XIX. EL FESTIVAL DE LOS VIAJES

¡El mal viaje de Owsley! Una experiencia que llegó a obsesionar al propio Owsley. Siempre que se hablaba del LSD —lo cual sucedía casi siempre en el entorno de Owsley—, Owsley volvía a contar su experiencia en Muir Beach. Parecía horrorizarle e intrigarle al mismo tiempo… Aquellos morbosos —aunque maravillosos— detalles… Todo el mundo escuchaba atentamente. ¿Podían darse tales cosas? En cualquier caso, daba la impresión de que Owsley consideraba a Kesey un demonio y que pensaba cortarle el suministro de LSD.

Richard Alpert tampoco estaba muy contento con las Pruebas del Ácido. Alpert, como Timothy Leary, había sacrificado su carrera académica como psicólogo por el movimiento psicodélico. Ya era bastante difícil conseguir que las gentes convencionales no pusieran el grito en el cielo en el tema del LSD en circunstancias normales, e incluso en las mejores circunstancias, conque para qué hablar si el alucinógeno en cuestión se utilizaba en orgías escandalosas y dementes en lugares públicos. A los adictos al ácido partidarios de las posturas de Leary y Alpert les resultaba difícil creer que los Bromistas estuvieran montando una «broma» semejante. Temían que en cualquier momento las cosas pudieran llegar a una especie de debacle, a una suerte de cuelgue de masas que la prensa pudiera aprovechar para acabar para siempre con el movimiento psicodélico. La policía los vigilaba estrechamente, pero podía hacer muy poco al respecto, salvo alguna detención ocasional por posesión de marihuana, ya que a la sazón no existía ley alguna que prohibiera el LSD. Los Bromistas siguieron organizando Pruebas del Ácido en Palo Alto, Portland, Oregón, dos en San Francisco, cuatro en Los Ángeles y sus alrededores…, y tres en México, y no ha habido ninguna transgresión de la ley, teniente…, sólo todas las leyes divinas y humanas… Un maldito escándalo, en suma, y nosotros impotentes

Las Pruebas del Ácido eran de esa clase de provocaciones, de ese tipo de escándalos que crean un nuevo estilo o una nueva visión del mundo. Todos parlotean, bufan, hacen rechinar los dientes ante el mal gusto, la inmoralidad, la insolencia, la vulgaridad, la puerilidad, la locura, la crueldad, la irresponsabilidad, el fraude…, y el caso es que acaban en un estado tal de excitación, en tal epítasis, en tal servidumbre, que no pueden dejar de pensar en ello. Se convierte en una absoluta obsesión. Y ahora os van a mostrar cómo se debería haber hecho.

Las Pruebas del Ácido supusieron todo un hito en el estilo psicodélico. Y en prácticamente todo lo asociado a él. No me refiero simplemente a que los Bromistas fueran pioneros en la organización de estos eventos, sino a que todo partió de las Pruebas del Ácido y todo desembocó luego en el Festival de los Viajes de enero de 1966. El Festival lo sacaría todo a la luz pública. Los espectáculos que integraban «técnicas diversas» provenían directamente de la combinación de luz y proyecciones cinematográficas y estroboscopios y cintas magnetofónicas y rock and roll y luz negra… de las Pruebas del Ácido. El «rock del ácido» —la música del álbum Sergeant Pepper de los Beatles y la música electrónica de alto vibrato de Jefferson Airplane, The Mothers of Invention y numerosos grupos más…— fue creado por los Grateful Dead en las Pruebas del Ácido. Los Grateful Dead eran la contrapartida audio de las proyecciones luminosas de Roy Seburn. Aunque indirectamente, y sólo en parte, Owsley también era responsable. Owsley había vuelto de su mal viaje y había empezado a invertir dinero en los Grateful Dead y, por ende, en las Pruebas del Ácido. Quizá imaginó que —hubiera él tenido o no un mal viaje las Pruebas eran la moda del futuro. Quizá pensó que el «rock del ácido» era el sonido del futuro, y que él podía convertirse en una especie de Brian Epstein de los Grateful Dead. No sé. En cualquier caso, empezó a comprarles un equipo jamás soñado por grupo de rock and roll alguno, incluidos los Beatles: todo tipo de sintonizadores, amplificadores, receptores, altavoces, micrófonos, bobinas, cintas, cuernos de teatro, luces, grúas, plataformas giratorias, instrumentos musicales, mezcladores, sordinas, mesocrómicos auxiliares…, todo lo existente en el mercado. El sonido atravesaba tantos micrófonos y era procesado por tantos mezcladores y aparatos de intervalo variable y amplificadores y salía por tantos altavoces y realimentaba tantos micrófonos que finalmente brotaba como de una refinería química. Había algo totalmente nuevo y delirantemente extraño en el sonido de los Grateful Dead, y prácticamente todo lo nuevo en rock and roll— «rock jazz», he oído que lo han llamado —viene de ese sonido de los Dead.

