XII. LA REDADA
CONSIDERANDO que el filón Salvaje Oeste de La Honda parece deberse a los pistoleros Younger Brothers;
y
CONSIDERANDO que buscaron refugio en el pueblo y que, diablos, encontraron un modo amistoso de pagar por su permanencia en él; y
CONSIDERANDO que levantaron todo un moderno almacén, ellos,
notorios forajidos;
pero se trataba de los Younger Brothers,
meros pistoleros; y
CONSIDERANDO que ahora el tal Kesey
y sus Alegres Maravillas del otro lado de la carretera,
malditos y groseros-Salvaje Oeste
chiflados y drogados
y putrescentes beatniks,
pintan los troncos de los árboles con pintura fluorescente; y
CONSIDERANDO que tocan tambores de hojalata con palos
y raíces mientras un hombre de hojalata
con lomo de hojalata
hunde su sonrisa en la entrepierna de hojalata
de una zorra de hojalata que eyacula por un juanete;
y
CONSIDERANDO que estos chiflados no hacen más que emitir arrullos,
entonar lamentos fúnebres, hacer el tonto
y ulular y alborotar,
y que son peores que pistoleros; y
CONSIDERANDO que sabemos lo que estos mentecatos están haciendo…
POR LA PRESENTE LE FACULTAMOS PARA :::::::::::::
Para entonces los Bromistas se habían hecho tan fuertes que empezaron a sentirse inmunes hasta frente al más obvio de todos los peligros: la policía.
Los ciudadanos de La Honda estaban cada día más preocupados con Kesey y los Bromistas, y lo mismo el sheriff del condado de San Mateo y los funcionarios federales de Narcóticos. Al no saber a qué diablos se debía la loca vida que llevaban los moradores de la casa, al parecer dieron por supuesto que lo que allí se hacía era consumir drogas duras: heroína, cocaína, morfina… A finales de 1964 empezaron a vigilar la casa de Kesey. Los Bromistas lo sabían, y solían jugar con los agentes encargados de su vigilancia. El funcionario al frente de los federales antinarcóticos de la zona era un chino de San Francisco, William Wong. Los Bromistas hicieron un letrero gigantesco y lo pusieron en lo alto de la casa:
¡ESTAMOS LIMPIOS, WILLIE!
Era muy divertido, el juego de los polis. Los agentes, por la noche, andaban por los bosques, por el arroyo, y a veces uno de ellos metía los pies en el agua y soltaba alguna imprecación. Los Bromistas registraban todo esto a través de los micrófonos remotos colocados en el bosque, y entonces, por ejemplo, la voz de Montañesa —emitida desde el interior de la cabaña— se mofaba desde un altavoz situado en lo alto de las secuoyas: «¡Eh, polizontes! ¿Por qué no entráis en la casa y os secáis un poco los pies? ¡Dejad de jugar a los polis y entrad a tomar un café caliente!».
Los agentes se limitaban a jugar su eterno juego de policías. A ojos de los Bromistas, se trataba sólo de eso.
Hacia el 21 de abril de 1965, los Bromistas recibieron el soplo de que se había dictado un mandamiento judicial que facultaba a los agentes para efectuar una redada. ¡Delicioso! Los agentes se disponían a jugar a fondo su juego intimidatorio. Los Bromistas pusieron un enorme letrero en la entrada de la casa:
PROHIBIDO EL PASO. EN CURSO CUENTA ATRÁS DE CINCO DÍAS
como si se hubieran embarcado en la más terrible y depravada orgía drogadicta, demoledora de cerebros, de la historia del mundo. Pero en realidad se habían embarcado en una limpieza a fondo de la casa. El tercer día de la cuenta atrás, el 23 de abril de 1965, a las once menos diez de la noche, se produjo la redada. Oh, Dios, jamás policía alguna jugó mejor su juego… Ahí los tenían: los más perfectos polis del mejor juego de policías: el sheriff, diecisiete ayudantes, el agente federal Wong, ocho perros policías, coches, furgones, pistolas, agentes de antivicio, sogas, walkie-talkies, megáfonos… ¡Cosmo! La puesta en escena completa de una maldita redada… Y los Bromistas siguieron tal montaje hasta el final, tomándolo tal como ellos lo veían: como una gran farsa, como una ópera bufa. Los polis dirían luego que sorprendieron a Kesey tratando de hacer desaparecer por el inodoro una bolsa de marihuana. Kesey adujo que lo único que hacía era pintar unas flores en la taza del retrete. El cuarto de baño era ya un collage de manicomio: fotos, recortes, murales, mándalas y todo tipo de cosas raras…, una especie de versión casera del autobús. Los polis irrumpieron en la casa por sorpresa y el agente Wong agarró a Kesey por detrás. Kesey fue acusado luego, entre otras cosas, de resistirse a la detención, y él alegó que estaba en el cuarto de baño cuando un varón no identificado se acercó a él y lo agarró por detrás, y él, como es lógico, la emprendió a golpes con el agresor. Las carcajadas, ante esto, fueron antológicas. Al resistirse —explicó Kesey—, levantó en vilo a Wong y lo lanzó a la bañera, encima de Page Browning, que estaba tomando un baño. Browning también fue detenido por resistirse a la autoridad. ¡Demasiado!
