VII. ÁCIDO NO AUTORIZADO

Como-vino-al-mundo. Como-vino-al-mundo. Silencio. Pero, bueno… El que éste y un par de descalabros más en la experiencia de los Bromistas tuviera algo que ver con ese babuino mentecato que es la Droga era algo que ni siquiera se les pasó por la cabeza a los Bromistas en aquel momento. La locura no era un absoluto. Todos ellos se habían embarcado voluntariamente en un viaje y en un estado de conciencia que era un estado «demente» según las pautas aceptadas normalmente. El viaje, y de hecho toda aquella aventura, era una arriesgada zambullida total en lo desconocido, y se daba por hecho que lo que cada persona llevaba dentro iría saliendo a la luz y expandiéndose más y más cada día, de manera gloriosa o de cualquier otra manera. Como-vino-al-mundo había hecho lo «suyo». Se lanzó al vacío con ruido y fue recogida por la policía más tarde, e internada en un hospital psiquiátrico del condado, y eso fue todo, porque los Bromistas habían seguido su camino hacía tiempo.

El viaje había comenzado como un gran estallido, una eclosión desde la fortaleza boscosa de La Honda hacia la confiada Norteamérica. Y para Sandy, de todas formas, fue entonces cuando el viaje había ido mejor: cuando los Bromistas habían estado entre la gente, cuando los ciudadanos del país les miraban como lelos, esforzándose por dar con la emoción más adecuada a aquella insólita visión: ¿pero qué diablos estaban haciendo aquellos majaderos? Pero también estaba aconteciendo lo contrario. En los largos trechos de las superautopistas norteamericanas, entre parada y parada, el autobús era como una olla a presión, como un crisol, como una de esas cámaras en las que los científicos atómicos de los primeros tiempos solían comprimir agua pesada, aproximando las moléculas más y más unas a otras hasta que los átomos hacían explosión. En el autobús se intensificaba cualquier viso de excentricidad y de competitividad y de acrimonia. Sus ocupantes se mostraban tal cual eran, no había duda. Jane Burton, que ahora era Hambrona, y Sandy —Apéate-dieron en bajarse del autobús siempre que podían, como en Houston, para comer como es debido. «Como es debido» en todos los sentidos, muchacho. Entraban en uno de esos restaurantesasadores típicos, con grandes lunas con el manido molino de plástico anunciando la cerveza Heineken y las pegatinas de Diners Club y de American Express en la puerta, y se comían un buen bistec con patatas fritas y zanahorias y guisantes cocidos y salsa de primera. Jane, rendida por el sueño y con un hambre canina— famélica normalmente y un tanto malhumorada siempre—, se preguntaba qué diablos estaban haciendo allí en el borde sureño del país cuando Nueva York estaba mucho más al norte. Y Sandy con su subliminal urgencia de apearse y al mismo tiempo de seguir en el autobús, en ese nivel…, y sin que ninguno de los dos supiera qué pensar de Kesey…, siempre Kesey…

Y el calor. Desde Houston partieron rumbo al este a través del Profundo Sur, y el Profundo Sur en julio era… pura lava. El aire que entraba por las ventanillas abiertas era caliente y arenoso como humo invisible, y cuando se detenían caía de pronto sobre ellos como un manto de lava. El descanso en Houston no les había sentado demasiado bien, porque el calor lo trastocó todo de nuevo y nadie pudo dormir y era como si lo único que pudieran hacer fuera abrirse paso entre la lava con la ayuda del speed y la hierba y el ácido.

