HUNTER S. THOMPSON

NO HABÍA NORMAS, NO SE CONOCÍA EL MIEDO, DORMIR ERA IMPENSABLE…

Hace veinticinco años. Es increíble. Parece como si hubiera sido hace veinticinco meses. Como mucho. Qué tiempo, amigos… Delirante. Eran los buenos tiempos de verdad. Tocábamos la vida con la punta de los dedos. San Francisco, en 1965, era el mejor sitio del mundo donde se podía estar. Todo era posible. Los locos tomaban las riendas, la locura zumbaba en el aire, y el rey de los locos, el peso pesado entre todos ellos, era un rústico chico de La Honda llamado Ken Kesey.

Tenía la panda más loca de todo el Oeste. El LSD-25 no estaba prohibido en aquellos tiempos, y la gente de Kesey le estaba «dando al asunto» de verdad. Era un mundo absolutamente nuevo. El lema era «hazlo ahora», y las cosas no «desnudas» no estaban bien. Las mejores mentes de nuestra generación se las arreglaron para coincidir todas en La Honda, y Kesey tenía sitio para todos. Su rancho de la ladera del cañón se convirtió en la capital mundial de la locura. No había normas, no se conocía el miedo, dormir era impensable…

¿Cómo me vi yo envuelto en el mundo de esa gente? Es una historia larga y extraña. Había escrito un artículo sobre los Ángeles del Infierno para La Nación, y en cuanto se publicó me gané el acceso al «club». Desde aquel momento, para los Ángeles del Infierno yo era un «tío legal».

En cuanto a Kesey, siempre me había gustado lo que escribía, y pensaba —y sigo pensando— que era uno de los escritores realmente buenos de nuestro tiempo. Además había estado en una de las reuniones de los Bromistas en La Honda y me lo había pasado estupendamente.

Así que coincidió que tenía un pie en cada sitio, y lo que hice, a fin de cuentas, no fue sino actuar de maestro de ceremonias y mezclar un poco de Ángel del Infierno por aquí y un poco de Bromista por allá para ver lo que salía… Lo hacía por diversión, por supuesto, pero también por propio interés porque buscaba algo de enjundia sobre lo que escribir. Pero para escribir sin riesgos…, bueno, tienes que mantener el control sobre las cosas…, y a mí el control se me escapó de las manos enseguida.

En favor de Kesey y los Bromistas hay que decir que estaban demasiado locos para tener miedo. Kesey invitó a la gente a La Honda para una «movida» en toda regla, con bandadas de Ángeles del Infierno dándose cita en busca de rapiña, LSD y pollo frito. Le dije a Kesey que si llevaba a cabo aquel plan merecía ser fusilado por criminal de guerra. Y recuerdo que pensé: «¿Qué coño he hecho? Acabo de echar por tierra todo lo que se suponía que, como mínimo, debía tratar con guante blanco.» Me opuse al plan, pero no había tiempo para oponerse, sólo había tiempo para poner en marcha la grabadora.

Recuerdo a aquellas hordas enmarañándose en la carretera y congregándose en masa ante la gran pancarta de bienvenida que los Bromistas habían extendido de parte a parte de la verja. Allí, en la entrada, les esperaban aquellos jóvenes inocentes, deseosos de brindarles su concepto tribal de la hospitalidad.

Fue todo un espectáculo. La gente ardía de entusiasmo allí donde miraras. Había altavoces por todas partes, entre la espesura de los árboles, y grandes altavoces de intervalo variable en el barranco, con sus cables desplegados y cruzados por la carretera. Y había unos seis coches de policía con luces centelleantes aparcados en el arcén, y polis por todas partes, polis que podían verlo todo desde la otra orilla del riachuelo. Y los Ángeles de Infierno seguían llegando por la carretera, y se les iba recibiendo con grandes muestras de calor y de dicha. Ya el mero hecho de que no se estuviera produciendo una carnicería resultaba algo asombroso, pero lo realmente increíble era el espectáculo en sí mismo.

Sí. Así era Tío Ken. No sabía reírse más que cuando iba a toda velocidad, y entonces no le oías porque el viento hacía que sus labios aletearan sin ruido, como si fueran de goma.

Pero algo que él nunca pudo saber es lo que es volver de su casa a la mía a lomos de una BSA 650 Relámpago en treinta y tres minutos escasos. Para hacer noventa kilómetros en treinta y tres minutos hay que ir muy, muy rápido. Pero en aquel tiempo no había limitación de velocidad en la Autopista Uno de California, y la mayoría de las noches no había tráfico. Lo único que tenías que hacer era meterle caña y aguantar el tipo. Y si eras capaz de hacerlo era como si te dispararan al otro lado del espejo. Era más rápido que un cerebro lleno de DMT[92], uno de los más poderosos alucinógenos jamás creados por el hombre (como Grace Slick comentó una vez: «El ácido es como si te succionaran por un tubo, pero el DMT es como si te dispararan con un cañón»).

Puede que, andando el tiempo, haya podido ir más rápido en ocasiones, pero siempre me ha parecido que iba lento.