Incluso cuando los invasores los tuvieron a todos —trece Bromistas— alineados contra la pared, y se pusieron a registrarles en busca de drogas, aquello seguía siendo el más disparatado juego de policías que jamás se hubiera visto en película policíaca alguna. Uno de los agentes metió la mano en el bolsillo de Mike Hagen, y cuando la sacó tenía en ella un frasco con un líquido claro, y entonces todos los Bromistas se pusieron a gritar: «¡Eh! Juego limpio! Juego limpio! Jugad limpio, polis! Jugad fuerte pero limpio!», etcétera. Del frasco, fuera lo que fuere o se supusiera que contuviese, no se oyó hablar nunca más. En una caja que había en el exterior, los invasores encontraron una jeringuilla llena de un líquido extraño… que resultó ser aceite Tres-enUno, que utilizaban para lubricar el equipo magnetofónico… Kesey y doce de los suyos, entre ellos Babbs, Gretch, Hagen, Walker, Montañesa, Page, Cassady y el Eremita, fueron acusados de diversos cargos: posesión de marihuana y de utillaje para el consumo de narcóticos (la jeringuilla), resistencia a la autoridad y quebranto de la moral de unos menores (Montañesa y el Eremita). Incluso entonces todo aquello no pasó de ser el consabido juego de polis-cárcel-jueces-abogados, con momentos estelares tales como su puesta en libertad bajo fianza y su salida de los calabozos de San Mateo y la aparición de la madre del Eremita. El Eremita —averiguaron a través del registro policial— se llamaba Anthony Dean Wells. Nadie le había preguntado nunca su nombre. Lo cierto es que su madre abofeteó a Kesey con la edición de bolsillo de Alguien voló sobre el nido del cuco, y le gritó:
—¡Vayase a su cubil! ¡Debería haberse quedado en el nido en lugar de andar volando sobre él, pedazo de loco!
En fin, fue el acabóse. Cuando la policía los fichó, Babbs, preguntado por su profesión, respondió que «productor de cine», y Montañesa que «técnica cinematográfica». Así que Babbs apareció solemnemente en la prensa local como el gran productor cinematográfico detenido en la redada junto al gran novelista Kesey. Fue el no va más. Los periódicos de San Francisco mostraron vivo interés por el caso y enviaron reporteros a entrevistar a Kesey en su Antro de la Droga, y por primera vez, si bien de un modo sesgado, se dio a conocer al gran público el estilo de vida de los Bromistas.
La publicidad no pudo tener un efecto más benéfico, al me nos desde la óptica de los círculos intelectuales hip donde los Bromistas podían esperar tener cierta influencia inmediata. Acusar a alguien de posesión de marihuana era como decir «Le he visto tomarse una copa». Se referían a Kesey como a una especie de «Cristo hip», un «místico moderno», émulo de Jack Kerouac y William Burroughs. Como todo el mundo podía leer llanamente en la prensa, Kesey había ido incluso más lejos. Había dejado de escribir. Ahora trabajaba en un vasto proyecto cinematográfico experimental titulado —según reseñaban con solemnidad los periódicos El Viajero Intrépido y sus Alegres Bromistas parten en busca de un apacible lugar hip. «Los escritores», declaró a un reportero, «viven constreñidos por normas artificiales. Están atrapados por la sintaxis. Regidos por un maestro imaginario con un bolígrafo rojo que les asignará una nota pésima a la menor infracción de las normas. Hasta mi obra Alguien voló… parece un elaborado anuncio publicitario».
El LSD no se mencionaba nunca en estas crónicas. Kesey aparecía en ellas como un visionario que había renunciado a su fortuna y a su carrera como novelista en aras de la exploración de nuevas formas de expresión. En la prensa californiana pasó de la mera fama literaria a la celebridad. Si el propósito de la redada había sido acabar con aquellos drogotas, el juego de policías no podía haber resultado mayor fiasco.
Tras la puesta en libertad bajo fianza de Kesey y los Bromistas, la lucha legal continuó de modo interminable…, pero todos ellos siguieron libres. Kesey tenía un equipo de agresivos, brillantes, jóvenes abogados ocupados de su caso: el cuñado del Colgado, Paul Robertson, en San José; Pat Hallinan y Brian Rohan, en San Francisco. Hallinan era hijo del abogado Vincent Hallinan, célebre defensor de los desheredados. Tiempo después fueron retiradas las acusaciones de todos los inculpados salvo las de Kesey y Page Browning, e incluso éstas acabaron reducidas a una sola: posesión de marihuana. Según las cuentas de Rohan, los Bromistas tuvieron que desplazarse a Redwood City, sede del condado de San Mateo, quince veces en el curso de los últimos ocho meses de 1965. Fue interminable, pero en ningún momento perdieron su libertad…
¡Sí! Y los drogotas, jovencitos, chiflados, turistas intelectuales de todo tipo empezaron a peregrinar a casa de Kesey en La Honda.
