XXV. EL AGENTE SECRETO NÚMERO UNO

Una tarde Page llega como una tromba a la casa grande y dice:

—¡Eh! ¡Hay un tipo al otro lado de la carretera sacándonos fotografías!

Es cierto. Hay un tipo que mira a hurtadillas desde el borde de la ventana de una casita a medio construir —otra maravilla Cutre de bloques de ceniza— situada al otro lado de la carretera de la playa. El sol arranca destellos del objetivo de la cámara. Kesey siente la adrenalina bombeándole para la fuga, pero Page cruza corriendo la carretera en dirección a la casita como si fuera el dueño del lugar, seguido de cerca por Babbs.

En el interior de la casita encuentra a un mexicano, que viste como un hombre de negocios —traje de brillo metálico, camisa blanca y corbata— y aparenta unos treinta y tantos años.

—¿Qué diablos hace aquí? —dice Page.

—¡Hola, amigo! —dice el tipo, muy tranquilo. Habla inglés—. A lo mejor compro esta casa. ¿Qué tal la playa, le gusta?

—¡Sí! ¡Sí! ¡Muy bien! ¡Muy bien! ¡Muy bien! —dice Babbs.

Babbs exhibe su sonrisa fingida con tal intensidad que el tipo parece perder el temple unos instantes, aunque lo recupera de inmediato.

—¿Sí?

—¡Sí! ¡Sí! ¡Muy bien! ¡Muy bien! ¡Muy bien!

—Sí. Me alegro. Me gusta saber la opinión de otras personas en estos casos. Bien, ¡hasta la vista, amigos!

Y se dirige hacia la puerta en ademán de marcharse.

—Mándenos algunas fotos si salen bien —dice Babbs.

—¿Algunas fotos?

—¡Sí! ¡Sí! ¡Muy bien! ¡Muy bien! ¡Muy bien!

—¿Qué fotos?

—Las nuestras. Nos gustan las fotografías. Tenemos un álbum entero de ellas. Nos gustan mucho las que nos sacan sin que nos demos cuenta, ¿sabe? Apuesto a que nos ha sacado unas muy buenas.

—Sí. —El mexicano se queda muy pensativo—. Les diré, amigos. Quizá puedan ayudarme…

—¡Sí! ¡Sí! ¡Muy bien! ¡Muy bien! ¡Muy bien!

—Pertenezco al servicio secreto de la Marina Mexicana, y a lo mejor pueden ustedes ayudarnos… Tenemos informes de que hay submarinos rusos operando en estas aguas.

—¡Sub-ma-rinos! —dice Babbs, con asombro absolutamente fingido.

Para entonces hay unos cuantos Bromistas congregados frente a la casa grande, observando cómo Babbs y Page hablan con el mexicano a la puerta de la casita Cutre.

—Sí —dice el mexicano—. Tenemos informes de que unos submarinos rusos se acercan a esta orilla por la noche. ¿Han notado ustedes alguna actividad de este tipo?

—¡No-ta-do! —dice Babbs—. Bueno, ¡ya lo creo que hemos notado algo! ¡Tiene que venir por aquí una noche de éstas! A veces hay tantos de esos aparatos que no puedes ni irte a dormir de la cantidad de señales luminosas que emiten. Se reflejan en las ventanas, parpadeando como demonios…, un código muy cerrado, sí señor. Muy difícil. Pero lo descifraremos. Tenemos a unas cuantas buenas cabezas trabajando en ello. Mire, a este mismo… —di ce, señalando a Page, y sigue parloteando sobre la descarada actividad de los submarinos rusos en aquellas aguas…

Entretanto Cassady cruza la carretera lanzando al aire el martillo…, giros sencillos, dobles, triples…, hacia lo alto, haciéndole describir rizos, cogiéndolo, al caer, de espaldas, y así sucesivamente, pero sin mirar hacia ellos ni un instante. Luego coloca un ladrillo de pie sobre una valla, a unos cinco metros del mexicano, sin decir ni media palabra ni dirigirle la vista en absoluto, y se pone a agitar brazos y piernas a un lado y a otro en su particular interpretación de Joe Cuba. Luego se da la vuelta y cruza la carretera en dirección a la casa grande.

