XV. NUBE

Hay un enorme y pesado cartel en la verja de la entrada:

LOS ALEGRES BROMISTAS DAN LA BIENVENIDA A LOS BEATLES

Los Beatles iban a actuar el 2 de septiembre por la noche en el Cow Palace, en las afueras de San Francisco. Los periódicos, la radio y la televisión no hablaban de otra cosa. La idea de Kesey, la fantasía del momento, era que después del concierto los Beatles fueran a La Honda a montar un buen «desmadre» con ellos, los Bromistas. Ahora bien, en cuanto a conseguir que tal fantasía se hiciera realidad…

Pero había que admitir que el cartel hacía su efecto.

LOS ALEGRES BROMISTAS DAN LA BIENVENIDA A LOS BEATLES

En la carretera 84, mamis-papis-hermanitas-hermanitos en sus descapotables de capota dura Rabia de Ocelote 400, aminoran la marcha y se detienen y se quedan mirando. Ante el cartel anterior, el que rezaba LOS ALEGRES BROMISTAS DAN LA BIENVENIDA A LOS ÁNGELES DEL INFIERNO, se limitaban a aminorar la marcha. Después de todo, no especificaba cuándo. Podía ser dentro de treinta segundos: cientos de aquellas bestias bajando por la montaña en una avalancha de espiroquetas y piojos, escupiendo tuétano de la última violación canibalesca perpetrada en su vagabundeo por carretera.

Bien, con los Ángeles del Infierno había funcionado. Colocaron el cartel LOS ALEGRES BROMISTAS DAN LA BIENVENIDA A LOS ÁNGELES DEL INFIERNO, y los Ángeles ciertamente se presentaron en La Honda: aquellos increíbles cocos de la clase media entraron a formar parte de la película de los Bromistas en carne y hueso, en su variopinta y madura y tosca persona de Ángeles. Así que pusieron el cartel de LOS ALEGRES BROMISTAS DAN LA BIENVENIDA A LOS BEATLES y, quién sabe, a lo mejor los Beatles también se presentaban. Existía, claro está, una pequeña diferencia. Kesey conocía a los Ángeles de Infierno. Les había invitado personalmente. Ah, pero ha llegado la hora de poner a prueba unas cuantas profesiones de fe. Control, Atención… Imaginad a esos pequeños «monstruos» en nuestra película…

Kesey está charlando con Montañesa en el cobertizo. Están echados en colchones, y Kesey parlotea sin parar y Montañesa trata de asimilar lo que oye. Desde la conferencia de Asilomar, Kesey está muy inmerso en la cosa religiosa. Milagros… Con trol… El Ahora… La Película…, y le habla y le habla a Montañesa en el cobertizo, y los temas que toca son en verdad hondos y recónditos… Montañesa trata de concentrarse, pero las palabras se deslizan ondulantes como grandes olas de… Las palabras se deslizan y ella capta los sonidos pero es como si su corteza cerebral no lograse sintonizar con el significado… Su mente sigue vagando y girando en torno a una serie de datos distintos, siempre los mismos. Como… en un eterno y desesperado cálculo. En suma, Montañesa está embarazada.