Hasta Sandy Lehmann-Haupt volvió al redil. Había transcurrido un año y de nuevo estaba bien y había volado a San Francisco. Kesey y cuatro o cinco Bromistas fueron en coche al aeropuerto de San Francisco a recogerle. En el viaje de vuelta Sandy les brindó un alegre y breve informe de lo que le había pasado en el Big Sur antes de venirse abajo.
—Entonces empecé a tener sueños de guerra… contra alguien —dijo Sandy. Y no quiso decir quién era ese alguien.
—Sí, lo sé —dijo Kesey—. Contra mí.
¡Lo sabía!
Y las brumas místicas volvían a invadir el aire desde la bahía…
Norman Hartweg y su amigo Evan Engber llegaron a La Honda desde Los Ángeles con idea de hacer de tibetanos durante unas semanas y ver lo que pasaba en casa de Kesey. Resultaba bastante extraño su deseo de oficiar de tibetanos precisamente allí, pero ésa era la intención de Norman. Norman era un autor de teatro de veintisiete años, oriundo de Ann Arbor, Michigan. Era un tipo delgado, de uno setenta y cinco de estatura, cara delgada y rasgos acusados, y con barba. La nariz ligeramente respingona le daba un aire aniñado. Iba tirando en la vida con una columna en el semanario Free Press de Los Ángeles, réplica de la Village Voice de Nueva York, y con trabajos en películas de vanguardia, y vivía en una habitación situada debajo de la pista de una discoteca del Sunset Strip. Primero había conocido a Susan Brustman, amiga de Kesey, y luego al propio Kesey, que le había invitado a La Honda para que montase La Película y… participase en la vida comunal. Norman —quién sabe por qué— se había hecho la idea de que quienes vivían con Kesey eran…, bueno, una especie de monjes, de novicios, gente que se pasaba la vida meditando, con las piernas cruzadas, entre cánticos, alimentándose de arroz, experimentando vibraciones, paseando apaciblemente por los bosques y pensando en grandes cosas… ¿Por qué si no vivían en la espesura de los bosques, en medio de ninguna parte?
Así que Norman viajó desde Los Angeles con Evan Engber, que ocasionalmente dirigía teatro y más tarde fue miembro de la Jug Band del Dr. West, amén de estar casado con Ivette Mimieux, la actriz de cine. Subieron por la ruta de la costa, la carretera 1 de California, y luego, en San Gregorio, tomaron la carretera 84 y siguieron hasta internarse en los bosques de secuoyas, y doblaron un gran recodo y se plantaron en casa de Kesey. Pero, santo Dios, aquello no tenía un aire demasiado tibetano. Y no precisamente por el hombre colgado de un árbol, ni por la escultura de un tipo «comiéndole» el sexo a una dama. (Dios, los tibetanos no tienen un pelo de tontos…). Sino más bien por extraños detalles aquí y allá. El buzón, por ejemplo, que es rojo, blanco y azul: las Barras y Estrellas. Y un gran letrero enmarcado en lo alto de la casa: ESTAMOS ATRAPADOS POR LAS NORMAS. Y la verja de la entrada, al otro lado del puente de madera; está hecha de enormes hojas de sierra de leñador y tiene en lo alto una mascarilla mortuoria…, y un enorme letrero, de unos cinco metros de largo, que reza: LOS ALEGRES BROMISTAS DAN LA BIENVENIDA A LOS ÁNGELES DEL INFIERNO. La música sale a toda potencia de unos altavoces que hay encima de la casa; es un disco de los Beatles: Help, I ne-e-e-e-d somebody…
Y en ese momento, en ese preciso instante, Engber siente un dolor punzante en el hombro izquierdo.
—No sé lo que es, Norman —dice—, pero es insoportable.
Cruzan el puente y se bajan del coche y entran en la casa en busca de Kesey. Frente a la puerta, unos perros de color pardo arrastran la panza por el suelo entre nubes de pulgas, y escupen mosquitos de los frutales. Engber se agarra con fuerza el hombro. La brillante luz verde y oro se filtra a través de las puertaventanas y baña el más endiablado de los desórdenes. En el recinto principal hay grandes pipas colgadas de las vigas del techo, toda una hilera de pipas que pende cual un enorme y vertical xilófono. También hay muñecas colgadas de las vigas, muñecas montadas de forma extraña, con cabezas que salen de las caderas, piernas del cuello, brazos de la juntura de las piernas, piernas de los hombros…, y ombligos de pintura fluorescente. Y globos, y botellas de chianti pegadas a las vigas en extraños ángulos, como si a mitad de su caída hacia el suelo hubieran quedado de pronto suspendidas en determinados puntos de las vigas. Y en el suelo, sobre las sillas, encima de las mesas, del sofá, juguetes y magnetófonos y piezas de magnetófonos y piezas de piezas de magnetófonos y equipo de filmación y piezas de piezas de equipo de filmación y cintas y película diseminada por todas partes, trenzada entre cables y enchufes, formando grandes marañas en espiral, grandes ovillos de celuloide, y un gran titular de periódico recortado y pegado en la pared: ¡VIVA TODO LO LÍMITE…!
