otro estaban arrastrando a toda aquella condenada ciudad a su película, y Hagen lo registraba todo con su cámara.
Uno de los miembros del grupo de Perry Lane, Chloe Scott, les había conseguido alojamiento en el apartamento de unos amigos —que pasaban fuera el verano— en Madison Avenue con la calle Noventa. Aparcaron el autobús frente al edificio y se tomaron un tiempo libre. Cassady fue a ver a sus viejos amigos de los tiempos de En el camino. Dos de ellos eran Jack Kerouac y Alien Ginsberg.
Dieron una fiesta en el apartamento, y asistieron Kerouac y Ginsberg. Apareció también un tipo que dijo, hola, soy Terry Southern, y ésta es mi mujer Carol. Era un tipo muy divertido, de charla torrencial y tremendamente agradable. Una semana después se enterarían de que no era Terry Southern, y de que ni siquiera se le parecía físicamente. No había sido sino una pequeña broma, y a todos les pareció estupendo haberle creído y habérselo pasado en grande. Kesey y Kerouac apenas se hablaron. A un lado estaba Kerouac y a otro lado estaba Kesey, y en medio de ambos estaba Cassady, un día heraldo de Kerouac y de toda la Generación Beat y hoy heraldo de Kesey y de… ¿qué?, de algo mucho más salvaje y más extraño que también estaba «en el camino». Fue como un hola y adiós. Kerouac era la vieja estrella. Kesey era el nuevo cometa salvaje del Oeste rumbo a Dios sabía dónde.
A veces un gran impulso vio al fin la luz y las críticas oscilaron desde las muy buenas a las pésimas. En el diario neoyorquino Herald Tribune, Maurice Dolbier aseguraba: «En el yermo de la ficción, se alza esta secuoya gigantesca». Y Granville Hicks escribía: «En Alguien voló sobre el nido del cuco, su primera novela, Ken Kesey demostró ser un escritor vigoroso, fabulador, ambicioso. En A veces un gran impulso estas cualidades se aprecian aún en mayor grado. La novela cuenta de un modo fascinante una historia fascinante». En el Saturday Reviera, John Barkham decía: «Un novelista de talento e imaginación poco habituales… Un relato turbulento, de gran aliento». Time decía que era una gran novela, pero de estilo elaborado en exceso, y fallida… Algunos críticos parecían desconcertados ante el escenario remoto, forzado, primario de la novela y ante el tema insólito del heroico esquirol y los sindicalistas cobardes. Leslie Fiedler escribió una crítica ambivalente en el Book Week del Herald Tribune, pero se trataba en cualquier caso de una reseña extensa, en primera plana y firmada por un crítico de gran prestigio. Newsweek afirmaba que el libro «rechaza los deberes del arte y acaba siendo por tanto una ampulosa, detallada, ufana y seudoépica falsificación de la vida». Orville Prescott, en The New York Times, lo calificaba de «aburrido desastre literario», y escribía: «este libro monstruoso es la novela más insufriblemente pretenciosa y enormemente aburrida que he tenido que leer en muchos años». Hablaba de Kesey como del beatnik que había servido de modelo para el Dean Moriarty de En el camino, de Jack Kerouac, confundiendo a Kesey con Cassady. Los Bromistas se rieron mucho con esta confusión. El tipo se había hecho un lío y…, quizá se sentía desconcertado ante todo el asunto del autobús y su gran asalto a Nueva York: Detened a los hunos…
Pero al diablo con ello. Kesey hablaba ya de que la escritura era una forma artística artificial y anticuada, y sugería, a quien quisiera mirar, que dirigiese la mirada… al autobús. La prensa local, incluidas algunas de las publicaciones más minoritarias y hip de la ciudad, dedicó cierta atención al autobús, pero nadie comprendió cabalmente lo que estaba sucediendo. Interpretaron únicamente que se trataba de un grupo festivo. Lo era, en efecto, pero en julio de 1964 ni siquiera el mundo hip de Nueva York estaba del todo preparado para el fenómeno de un puñado de jóvenes que cruzaba atronadoramente el continente norteamericano en un autobús pintado con abigarrados mándalas fluorescentes, dirigiendo sus cámaras de cine y sus micrófonos hacia todo lo que se pusiera a su alcance en aquel país, mientras Neal Cassady tomaba las curvas más bruscas como un súper Hud y la nación norteamericana entera iba desfilando ante el parabrisas como ante una de esas condenadas cámaras panorámicas de Cinemascope que fuerzan los nervios ópticos como la goma elástica de un aeroplano de juguete…, y metámonos un poco más de speed y de ácido y fumémonos unos porros como si nos los estuviera despachando ahora mismo Cosmo, la máquina expendedora de «chucherías» autorizadas sólo por el dios Bromista…
¡Cosmo!
Furthur.