Y pese a toda esta desesperación rondándole y girando en torno a su cabeza, algo de lo que Kesey dice le llega y «prende». Es algo harto excéntrico, aunque verosímil. Como suelen serlo los sueños de Kesey. Todo estriba en imaginarlos en la película. A los Beatles. Es como un experimento que pondrá a prueba todo lo que los Bromistas han aprendido hasta entonces. No podemos hacer que los Beatles vengan a nuestra casa. No podemos hacer que lo hagan en el sentido habitual, literalmente. Pero podemos imaginar que están en la película y conseguir que se integren en el gran flujo de las conexiones no causales, y entonces todo sucederá motu proprio. El cartel pone en marcha la película: LOS ALEGRES BROMISTAS DAN LA BIENVENIDA A LOS BEATLES, y nuestra película se convierte en su película, la de mamá y papá y el hermanito y la hermanita y la de todos los jovencitos de Berkeley y la de los drogotas y protodrogotas de la península de San Francisco, y al cabo nuestra fantasía se convierte en la fantasía de los mismísimos Beatles… Qué maravilla cuando la sientan por vez primera… Pese a todo lo que le ronda y le da vueltas a la cabeza, Montañesa no puede evitar maravillarse ante la fantasía del momento, porque ha habido ya tantos y tantos… rollos extraños que han funcionado… Meter en la película a los Ángeles, por ejemplo, a los demonios más temidos de Norteamérica…, y acabar encontrando entre ellos Buena Gente, como Buitre y Sonny y Chiquito y Frank y Terry el Vagabundo, que se Portaron tan Fantásticamente, y tipos Maravillosos como Barriga… Y los pobres y torturados angelitos intelectuales de Asilomar, desde Henry Melón hasta la dichosa Rachel… Durante toda una semana Kesey había embaucado —embaucado podía ser la palabra— a aquella gente y se había hecho con el control de toda la Iglesia Unitaria de California. Aquella gente ya nunca sería la misma, lo cual quizá era para bien. Un verdadero milagro, sin duda, ya que llevaba siendo la misma tanto tiempo… Control :::: y sonaba tan plausible, dicho por Kesey con aquel hablar cansino de Oregón… Muy pocos seres humanos tenían la osadía de hacer valer su voluntad sobre la corriente; quizá no más de cuarenta en todo el planeta en cualquier época… El mundo es plano, y se halla sostenido por cuarenta, o quizá por cuatro, seres humanos, uno en cada esquina del planeta, como las tortugas y elefantes cósmicos de los libros de mitología, porque nadie más osaría hacerlo. Montañesa tiene dieciocho años y está encinta, pero ahí está Kesey…

¿Y los milagros? Aún no has visto ningún milagro, Job, hasta que no veas cómo los Bromistas «meten» en su película a los Beatles.

Dos de septiembre. La máquina de coser de Faye es lo primero que oyen cuando se despiertan. Faye y Gretch sacan el gran baúl de los disfraces, lleno de todo tipo de disparatados avíos teatrales, espadas de matasiete y sombreros con penacho y camisas de duelo de Errol Flynn y botas de Robin Hood y carcajs y máscaras femeninas y capotes fluorescentes de peón caminero y fajines y medallas y saris y pareos y viseras y boquillas y campanillas y cascos de obrero metalúrgico y cascos de aviador de la Primera Guerra Mundial y esclavinas del Dr. Strange y alfanjes y estuches peneanos y monos y camisetas de fútbol americano y mandiles y fulares y pelucas y sonajas de brujo y pantalones de montar de Jim de la Selva y charreteras del Capitán Easy y mallas de los Cuatro Audaces… y las pinturas faciales «Page Browning» de los Alegres Bromistas. Los Alegres Bromistas se preparan para zambullirse, totalmente colgados, en la más inmensa multitud enloquecida de la historia de San Francisco: van a ir a ver a los Beatles al Cow Palace.