Incluso el arte de los carteles psicodélicos, los remolinos cuasi art nouveau de letras y diseño y vibrantes colores, el espectral y electropastel Day-Glo… venían sin duda de las Pruebas del Ácido. Más tarde otros empresarios e intérpretes recrearían los estilos de los Bromistas con una sofisticación que éstos jamás hubieran osado imaginar. El arte no es eterno, amigos. Los carteles se convirtieron en obras de arte, de un arte integrado en las pautas culturales tradicionales. Surgieron otros grupos que tocaban el «sonido» de los Dead con mayor éxito —más comercialmente que los propios Dead. Vinieron quienes repitieron y repitieron los espectáculos de «técnicas diversas» hasta convertirlos en puro «caramelo» ambrosíaco para el cerebro, con su correspondiente relleno cremoso… Kesey, ante todo ello, decía: «Saben dónde está, pero no saben lo que es.»

En realidad fue Stewart Brand quien concibió la idea del Festival de los Viajes de enero de 1966. Brand y un artista de San Francisco, Ramón Sender. Brand tenía veintisiete años y era un exbiólogo que había conocido los cultos indios del peyote en Arizona y Nuevo México, y había creado una asociación llamada Norteamérica Necesita a los Indios. Un buen día, justo después del lanzamiento de un satélite Explorer que habría de fotografiar la tierra, tomó LSD, y mientras las viejas sinapsis empezaban a alborotarle en el cerebro a 5.000 pensamientos por segundo, le asaltó uno de esos interrogantes capaces de inflamar la mente humana: ¿Por qué no hemos visto todavía una fotografía de todo el planeta?, y se puso a recorrer Norteamérica —desde Berkeley (California) a la calle Ciento dieciséis de Nueva York— vendiendo insignias con esta leyenda a izquierdistas, derechistas, fundamentalistas, teósofos, descontentos, y a cualquiera con la salud o el atisbo de paranoia o la afectación en el alma…

Él y su amigo Sender concibieron la idea de aunar todas las nuevas formas de expresión que estaban en boga en el mundo hip en aquel momento y organizar, de modo abierto, una Súper Prueba del Ácido. Alquilar una sala y convocar a multitudes. Y encontraron un empresario dispuesto a ello: Bill Graham, un neoyorquino con mucho prestigio en los medios hip de San Francisco por ser miembro del San Francisco Mime Troup, grupo de mimo que solía tener problemas por montar pantomimas políticas en el parque. El Festival de los Viajes fue programado para las noches del viernes, sábado y domingo del 21, 22 y 23 de enero, en el Longshoremen’s Hall de San Francisco. Se anunciaba como una gran fiesta que simularía una experiencia en LSD, aunque sin LSD, mediante efectos de luces y música. La gran noche, la del sábado, iba a ser la de la «Prueba del Ácido», y las estrellas serían Ken Kesey y los Alegres Bromistas.

Kesey y los Bromistas estaban preparados para el Festival. Hasta Montañesa se hallaba dispuesta. Había pensado detenidamente las cosas y estaba de vuelta en el autobús. Los Bromistas acababan de organizar una Prueba del Ácido en el Fillmore Auditorium, una gran sala de baile situada en medio del distrito Fillmore, uno de los grandes suburbios negros de San Francisco. Fue una noche delirante. Aparecieron, colgados hasta las cejas, centenares de adictos al ácido y vagabundos y bohemios de la zona de la Bahía. Paul Krassner había vuelto a la ciudad, y oyó el rumor que circulaba por… el Medio: todo el mundo «tomaría ácido» hacia las cinco o las seis de la tarde para prepararse para la Prueba del Ácido que empezaría a las nueve de la noche en el Fillmore Auditorium. Así que Krassner llega y…, ¡mierda!, lo que ve es lo siguiente:

una sala de baile surrealista que hierve con un par de miles de personas colgadas como simios, con disparatadas ropas y ofensivos maquillajes, con una estridente banda de rock and roll y luces estroboscópicas y una máquina de truenos y globos y serpentinas y equipos electrónicos…, y la espalda de la chaqueta de un tipo proclama: Por favor, no creas en la magia, y una chica baila —sus pestañas miden unos diez centímetros— y hasta los malditos guardas de Pinkerton están colgados por contacto

Kesey le pide que coja el micrófono y comente sobre la marcha lo que está viendo. «Lo único que sé», declara en medio del estruendo de la sala, «es que si fuese un poli y entrase aquí en este momento, no sabría por dónde empezar.»

Bien, pues los polis entraron y no supieron por dónde empezar. A fin de hacer cumplir una ordenanza municipal, entraron a clausurar la Prueba del Ácido hacia las dos de la madrugada, cuando la cosa se hallaba en su apogeo más demencial. Montañesa había cogido un micrófono y gritaba consignas de ánimo a los bamboleantes bailarines. Babbs lanzaba haces de luz hacia unos drogotas que vagaban en zigzag, absolutamente zumbados, y les dirigía preguntas fantasmales a través de otro micrófono… Eh, vosotros, ¿qué os pasa?, ¿es que habéis p-e-r-d-i-d-o la c-a-b-ee-e-e-z-a? Page Browning sonreía con su sonrisa de fanático. Los polis empezaron a gritarles que echaran el cierre a la fiesta, pero no lograban hacerse oír y se pusieron a desenchufar micrófonos, altavoces, estroboscopio, amplificadores…, aunque había tantos…, un auténtico amasijo de cables y enchufes…, y mientras ellos desenchufaban ocho, Montañesa volvía a enchufar diez, y al cabo Montañesa se subió al anfiteatro con un micrófono en la mano y empezó a impartir instrucciones tanto a bailarines como a polis —más alta esa música, más vino…—, y los polis no lograban dar con ella. Finalmente ordenaron a los Bromistas que empezaran a desalojar la sala, y éstos obedecieron, salvo Babbs, que se sentó en una silla y se negó a moverse. Hemos dicho que te muevas, le dicen los policías.