En medio de todo el desorden, sentada en un extremo, hay una chica larguirucha de aire escandinavo que rasguea una guitarra que no sabe tocar y que alza la mirada hacia Norman y dice:
—Todos tenemos complejos e inhibiciones…, y tenemos que librarnos de ellos…
Sí… Sí… Supongo que es cierto. Más allá…, al otro lado, hay un tipo muy pequeño con una enorme barba negra. El gnomo levanta la vista y mira a Norman. Entrecierra los ojos y de pronto exhibe una enorme e inexplicable sonrisa, mientras mira de frente a Norman y luego a Engber, y luego sale apresuradamente por la puerta, resoplando y riéndose entre dientes. Sí… Sí… Supongo que eso también está bien.
—No sé qué diablos me ha pasado —dice Engber agarrándose el brazo—. Pero cada vez me duele más.
Norman se pasea por la casa hasta que encuentra un cuarto de baño. Sólo que es un delirio de cuarto de baño. Las paredes, los techos…, todo es un vasto collage: chillones manchones de rojo y naranja, chillones anuncios y chillonas fotos en color recortadas de revistas, trozos de plástico, de tela, de papel, franjas de pintura fluorescente, y, descendiendo en diagonal por una pared desde el techo, una delirante recua de rinocerontes —miles de ellos, diminutos— persiguiéndose unos a otros a través del País Chillón-Chiflado. Encima del espejo que hay sobre el lavabo, ve una pequeña mascarilla mortuoria pintada con pintura fluorescente. La mascarilla cuelga de una tira adhesiva. Norman levanta la mascarilla y debajo de ella ve un mensaje mecanografiado pegado al espejo:
«Ahora que he logrado captar tu atención…».
Norman y Engber salen al exterior y enfilan el sendero que lleva a los bosques. Buscan a Kesey. Pasan junto a chillones troncos fluorescentes y tiendas y una especie de cueva extraña que hay al fondo de un barranco, con objetos fluorescentes que relucen en la entrada, y luego se internan en recónditos claros verdes, bajo las secuoyas, en los cuales se filtra una luz como de foco… Y siguen topándose con cosas extrañas. De pronto ven una cama completa, con su anticuado armazón de hierro, su colchón, su colcha…, pero toda ella resplandeciente, llena de delirantes franjas y espiras de anaranjado, rojo, verde, amarillo fluorescente… Luego, en un árbol, un extraño caballo de juguete. Luego, sobre un tocón, un teléfono —¡un teléfono!— que brilla en el hondo verdor y del que salen bellos y rutilantes cordones de diversos colores. Luego un televisor, con la pantalla llena de descabellados dibujos fluorescentes. Luego llegan a un claro, un fogonazo de luz solar, y de pronto ven a Kesey que se acerca hacia ellos por una pendiente. A Norman le parece el doble de grande que cuando lo conoció en Los Ángeles. Lleva unos vaqueros Levi’s blancos y una camiseta blanca. Camina muy erguido, y al hacerlo deja que se balanceen libremente sus enormes y musculosos brazos.
Norman dice:
—Hola…
Pero Kesey no hace sino mover la cabeza y sonreír muy levemente, como diciendo: «Dijiste que vendrías, y aquí estás». Mira a su alrededor, y luego, ladera abajo, hacia el terreno llano donde están las tiendas, hacia la casa, hacia la autopista…, y dice:
—Estamos trabajando en muchos niveles…
Engber se agarra con fuerza el brazo, y dice:
—No sé lo que me pasa en el brazo, Norman, pero es un dolor insoportable. Tengo que volver a Los Ángeles.
—Vale, de acuerdo, Evan…
—Volveré en cuanto se me pase.
Norman sabe que no volverá —y no se equivoca— pero él quiere quedarse.
De acuerdo, Montador Cinematográfico, Escritor de Artículos, Participante-Observador, ya estás aquí… Manos a la obra con tu montaje, con tu escritura, con tu observación… Pero, de algún modo, Norman no empieza a montar la película, ni a escribir su columna. Percibe casi de inmediato cómo va envolviéndole aquella atmósfera extraña. Es una atmósfera de…, ¿cómo describirlo? Están todos dedicados a algo, inmersos en algo, pero nadie va a expresarlo con palabras para que él pueda entenderlo. Expresarlo en palabras…, el primer problema estriba en que le cuesta enormemente entrar en las conversaciones que se desarrollan en aquella casa, en aquellos bosques. Todo el mundo es muy cordial; la mayoría se muestra sociable y comunicativa. Pero todos hablan de…, ¿cómo describirlo?, de… la vida, de cosas que suceden a su alrededor, de cosas que están haciendo, o de cosas tan abstractas y metafóricas que él no alcanza a penetrar. Entonces cae en la cuenta de que lo que realmente sucede es que no están en absoluto interesados en ninguno de los temas tratados normalmente por los intelectuales hip de Los Angeles: asuntos en boga, libros, películas, nuevos movimientos políticos… Él y sus amigos no han hablado durante años más que de creaciones intelectuales, ideas, elucubraciones, «caramelos» mentales, lados oscuros de la vida…, productos que han erigido en sucedáneo del hecho de vivir… Sí. Y sin embargo allí en La Honda ni siquiera se utilizan los vocablos de la jerga intelectual: casi todo se designa con la palabra cosa.