Un miembro del círculo, por así decir, «externo» de los Bromistas, un tipo llamado C, de Palo Alto, se las había ingeniado para conseguirles treinta entradas para el concierto de los Beatles (se consideraba algo imposible, pero lo había logrado a través de quién sabe qué trato). C. era uno de los proveedores de ácido de los Bromistas. Otro era un tipo de cierta edad conocido como el Químico Loco, un genio de la química aficionado a quien también volvían loco las armas. El caso es que C. llegó a una especie de trato y consiguió también el ácido necesario para surtir a todos cuantos participaran en el viaje a San Francisco. Antes de que los Bromistas —del círculo íntimo y del «externo» y jovencitos visitantes…— subieran al autobús, Kesey sonrió de oreja a oreja y se puso a distribuir el ácido. Venía en cápsulas, pero tan sumamente concentrado que apenas cubría una parte del interior de la envoltura, de forma que las cápsulas parecían vacías. Los Bromistas lo llamaron «gas de ácido». Así que tomaron el gas de ácido y se acomodaron en el autobús. Cassady no estaba —se había ido a alguna parte—, y condujo Babbs. Kesey se subió a la baca para dirigir la película. Sí, la película iba a ser harto pintoresca. El autobús iba superpreparado: el equipo de sonido, con dos grandes altavoces en la baca, discos y cintas, toda la banda de los Bromistas sobre la baca, los tambores de George Walker, bajos y guitarras y trombones; penachos sobresaliendo por las ventanillas, destellos fluorescentes, bamboleantes charreteras —sí, malditas charreteras fulgurantes— y el álbum de la película Help!, de los Beatles atronando por los altavoces, y en lo alto Kesey y Sandy y Montañesa y Walker y el Colgado y una nueva Bromista, una chica pequeña llamada Mary Microgramo, y guitarras y tambores… He-e-e-e-elp I ne-e-e-e-ed somebody…, y todo el estentóreo carnaval de un autobús que brincaba y vibraba y traqueteaba a través de Skylonda y Cahill Ridge y Palo Alto, y tomaba la Harbor Freeway en dirección a San Francisco, de nuevo todo un maldito circo en movimiento… Todos estaban ya altos en ácido, pasados de verdad, y accedían —uno a uno, Montañesa y Sandy y Norman, que iba abajo, dentro— a aquel estado en el que el movimiento y el fragor del autobús y la percusión y la melodía de la música eran una sola cosa, y es como si Babbs condujera al exacto compás y ligereza de la música de los Beatles, porque ahora son todos una misma cosa, y pasan, cada vez más altos, colocados como babuinos, junto a moteles y letreros eléctricos y mortecinas luces en Burlingame, cerca del aeropuerto, junto al motel superamericano Hyatt House que se eleva hacia el cielo como una espira…, y avanzan a toda máquina y a la cadencia exacta de la música de los Beatles —que es la banda sonora de esta película, ya entienden…—, y dejan la autopista en la salida del Cow Palace y bajan por la sinuosa —ne-e-e-e-ed somebody— rampa del desnivel, colina abajo hacia la penumbra, mientras una marea de millones de coches se desliza hacia el sur por la autopista y el sol, pasado él también, se cierne como una bomba sobre las colinas. Llegan a un semáforo, y se detienen ante la luz roja y los frenos suenan como una flauta de hierro colado —un «la» y un «do» sostenido—, y el autobús se para, y la canción Help! —en ese mismo instante— termina, y entonces se oye una música extraña, la de la parte de la película Help!, en la que el árabe se desliza por detrás de Ringo, y en ese extraño momento el viento se levanta sobre la autopista, y a la derecha hay una fábrica abandonada, de ladrillo y cristal —sobre todo cristal, grandes hojas de cristal del tipo de las fábricas de los años veinte—, un cristal que parece alabearse extrañamente al viento y que centellea como láminas de un enorme sol de la tarde, como un gigantesco ente de mil ojos que palpita en explosiones de luz al unísono exacto con la extraña música árabe…, y en aquel preciso instante Kesey, Montañesa, Sandy, el Colgado, todos ellos…, ninguno de ellos necesita mirar a los demás porque no sólo saben que todos están viéndolo a un tiempo, sino que sienten, lo sienten fluir a través de un solo cerebro, Atman y Brahmán, todos aunados en el autobús y todos aunados con prismas y retorcida masa y ondulación reflectora y explosivo sol, con ladrillos y cristal y Bromistas y Beatles y bombardeo solar y reverberaciones de música árabe…, entonces, en ese preciso instante, todos ellos, todos en uno, todos en un solo flujo cerebral, ven el desvencijado letrero que se recorta contra el cielo por encima del edificio:

NUBE

Y de pronto es como si los Bromistas pudieran «meter» al universo entero en… su película…

Entonces, curiosamente, al verlo allí, tan condenadamente alto, Montañesa piensa: Qué coño es eso. Parece un matadero. Y es, de hecho, el Cow Palace[38]. Y no consigue centrar la vista en el enorme edificio a causa de los interminables kilómetros y kilómetros de anillos de vallado de matadero que lo circundan, cercas de alambre de espino y millones de coches que se apiñan, que van siendo hacinados en el frío fondo de la penumbra. La visión, curiosamente, no aterra a Montañesa. Es sólo un matadero, nada más.