—No tengo por qué hacerlo —dice Babbs—. Soy el jefe. Ésos trabajan para .

—¿Sí?

Uno de los policías agarra a Babbs por el chaleco fluorescente, y no consigue sino separar a éste de su dueño. Babbs sonríe con expresión maníaca, pero de pronto adquiere una expresión seria y feroz.

—¡Está detenido!

—¿Por qué?

—Por resistirse.

—¿Resistirme a qué?

—¿Va a venir por las buenas o tendremos que llevarle?

—Como guste —dice Babbs, sonriendo con una expresión aterradora en el semblante, como si el siguiente paso fueran ocho golpes de karate a hígados y estómagos. Y de pronto se llega a una especie de punto muerto, de empate: ambos contendientes se miran ferozmente, pero ninguno lanza golpe alguno. Se organiza un gran lío, por supuesto. En el último minuto aparecen en escena dos abogados de Kesey que calman los ánimos de los polis y de Babbs, y todo va apagándose en el valle como parte del Welthassle[45].

Los abogados…, sí. El proceso de Kesey por posesión de marihuana, a raíz de la gran redada de La Honda, llevaba seis meses «rebotando» de una instancia a otra del sistema judicial del condado de San Mateo. Los abogados de Kesey estaban impugnando la orden que había dado luz verde para la redada a las diferentes policías. El caso había empezado con una vista ante el Gran Jurado, diligencia que, como es lógico, es siempre secreta. La acusación del condado argumentaba que disponía de todo tipo de pruebas de que Kesey y los Bromistas habían suministrado droga a menores. Los abogados de Kesey trataban de invalidar todo el proceso alegando que el mandamiento judicial que autorizaba la redada había sido ilegal. La alegación no prosperó, y Kesey se hallaba ahora ante la disyuntiva de comparecer en juicio y afrontar el subsiguiente escándalo o eludir un juicio abierto y dejar que los jueces decidieran a partir de la transcripción de su comparecencia ante el Gran Jurado. Se acordó finalmente que Kesey dejara decidir al juez. Lo más probable era que la sentencia fuera leve. Además, cabía —incluso después— la posibilidad de recurrir basándose en el hecho de que el mandamiento había sido amañado. Se trataba de una fórmula equivalente, aunque de un modo indirecto, a alegar nolo contendere[46]. El 17 de enero de 1966, cuatro días antes del Festival de los Viajes, el juez declaró a Kesey culpable y lo condenó a seis meses de trabajo en una granja penitenciaria y a tres años de libertad condicional. Más o menos lo que esperaban sus abogados. No era una sentencia muy dura. Por ironías del destino, la granja penitenciaria se hallaba muy cerca de La Honda, y el trabajo de los presos consistía esencialmente en el desbroce del terreno boscoso situado tras la casa de Kesey. Tenía verdadera gracia. Enramadas bañadas de luz para las multitudes convencionales. Más ironías: McMurphy, en Alguien voló sobre el nido del cuco, comenzó su azarosa andadura con una condena de seis meses en una granja penitenciaria. Kesey había sido un McMurphy externamente por espacio de cuatro años. Ahora, ciertamente, tal vez le sería dado ser un McMurphy internamente. Tal vez…, en fin, no iba a ser el maldito fin del mundo. Y entonces sucedió algo inesperado y enojoso.

La noche del 19 de enero, dos noches antes del Festival de los Viajes, Kesey, Montañesa y unos cuantos Bromistas más fueron al apartamento de Stewart Brand en North Beach, San Francisco, para ultimar los planes del Festival. Poco después de medianoche, Kesey y Montañesa subieron a la azotea del edificio y tendieron sobre la grava una vieja colchoneta azul que alguien solía llevar en la trasera de su ranchera y se tumbaron en ella y se pusieron a contemplar la apacible ruina de North Beach. Era un barrio recoleto, bohemio, singular. Un arrabal con vistas. Divisaban las luces de la bahía y de los barcos de pesca y de los garitos, y otras luces que trepaban por las colinas de San Francisco, y —más cercanos— los cuadriláteros de asfalto de las otras azoteas, los rectángulos y cuadrados y las diferentes alturas y las escaleras…, y contemplaban con deleite el diseño arquitectónico, agradable y apacible y un tanto seudoartístico, pero así era North Beach… Montañesa, con su pelo castaño oscuro y sus grandes ojos castaños, que se muestran ariscos y traviesos…, y a Kesey se le ocurre que parecen más bien los de un cachorro de setter irlandés a punto de pasar del torpe y despreocupado retozar a los debe res de la devoción.