—Sí —dice el mexicano—. Por favor, ¿puedo hacerles una pregunta? Uno de nuestros informes dice que un ruso podría haber desembarcado aquí de uno de los submarinos. Mide poco menos que un metro ochenta, es un hombre fuerte, de unos treinta años… Tiene… el pelo rubio y rizado, y bastante escaso por la parte de arriba… ¿Han visto a alguien de esas características?

—¡Un ruso! —dice Babbs—. ¿Ha estado usted en el «sitio de la comida»?

—¿El sitio de la comida?

—¡Sí! ¡Sí! ¡Muy bien! ¡Muy bien! ¡Muy bien! El mercado. En el mercado no se oye hablar más que ruso. Están por to das partes. ¡Lo sabe ya todo el mundo, tío!

El tipo levanta la cabeza, y se queda mirando a Babbs a través de las gafas oscuras como si así pudiera enfocar mejor a su interlocutor.

… y entonces…

UUUFIUUUFIUUUFIUUUFIUUUFIUUUFIUUU

¡BAMMM!

… Cassady, que ya ha cruzado la carretera de la playa y está a unos siete metros de distancia, se vuelve de pronto y lanza el martillo de dos kilos como si fuera un puñal y alcanza de lleno el ladrillo colocado sobre la valla, a unos cinco metros del mexicano, y lo hace trizas.

—Sí —dice el mexicano—. Gracias, amigos.

Se da media vuelta y echa a andar a buen paso por la carretera de la playa, sube a un sedán y se aleja.

Al día siguiente, sin embargo, el pequeño petimetre vuelve, y camina con energía por la carretera de la playa, y Babbs lo ve y sale a su encuentro.

—¡Amigo! —dice el mexicano—. ¿Ha visto algún ruso hoy? Y le dedica una sonrisa chispeante, como de dar a entender qué gran broma la de ayer, eh, tíos, qué bien nos lo pasamos…

En vista de lo cual Babbs se queda un instante pensativo, y al cabo dice: vámonos al Palacio Polinesio y hablamos de hombre a hombre del asunto.

El mexicano dice que muy bien y ambos echan a andar hacia la ciudad, hacia el restaurante polinesio. Bien, al menos esto alejará al tipo de la casa grande. Kesey está preparado para esta contingencia, listo para salir huyendo en uno de los coches. Podría huir por la selva, pero la selva es tan desagradable… Pero la carretera tampoco era un camino de rosas. Si de veras quieren cercarlo, montar rápidamente una barrera en la carretera 15 no les costaría gran cosa. Bien, habrá que largarse de la casa grande, en cualquier caso. Así que Kesey y Stone montan en el coche de Stone y se dirigen al acantilado que mira al océano y se fuman un par de porros para evaluar la situación.

Aparcan en el acantilado y contemplan la infame marea roja. La jodida y ponzoñosa marea roja. Analizan la situación desde diversos puntos de vista, y finalmente Kesey toma una decisión: de nada vale huir: ni por la selva ni por la carretera. Se trata del juego de ellos, de su juego de policías y ladrones. Es su película, y ellos conocen su película al dedillo, y saben cómo termina, y nosotros también sabemos cómo termina. La Justicia triunfa siempre tras una alegre cacería, y el Fugitivo, en la última bobina, acaba mordiendo el polvo de estiércol a fin de mostrar el horror de su vida drogadicta. Lo único que se podía hacer era convertir su película en la película de los Bromistas, e imaginar a aquel personajillo del traje metálico dentro de tal película. No hay nadie a quien se pueda acudir corriendo para decirle: Mami, esta película ya no me divierte, es demasiado real, mami… ¡Hay que afrontar las creencias propias, mi comandante, no hay más remedio…!, o si no retirarse con el rabo entre las piernas… Se ponen a hablar de las películas de fugitivos que han visto en las que el fugitivo acaba ganando, y llegan a Casablanca, la de Humphrey Bogart. Bogart es un fugitivo que regenta un restaurante en Casablanca, en el desierto marroquí. La acción transcurre durante la Segunda Guerra Mundial, y Bogart es cómplice en la lucha que llevan a cabo ciertos miembros europeos de la Resistencia, y el personaje fílonazi o de la Francia de Vichy (muy parecido a un agente del FBI), el poli villano de la película, en definitiva, le interroga:

—¿Por qué vino usted a Casablanca?

—A tomar las aguas —dice Bogart.

—Aquí no hay aguas —dice el poli malo—. Estamos en mitad del desierto.

—¿Sí? —dice Bogart—. Pues me informaron mal.

¡Eso es! ¡La Película! Así que Stone y Kesey vuelven y se reúnen con Babbs y el mexicano en el bar del restaurante polinesio.

El petimetre mexicano y Babbs se lo están pasando divinamente. Sobre la mesa hay seis u ocho botellas de cerveza, y el mexicano está muy animado y comunicativo. Gesticula con ampulosidad, e insta a los recién llegados a sentarse y a unirse a ellos. Y sigue hablando. Quiere saber el nombre de Kesey, y Kesey le dice que su nombre es Sol Almande. Babbs también le ha mentido al decirle el suyo en el curso de la charla, y Stone le dice que trabaja para la revista Esquire. El mexicano examina un comprobante de gastos de Esquire que le muestra Stone como si se tratara de un documento extremadamente sospechoso. Luego saca su cartera del bolsillo interior de la chaqueta y la abre, y muestra una gran placa en la que hay grabado un número 1.

—¿Qué es eso? —dice Babbs.

¡Eso! ¡Soy el agente número uno!

—¡El a-gen-te se-cre-to nú-me-ro uno! —dice Babbs—. ¡Sí! ¡Sí! ¡Muy bien! ¡Muy bien! ¡Muy bien! —dice el Agente

Número Uno, echando la cabeza hacia atrás y mirando de lado a Babbs. Es como un cruce entre el Zorro y Nerón. Y acto seguido pasa a dar cuenta de sus famosos casos.

—¿Que Elizabeth Taylor viene a Ciudad de México? Sí. Pues es cosa mía. La conozco muy bien. Sí. Me voy a su hotel, y allí está ella con toda esa gente…, ufffff… —Alza las manos y baja la barbilla hasta la clavícula, como dando a entender que duda que ellos puedan hacerse cargo de la cantidad de gente que había con la Taylor—. Todos aquellos «funcionarios» haciendo esto y lo otro, hasta en el pasillo, fuera de la habitación…, y uno de ellos, un gran maricón, me dice que no puede entrar «nadie, ¡nadie!», «¿Nadie, eh?», le digo yo. Es un gran maricón. A mí no se me escapa uno. Tienen un aspecto especial, los maricones. Tienen los cojones del tamaño de habichuelas, se les ve en la cara, en la voz… Son suaves como la seda, los maricones… «¡MARICÓN!», le digo.

»Su voz emite un débil “oh”, ya sabéis, como un ridículo hilillo.

»“¡APÁRTATE, MARICÓN!”, le digo.»

El Agente Número Uno casi salta de la silla al reconstruir la escena; los ojos se le salen casi de las gafas de sol, y está tan enardecido que parece como galvanizado por un millar de voltios. Luego vuelve a asentarse en la silla.

—Bue-e-e-e-no —dice al cabo con voz muy queda, y sonríe como alguien que se dispusiera a echar una cabezada. Del modo en que lo ha explicado, uno puede ver al maricón desmoronándose, deshaciéndose, convirtiéndose en pequeñas pizcas de gelatina y abriendo la puerta de la suite de la señorita Taylor.