Nueva Orleans fue un alivio, porque se bajaron del autobús y pasearon por el Barrio Francés y por los muelles con sus camisas a rayas rojas y blancas y su pintura fluorescente, y la gente se quedaba atónita al verles. Y la policía llegó cuando estaban en los muelles, y la cosa resultó un tanto cómica porque para ellos los polis eran ya pan comido. La policía urbana no era más capaz que la policía rural de hacer funcionar su Película de Polis. Pe león les habló con suavidad, como el alumno más brillante de un curso universitario pronunciando el discurso de despedida, y Kesey les habló con suavidad y campechanía, y Hagen lo filmaba todo como en un descabellado intento de cinema verité y los polis salieron pitando en un rebaño de Fords con sus luces rojas giratorias. Sayonara a todos, muchachos…

Siguieron paseando por Nueva Orleans con sus camisas a rayas y sus pantalones cortos, y todos podían ver las piernas grandes y musculosas, de jugador de fútbol americano, de Kesey, que iba en cabeza a grandes zancadas, como si fuera el amo del lugar, como si todos fueran los amos del lugar, y a todos se les levantó el ánimo. Así que se fueron al lago Pontchartrain, en el lado norte de Nueva Orleans, y tomaron ácido, aunque una dosis pequeña, unos 75 microgramos, y todos se sentían felices y muy altos, y los discos de rock and roll atronaban en sus oídos: Martha y los Vandellas y Shirley Ellis y ese tipo de gente… El lago Pontchartrain es como un grande y bello y espacioso —¡espacio!— parque sobre el agua. Aparcan el autobús en el aparcamiento, y el lugar está rodeado de hermosos árboles y hay un agua hermosa e interminable por todas partes y todo el mundo se pone el traje de baño. Walker, que tiene una constitución hercúlea, se pone un bañador rojo, amarillo y negro, y Kesey, que también es de constitución hercúlea, se pone un bañador azul y blanco, y el Colgado, cuya constitución es igualmente hercúlea aunque más estilizada, se pone un bañador anaranjado, y el azul del agua y el agostado verde de la hierba y las hojas y… ¿un poco de brisa?…, todo se pone a evolucionar ante sus ojos lisérgicos como una postal fundida… ¡Y el agua! Lo que ninguno de ellos sabe es que se trata de una playa «segregada», sólo para negros, y allí están todos los negros sentados en los bancos, mirando cómo aquellos blancos chiflados se bajan de un autobús extraño y van hacia el paralelo 30 de las aguas segregadas del Profundo Sur de Nueva Orleans. El Colgado está colgado de verdad, y arde con el calor, y se zambulle y nada un trecho y al poco ve que está rodeado de hombres de color naranja oscuro, de negros que chapotean a su alrededor y le lanzan miradas aviesas. Uno de ellos tiene un incisivo de oro con una estrella vaciada en el frente —de forma que deja ver una estrella de esmalte blanco en medio del amarillo del oro—, y el oro empieza a lanzar reflejos de sol hacia el Colgado, fisssssss, al compás de los latidos de su corazón, que se aceleran progresivamente…, esos malditos reflejos de oro y esmalte blanco que se te quedan pegados en la retina…, y Boca Dorada dice:

—Tío, hoy hay mucha basura en el agua…

—No vas descaminado, no… —dice otro.

—Mucha puta mierda en el agua, sí, señor… —dice otro. Y así unos cuantos más.

De pronto Boca Dorada le está hablando directamente a el Colgado:

—¿Qué está haciendo toda esta mierda en el agua, eh, tío?

El Colgado está perplejo, en parte porque el día se le ha vuelto naranja por el ácido: trajes de baño anaranjados, agua anaranjada, cielo anaranjado, negros amenazantes y anaranjados…

—Oye, ¿qué estás haciendo aquí? —le dice de pronto Boca Dorada en tono abiertamente agresivo. El negro es grande y naranja y sus adiposas y anchas espaldas son como una gran raya marina naranja—. Tío, ¿sabes lo que vamos a hacer contigo? Vamos a cortarte las pelotas. Vamos a sacarte a la orilla y vamos a cantar contigo…

—Je, jeeeeeee…! —empiezan los demás en una especie de risa gemebunda.