Pero a los otros Bromistas les parece un campo de concentración. Vamos a entrar en una cárcel, aunque sólo para el resto de nuestras vidas. Se bajan del autobús sin orden ni concierto, y en el suelo siguen desplazándose con el terreno y la alambrada del campo de concentración que culebrean en el horrible crepúsculo, mientras millones de minúsculos freaks pasan a su lado precipitadamente, con aire de pirados, gritando a voz en cuello. Los Bromistas llevan las entradas en la mano como si se tratara de la última tabla de salvación que quedara en el mundo, pero ni siquiera pueden leerlas, los muy memos. Están más que pasados. Las letras de las entradas se hacen grumos y caen y desaparecen en el tropel defreaks minúsculos. Treinta Bromistas con bamboleantes charreteras y penachos miran desesperadamente a las diminutas entradas que se escabullen de sus manos ante la alambrada de espino que rodea el redil del campo de concentración. Van a detenernos y a encerrarnos de por vida. Tal posibilidad se les antoja casi una certeza, y es casi como si se dijeran: bueno, para eso hemos venido… Treinta acidoadictos, con inocentes niños pegados a sus faldones, ataviados con su mejores galas, colgados como piojos con el temible LSD, zigzagueando, escorándose con las palpitaciones del delirio. En público, catatónicos de LSD, y no sólo en público sino en medio de una poderosa y palpitante multitud fanática de los Beatles, y en medio de 2.000 policías experimentados y feroces, con su mejores arreos represivos: Exterminad a esos monstruos

… pero… nadie les pone la mano encima ni les dirige la palabra; miles de polis y ni uno sólo les molesta… Porque somos demasiado obvios. Para Norman, de pronto, no puede estar más claro. Somos demasiado obvios y les hemos roto los esquemas. No pueden fijarse en nosotros, o bien… los hemos succionado y «metido» en la película y se han volatilizado, los muy bastardos…

En el interior del Cow Palace el caos es atronador, indescriptible. Kesey y Babbs guían como pueden a aquellos locos pintarrajeados con Day-Glo hacia sus asientos. Se acomodan y forman un gran grupo en un sitio disparatado, en las alturas, al borde de un abismo que domina el escenario y una miríada de minúsculas freaks vocingleras. Las minúsculas freaks, decenas de miles de jovencitas, están ya absolutamente enloquecidas (y los Beatles aún no han salido a escena). Los grupos teloneros se suceden en el escenario… Y ahora… ¡Marta y los Vandellas!, y los zumbidos y chasquidos eléctricos vibran hasta llegarte a la aorta y sacudirte los huesos como una aspiradora acústica, y las minúsculas jovencitas freaks no paran de gritar a grandes ráfagas que evocan las violentas rachas de lluvia en una tormenta: quiiiu, quiiiu, pou, pou, pou… Qué maravilloso, qué sutil, se dice Norman. Desde la horda de minúsculas freaks vocingleras les llega un maravilloso y sutil despliegue de luz, cientos de luces que explotan en el mar de luz de los focos y que rebotan contra todo, qué absoluta maravilla, qué sutil es todo lo que han preparado para nuestra…

(… Montañesa sonríe… Las increíbles luces explotan ante sus ojos; es un gran mar de luces que explotan en su retina en grandes y sulfurados y anaranjados cohetes retinianos, imágenes y postimágenes que no podrá olvidar mientras viva…)

… diversión, y al cabo de veinte o treinta minutos Norman, colgado, cae en la cuenta de que son flashes fotográficos: centenares, millares de minúsculos freaks con cámaras con flash que apuntan hacia el escenario o que simplemente disparan en un auténtico orgasmo óptico. Ráfagas de gritos, rock and roll, blam blam blam, un mar de flashes…, la perfecta locura, por supuesto.

