II. EL TÓTEM DE LA VEJIGA

Las cosas siguieron durante dos o tres días de esta guisa en el garaje, en compañía de los Alegres Bromistas, a la espera de Kesey. Los Bromistas parecían haberse acostumbrado a mi presencia y apenas me prestaban atención. Una de las chicas-bandera, una rubia que se parecía a Doris Day y a quien llamaban Doris Delay[7], me dijo que debía poner algo más de… color en mi aspecto. Esas cosas duelen, Doris Delay, pero sé que lo hiciste a modo de amable sugerencia. Y ésa fue ciertamente su intención. Así que me dejé la corbata para demostrar que tenía mi orgullo. Pero a nadie le importó un bledo. Seguí deambulando por el garaje mientras Cassady lanzaba el martillo, sonaban las espectrales cintas, lloraban los bebés, el tiempo se ralentizaba, el autobús fulguraba, los tipos-bandera iban de un lado para otro, los freakies entraban de cuando en cuando desde el sol de Harriet Street y yo no salía más que para dormir unas cuantas horas y para ir al baño.

Al cuarto de baño, sí. En el Almacén no había instalación sanitaria; ni siquiera agua fría. Podías ir al pequeño solar que había al lado, detrás de una valla de tablas, y adoptar la postura adecuada en medio de las intensas vaharadas de orina humana que se alzaban desde el barro, o subir una escalera y a través de una trampilla pasar al viejo hotel, donde a ambos lados de los míseros pasillos muertos se abrían cuartos cuya blanda madera podrida se quebraba con la mirada, y en la que bullía de pronto una vida secreta de larvas y de organismos ínfimos. Era demasiado sórdido hasta para los Bromistas. La mayoría de ellos se desplazaba hasta la gasolinera Shell de la esquina. Así que me fui a la gasolinera de la esquina, en la confluencia de la Sexta y Howard. Pregunté dónde estaban los servicios, y el tipo me lanzó la Mirada, la aviesa mirada diciendo muy bien, ni siquiera va a echar gasolina pero quiere usar el retrete, y por fin me señala el interior de la oficina, donde está la lata. La llave de los servicios está sujeta con una cadena a una gran lata vacía de aceite Shell. La cojo, dejo la oficina y salgo a la zona de hormigón donde la élite de las tarjetas de crédito reposta y estira las piernas y se despega los calzoncillos de los rebeldes y ya entrados en años pliegues del escroto, y allí voy yo con la lata en las dos manos, como con un tótem de la vejiga, y doblo la esquina y entro en el servicio y… Bien, ¿y qué? Pero de pronto caigo en la cuenta de que, para los Bromistas, esto es lo cotidiano. Viven así. Hombres, mujeres, chicos, chicas, la mayoría de ellos hijos de hogares de clase media; hombres y mujeres y chicos y chicas y niños y bebés viviendo de este modo durante meses, algunos de ellos durante años, cruzando Norteamérica de un punto a otro y volviendo, siempre en autobús, bajando a México y volviendo, vagando como gitanos por los arcenes de las áreas de servicio, meando en los servicios a escondidas, defendiéndose de las miradas hostiles (incluso tienen películas y cintas de sus trifulcas con encargados de gasolineras del interior de Norteamérica, que tratan de preservar sus retretes de hormigón y sus dispensadores de papel vacíos de los locos de las pinturas fluorescentes…).

Vuelvo al Almacén. Todo sigue igual. Poco a poco va invadiéndome una sensación extraña en relación con todo esto. Pero no son sólo las ropas, las cintas, el autobús y demás parafernalia. He pasado fines de semana de fraternidades[8] de gente de pelo a cepillo bastante más extraños —tanto en la vestimenta como en la música—, y auténticamente desmadrados en el apogeo de la juerga. La sensación comienza cuando los tipos-bandera se acercan a mí y me dicen cosas como…, bueno, por ejemplo Cassady está lanzando el martillo, con la cabeza sumida en el caos del universo, cavilando sobre ello como un poseso, y de pronto, plam, el martillo se le escapa y cae con ruido en el suelo de hormigón del garaje, y entonces un tipo-bandera va y me dice:

—¿Sabes?, el Jefe dice que cuando Cassady falla nunca es por accidente…

Para empezar, el término «jefe». Los Bromistas tienen dos vocablos para referirse a Kesey. Si están hablando de algo mundano le llaman Kesey, como por ejemplo «a Kesey le han saltado un diente». Pero si se refieren a él como líder o maestro del grupo, se convierte en «el Jefe». Al principio me sonaba a falso. Pero luego se fue convirtiendo en… místico, a medida que los vapores místicos ambientales empezaron a invadirme la cabeza. Son unos vapores que puedo oír realmente en mi cabeza, sssssss, un sonido sibilante parecido al que oyes cuando has tomado demasiada quinina. No sé si le sucede o no a todo el mundo. Pero es algo inquietante de verdad, temible, aterrador, sumamente extraño o sencillamente misterioso, algo que no puedo controlar…, como si entrase en Alerta Roja cuando esos vapores neblinosos empiezan a invadirme…

«… Cuando Cassady falla, nunca es por accidente. Está diciéndonos algo. Está sucediendo algo en el ambiente, algo está entrando en tensión, hay malas vibraciones y quiere disiparlas».

Y se lo creen. Todo en la vida de una persona tiene… sentido. Y todo el mundo se pone en guardia, y trata de descifrar los significados. Y las vibraciones. Las vibraciones nunca tienen fin. Algunos días después, estaba yo en Haight-Ashbury con un chico —no era un Bromista; pertenecía a otro grupo comunal—, y el chico intentaba abrir un viejo secreter, de esos que al abrirlos despliegan un tablero donde se puede escribir, y al hacerlo se pellizcó un dedo con una bisagra. Y en lugar de decir «ay, mierda» o algo por el estilo, el incidente se convierte en una parábola de la vida, y dice:

—Es típico. ¿Lo ves? Hasta el pobre tipo que diseñó este mueble estaba jugando al juego que querían que jugara. ¿Ves cómo está diseñado, cómo se abre hacia afuera? Siempre hacia el exterior, hacia…, tiene que ser hacia el exterior, hacia tu vida, la vieja cantinela de la arremetida, ¿entiendes? La gente ni siquiera piensa en ello, ¿entiendes? Así es como se diseñan las cosas, y tú estás aquí y ellos están allí y van a seguir arremetiendo contra ti. ¿Ves aquella mesa de cocina? —A través del hueco de la puerta vemos una vieja mesa de cocina de tablero esmaltado—. Pues su diseño es mejor. De veras. Es mejor que toda esta mierda llena de adornos; quiero decir que comprendo esa mesa de cocina, porque está toda ella ahí, entera, ¿entiendes? Está ahí para recibir, de eso se trata, es pasiva, porque, además, ¿qué diablos es una mesa? Freud decía que una mesa es simbólicamente una mujer con las piernas abiertas, lista para follar, en sueños, ¿entiendes? ¿Y de qué es símbolo esto? —dice señalando el secreter—. Símbolo de «jódete», de que te jodas, ¿entiendes?

Y sigue así un buen rato, hasta que me entran ganas de ponerle la mano en el hombro y decirle que se deje de gilipolleces y se olvide del asunto.

Pero, en fin, es un discurso que no para. Todos están atentos al más mínimo incidente para convertirlo inmediatamente en metáfora de la vida. La vida de cada cual se vuelve en todo momento más fabulosa que el más fabuloso de los libros. Es un camelo, maldita sea…, pero místico…, y al cabo de un tiempo empieza a contaminarte, como una picazón, como una roséola.

También se habla y habla de los juegos. El mundo convencional del exterior, al parecer, está compuesto por millones de personas implicadas, atrapadas en juegos de los que ni siquiera son conscientes. Un tipo al que llaman Peleón[9] entra desde el sol de Harriet Street y, zas, ni siquiera espera a las metáforas. En mi vida me había visto envuelto tan meteóricamente en una charla abstracta con un desconocido. Empezamos a hablar de inmediato de los juegos. Peleón es un hombre joven, bien parecido, de cara ancha, con melena y flequillo largos exactamente iguales a los del Príncipe Valiente del cómic; lleva un jersey de cuello alto con unas estrellas metálicas de las que los generales exhiben sobre los hombros, y dice: «Los juegos impregnan de tal modo nuestra cultura que… —ruedan ruedan con estrépito juegos de ego lo juzgan todo jodido sometido a un lavado de cerebro nos contamos a nosotros mismos—… siguen planteando oposiciones». Aquí Peleón pone rígidas las manos y junta las puntas de los dedos como en una pose de kárate…