Esto, quién sabe por qué, hace sonreír al Colgado. Siente cómo la sonrisa se le extiende por la cara como un gran gajo anaranjado de dulce de gelatina anaranjada, y se queda allí en suspenso, chapoteando en el agua y sonriendo mientras Boca Dorada sigue lanzándole reflejos y reflejos y reflejos…

Y entonces Boca Dorada dice:

—Bien, está claro que sí, que hay una especie de mierda

Y se echa a reír, sólo que ahora amistosamente, y todos ríen y el Colgado ríe y vuelve nadando a la orilla.

Para entonces se ha congregado en torno al autobús loco un gran número de negros. Por los altavoces sale una atronadora música funky, un disco de Jimmy Smith. El Colgado se monta en el autobús. Tiene la impresión de que alrededor del autobús hay miles de negros bailando rock and roll e insinuante boogie. Todo es anaranjado, y el Colgado mira a la contorsionante masa de negros que se ve a través de cada ventanilla: todo son negros que se contorsionan pegados al autobús, alrededor del autobús, y lo anaranjado se empieza a volver marrón. El Colgado empieza a sentir que está dentro de un gigantesco intestino en el que están dando comienzo las contracciones peristálticas. Siente que el viaje se le está convirtiendo en un mal viaje. Hasta Kesey, que jamás tiene miedo a nada, parece preocupado.

—Será mejor que nos larguemos de aquí —dice Kesey. Pero ¿cómo? ¿Exprimidos y expulsados? ¿Por las contracciones peristálticas marrones del mal viaje? Por suerte para el Colgado, y quizá para todo el mundo, los policías blancos aparecen en este punto y disuelven a la multitud negra y les dicen a los chiflados blancos que levanten el campo, que aquello es una playa «segregada», y por una vez los Bromistas no se disponen todos a una a arruinar la película de la policía. Se integran en la película de los polis y se largan a otra parte con la suya.

Recorren las llanuras de Mississippi y Alabama, Biloxi, Mobile, la carretera nacional 90, las llanuras y los campos…, y el calor no amaina nunca. Se dirigen a Florida. Sandy lleva sin dormir varios días ::::: ¿cuántos? ::::: es como un insomnio total y todo se está torciendo en líneas que se curvan y coagulan. El sol y las llanuras. El maldito calor es tal… Todo se disocia en sus opuestos. La absoluta quietud y el calor abrasador del verano en las tierras del Sur Profundo…, y el corazón de Sandy desbocándose en una constante taquicardia mientras su cerebro vuela y se devana y es tan vital para…, ¡sigue moviéndote, Cassady! Pero hay dos Cassadys: en un momento dado aparenta cincuenta y ocho años y estar loco —¡speed!—, y al momento siguiente parece tener veintiocho y ser un tipo apacible —ácido—, y Sandy sabe distinguir al Cassady apacible de inmediato, porque la nariz se le pone… larga y suave y casi patricia, mientras que el Cassady salvaje tiene una apariencia ajada y consumida. Y Kesey —¡siempre Kesey!—, cuando Sandy lo mira lo ve viejo y macilento, y con la cara torcida… Y más tarde Sandy vuelve a mirar y lo ve joven, sereno, y su cara no tiene arrugas, y es redondeada y suave como la de un bebé mientras se pasa las horas sentado, leyendo cómics, absorto en las hondas y purpúreas sombras Steve Ditko de un Dr. Strange ataviado con capas y claroscuros, y le oye decir: «¿Cómo habrán sabido que esa gema era un simple artilugio para tender un puente entre DIMENSIONES? ¡Era un medio para acceder a la temida DIMENSIÓN PURPÚREA… desde nuestro propio mundo!» Sandy puede vagar… fuera del autobús, pero todo sigue siendo Kesey. ¡El Dr. Strange! Siempre ve dos Keseys. Kesey el Tunante y Kesey el Organizador. Atraviesan los vapores del sur de Alabama a finales de junio, y Kesey se yergue de entre los cómics y se convierte en el Capitán Bandera. Se pone una falda escocesa rosa, parecida a una minifalda, y calcetines rosas y zapatos de charol y gafas de sol rosas, y se ciñe una bandera norteamericana alrededor de la cabeza, a modo de gran turbante, y se la fija por atrás con una flecha, y se sube al techo del autobús que surca el estado de Alabama y se pone a tocar la flauta a la gente que pasa por la carretera. Los ciudadanos de Alabama, arrastrados a la DIMENSIÓN ROSA, ofrecen un fantástico material fílmico, y es ¡demasiado!, como siempre dice George Walker, ¡demasiado-demasiado! Llegan a una estación de servicio en Mobile y la mitad de los Bromistas se baja del autobús, con sus esplendorosas rayas rojas y blancas, lanzando a su alrededor pelotas de goma rojas en un despliegue delirante, como en un loco ballet de una astuta decoración de promoción de la gasolinera, y el empleado va llenando el depósito mientras les mira y mira al Capitán Bandera y mira el autobús, y después de cobrar mira a través de la ventanilla a Cassady, que ocupa el asiento del conductor, y sacude la cabeza y dice:

—No me extraña que tengáis tanto negro en California…

FORNIA-FORNIA-FORNIA-FORNIA-FORNIA-FORNIA-FORNIA FORNIA, suena en el interior del autobús en intervalo variable, y ello acaba callando a todo el mundo.

Eran los momentos buenos… Atraviesan Alabama y, de pronto, Sandy ve al Kesey viejo y macilento, ve al organizador. Sandy ve cómo baja de la baca por la escalerilla, ve cómo le mira con mirada dura y sabe —¡intersubjetividad!— lo que está pensando. Estás muy desapegado, Sandy, no eres enteramente sincero; puede que estés aquí sentado, cruzando Alabama entre ruidos y traqueteos, pero estás… fuera del autobús… Y Kesey se acerca a Sandy, que está encorvado bajo el techo bajo del autobús, y a Sandy le parece un simio con aquellos poderosos brazos bamboleándose a los lados, como el Increíble Hulk, y de repente Sandy salta y se pone en cuclillas como si fuera un mono, y balancea los brazos imitándole…, y Kesey le dirige una gran sonrisa y lo rodea con los brazos y lo abraza…

¡Da su visto bueno! ¡Kesey me da su visto bueno! Por fin he respondido a algo, he sacado a la luz lo que siento, aun cuando se trate de resentimiento, he hecho algo, he hecho lo que me correspondía hacer…, y en ese mismo acto, tal como él nos ha enseñado, ha desaparecido, el resentimiento se ha esfumado…, y estoy de nuevo en el autobús, sincronizado…

¡Siempre Kesey! Y en esa oleada de euforia —¡Kesey me aprueba!— Sandy supo que Kesey era la llave de todo cuanto iba bien y de todo cuanto iba mal en aquel viaje, y a nadie, a ninguno de cuantos se embarcaron en él, de quienes participaban en aquella película, se le habría ocurrido jamás plantarse ante Kesey para anunciarle irrevocablemente: Estoy fuera del autobús. Habría sido como decir: Estoy fuera de… ese algo No Expresado con palabras en que estamos todos inmersos…

Pensacola, Florida, 43° de temperatura. Un amigo de Babbs tiene una pequeña casa cerca de la costa, y llegan a ella, pero el mar no ayuda gran cosa. El calor forma olas en el aire, como las que crea a su alrededor un radiador. La mayoría de los Bromistas está dentro de la casa o en el jardín. Algunas de las chicas están junto al autobús, asando carne en la barbacoa. Sandy está solo en el autobús, en medio de la penumbra. El insomnio le está matando. Una de dos: o consigue dormir o sigue haciendo cosas. No soporta quedarse allí varado, entre dos aguas, con el corazón martilleándole en el pecho. Va a la nevera y saca el zumo de naranja. El ácido de Nueva Orleans, los setenta y cinco microgramos, no le ha bastado. Es como si no hubiera tenido un viaje lo bastante alto en todo el trayecto, ningún viaje… maravilloso. Así que se toma un buen trago de Ácido No Autorizado y vuelve a sentarse.