La cosa de Cassady, por ejemplo, es… ¡Diostodopoderoso, Cassady…! Pero es con Cassady con quien vislumbra por vez primera la alegoría cotidiana de la casa de Kesey, el vivir alegórico, el hecho de que toda acción sea una demostración de una lección vital —como el modo gestáltico de conducir de Cassady—, pero ése es un vocablo tuyo, Norman… Siempre que hay que conducir, conduce Cassady. Es la cosa de Cassady, o su cosa en cierta parcela de la vida. Ahora han estado en una montaña, en Skylonda, en la cima de Cahill Ridge. De vuelta a casa, Norman va detrás, y en los asientos trasero y delantero van dos o tres Bromistas más. Conduce Cassady. Se lanzan montaña abajo cada vez más rápido, y los árboles pasan veloces a ambos lados como en un parque de atracciones, sólo que Cassady no mira la carretera ni sujeta el volante como es debido. Su mano derecha hurga en los mandos de la radio. Sintoniza una canción de rock and roll —I’m nurding ut noonh er-lation…—, y luego otra —vronnnh babee suckoo pon-pon…—, y lleva el ritmo golpeando el volante con el pulpejo de la mano izquierda, y el coche entero parece estremecerse al compás, y ha vuelto la cabeza por completo para mirar de frente a Norman y sonríe como si estuviera manteniendo con él la más cordial y deliciosa de las conversaciones, pero quien habla es sólo Cassady, que emite una especie de increíble fibrilación oral, una demente nostalgia: «… un Plymouth del 46, ¿sabes?, con cambios suaves como la manteca y aparece a un lado un Chrysler del 47 con un tipo, un cabeza de malvavisco nervioso que reduce la velocidad con un cambio capaz de osificar el mundo, ya me entiendes…», y todo se lo dirige a Norman con la sonrisa más dichosa del planeta…
¡Condenado loco… El camión!
En el último momento Cassady logra echar el coche hacia el interior de la curva y el camión pasa junto a él limpiamente, como un negro proyectil, como una inmensa lágrima de diez toneladas de alquitrán lanzada a una velocidad vertiginosa… Y Cassady sigue hablando, inclinado sobre el volante, dando palmaditas y parloteando. Norman está aterrorizado; Norman mira a los otros para ver si…, pero todos siguen sentados, tranquilos, y continúan así durante todo el maníaco viaje como si nada fuera de lo normal hubiera acontecido.
Y quizá sea eso —le asalta el primer ataque de paranoia—, quizá sea eso: quizá ha caído en las redes de un hatajo de locos drogadictos que, por alguna razón que él desconoce, van a utilizarle como juguete…
Una vez en casa, decide asumir su papel de Periodista Reportero Observador. Al menos hará algo y se mantendrá fuera, cuerdo, al margen. Empieza a preguntar esto y lo otro; acerca de Cassady, acerca de Babbs, de las cosas inefables, de por qué…
Montañesa, de pronto, explota:
«¡Por qué! ¡Por qué! ¡Por qué! ¡Por qué! ¡Por qué! ¡Por qué! ¡Por qué!», exclama alzando las manos al aire y sacudiendo la cabeza con tal aire de autoridad y convicción que deja anonadado a Norman.
Más tarde Kesey entra en casa y, en el curso de una conversación, deja caer:
—Cassady ya no necesita pensar.
Y se va. Es como si, por alguna razón, quisiera proporcionar a Norman parte del rompecabezas.
Kesey siempre está haciendo este tipo de cosas. Parece que, merced a alguna especie de radar, tuviera la facultad de materializarse en los momentos cruciales: en la cabaña, frente a la entrada, en el cobertizo, en el bosque… Los momentos cruciales pueden ser de índole personal o de grupo: Kesey, de repente, surge como el Capitán Shotover de la obra de Bernard Shaw La casa de la angustia, y dice unas palabras, por lo general crípticas, alegóricas, o meramente descriptivas, pero nunca una declaración o un juicio. Normalmente cita a alguno de los «sabios» locales: Page dice…, Cassady dice…, Babbs dice… Babbs dice que si no sabes lo que hay que hacer a continuación, lo que tienes que…, e inmediatamente después desaparece.