Ya no hay nada capaz de detener al Agente Número Uno. Le borbotea en el cerebro una hazaña tras otra. Acorralado como una rata, les planta cara a sus enemigos. A punto de ser abatido por una ráfaga de proyectiles, saca el revólver y dispara un tiro, un tiro, amigo, y el asunto queda zanjado. Los muy hijos de perra creen que han sido más listos que él, y están preparados para atacar, pero él ya ha movido su pieza y les está esperando en el sitio preciso, como un cubo bajo un grifo… E historias por el estilo. Lo extraño, sin embargo, es que ninguno de estos fabulosos casos tiene que ver ya con celebridades. Son siempre casos de posesión de marihuana en los que están implicados ciudadanos norteamericanos. Sí.

Finalmente coge la cámara y saca una fotografía de cada uno de ellos.

Kesey dice:

—¿Por qué no vienes mañana por la noche a nuestra fiesta?

Habrá un montón de gente.

—¿Vuestra fiesta?

—Sí. Damos una fiesta de despedida mañana por la noche.

—¿De despedida?

—Sí. Nos vamos de México. Volvemos a California y damos una fiesta de despedida.

—Bueno, amigo, gracias. Allí estaré.

Y así empezó la primera Prueba del Ácido mexicana.

El Agente Número Uno no era el poli más brillante de las Américas, pero era obvio que los Bromistas estaban ya agotando su tiempo en el viejo México. Era hora ya de hacer que la Película continuara en todos los proyectores. Tenían el autobús. La nueva fantasía era montar en el autobús y ponerse en movimiento. Recorrer las tierras de México y organizar Pruebas del Ácido, y estar en el autobús, y hacer que la película de los Bromistas funcionara en todo momento y a toda máquina.

Celebraron la Prueba de Manzanillo en el patio de la Choza Cutre de Babbs, bajo los auspicios de Purina Piensos Animales. Fue una Prueba nada multitudinaria, y acogió tan sólo a los escasos drogotas de los alrededores. No iban a estar los Grateful Dead, claro está, así que contrataron por diez dólares al conjunto latino del restaurante polinesio para que se desplazara hasta la Choza y tocara en los intermedios. Serían los propios Bromistas quienes se ocuparían de la música. Tenderían todos los maravillosos rollos de cable, y Gretch se pondría al órgano, y proyectarían las películas y pondrían las luces y todo lo demás. La noche del evento, muy calurosa, se llenó de relámpagos, y fue precioso, y los músicos Bromistas desgranaron sus extrañas tonalidades chinas, que gimieron electrónicamente en los pagos Cutres mexicanos. Pero ni rastro del Agente Número Uno.

Kesey esperaba realmente que el tipo apareciera. Estaba lo bastante loco como para encajar perfectamente en la Película. Era —él mismo— una criatura de ficción. En cualquier caso, era preferible tenerlo allí recogiendo datos para su carrera de fábula que acechando entre los cocoteros y afanándose por hacerles víctimas de alguna última y extrema fantasía policial. Bueno, si se daba el caso, saldrían y se irían a cantar y a desmadrarse a orillas de la marea roja…

Los músicos del restaurante polinesio, que iban y venían tras cada intermedio, volvieron y tocaron. Era estupendo dejarse «intoxicar» por la síncopa latina. Luego un tiempo muerto y luego…, ¡qué mierda es eso…!

¡HOY! ¡PRONTO[69]!

… un grito agudo que llega desde más allá de la Choza Cutre. ¿Dónde he oído yo antes ese grito, Cosmo?

¡HOY! ¡PRONTO!

Todos se quedan quietos, a la espera del ataque. Los mexicanos suelen hacer las cosas a lo grande. Bueno, veamos cómo hacen su redada…, veamos cómo los federales ponen en práctica su fantasía de mariachis, quebrando las notas altas y volviendo a hacerlas remontar y bufando y avanzando en tromba con culatas doradas y estrellas en los dientes…

¡HOY! ¡PRONTO!