Montañesa sonríe y lo absorbe todo…

Otros Bromistas, también colgados, van poniéndose tensos por momentos. Incluidos Kesey y Babbs. Las vibraciones son pésimas: en el aire hay como una locura envenenada…

Cuando un grupo de músicos se retira del escenario, la horda piensa: ahora los Beatles, pero no son los Beatles quienes salen sino otros teloneros, y el mar de chicas se pone más y más impaciente y el griterío se hace más y más fuerte, y a Norman se le desliza en el cerebro —castigado por los crueles flashes— un pensamiento ::: los pulmones humanos no pueden gritar con más fuerza :::: pero cuando la voz anuncia: Y ahora… los Beatles, ¿qué es lo que debería pensar? Y ahí están saliendo a escena, ellos, John y George y Ringo y… el otro (para lo que a estas alturas importaba, bien podían haber sido cuatro muñecas de vinilo importadas). El sonido que, a juicio de Norman, no podía hacerse más fuerte, duplica su intensidad y los tímpanos le vibran como metal aporreado en una forja, y de pronto huooooooooooouuuuuuu, es como si en la sala todo mudara: el sector delantero se convierte en una masa de jovencitas que se retuerce, que hierve, que hace ondear los brazos en el aire, una gran masa de brazos rosados, y es todo lo que se puede ver en la sala, y es como un animal-colonia con millares de tentáculos rosados que se agitan…, sí, como un solo animal múltiple que agitara sus miles de tentáculos rosados…

… una vibrante locura envenenada, y la minúscula angustia generada por la masa va llenando el universo… Kesey cae en la cuenta: es un ser. Toda aquella masa se había convertido en un único ser.

… Montañesa sonríe y les insta a seguir…, el grito no cesa ni un instante, ni durante ni después ni entre actuaciones; poco importaría que los Beatles se estuvieran limitando a «hacer que» interpretaban sus canciones. Pero hay algo… que sí… importa, y Kesey lo percibe. Uno de los Beatles, John o George o Paul, enfila el largo mástil de su guitarra eléctrica en una dirección, y la minúscula horda se ondula en el sentido de la línea de energía que tal gesto ha generado, y luego en la dirección opuesta, pero siguiendo con precisión esa línea energética. Ello hace que John y Paul y George y Ringo sonrían: toda aquella inmensa bestia de minúsculos freaks ondulándose hacia un lado y hacia otro… Control… Es absolutamente evidente… Los Beatles han hecho que aquella masa humana se convierta en un solo ente, salga de su cerebro individual y sea una sola psique, y poseen un total control sobre ella, pero no saben qué diablos hacer con él, no tienen la menor idea, y acabarán perdiendo tal dominio… La vibración, en Kesey, es como un horrible anuncio del estallido…

Huooooooooooouuuuuuu, miles de minúsculos cuerpos abalanzándose hacia el escenario, ante el que se alza una barrera y una sólida hilera de policías que pugna por repeler a los asaltantes, mientras los Beatles siguen moviendo las mandíbulas y meneando las caderas, sepultados bajo el grito universal como si estuvieran representando un espectáculo de pantomima. En medio de tal estallido, cuando nadie hubiera podido concebir sonido alguno capaz de hacerse oír en el fragor reinante, se alza de pronto… raaaaaaammmmmmm… raaaaaaammmmmmm, un estruendo de sillas plegables que se desploman y se aplastan contra el suelo, donde quedan destrozadas en medio de un mar de tentáculos rosados, hechas trizas, pequeños trozos y astillas que instantes antes eran sillas plegables, restos que pasan de mano en mano, que viajan sobre los tentáculos rosados, de unos a otros, como un hervidero de repugnantemente infectas y monstruosas cucarachas. Y entonces las jovencitas empiezan a desmayarse, como asfixiadas, y son pisoteadas, y la gente levanta y pasa los cuerpos de mano en mano, y ahora son los restos de las sillas-cucarachas y los cuerpos de las minúsculas freaks los que viajan sobre el encrespado mar como aplastados piojos arrancados a la bestia, que grita y se desmaya, y que… huooooooooooouuuuuuu… vuelve a abalanzarse contra la barrera de policías mientras los Beatles, en su espectáculo mudo, piden silencio y tratan de apaciguar los ánimos, ya sin un ápice de control, totalmente incapaces de hacer que aquel mar siga ondulándose o tome tal o cual curso…