Por ejemplo…, bueno, da la impresión de que en el grupo nunca hay discrepancias, ni discusiones ni conflictos a pesar de la diversidad de personalidades —tan extrañas en algunos casos— que continuamente tienen roces y colisionan y se enfrentan. Bien, pues se trata de una impresión falsa. Lo que sucede es que no airean sus diferencias entre ellos. En lugar de hacerlo, acuden a Kesey, están siempre atentos a Kesey, hacen corro en torno a Kesey.
Hay un chico a quien llaman Pancho Almohada que es un auténtico pelmazo. Está siempre haciendo lo inimaginable para resultarte odioso, y al final ya no aguantas más y lo mandas al cuerno, y entonces él puede sentirse herido y echarte en cara… todo. Ésa es su película. Una noche Pancho está en casa y lee un libro sobre alfombras orientales, lleno de bellas láminas en color, y no hace más que «dar la vara» con lo bonitas que son las alfombras que está viendo…
—¿Te das cuenta?, estos tipos estaban ya en la onda hace diez siglos. Tenían mándalas que no habrías imaginado en toda tu vida…, ¿me oyes? Mira, tío, con esto vas a flipar, sólo una miradita…
… y te pone el libro debajo de las narices: ésta es una preciosa litografía en color de una alfombra de Isfahan, con sus brillantes rojos y naranjas y oros y vibrantes y luminosas líneas que parten del medallón del centro…
—No, gracias, Pancho. Ya he visto suficiente…
—¡Venga, hombre! Mira, ¿sabes?, tengo que compartir todo esto, tengo que hacer que lo veas, ¡no puedo disfrutar de esto yo solo! O sea, ¿sabes?, quiero compartirlo contigo, ¿lo entiendes? Mira, mira esta otra…
Y así una y otra vez, metiendo el maldito libro en las narices de todo el mundo, a la espera de que alguien le mande a tomar por el culo y él pueda ya marcharse muy digno y satisfecho…
Dad de comer a la abeja hambrienta… Pero, santo Dios, este pelmazo es «demasiado». Así que los Bromistas aguantan, y no esperan más que una cosa: que aparezca Kesey. Al cabo se abre la puerta y entra Kesey.
—¡Hola, tío! —dice Pancho, y va corriendo hacia él—. ¡Tienes que echar un vistazo a esto que he encontrado! ¡Quiero que no te lo pierdas! ¿Sabes?, ¡tengo que enseñártelo, porque te va a flipar de verdad!
Y le pone el libro delante de los ojos.
Kesey mira la lámina de la alfombra de Isfahan o de Shiraz o de Bakhtiari o de dondequiera que sea como si la examinara atentamente. Y al cabo dice suavemente, con su hablar cansino de Oregón:
—¿Por qué voy a meterme yo en tu mal viaje?
Y lo hace sin alzar la mirada, como si lo que está diciendo tuviera algo que ver con el medallón de diamante o la orla de tortugas y palmas…
—¡Mal viaje! —grita Pancho—. ¿Qué quieres decir con «mal viaje»?
Y tira el libro al suelo. Pero Kesey está ya en otra parte de la casa. Y Pancho sabe que, en realidad, no está dando a compartir la belleza de las alfombras, sino su mal viaje, y todo el mundo sabe de qué se trata, y él sabe que ellos lo saben, y el incidente ya ha pasado y… hasta luego, Pancho Almohada.
Y sin embargo a Norman empezó a darle la impresión de que hasta Pancho estaba más «en sintonía» que él con la cosa comunal. Se sentía inútil. Nunca llegó a montar la película. Kesey y Babbs, en algún momento, sugerían hacer un poco de montaje. Pero él, antes de ponerse manos a la obra, quería ver la película entera a fin de saber dónde habría de ir cada pasaje. Y lo mismo le sucedía con el grupo. Quería un «pase» completo del grupo por su personal máquina montadora, para ver cómo era el cuadro en su conjunto y cuál era el objetivo perseguido por el grupo. Parecía que los Bromistas no dejaban ni un instante de sondearle, de sondearle, de sondearle… para descubrir sus debilidades. Bradley —¡él precisamente!— la emprendió con él una mañana; empezó a llamarle todo lo que le venía a la cabeza, al parecer con ánimo de que reaccionara. Norman estaba estudiando un método de sánscrito, y trataba de aprender el alfabeto. Pensaba que era una buena idea, ya que no estaba haciendo nada más. Y fumaba un cigarrillo. Y entonces Bradley inicia su ofensiva:
—Cada vez que lees un libro o fumas un pitillo —le grita—, me estás agrediendo. Mira a Pancho. Pancho trabaja en algo. Pancho se pasa el tiempo escribiendo poesía, y cada día me enseña un poema…
Lo cual es ridículo, porque los poemas de Pancho son malísimos. Pero se ha logrado el objetivo: acusar a Norman de vago, de «personal». Leer es una actividad que sólo proporciona placer a quien lee. No proporciona nada al grupo. Y fumar es algo que se agota en el hecho mismo. Así que le dice a Norman que es un vago y que no aporta nada a la comunidad. Lo cual es cierto. Tiene razón. Pero lo que Bradley quiere es empezar una pelea o algo parecido. A Norman le hace gracia y se ríe de Bradley. Bradley… Pero aunque quien le ha incordiado haya sido sólo Bradley, su actitud parece ser una muestra de lo que el grupo siente al respecto. De otro modo, Bradley probablemente nunca habría dicho nada. Norman se queda cada día más y más quieto, como una almeja. Y da la impresión de que todos se ríen de él…
—No de ti, sino contigo —le dice una y otra vez Kesey, tratando de bromear con él para que se libere de sus inhibiciones y sentimientos de inferioridad.