Pasad, pasad, amigos, aquí cada cual se paga lo suyo…

… y en una esquina aparece el propietario del restaurante polinesio, hecho una furia porque su conjunto latino lleva más tiempo del debido con aquellos locos, que el intermedio ya ha pasado hace rato y él ya tiene demasiados problemas con los malos tiempos de la marea roja para que sus músicos se queden por allí remoloneando con aquellos gringos locos…

—¡Hoy! ¡Pronto! —dice gritando—. ¡Daos prisa! ¡Moved el culo y volved a mi negocio!

Y les conduce a empujones, como a un rebaño, fuera del delirio de Purina Piensos Animales.

¡HOY! ¡PRONTO!

Los relámpagos de la tormenta de calor surcan el cielo con violencia…, una buena señal. La Película continúa.

Los Bromistas salieron de Manzanillo al día siguiente, sin la menor noticia del Agente Número Uno (ni una palabra, ni una señal), con el autobús en todo su esplendor y una pequeña caravana de coches. Pusieron rumbo a Guadalajara, donde organizaron una Prueba del Ácido en un restaurante. La Prueba duró dos noches, y en ambas apareció un mexicano bien vestido, con la inevitable y resplandeciente camisa blanca de las noches mexicanas sobre su recio diafragma, acompañado de una corista, y ambos se quedaron hasta el final de la velada, aunque no tomaron ácido. Sonreían y bailaban y parecían divertirse. Resultó ser el jefe de la policía local. No estamos solos.

El autobús llegó a Aguascalientes, a 572 kilómetros al noroeste de Ciudad de México, cargado con todo el utillaje de las Pruebas del Ácido. Aguascalientes está situado a dos mil metros de altitud, en tierras frescas[70] de un clima paradisíaco a finales del verano; es una ciudad extraña, construida sobre una vasta red de túneles por… una raza desconocida. Bromistas, sin duda, en la distorsión del tiempo de muchos milenios atrás. De pronto Sandy se muestra extraordinariamente entusiasmado. Sandy lleva la moto en el autobús. Cada día está más fuerte; la aventura mexicana parece sentarle bien.

¡Las aguas termales!, dice Sandy. ¡Tenemos que probarlas! Un cálido y sedante baño de agua mineral empapando todos los huesos de este paraíso de final de verano… La limpieza viene después. Aguascalientes: todas aquellas tierras del fuego[71] fueron apiladas piedra a piedra a fin de levantar un pequeño trozo de Paraíso en las alturas.

Montañesa escuchaba todo aquello y sabía que, bueno, no había más que hablar: se quedarían en Aguascalientes todo el día. Si había algo a lo que Kesey no sabía resistirse era a la perspectiva de un largo baño caliente. Era capaz de estarse una hora entera en la bañera, en cualquier momento del día o de la noche, y en las aguas de la paradisíaca Aguascalientes sin duda cuatro o cinco.

Así que Kesey y un puñado de Bromistas fueron y se sumergieron hasta las mandíbulas en las fuentes termales. Hagen fue el encargado de quedarse a cuidar el autobús y el equipo de las Pruebas del Ácido. Sandy se fue a dar una vuelta en la moto.

Al poco Sandy volvió al autobús. Su aspecto era más enorme y saludable que nunca. Llevaba una chaqueta anaranjada que emitía destellos de Day-Glo y la moto muy pintada con pintura fluorescente. Irradiaba fortaleza. Subió al autobús y fue hasta el extremo trasero, y segundos después se bajó con el pesado Ampex en brazos.

—¿Qué haces con eso? —le dice Hagen—. Necesito algo pesado para ponerlo atrás en la moto: voy a hacer una prueba de velocidad —dice Sandy—. Tendré que llevar un montón de cosas cuando vuelva a Nueva York, y quiero comprobar el peso que puedo manejar bien en este trasto.

—Bueno…, no sé —dice Hagen. (Tío, aquí hay algo raro.)—. El equipo del grupo no puede salir del autobús. Ya sabes lo que dice el jefe.