Pero mi mente está vagando. Me cuesta mucho escuchar porque estoy fascinado por una cajita de plástico con un pequeño cepillo de dientes y un pequeño tubo de pasta dentífrica que Peleón lleva en la mano, bajo el pulgar. La cajita se mueve de un lado a otro frente a mis ojos a medida que la oposición de las manos de Peleón… Qué curiosa panda de pobres diablos… Aquel tipo con estrellas de general en el jersey dando una especie de sermón de vísperas sobre los pecados del hombre… ¡con un cepillo de dientes!, (¡sí, por supuesto, se lava los dientes después de cada comida, de veras!). Se cepilla los dientes después de cada comida pese a que viven en este garaje, como gitanos, pese a que viven sin agua caliente, sin retrete, sin camas, que duermen en un par de colchones en los que la suciedad, el polvo, las humedades y las efusiones se mezclan y fusionan con el relleno hasta formar un todo indisoluble…, que duermen echados sobre el andamiaje, en el autobús, en la trasera de la camioneta, con las narices enmohecidas…

—… pero ¿sabes qué? La gente está empezando a ver a través de la bruma de los juegos. No sólo los enrollados y demás, sino la gente de todo tipo. Mira, por ejemplo, California. Siempre ha habido esta pirámide…

Aquí Peleón traza en el aire el contorno de una pirámide y yo contemplo, fascinado, cómo la cajita de plástico se desliza con brillo por un lado de la pirámide…

—La gente está trascendiendo las memeces —dice Peleón, y su voz es franca y clara y dulce como la del alumno encargado de pronunciar el discurso de despedida al final de secundaria, como si acabara de decir ojalá los alumnos que vengan detrás recuerden nuestro lema: «trascender las memeces»…

… es una línea de luz a lo largo del plástico de la cajita, un fulgor rígido que viene del pasado, de dondequiera que pueda venir Peleón. Ah, vuelve a pasarme; otra vez esa picazón amable; acabo de extraer una metáfora, una muestra de trascendental memez, de esa maldita cajita de aseo de los dientes…

«Trascender las memeces…».

Entra en el Almacén un tipo alto con una especie de con junto azul y naranja, parecido al de un arlequín de los que hacen mimo, y con la cara pintada con una capa de naranja fluorescente que le da un extraordinario parecido con El Espíritu (si recuerdan al personaje de aquel cómic). Es —me dicen— Ken Babbs, un antiguo piloto de helicópteros en Vietnam. Me pongo a hablar con él y le pregunto cómo fue lo de Vietnam, y me dice muy serio:

—¿De verdad quieres saber cómo fue?

—Sí.

—Ven aquí. Verás.

Me lleva al fondo del garaje y señala una caja de cartón que hay en el suelo, en medio de un caos de todo tipo de desechos.

—Ahí está todo.

—¿Ahí está todo?

—Exacto, exacto.

Meto la mano y saco un original de unas cuatrocientas o quinientas hojas mecanografiadas. Lo hojeo y veo que es una novela sobre Vietnam. Miro a Babbs. Me lanza una sonrisa de camaradería, y su máscara resplandece y se llena de arrugas.

—¿Está todo aquí? —digo—. Entonces me va a llevar su tiempo hacerme una idea.

—¡Sí, sí, eso es, exactamente! —dice Babbs, y suelta una carcajada como si acabara de oír la cosa más graciosa del mundo—. ¡Sí, sí! Ja, ja, ja! ¡Exacto, exacto! —exclama, con la máscara fulgurando y bailándole en el semblante. Vuelvo a dejar la novela en la caja, y durante los días siguientes veo la novela sobre Vietnam de Babbs allí en la caja, en medio de todo el embrollo, como a la espera de que un tornado la alzase por el aire y la diseminase por el condado de San Francisco, y Babbs anduviera por allí diciéndole a alguna otra alma perpleja: «¡Sí, sí, eso, exacto, exacto!».