Montañesa se entusiasma con el Festival de los Viajes.

—Con ese altavoz nuevo tan enorme —dice—, vamos a cablear todo el local tan increíblemente que se podrá oír ¡hasta el pedo de una pulga!

Del torpe y despreocupado retozar a los deberes de… Kesey se siente viejo. Él, antaño un semental tan pletórico de tono muscular…, siente su cara desencajada por la tensión, por… el eterno acoso, los abogados, las mentiras legalmente consentidas en unos y otros, el politiqueo, la adulación, los sermones, la vieja y escorada sonrisa diplomática…

—… ¡el pedo de una pulga!

—Todavía no está hecho —dice Kesey.

—¿Con los días que nos quedan para prepararlo? Siempre íbamos al local la noche anterior y siempre lo teníamos preparado por la mañana…

Y etcétera, etcétera… Kesey y Montañesa están echados boca abajo, con la barbilla apoyada en las manos, mirando desde la cuarta planta hacia el callejón de abajo, y de cuando en cuando, inadvertidamente, empujan la grava y ésta cae desde la azotea a la calle.

… sí…mmmmmmm…, a la una y cincuenta y tres de la madrugada, la policía del distrito 19 recibe la llamada de una mujer del número 18 de Margrave Place diciendo que unos gamberros borrachos están tirando piedras contra su ventana. Poco después de las dos entra en el callejón un coche patrulla. A Kesey y Montañesa les divierte ver llegar a la policía. Mira, un coche de la poli ahí abajo, ahí mismo… A unos cincuenta metros, en la ladera de una colina, parpadea una luz roja. Parpadea una luz roja y un coche de la policía entra despacio en la calleja. Ah, la eterna sincronización, amigos míos… Los polis están entrando en el edificio. Me pregunto a qué. ¿Saco alguna conclusión al respecto? ¿O me limito a seguir echado, colgado e incrédulo, mientras dos polis suben los cinco pisos para llevarme a la trena…? Oh, la lógica del disfrute y la sincronía. Kesey y Montañesa lo ven todo a un tiempo, ahora, tan claramente… Es tan increíblemente obvio que resulta fascinante. Lo ven todo, lo entienden todo perfectamente… Lárgate, date el piro, corre, vuela, escóndete, esfúmate, desintégrate… La alerta roja es tan clara…, parpadea y parpadea, rojo, oscuridad, rojo, oscuridad, rojo, oscuridad, rojo, oscuridad…, y, sin embargo, ¿voy a irme?, ¿a perdérmelo todo?, ¿a volverme tan lento en la sincronía interferométrica? Es como aquella vez tan extraña en aquellas pruebas eliminatorias de lucha olímpica, en 1960, en el Olympic Club de San Francisco…, era el primer round contra un tipo enorme y fornido, y se tomó un par de cápsulas de vitaminas antes del combate, y se sintió estimulado, acelerado…, no dopado, oh, mamá-papá-hermanito-hermanita-seres queridos pero de mente estrecha…, todos los atletas olímpicos se dopan, son adictos a la fuerza a las pastillas, ved cómo los conducen, saturados de relucientes y nervudos músculos y con el pelo a cepillo, hasta la mesa del gimnasio, donde al lado de cada plato hay una fila de pastillas, cual la obligada copa de vino en la mesa del gourmet: cápsulas de hierro, cápsulas de calcio, cápsulas para las contracciones del colon y para los músculos del corazón, cápsulas de vitamina B12, fuerte como pura anfetamina, que hace que los vasos sanguíneos se vuelvan negras serpientes, cápsulas para una dentadura sana y feroz, para unos brazos de levantador de pesas, para un cuello de gorila, para afilar los colmillos e insuflar energía salvaje al plexo solar…, toda una hilera de jóvenes toros de pelo a cepillo creados a base de química, atiborrados a la fuerza día tras día, plato tras plato…, acelerado y acelerado y acelerado a la espera de que el arbitro alzase la mano para dar comienzo al combate, ya…, y es tan fascinante…, es como un motor acelerado al máximo con el embrague en…, es algo que intriga, que no intimida, el modo en que el enorme tipo le coge por encima de la rodilla con su gigantesca mano y se pone a tirar hacia abajo… Kesey es dos personas, una «acelerada» allí encima, sobre la estera, y otra «acelerada» en el aire, en las alturas, como un cuerpo astral, observando…, ¡muy interesante!, nadie podría ser más fuerte que ese tipo que le derriba tirándole de la rodilla…, no hay peligro, amigos, sólo fascinación…, y así el tipo gana un trofeo por el derribo más rápido del torneo…, mientras el motor sigue revolucionado y en sincronía con un mal viaje diferente…

¡fascinante!