—No me lo llevo del autobús, en realidad —dice Sandy—. Sólo voy unas manzanas más allá para ver cómo se maneja la moto con el peso.

Mientras hablan, Sandy está atando el enorme bulto del aparato sobre el asiento trasero de la moto. Es tan pesado y voluminoso que no parece factible que pueda recorrer con él ni veinte kilómetros.

—No creo que debas… —dice Hagen.

—Enseguida vuelvo —dice Sandy. Y sale a toda marcha con la trasera vencida por el peso.

Pasa una hora, pasan dos, y no ha vuelto. Hagen está preocupado. Aparece Kesey, que vuelve de los baños. «¡Vamonos!», dice. Ha comprendido de inmediato lo que pasa. El fatídico Ampex por el que Sandy había discutido un año atrás. El hijo de puta se lo ha llevado.

Montan en un coche y toman la autopista del norte hacia Zacatecas. Les lleva una buena ventaja, pero no podrá ir muy lejos con toda esa carga en la trasera de la moto. Pasan a toda velocidad por las encrucijadas llenas de letreros de Coca-Cola y Carta Blanca del viejo México, y dejan atrás Chicalote y Rincón de Romos y San Francisco, y se paran en todas partes y preguntan a gritos a los vaquerizos que ven en los almacenes-cantinas de las esquinas:

—¡Eh! ¿Han visto a un gringo loco en una moto…, todo vestido de naranja?

«No.» «No.» «No.»

… los muy cabrones están demasiado pegados al suelo en sus guaraches para molestarse siquiera en decírnoslo… Siguen a toda marcha surcando el polvo de bosta durante un tiempo, pero finalmente desisten y regresan al autobús.

—Mierda —dice Montañesa—. Ese Ampex es el alma de la Prueba del Ácido.

Todo el complejo funcionamiento de los aparatos, el intervalo variable, el sincronismo, la grabación de cintas para el Archivo… No podrían hacer nada sin el Ampex… A los Bromistas no les cabía la menor duda al respecto: el equipo pertenecía a los Bromistas. No al Bromista Sandy Lehmann-Haupt, sino al conjunto de los Bromistas. A la familia Bromista, a la orden de los Bromistas, y tal derecho estaba por encima de todo otro lazo del mundo convencional, de todo contrato, de toda ley sobre los bienes muebles… Porque ¿quién es mi madre o quiénes son mis hermanos? Y miró a un lado y a otro y vio a quienes se sentaban a su lado, y dijo: ¡Mirad a mi madre y a mis hermanos! Porque quienquiera que cumpla la voluntad de Dios es mi hermano, y mi hermana, y mi madre…

Y no les quedaba sino la visión de aquel hijo de puta enfilando la Autopista Nacional Mexicana a lomos de su Suzuki, empeñado en llevar… sus pertenencias a Nueva York. Nueva York. ¿Así que para eso quería recuperar la fuerza? Nueve mil jodidos kilómetros en una máquina de ciento veinte kilos para venir en busca del artilugio electrónico de su propiedad, y para volver luego hacia la frontera lanzando destellos de Day-Glo a la caída de la tarde…

A unos mil quinientos metros de allí, Sandy descansaba a la sombra de un gran cobertizo de chapa ondulada. Ante él, bajo el sol, se veía la pista del aeropuerto de Aguascalientes, en la que unos cuantos mexicanos de tez tostada, en mono, se movían de un lado para otro sin hacer nada concreto. Sandy, en cierto modo, había cumplido su palabra. No había ido más allá de un par de manzanas, como había prometido. Luego había torcido hacia la derecha y había llegado al aeropuerto de la ciudad, donde había aparcado tras el cobertizo. Y se había puesto a esperar… ¿Estaba Kesey realmente tan inmerso en el Ahora, era un maestro de la precognición tal que iba a lanzar la flecha zen —o, mejor, la iba a atraer hacia él— e iba a llegar directamente al aeropuerto y le iba a hacer subir de nuevo al autobús y, en ese mismo instante, le iba a hacer saber de modo irrevocable quién tenía el Poder, el control sobre su pensamiento para siempre…?