A él le gustaría algo bonito y apacible, allí en el autobús, a solas. Se pone unos auriculares. El izquierdo está conectado a un micrófono que hay dentro de la casa, y a través de él recibe el sonido del piano que está tocando Dale, el primo de Kesey. Dale, pese a sus modos pueblerinos, ha estudiado música durante mucho tiempo y toca bien el piano, y las notas llegan como gotas de amatista líquida que vibraran sin fin en la… atmósfera… de ácido…, y es muy hermoso. El auricular derecho se halla conectado a un micrófono que recoge los sonidos del exterior de la casa, y en especial el crepitar del fuego de la barbacoa. Así que el concierto de Dale y el chisporroteo de la barbacoa le llegan a Sandy a través de los dos grandes auriculares acolchados que le ciñen la cabeza…, sólo que tales sonidos escapan en cierto modo a su control. No hay sincronización. Es como si los dos sonidos se disputaran su cabeza. La barbacoa chisporrotea y borbotea en su cabeza, y las pequeñas gotas de amatista cristalizan en vidrio roto, y luego en hojalata, en un piano de hojalata. Los auriculares parecen hacerse más y más grandes, enormes conchas acolchadas que le abrazan por completo la cabeza, la cara, la nariz…, y un sonido furioso lo anega, le hace sentir como si todo fuera a acabar allí mismo, en el interior de aquel globo almohadillado…: pánico. Se levanta de un brinco, da unos cuantos pasos con los auriculares aún pegados contra el cráneo, se los arranca y salta fuera del autobús…, donde hay Bromistas por todas partes bajo el sol de la tarde, con sus camisas a rayas rojas y blancas. Babbs tiene el poder y está dirigiendo la película, y ahora trata de filmar algo…, el Flautista del Ácido. Sandy mira a su alrededor. No se lo puede contar a nadie; no puede contar que ha tomado ácido por su cuenta y que está entrando en un mal viaje; no puede decirlo abiertamente… Corre hacia la casa y entra, y las paredes le brincan en torno, Dios, tan cerca, y todos los ángulos soportan una tensión extrema, como si estuvieran a punto de romperse. Jane Burton está sola en la casa, sentada, de mal humor. Es la única persona a quien se lo puede contar.

—Jane —dice—. He tomado ácido…, y estoy de lo más raro… Le cuesta tanto hablar.