Pero lo único que realmente vino bien en tal sentido fue la llegada de Paul Foster.
Foster era un tipo alto, con el pelo rizado, de poco menos de treinta años, terriblemente tartamudo. Era matemático y había trabajado en Palo Alto como programador de ordenadores. Y al parecer había ganado mucho dinero. En un momento dado había empezado a frecuentar a ciertos músicos que le habían iniciado en ciertas sustancias… «expandidoras de la mente», y ahora la vida de Foster parecía fluctuar entre períodos de cabal y honrada programación informática, durante los cuales llevaba corbata y un iridiscente traje verdeazulado de algún tipo de poliéster, y se comportaba en el mundo convencional como un tipo formidable, y otros períodos vitales de… speed, el Divino Gran Rotor, durante los cuales se investía de su Ropaje de Importancia. Éste consistía en una chaqueta convertida en un auténtico collage: capas y capas de cintas, insignias con leyendas, reflectantes, premios de galletas Cracker Jack…, todo ello amontonado y ondeando al aire cual una lunática chaqueta de mangas estrambóticas surgida de la mismísima corte de Luis XV. Al llegar, se instaló en el árbol. Sandy había habilitado una morada en un árbol; una plataforma con una tienda encima. Paul habilitó su casa debajo de ella. Perfecto: un dúplex arbóreo. Paul Foster había llegado con una cantidad enorme de pertrechos. Los metió todos en el árbol, y a partir de entonces se dedicó al cuidado doméstico de su morada-tronco. Abrió una ventana en lo alto, y una verja, y estanterías para libros. Sus libros eran muy raros. Una enciclopedia —si bien de 1893—, y libros en las lenguas más extrañas: tagalo, urdu… (parecía tener conocimientos de estos insólitos idiomas), y muchas, muchas más cosas… Tenía un gigantesco saco que llevaba consigo a todas partes, lleno de los más variopintos y extraños bártulos: trozos de brillante cristal y de hojalata y carcasas de radio-transistores —sólo las carcasas— y clavos y tornillos y tapas y tubos, y dentro de tal saco de singulares desechos había otro saco pequeño —una réplica del grande en miniatura— lleno de diminutos desechos igualmente singulares…, y uno no podía evitar pensar que dentro de este saquito habría otro aún más pequeño con desechos realmente minúsculos, y que la cosa seguiría así hasta el infinito… Foster tenía también un montón de plumas y rotuladores de colores, y se pasaba el tiempo sentado en su casa arbórea mientras el viejo e incansable Rotor, el buen dios del speed, se estrujaba las meninges en busca de juegos de palabras, juegos de palabras, juegos de palabras…, hasta concebir letreros como el que colocó a la entrada del lugar, en la curva donde el camino de acceso, al dejar la carretera 84, se adentraba en el puente: «No girar hacia la izquierda sin ir colocado.»[31] La gente solía ir a visitarlo y él la atendía en su árbol, y por la noche su casa se iluminaba de forma delirante, pues resplandecía con dalinianos brochazos de pintura fluorescente, y él se pasaba la velada dibujando, dibujando, dibujando o trabajando en un enorme y loco álbum de recortes…
Norman y Foster tenían muchas cosas en común. Ambos eran artistas bastante aceptables, ambos tenían cierto bagaje de erudición, erudición, erudición… Foster, con su terrible tartamudeo, valoraba mucho la intimidad, lo mismo que Norman. Claro que Foster se integraba en el mundo Bromista con mucha más rapidez que Norman. Había algo extraño a este respecto. No había normas. No había período oficial de prueba, ni se votaba si tal aspirante era ya o no uno de los suyos, ni había bolas negras, ni espaldarazos… Y sin embargo había cierto período durante el cual uno se probaba a sí mismo, y todos sabían cuándo estaba teniendo lugar ese período y nadie decía una palabra al respecto. En cualquier caso, Norman podía hablar con Foster, y eso cambiaba mucho las cosas: ya no se sentía tan terriblemente solo. Además, de pronto cayó en la cuenta de que no era sólo él…, de que los Bromistas sometían a prueba a todo el mundo, a fin de que los neófitos sacasen a la luz sus complejos e inhibiciones hasta el punto de actuar con total franqueza, de vivir con espontaneidad el momento presente. Y si para lograrlo había que hostigar al aspirante…
Foster, en la casa comunal, está planteando una de sus disparatadas charadas lógicas, y tartamudea como un poseso:
—Su-u-u-u-pón que-que lo que per-per-per-cibes es sólo un…
Y prosigue su profuso razonamiento hasta que Montañesa le interrumpe:
—Pe-e-e-ro, P-p-p-paul, no en-en-entiendo bien a qué vie-e-ene todo lo de-de-de esa per-per-per-cepción. Lo in-in-intento, pe-pe-pe-pero lo úni-ni-ni-nico que capto son las pa-pa-palabras. ¿Qué tal si vuelves a re-re-re-re-re-re-re-re-re-re-repetírmelo?