Los Alegres Bromistas se estaban reuniendo con rapidez para esperar a Kesey. Llega George Walker. Walker no va disfrazado. Tiene el aspecto de cualquier universitario rubio con camiseta y pantalones de pana, sano y sonriente y sociable, de cualquier jovencito amable y afortunado de la Costa Oeste, salvo en algunos detalles como el del coche que ha dejado aparcado fuera: un Lotus de carreras pintado de naranja fluorescente. Así, al caer la tarde, se iluminará al derrapar en las curvas de los barrios residenciales de California. Y llega Paul Foster. Foster, según se me informa, es una especie de genio loco; un genio de las computadoras a quien compañías tales como Techniflex, Digitron, Solartex o Automaton persiguen para ofrecerle montones de dinero para que les haga tal o cual cosa… Si es un genio o no, no sabría decirlo. Lo que sí tiene, sin lugar a dudas, es pinta de loco. Está encorvado en un rincón, en una de las butacas de cine; su figura es flaca y demacrada, pero va envuelta en mucha ropa. Es como si llevara ocho pantalones de payaso uno encima de otro y a cada cual más sucio, todos negros como el hollín, raídos, mugrientos, mohosos. Lleva la cabeza prácticamente afeitada —es tan enjuta que parece haber perdido hasta el último ápice de carne—, y cuando contrae los músculos de las mandíbulas es como si entrara en funcionamiento algún diagrama anatómico excepcionalmente inteligente en el que pequeños músculos faciales, estriaciones, envolturas conectivas, ligamentos, tejidos, nodulos, integumentos cuya existencia nadie hubiera imaginado nunca se agruparan, marcaran, cobraran relieve en una compleja reacción en cadena. Y contrae los músculos de las mandíbulas constantemente mientras se concentra, con la cabeza baja y los ojos encendidos, en un dibujo que está haciendo en un taco de hojas de papel (un extremadamente pequeño pero crucial dibujo, a juzgar por la intensidad con que se concentra).

Black Maria, sentada en una silla plegable, sonríe inefablemente sin decir nada. Uno de los tipos-bandera, un joven delgado, me habla de mexicanos en guaraches que se colocan… Doris Delay me cuenta que…

—Tienen su propio viaje —explica Peleón—, y aunque no suene a nada del otro mundo, están empezando a trascender las memeces. Está la vieja trinidad: Poder, Posición y Autoridad; y por qué van a tener que adorar a esos viejos dioses y a esas viejas formas de autoridad…

—A tomar por el culo Dios… eihhh… A tomar por el culo Dios…

Es una voz que llega del otro lado de las mantas-telones que hay a un lado. Alguien, desde allí detrás, apostilla lo que acaba de decir Peleón.

—A tomar por el culo Dios. Viva el diablo.

La voz, sin embargo, es una voz muy somnolienta, muy ensoñadora. El telón se aparta y aparece un tipo pequeño y nervudo con aire de pirata. Detrás de él, en segundo plano tras los telones, hay todo tipo de cables, instrumentos, paneles, altavoces, todos apilados en un reluciente montón de equipos electrónicos, y la cinta sigue sonando al fondo… «en la mina de ninguna parte…». El tipo tiene aspecto de pirata, como he dicho, y tiene el pelo largo y negro peinado hacia atrás a lo Tarzán, y bigote, y un anillo de oro en el lóbulo de la oreja izquierda. Mira hacia nosotros con mirada somnolienta. Es un Ángel del Infierno. Se llama Freewheeling Frank[10]. Lleva los «colores» de los Ángeles del Infierno[11]: cazadora con insignias, con las mangas cortadas y con la imaginería de la calavera con casco y las alas y los otros símbolos crípticos de su tribu urbana.

—A tomar por el culo Dios —dice Freewheeling Frank—. A tomar por el culo todas las formas de… de…

Sus palabras quedan en el aire con un tono ensoñador, aunque sus labios siguen moviéndose y él hace un ademán como de agachar la cabeza y sale de la oscuridad a la penumbra, hacia el autobús, volteando las manos, primero hacia un lado y luego hacia el otro, como Cassady, y se ensimisma en sus cosas, como Cassady, y, muy bien, es un Ángel del Infierno…, y Peleón se limpia los dientes después de cada comida, en medio de una estación de servicio de la Shell con economía de lata vacía de aceite…

Y en ese momento llega Kesey.