CÁNCER… Kesey no tiene más que mirar para darse cuenta de lo evidente: los minúsculos freaks y los Beatles son una sola criatura, y esta criatura padece un total y ponzoñoso y loco cáncer. Los Beatles son la cabeza; los minúsculos freaks, el cuerpo. Pero la cabeza ha perdido el control del cuerpo, y el cuerpo se rebela y se vuelve loco… Ésa es la causa de todo cáncer. Y las vibraciones de ese cáncer llegan a los Bromistas —que forman un grupo compacto y absolutamente colgado— en nauseabundas oleadas. Kesey, y Babbs, y todos ellos lo perciben al instante… Incluso Norman.

… Montañesa parece sumamente sorprendida. Quiere ver el final del espectáculo. Pero Kesey y Babbs han decidido que tienen que irse… antes de que sobrevenga el Estallido Monstruoso, de que lo envuelva todo el gran cáncer…

… Esperad un minuto, dice Montañesa.

Pero los Bromistas se levantan todos a una en medio de un frufrú de penachos y charreteras, pintados de Day-Glo y colgados hasta las cejas, y la gente a su alrededor empieza a levantarse y a imitarles…, pero es como si fuera de… hormigón. Cuanto más se abren camino hacia las salidas, más claustrofóbico se les hace aquel redil y la interminable serie de cercas que lo circundan. Recorren largos pasillos, todos de hormigón, donde se apelotonan ya centenares de personas con aire desolado, porque… —los Bromistas captan la vibración— todos tienen la misma sensación: supongamos que esto estalla ahora y se produce el pánico y todo el mundo se precipita hacia las salidas, y no hay salidas… Sólo hay muros de hormigón y techos de hormigón que penden como un peso de un millón de toneladas y rampas hacia ninguna parte…, hacia abajo, hacia arriba, y todos forman un gran amasijo humano, y otra vez hacia abajo, y al fin fuera, y está el cielo, pero es un cielo negro, es de noche y hay una luz mórbida y ocre, de focos, pero tan sólo han logrado salir a otro redil, porque hay muchas más cercas concéntricas de alambre de espino llenas de gente frenética… en desbandada, arremolinándose en su interior como ratas, tratando de alcanzar la salida, que es un torniquete, un torniquete vertical con barras, una especie de guillotina de hierro, y para salir hay que meterse en ella, de uno en uno, con gente apelotonada a ambos extremos, e incluso entonces sólo se ha logrado salir a otro redil, un aparcamiento, con más cercas concéntricas de alambre de espino, y ahora son los minúsculos freaks y los coches quienes se aglomeran en el terreno, todos tratando de salir, siete u ocho coches pugnando por enfilar el morro por un hueco por donde sólo puede salir uno. Jaulas, jaulas, jaulas…, y no se ve el final. Incluso fuera, más allá, cuando los coches han logrado ya escapar y están en fila con los faros encendidos, incluso entonces… se hallan atrapados por las colinas, otro gran redil que confina todo el lugar en…, en… Los Bromistas están en silencio, parados por la aprensión ante la Eclosión del Gran Cáncer que viene…

… Salvo Montañesa, que dice: «Esperad un minuto…»… y el Colgado, con su enorme y eufórica sonrisa de colgado, fraterniza como un loco con los minúsculos freaks a medida que van saliendo, y dice a quien le quiere escuchar: «Los Beatles, cuando salgan de aquí, van a ir a casa de Kesey…» Y la noticia se propaga entre la multitud, corre de forma delirante de boca en boca…