La paranoia, curiosamente, le duró sólo unos segundos, el tiempo que necesitó para recuperar el resuello bajo la sombra del cobertizo. De hecho estaba extrañamente tranquilo, como si la persecución ya hubiera terminado en lugar de haber apenas comenzado. Lo había hecho. Había sido su película. Los había «metido» a todos en su trama. Mike Hagen. «Bueno…, no sé», había dicho. «Ya sabes lo que dice el jefe.» Sí, lo sabía. Había estado tres años en el autobús. El viaje había entrañado liberación y cautividad a un tiempo; liberación, poder, voluntad…, hasta extremos increíbles…, pero ¿la voluntad de quién?, ¿la de la mente comunal? Bien, él nunca había tenido ninguna «guerra de ensueño» con la mente comunal, nunca había sido esclavizado por la mente comunal, nunca se había visto sometido al juicio inapelable de la mente comunal, ni a la espera de la palabra críptica y única que le dijera: «Está bien, Sandy.»

Como es lógico, no iba a poder llevar el enorme bulto del Ampex en la moto a lo largo de casi cinco mil kilómetros. Para cuando llegara a la frontera, después del interminable traqueteo, el aparato no sería sino un montón de reluciente y curiosa chatarra, como los transistores de la Bolsa Excéntrica de Paul Foster. Pero lo tenía todo previsto. En Aguascalientes había un servicio ferroviario de transporte de mercancías: llevaría el Ampex y lo facturaría (a pagar en destino) a Nueva York, y él viajaría en la moto libre como un pájaro. Y eso hizo.

Un año más tarde, hablé con Sandy en Central Park, a la orilla del lago que hay junto a Central Park South. Sandy tenía muy buen aspecto: fuerte, tranquilo. Iba con una guapa rubia a la que yo ya conocía. Trabajaba como ingeniero de sonido en una compañía discográfica. Hablamos de sus aventuras con los Bromistas hasta la caída de la tarde, y nos contamos mutuamente lo que sabíamos de las andanzas recientes de Kesey, y como empezó a oscurecer nos levantamos y salimos del parque. Y durante toda la larga charla Sandy habló con cariño de Kesey, de su experiencia vital con los Bromistas, sin el menor poso de resentimiento. Era ya de noche y estábamos fuera del parque. Antes de separarnos, Sandy se volvió a mí y me dijo:

—¿Sabes? Siempre estaré en el autobús…

«¡Leo! ¡Leo! Eres Leo, ¿no? ¿Es que ya no me conoces? Fuimos hermanos de Liga, y tendríamos que seguir siéndolo. Hicimos juntos el viaje a Oriente.»

Los Bromistas se trasladaron a Ciudad de México y alrededores, donde organizaron un par de Pruebas del Ácido. Aunque sin demasiado éxito. Los drogotas norteamericanos del circuito Ajijic-San Miguel de Allende-Ciudad de México asistieron ufanos a ambos eventos… Sí…, nos encontramos con Kesey y los Bromistas en México y nos cogimos un «colocan» increíble. Se presentaron también unos cuantos indios, y tuvieron un viaje taciturno.

Los abogados de Kesey, entretanto, intentaban que las autoridades de Inmigración de Ciudad de México le concedieran un visado de larga duración, y su ánimo fluctuaba de la esperanza al desaliento. Aunque a medida que pasaba el tiempo la balanza se inclinaba más hacia el desánimo. Al parecer, coches llenos de mexicanos bien vestidos seguían por todas partes a los Bromistas y al autobús. Stone era siempre quien más espías veía, pero seguía conduciendo. Cassady, al volante del autobús por las tierras frías de México, se había propuesto un nuevo reto: recorrer todo el país sin utilizar los frenos y sin parar para nada, saliéndose de la carretera a los terrosos arcenes llenos de zarzas para evitar carros o coches o animales, suavizando su estilo —los espasmos espastocinéticos a lo Joe Cuba, las repentinas líneas rectas— hasta adoptar una nueva línea…, la nueva línea…, Kesey lo ve también en el eterno Cassady, ¡pues claro!, en él antes que en nadie…, del Fuego al Agua, de la Edad de Piedra a la Edad del Ácido, y en un instante…, ahora…, más alllá…