… por la desvencijada puerta de la azotea surgen dos policías, los agentes Fred Pardella y Thomas L. O’Donnell, del distrito 19…

Lo que sucedió después daría lugar —muchos huidizos meses después— a dos juicios en San Francisco que se saldarían ambos con desacuerdos del jurado, el segundo de ellos por once a uno contra Kesey. Según los agentes Pardella y O’Donnell, al llegar a la azotea encontraron a los sospechosos —Kesey y la joven Adams— con una bolsa de plástico que contenía cierta cantidad de una sustancia vegetal de color pardusco. El agente O’Donnell procedió a requisar dicha bolsa en calidad de prueba, y Kesey forcejeó con él para impedírselo y logró lanzarla al rectángulo de la azotea contigua, y a punto estuvo de arrastrar con ella al agente Pardella, ante lo cual el agente O’Donnell sacó la pistola y detuvo a Kesey y a la chica. La bolsita de plástico requisada contenía 3,54 gramos de marihuana.

Mal asunto; y no había vuelta de hoja. Un segundo delito de posesión de marihuana suponía de forma automática una sentencia de cinco años de cárcel sin posibilidad de libertad condicional. En el mejor de los casos, corría el riesgo de que hicieran efectiva la sentencia de tres años que le había impuesto el juez del condado de San Mateo, pues una de las condiciones fijadas era que no siguiera frecuentando a los Bromistas. Montañesa quiso cargar con toda la culpa en tal sentido. «Estábamos despidiéndonos», explicó a la prensa. «Él no tenía que seguir viéndose con una gente tan alocada y atolondrada como nosotros. Era la última vez que íbamos a vernos.» Bueno…, Montañesa lo intentó. El funcionario del condado de San Mateo encargado de la libertad condicional de Kesey le aconsejó que, por el amor de Dios, se mantuviera al margen del Festival de los Viajes, porque de lo contrario acabaría en la cárcel, pero Kesey —y con él todo el asunto— se hallaba ya muy lejos de ese tipo de «amenazas», rumbo a la vieja Ciudad Límite…

Kesey salió del juzgado municipal de San Francisco el 20 de enero en compañía de Montañesa y Stewart Brand, y los tres montaron en el autobús de los Bromistas para recorrer todo San Francisco anunciando el Festival de los Viajes. Se bajaron todos en Union Square. Kesey llevaba unos vaqueros Levi’s blancos con las leyendas CALIENTE en el fondillo izquierdo y FRÍO en el fondillo derecho y TIBET en el centro, y unas botas azul celeste. Los Bromistas pusieron en escena la Máquina del Trueno de Ron Boisie, y anegaron de vibraciones locas Union Square, en pleno trepidante corazón de San Francisco.

La segunda detención de Kesey sirvió al menos para dar una gran publicidad al Festival de los Viajes. La noticia fue recogida por todos los periódicos de San Francisco. En los medios hip, intelectuales e incluso sociales de San Francisco, la nueva del Festival de los Viajes se extendía como la pólvora. El temido LSD. Los adictos al ácido. Una experiencia de LSD sin LSD, se anunciaba…, y la gente lo creía de verdad. Pero sobre todo era la idea de un nuevo estilo de vida la que se estaba abriendo paso. ¿No crees que se trata de la… nueva ola…?

Y cómprate la entrada, por el amor de Dios —idea absurda para Norman Hartweg—, y tendremos un promotor…, todo absurdo, pero llegaron a millares al Longshoremen’s Hall para el Festival de los Viajes, miles de personas incluso la primera noche, que fue en gran medida una noche india, una extraña celebración propuesta por la asociación de Brand «Norteamérica Necesita a los Indios», pero la afluencia masiva se produciría el sábado por la noche, la velada de la Prueba del Ácido. Norman está absolutamente colgado en LSD…, y muchos de los freaks que están entrando también están en ácido. «Una experiencia de LSD sin LSD», qué risa… De hecho los drogotas entran a olea das, pasados hasta las cejas, millares de adictos al ácido saliendo a la luz pública por vez primera. Es como cuando los Bromistas fueron al concierto de los Beatles luciendo sus mejores galas, con un aspecto tan estrafalario y tan absolutamente colgados que nadie daba crédito a lo que veía. No podían creer que alguien fuera capaz de arriesgarse tanto en público. Bien, los muchachos están teniendo una experiencia de LSD sin LSD, eso es todo, y eso es lo que parece. Un remolino delirante, gigantesco. Muy bien. Luces y películas barren el local; cinco proyectores de cine en marcha, y Dios sabe cuántos artilugios luminosos, interferométricos, y hay mares intergalácticos de ciencia ficción por todos los mu ros, y altavoces que tachonan la sala por doquier como arañas llameantes, y estroboscopios que estallan en luz, y luces negras que bañan objetos pintados de Day-Glo, y pintura fluorescente para ser utilizada a discreción, y farolas en cada entrada que parpadean rojo-amarillo, y dos grupos musicales, los Grateful Dead y Big Brother and the Holding Company, y una cuadrilla de extrañas chicas en leotardos que saltan por los extremos y tocan silbatos para perros…, y los Bromistas. Paul Foster se ha enrollado cinta aislante negra alrededor de los zapatos y de los tobillos, y se ha vendado piernas y caderas y torso hasta la caja torácica, desde donde parte una camisa blanca y luego una serie de vendas blancas que le cubren la cara y el cráneo y apenas le dejan libre una rendija para los ojos, sobre los que lleva unas gafas oscuras. Lleva también una muleta y un cartel que dice: «¡Pertenecéis a la Generación Pepsi y yo soy un freak con espinillas!» ¡Rotor! Y hay drogotas por todas partes, con sarapes y sartas de mándalas y cintas de cabeza y abalorios indios —es el gran momento histórico para estas cosas— y uno de ellos lleva un jubón de piel con la leyenda «Aquí Abajo el Culo del Guerrero Indio Brujo Mojo» estampada en la espalda. ¡Mojo! Oh, los malditos estroboscopios haciendo que cada masa encefálica se vuelva una coliflor de la que brotan corrugadas pelotas de ping-pong… —no puedo soportarlo—, y una chica se quita la blusa y se pone a bailar con los pechos desnudos: bajo las luces del estroboscopio, sus grandes tetas de leche y miel culminan en un múltiple haz de erectos pezones rojo rubí. Es un baile extático, un hermoso ondular de pechos sin sostén que brincan y de turgentes nalgas que serpean y de brazos múltiples que se retuercen y se agitan a un lado y a otro. Miles de serios intelectuales y de cultivados y convencionales hippies, al estilo de North Beach, observan con la boca abierta y aprenden. El doctor Francis Rigney, psiquiatra de la Beat Generation, mira sin perder detalle, y todos los Grandes Papis supervivientes del período beat, Eric «Gran Papi» Nord y Tom «Gran Papi» Donahue, y la gente de la prensa…, todos vibran con la máquina del trueno de Ron Boise. Un jaleo de mil demonios, ya entienden…