Las olas de calor se solidifican en el aire como esas olas de las canicas de cristal de los niños, y las perspectivas parecen haber enloquecido; las paredes se alzan y vuelven a caer como en una sala de banquetes de Tiziano. Y el calor… Sandy tiene que hacer algo para tranquilizarse, así que decide darse una ducha. Se desnuda y se mete y… ¡música de flauta, Babbs! Una música de flauta sale pulverizada de la alcachofa, y el calor está dentro de él, y es como si pudiera bajar los ojos y verlo allí, ardiendo, y baja los ojos y…, dos piernas desnudas, un torso que se alza hacia él, y es como si reparara en ellos por vez primera. Tienen existencia independiente, como si pertenecieran a otro ser humano, y describen recodos y ángulos extraños en medio de la cascada de flauta, abultamientos y apéndices óseos, y es como si jamás hubiera visto ni un ápice de aquello, de aquella carne, de aquel desconocido. Y penetra en lo que ve…, y no es un desconocido…, es su… madre…, y de pronto está de vuelta en ese cuerpo, sólo que es el cuerpo de su madre, y luego el de su padre…, se ha convertido en su madre y su padre. No hay diferencia entre Yo y Tú en aquella ducha de flautas del litoral de Florida. Cierra el grifo bruscamente, y la flauta cesa. Vuelve a ser él mismo, a salvo del pánico —no, de la aprensión—, y se pone la ropa y vuelve a la sala. Jane sigue allí sentada. Dios, tienes que hablar con alguien…, ¡con Jane! Pero en la sala todo empieza a hacer zoom, a dar violentos bandazos de perspectiva; todo un lado de la sala se abalanza hacia él y queda justo enfrente de su cara, y luego recula como un rayo hasta donde estaba… Jane! Jane está allí mismo, ante sus narices, a un par de palmos, e instantes después allá al fondo, en el sofá, y vuelve a aproximarse y a alejarse; todo se acerca y retrocede a velocidad de vértigo en aquel calor agobiante… «¡Sandy!». Alguien le está buscando en la casa. ¿Hagen? ¿Quién? Al parecer Babbs quiere que salga en la película: los Bromistas con camisa a rayas rojas y blancas abrasándose al sol. Al parecer Babbs tiene una idea para una parte de la película. En esa parte Babbs es el Flautista de Hamelín, que toca la flauta mientras los chiquillos vestidos a rayas rojas y blancas corren tras él ejecutando pintorescas danzas. Le tienden a Sandy una camisa de los Bromistas, pero él no la quiere. Se le antoja gigantesca. Le sobra por todas partes, y de un modo malsano, como si su cuerpo estuviera desecándose al sol. En el sol…, la camisa empieza a lanzar flashes bajo su cara, al sol, rayos explosivos de sol rojo y sol blanco-plata, y a Sandy le da la impresión de estar moviéndose en un aura de violentos rayos luminosos. Babbs le da la entrada y Sandy acomete una delirante danza junto al tendedero mientras la cámara no para de filmar. Siente cómo una expresión loca se instala en su cara y cómo los globos oculares se le quedan en blanco y cómo vagos fogonazos de rojo y blanco-plata le explotan bajo los párpados…, y el maldito calor…, y danza como un loco al sol, y acaba dando tumbos hacia un costado.

Es de vital importancia que nadie se dé cuenta de que ha tomado Ácido No Autorizado. Puede confiar en Jane… No es una actitud muy sincera, pero debe mantener la calma. Chuck Kesey deambula por el jardín tocando una tuba, que suena bu-bua-bubuuu, muy grave y muy fuerte, y luego se acerca a Sandy y le mira y sonríe por encima de la boquilla y sigue tocando, bu-buabu-buuu, ahora muy suave y delicadamente, y —¡intersubjetividad!— sabe, entiende, y es hermoso porque Chuck es una de las personas más maravillosas del mundo, y Sandy puede confiar en él. Si al menos pudiera mantener la calma…

Hay una lata con media libra de hierba al lado del autobús, y Sandy sigue bailando al sol y sin darse cuenta da una patada a la lata y la hierba cae y se esparce por el pardo suelo de tierra. Todo el mundo se disgusta y Hagen se agacha para tratar de separar la hierba de la tierra, y Sandy se pone a cuatro patas para ayudar y empieza a escarbar con las uñas para recuperar la marihuana, pero cuanto más escarba la tierra se va poniendo más y más parda, y entonces empieza a regodearse con la tonalidad parda de la tierra…, tan parda y tan honda y tan rica…, y sigue escarbando y escarbando hasta ahondar en la tierra y dejar a un lado la hierba, y Hagen dice:

—¡Eh! ¿Qué diablos te pasa?

Y Sandy sabe que lo que tendría que hacer es dar la cara y decir, Estoy colgado, tío, y este marrón es una pasada. Sería una respuesta sincera y se acabaría todo el asunto. Pero no se decide a hacerlo, no se decide a mostrarse con total sinceridad. Y, en lugar de ello, lo empeora.