¡Mueve el culo, Kesey! Era hora ya de hacer que su futuro volviera a los Estados Unidos, a San Francisco, y de plantar cara a los polis y a quien fuera. Las autoridades mexicanas apuntaban la posibilidad de expulsarle del país, tal vez en el plazo de un mes, alegando el tecnicismo de la carencia de visado. Pero para ellos, de todas formas, las tierras Cutres se hallaban ya agotadas. Las habían recorrido de punta a punta, colocados con la fabulosa maría mexicana. Se habían hartado de ellas. Sí…, de veras, mi comandante, ya no había más aguas termales que tomar en las tierras Cutres de México.

La fantasía del momento era llevar la broma del proscrito hasta sus últimas consecuencias, ser un Bromista Fugitivo Extraordinario en el mismísimo seno convencional de los Estados Unidos. ¿No han visto nunca un Bromista Fugitivo? Pues vea esta película: va a sumergirle de lleno en…

Kesey había urdido un buen melodrama para su vuelta. Si quieres que nadie lo vea, píntalo muy grande y muy chillón. Pensaba volver siguiendo el modelo de «la carta robada»[72]. Si te muestras con ruido y a las claras, nunca sabrán que eres tú.

Para su entrada en los Estados Unidos, Kesey eligió Brownsville, Texas. Era el paso situado más al este de la frontera mexicana, prácticamente en el Golfo de México, y el menos utilizado por los drogotas norteamericanos para volver a su patria. La mayoría de ellos cruzaban la frontera por el paso más occidental, el de Tijuana: el camino más corto para volver a California.

Así que se puso un sombrero de cowboy, y justo antes de divisar el Puesto de Aduanas e Inmigración de Brownsville, alquiló un caballo mexicano blanco y hundido de lomo, se montó en él y, con el sombrero encajado de modo absurdo y tocando la guitarra y cabeceando como si estuviera borracho, se acercó a la frontera dando bandazos sobre el viejo caballo blanco. Identidad: el cantarín Jimmy Anglund.

—¿Cuánto tiempo ha estado en México?

—Demasiado, maldita sea.

—¿Puedo ver su visado?

—No lo tengo.

—¿Y dónde está?

El visado…, y cómo coño quiere que lo sepa. He ido a tocar en un rodeo a ese jodido sitio, Matamoros, y que me aspen si no me han emborrachado hasta las cachas esos putos mexicanos, y sus putas mujeres y sus putos margaritas, y luego me desplumaron en las calles, el dinero y los papeles, me dejaron limpio, y entonces cogí una cogorza aún mayor y allí me quedé, como una cuba, en el maldito México, hasta que me tapié las tripas con ladrillos, y aquí estoy…, soy un buen chico de Boise, Idaho, y vuelvo a casa. No más México, no más Las Vegas…

—¿Tiene algún modo de identificarse?

—Lo único que tengo es esto.

… y le muestra al funcionario una tarjeta de crédito del Bank of America, a nombre de James C. Anglund, Las Vegas, Nevada.

Le dejan pasar y enfila carretera adelante rasgueando torpemente la guitarra y cabeceando a lomos del caballo, pero vienen tras él y le quitan el caballo…, para evitar que el animal pueda pasar alguna enfermedad del otro lado, de las tierras Cutres, ya me entiende…

El cantarín Jimmy Anglund se puso a hacer autostop en medio del polvo, con la Cutre-guitarra bajo el otro brazo.