Y en el centro del local…, la Torre de Control de los Bromistas. Era un armazón perfecto. Babbs había supervisado la instalación del enorme andamio de tubos y plataformas en el centro de la sala. La torre se hacía más y más alta a medida que los Bromistas seguían añadiendo equipo, micrófonos y amplificadores y focos y proyectores y todo lo demás, la genuina arquitectura del Control, en suma. Babbs en los controles y Hagen arriba, filmando. La Película prosigue. Kesey, entretanto, se ha instalado en una plataforma de control aún más alta, en una suerte de balcón, con un traje espacial completo, plateado, con su enorme casco esférico. Al principio lo había concebido como disfraz, para poder estar allí sin que los diferentes tribunales se sintieran contrariados y ofendidos, pero todo el mundo reconoció de inmediato al Hombre del Espacio, por supuesto, y él permaneció encaramado allá arriba, sobre el remolino humano, con un aparato de proyección, para escribir mensajes sobre acetato y proyectarlos luego a tamaño gigantesco sobre las paredes.

El Colgado bailaba en una espiral de dicha pura, sin adulteraciones, más colgado que nunca, lo cual, en él, era decir mucho. Norman, también colgado, tenía una misión: circular entre las multitudes con la cámara cinematográfica. Sólo que no llevaba batería portátil, y tenía que enchufar la cámara a una toma de la pared y andar de un lado para otro con un largo cable a sus espaldas. Pegaba el ojo al visor, y el remolino reinante iba confluyendo gradualmente en su único ojo…, y todo se aunaba, el Yo, la vasija, y lo que afluía a él, Atman y Brahmán, y él lo acogía en su retina hasta… el satori, hasta alcanzar ese estado perfecto y caer en la cuenta de que era Dios. Después de viajar interminablemente por entre la contorsionante masa abigarrada y extática, ¿cómo era posible que el cable de la cámara siguiera aún enchufado a la pared? ¿Pero qué diablos importaba que estuviera o no enchufado?…, deus ex machina, con el mundo confluyendo en un único ojo. Se le antoja algo crucial llegar al Nodulo Central, a la Torre de Control, a la gran jirafa eléctrica del micrófono direccional que registra la música desde la cima de la alta torre…, y ahí está, la ve allí en aquel momento, y se pone a trepar por el andamiaje con la gran cámara al hombro, pegada al ojo, acogiéndolo todo en él, con el cable y el enchufe culebreando a su espalda, entre las multitudes. Y ¿quiénes pueden ser esas figuras airadas? Pues Babbs y Hagen; Babbs gesticulando hacia Norman para que se baje del andamiaje, porque está molestando, no hay sitio, bájate de ahí, maldita sea…, y se oye una risa cósmica, porque es evidente que no saben quién es él, es decir, no saben que es Dios. Norman, el manso, el apacible, el reservado, el que siempre está en segundo plano, lanza una carcajada cósmica hacia ellos y sigue subiendo. En cualquier momento —lo ve con claridad meridiana—, puede hacerlos desaparecer en la sima… de su ojo, pues ellos, Babbs y Hagen, no son sino dos míseros coágulos en la corriente del mundo.