Foster no puede creer lo que está oyendo. Se queda inmóvil, con los ojos desorbitados, desorbitados, desorbitados, hasta que al fin explota:
—¿Te parece muy gracioso, eh? ¡Tienes un problema mucho mayor que la tartamudez, Montañesa! ¡Eres una bocazas y no dices más que tonterías! Feo…, eso es lo que es tu viaje: ¡un viaje feo! Bien, yo lo único que sé es que…
—¡Lo ves! —dice Montañesa con una gran sonrisa triunfal, casi una carcajada. Está tan contenta con el resultado que no para de aplaudir—. Cuando te enfadas, dejas de tartamudear.
Foster vuelve a quedarse petrificado. La mira fijamente. Y al cabo se da media vuelta y sale por la puerta sin decir ni media palabra.
Y lo divertido del asunto es que Montañesa tiene razón.
¿Qué era…? Una especie de…, ¡bueno, sí!, de terapia de grupo, de maratoniana sesión de terapia de grupo, en la que todos permanecían juntos durante días, explorando las debilidades de cada cual, haciendo que todo aflorase al exterior. Sólo que no era una terapia de grupo para gente de mediana edad, para gente psíquicamente deteriorada, ¡sino para gente Joven, Joven e Inmune!…, una terapia que no estuviera «parcheando» desastres subjetivos, sino dotando a la vida de herramientas para acometer una increíble ruptura, una ruptura más allá de la catástrofe. Desde que el mundo es mundo, las grandes empresas del hombre han sido siempre luchas contra la catástrofe, la enfermedad, la guerra, la pobreza, la esclavitud…, los seculares jinetes del Apocalipsis… Pero qué hacer en el aterrador vacío de más allá de la catástrofe, allí donde —se supone— todo es posible… Y Norman tropieza con otro de los extraños, proféticos libros de la biblioteca de Kesey, El fin de la infancia, de Arthur Clarke, en el que… la generación de la Ruptura Total nace en la Tierra, y ya desde su más tierna infancia da muestras de poderes mentales muy superiores a los de sus padres, y sus miembros se emancipan y crean una colonia en la que viven todos juntos, no como individuos sino como integrantes de un gran ser colectivo, en el sentido biológico de colonia animal, hasta que finalmente la Tierra, cumplida su misión, se convulsiona y empieza a desmoronarse, y ellos, los niños… «Algo empieza a suceder. Las estrellas se vuelven más y más mortecinas. Es como si una gran nube fuera encapotando, con rapidez vertiginosa, todo el cielo. Pero no es exactamente una nube. Parece poseer cierta estructura… Puedo vislumbrar una nebulosa red de líneas y franjas que no cesan de cambiar de posición. Es casi como si las estrellas se hallaran enredadas en una fantasmal tela de araña. La red, toda ella, empieza a brillar, a palpitar de luz, como si estuviera viva… Y una gran columna ardiente, cual un árbol de fuego, se alza por encima del horizonte del oeste. Está muy lejos, al otro lado del mundo. Sé de dónde procede: al fin están en camino, al fin van a formar parte de la Supramente. Su período de prueba ha terminado; están dejando atrás los últimos restos de materia… Se ilumina todo el paisaje…, con una luz más intensa que la diurna; los rojos y los oros y los verdes se persiguen unos a otros por el cielo… Oh, no puede expresarse con palabras; parece injusto que sólo yo pueda contemplarlo… Jamás imaginé tales colores…».
En suma, amigo mío, helos ahí colgados, fuera de sus entrañables cabecitas, y rumbo hacia… la Ciudad Límite. Sí, señor, esta noche estamos sincronizados de verdad…
… pero aquí no hay chorros de agua de ningún querubín ni niño del agua de la Academia Francesa, ni ningún reverente oriental-Buda Gautama de ondeante toga de lino soltando su viciado aliento de desapego espiritual con tufo a Roquefort. Lo que los Bromistas harán, en cambio, es intentarlo por la autopista principal, la de ocho carriles, con farolas de cuello de garza hasta donde la vista se pierde, y emitirán en todas las frecuencias, y harán ondear banderas norteamericanas, y pondrán en marcha el Day-Glo fluorescente y el neón de la Norteamérica electropastel de los años sesenta, y cablearán y amplificarán —a 327.000 caballos de potencia— un autobús de fantasía en una película de ciencia ficción, y darán la bienvenida a bordo a todo el mundo, sin reparar en lo increíblemente Menestral o Renta Baja o grosero que…