Entonces se acerca Kesey con un balón de fútbol y un spray de pintura fluorescente. Quiere que Sandy pinte el balón con el spray, porque luego, al anochecer, quiere ir con Babbs y unos cuantos más a jugar con él en la orilla, y Sandy se pone manos a la obra, pero para él todo es uno, el balón y el brazo de Kesey, así que se pone a pintarle el brazo del modo más calmoso y concienzudo, y Kesey dice:

—¡Eh! ¿Qué diablos te pasa?

Y, nada más decirlo, entiende, y no le hace la más mínima gracia.

—Estoy… colgado —dice Sandy—. He tomado ácido y…, he tomado demasiado y me está yendo muy mal…

—Lo estábamos guardando para el viaje de vuelta —dice Kesey—. Queríamos dejar algo para las Rocosas.

—No he tomado tanto

Trata de explicarlo, pero por los altavoces del autobús suena un disco de los Beatles, y la música cae dentro de su cabeza como una lluvia de agujas.

—… pero me siento muy mal.

Kesey parece exasperado, pero trata de mostrar cierta condolencia.

—Mira…, no opongas resistencia. Escucha la música.

—¡Qué escuche la música! —grita Sandy—. ¡Dios! ¡Échame una mano!

Kesey dice, muy suavemente:

—Sé cómo te sientes, Sandy. He pasado por eso. Lo que tienes que hacer es aguantar y esperar a que se pase.

Y eso calma a Sandy: está conmigo. Pero entonces Kesey dice:

—Pero si crees que voy a hacerte de guía en este viaje, estás muy equivocado.

Y se marcha.

Sandy empieza a sentir una paranoia aguda. Se aleja de la casa y llega a una especie de claro verde en medio del bosque. Babbs y Gretchen la Bella están tumbados en el suelo, a la sombra, disfrutando del momento, sin hacer nada, pero las piernas de Babbs se desplazan y sus brazos se mueven y las piernas de Gretchen se desplazan…, y Sandy ve a Babbs y a Gretchen en un estanque, nadando lánguidamente. Sabe que están sobre tierra firme, y sin embargo están en el agua…, y dice:

—¿Qué tal está?

—¡Mojada! —dice Babbs.

… y… maravilloso…, es precioso: es como si Babbs supiese exactamente lo que pasa por su cabeza —sincronización—, y quisiera seguirle el juego. Aquí todos somos un solo cerebro y todos estamos en el autobús. Y de pronto, en aquel claro de Florida, es como si todo volviera a ser como en los mejores momentos del mundo de los Bromistas.

Volvió a la casa al anochecer, entró en el jardín, y había un millón de estrellas en el cielo, diminutas bombillas de neón que podían verse a través de las hojas de los árboles, unos árboles que parecían cubiertos por ese manto de mínimas bombillas, y el autobús se convirtió de pronto en una escultura de bombillas de neón, en millones de bombillas agolpadas para crear un autobús, y la noche misma parecía hecha de polvo de neón: cada partícula era una bombilla de neón, y vibraban todas ellas al unísono como un universo gigantesco y amistoso de cigarras de neón.

Baja hasta la orilla, donde están todos los Bromistas. Es una pequeña cala, y todo está oscuro y apacible, y Sandy se adentra en el mar hasta que el agua le cubre casi hasta los labios, y se siente seguro y cálido y bien y calmo, y mira hacia las estrellas y hacia un puente que se divisa a lo lejos. Lo único que puede entrever de él es su entramado de luces, hebras de luz que se elevan, se elevan…, y entonces Chuck Kesey se desliza hacia él a través del agua, y sonríe como un enorme pez amigo. Chuck sabe, lo cual es maravilloso…, y las luces del puente siguen subiendo, subiendo, hasta fundirse con las estrellas, hasta que allí a lo lejos hay un puente que se eleva hacia los cielos.