—Norman, si no te bajas de ahí, ¡voy a tirarte abajo yo mismo! Babbs tiene el mismo aspecto descomunal e indómito, la misma actitud que ante los polis de San Francisco en el Fillmore, y la mente de Norman se escinde ligeramente en el quiasma, como una falla de San Andrés: una parte es su irreductible miedo a que le tiren de allí y a romperse la crisma (él, Norman), pero la otra es la risa cósmica de Dios ante lo inútil de la pretensión de Babbs. Vibra ligeramente, pues, entre Dios y no-Dios, pero entonces la risa le llega en una oleada, y se produce el hecho de que él, Norman, ahora se atreve a hacer lo que está haciendo, a desafiar; es su nuevo yo, y en realidad no hay nada que ellos puedan hacer para evitarlo… Babbs se queda mirando esa risa, esa figura colgada, con la enorme cámara al hombro, que escala por el entramado de andamios. Y se limita a alzar al aire los brazos, resignado a que Norman siga subiendo. Dios en la misma Torre de Control. Bien, si soy Dios, puedo controlar todo esto. Mira hacia abajo, hacia el remolino. Hace un gesto… ¡y sucede!: se produce una ondulación en la masa de allí, y lo repite y se produce una ondulación en la masa de aquí…, y está tan claro lo que va a suceder, puede predecirlo, un gran estallido de baile en éxtasis en aquella masa, bajo la luz de los estroboscopios, va a producirse ahora, y, en efecto, se produce…, una vibración a lo largo de la grieta, de la falla…, se trata de sincronismo, y estamos en el juego, y la gente lo hace…, ¡que la música comience!, y la música comienza… —satori— en el Nodulo Central, como estaba escrito…, pero yo te digo…, y en ese mismo instante aparece un mensaje en rojo sobre una de las paredes:

QUIEN SEPA QUE ES DIOS QUE SUBA AL ESCENARIO

¿Cualquiera que lo sepa? Las mitades quiasmáticas vibran, el Dios y el no-Dios, y entonces comprende: es Kesey quien lo ha escrito. Kesey, que está allá arriba, en su especie de balcón, con su traje espacial, ha escrito ese mensaje con el aparato de proyección y lo ha plasmado sobre la pared en aquel mismo momento. ¿Qué hacer, Arcángel mío…? Norman mira con incredulidad…, ¿qué es lo que se resiste a creer? Ve subir al escenario a un negro de cabeza anárquica —una cabeza de genuino pelo de negro—, con una cinta alrededor de la frente, a la altura del nacimiento del pelo, de forma que éste le brota como un gran diente de león gris, y una enorme camisa que flota bajo las luces, y es Gaylord, uno de los pocos negros presentes, que sonríe con la sonrisa rutilante de los colgados en ácido, y se pone a bailar una sugestiva y leve danza divina…, el Dios Gaylord. Qué diablos. Norman dirige un gesto a la multitud, y ésta no se agita. Ni aquí ni allá. Predice que esa masa se elevará en levitación extática, y la masa no se eleva. De hecho se pega al suelo como si la hubieran aplastado contra él, y los ojos de luna triste miran hacia arriba con la mirada fija del ácido. Sayonara, Dios. Y sin embargo… Y sin embargo…

El gran carnaval loco duró tres noches. Fue un gran evento en todos los órdenes. En el material, por ejemplo, el Festival de los Viajes recaudó 12.500 dólares en tres días, sin apenas gastos generales. Y dio origen a un nuevo tipo de club nocturno-sala de baile. Dos semanas después, Bill Graham negoció con el auditorio Fillmore la celebración de un Festival de los Viajes todos los fines de semana. Y fue un éxito rotundo. Era como si los adictos al ácido vieran en el Festival de los Viajes la primera convención nacional de un movimiento underground[47] que hasta entonces sólo había existido en el sigilo de los grupúsculos. Pronto se asombrarían al comprobar cuan numerosas se habían vuelto sus filas…, y se sentirían eufóricos ante el hecho de poder mostrarse a la luz del día, pasados como babuinos, sin que ni el cielo ni la ley cayeran sobre sus cabezas. La prensa seguía pensando que se había tratado de una experiencia de LSD sin LSD. Pero en el mundo hip de San Francisco nadie creía ni por asomo tal falacia, y fue precisamente aquel fin de semana cuando dio comienzo la era Haight-Ashbury.

El Festival de los Viajes cambió muchas cosas. Pero tan pronto como amainó el revuelo, Kesey, en lo relativo al ceñudo y torvo mundo de los juzgados de San Mateo y San Francisco, se encontró en el mismo punto de partida. Los muy bastardos no cesaban de hostigarle. Habían logrado ya expulsarle de La Honda. El auto del juez De Matteis le ordenaba abandonar La Honda y vender la propiedad a alguien que no tuviera nada que ver con él o con sus actividades, y mantenerse alejado del condado de San Mateo, salvo para entrevistarse con el funcionario encargado de su libertad provisional o para viajar en coche por la autopista Harbor o en avión sobre el territorio del condado de San Mateo, y librar, en suma, de su persona y de su influencia a dicho condado. Así que Kesey y Faye y los niños se mudaron al Spread, la casa de Babbs en Santa Cruz. A su llegada, el 23 de enero, le esperaba una orden de detención por violación de la libertad condicional.

En fin, ésa es su Película, Tonto, y todos sabemos cómo acaba. Tres años en la cárcel de San Mateo, amén de los cinco u ocho o veinte que le piden en San Francisco, para que todos los drogadictos de los Festivales de los Viajes aprendan la lección mientras el hierro está aún al rojo… Kesey convocó una reunión de inmediato…, ¿recordáis aquella pequeña abjuración mía de hace un par de meses, cuando os hablé de prepararme para México…?

Estaban reunidos en el Spread.

—Si la sociedad quiere que sea un proscrito —dijo Kesey—, seré un proscrito, y un proscrito de los buenos. Es algo que la gente necesita. La gente necesita que haya proscritos.

Los Bromistas lo comprendieron todo enseguida.

De modo que he aquí la fantasía del momento: Kesey saldría esa noche para México, y cruzaría la frontera en la parte de atrás de la camioneta de Ron Boise. Boise estaba pasando un tiempo en casa de Babbs, y tenía una camioneta que utilizaba como una especie de estudio móvil. Llevaba en ella todo el equipo de soldadura —sopletes oxiacetilénicos y demás—, y solía trabajar estacionado en las marismas de los alrededores, convirtiendo viejos guardabarros de automóviles en posturas eróticas del Kamasutra. También el coche psicodélico de Roy Seburn, su autobús en miniatura, había sido entregado allí a la voracidad de los sopletes cuando dejó de funcionar definitivamente. Nada dura. El arte no es eterno. Saldrían rumbo a Puerto Vallarta. Kesey utilizaría el carnet de conducir de otro Bromista como documento de identidad en caso de necesitarlo en México. Entretanto, y a modo de densa cortina de humo, una última y gran broma: el Viaje del Suicidio. Kesey escribiría una nota de suicidio. Luego D…, que se parecía extraordinariamente a Kesey, se vestiría como él y montaría en una vieja ranchera que había por allí y conduciría costa arriba en dirección a Oregón, y elegiría un acantilado apropiado y haría chocar la ranchera contra el tronco de un árbol y dejaría la nota de suicidio sobre el asiento y tiraría las botas azul celeste junto a la orilla de forma que pareciera que se había zambullido en el agua y se había adentrado en el mar para nunca más volver a una vida abrumada de problemas. La idea era que como D… se parecía tanto a Kesey —máxime con su atuendo de Bromista—, si coincidía que alguien lo veía conduciendo en dirección a Oregón recordaría luego a un individuo que casaba cabalmente con la descripción de Kesey. Que descubrieran ellos el enredo. Y aun en caso de que no se lo «tragaran» totalmente, al menos haría que las cosas se calmaran. ¿Por qué vamos a tomarnos tantas molestias…? Puede que el muy imbécil esté de veras en el fondo del océano… Condenados drogadictos…

—Espero que a D… no se le ocurra meter la pata —dijo Montañesa.

Pero se sentía optimista. Todo aquel asunto rezumaba e’lan *** de gran Broma.

Aquella noche Kesey y Montañesa se colocaron con hierba y se pusieron a redactar una hermosa esquela de suicidio: «Mis últimas palabras. Votad a Barry[48] y veréis qué divertido.

Yo, Ken Kesey, en plenas (ejem) facultades físicas y mentales, por la presente se lo dejo todo a Faye, Sociedad, metálico y obras (y aquí se me ocurre que nadie va a tragarse todo esto, pero también se me ocurre que así es aún más divertido…).»

Mierda, era realmente divertido. Iba brotando de sus cerebros tomadura de pelo tras tomadura de pelo, y todas esas monsergas metafóricas sobre el destino, todas esas memeces que a un poeta memo que se precie le vendrían a la cabeza al ver cómo la Parca se le empieza a pegar al culo:

«Viento, viento…, no me traigas a este lugar, llévame hacia adelante…»

¡Más! ¡Más! ¡Que suene más alta la música! ¡Que se sirva más vino!

«… Océano, océano, océano, al final acabaré derrotándote; esta vez seré yo quien te doblegue. Hollaré con mis talones tus famélicas costillas…»

Y la cosa sigue y sigue de esta guisa, remedando una crónica íntima del futuro trayecto loco por la costa rumbo al norte, en busca de un acantilado idóneo, un acantilado a su gusto, desde donde —presumiblemente— saltar, y la escena toda burbujea en su cerebro y en el de Montañesa mientras están allí echados en la raída alfombra del salón de la casa de Babbs. Dios, por qué no le «echamos» un poco de ácido al asunto… Así creerán que el pobre diablo drogadicto se tomó una dosis del temido LSD antes de romperse el culo para siempre… Dios, y antes de estrellar la maldita ranchera contra un árbol, ha ido sangrando verosimilitud por todo el litoral californiano:

«… He vuelto a perder el océano. Maravilloso. He viajado centenares de kilómetros en busca de mi particular acantilado, y ahora estoy tan atrapado tras el ácido que no puedo encontrar el océano y acabo estrellándome contra una secuoya…»

Maravilloso. ¿Estás listo, Ron? Kesey monta en la camioneta de Ron Boise y ambos parten en dirección a San Diego, hacia la frontera mexicana, Tijuana y la tierra de todo proscrito que se precie.