Kesey vuelve a entrar en busca de supervivientes. Quiere ver si ha quedado atrapado dentro algún Bromista. Les dice a los demás que suban al autobús y que le esperen, y vuelve a sumergirse en los rediles. Los Bromistas llegan al autobús y su moral se recupera un poco. Ponen a todo volumen los amplificadores y los altavoces y se suben a la baca con su descabellada indumentaria y se ponen a jugar con los tambores y las guitarras eléctricas. Los millares de chiquillas de aire astroso siguen saliendo al aparcamiento, aún como motos en marcha aunque retenidas, y, cómo no, ven el autobús y a aquellos tipos extraños pintarrajeados con Day-Glo. Un grupo de jovencitos denuncian que el negocio de la música está amañado, y agitan pancartas y gritan y piensan que los Bromistas les apoyan… Los Bromistas sonríen y les devuelven el saludo con la mano… Todos los jovencitos piensan que los Bromistas defienden cualquier cosa que ellos defiendan… Empiezan a arremolinarse en torno al autobús —son los minúsculos freaks y se ponen a bombardearlo con bolitas de caramelo, de las duras, de las que pensaban arrojar a los Beatles. Los Bromistas siguen encima de la baca, y las bolitas golpean los costados del autobús, y los jovencitos se apiñan alrededor gritando… ¿Así que esto es lo que sienten los Beatles al convertirse en blanco de toda esta energía insensata y loca…? ¿Por qué esas andanadas?

Al fin Kesey vuelve con el último Bromista objeto de rescate: Mary Microgramo, que parece un campo de batalla tras el más largo y encarnizado de los combates, y Kesey dice que es hora de mover el culo y largarse. Babbs pone el motor en marcha y el autobús sale despacio, abriéndose paso con su gran mole hacia la libertad.

¡El caneen Lo vimos. Estaba allí. Malas vibraciones: todos coinciden. Jaulas interminables. Los Bromistas se mecen, se bambolean. Están en ácido hasta las cejas.

«Mierda», piensa Montañesa. «Se me ocurre venir con una panda de viejos que en su vida han visto un concierto de rock and roll…»

En el viaje de vuelta pusieron de nuevo la cinta de los Beatles, la de la película Help! Pero no sirvió de nada. Estaban demasiado desanimados. Salvo Montañesa y el Colgado. Montañesa dijo que le habría gustado quedarse y ver el final del espectáculo. Bueno…, qué diablos. El Colgado se sonríe pensando en los Beatles, en lo de que iban a ir a La Honda… Al menos eso era lo que había estado diciendo a todo el mundo. ¿Adónde si no iban a ir al salir del Cow Palace? Aunque, en realidad, la «fantasía del momento» —la inminente llegada de los Beatles a su casa de La Honda— apenas se le había pasado por la cabeza a algún Bromista durante la última hora (ni siquiera a Kesey). Salir de allí como fuera, ésa había sido su preocupación primera. ¿Dónde estaban los Beatles? Quién diablos lo sabía. Aquellos pequeños muñecos de vinilo probablemente se habían extraviado en algún pliegue del tiempo… En cualquier caso, no era demasiado probable que aparecieran por La Honda…

Al cabo el autobús dobla la última curva de la montaña y enfila hacia la casa, y luego cruza el puente y los faros iluminan el patio… y lo que ven es espantoso y cómico a un tiempo. Es como una versión amplificada de la pesadilla del hombre que lo único que quiere es llegar a casa y acostarse. Los Bromistas tienen visita. De hecho es una visita de trescientas o cuatrocientas personas. Están todos apretados en el gran patio, entre la casa y el cobertizo, con ojos desabridos y grandes como platos. Es como si todo drogota, freak, vagabundo y bicho raro de la Costa Oeste se hubiera dado cita para una gran concentración, el primer megafestival de su especie, en el que, como guinda, no falta un par de centenares de freaks minúsculos. La mitad de ellos están en cuclillas, con los ojos desorbitados, mirando hacia lo alto como si alguien los hubiera lanzado contra la fachada de la casa y luego hubieran resbalado hasta el suelo como babosas. Han venido, como es natural, para la gran juerga con los Beatles. Para la fiesta. La convocatoria del Colgado, en la mejor tradición de los Bromistas, ha obtenido un éxito sonado. El letrero aún cuelga sobre la entrada:

LOS ALEGRES BROMISTAS DAN LA BIENVENIDA A LOS BEATLES

Kesey no está de humor para nada y se dirige hacia la casa. La turba de drogotas -freaks -parias-babosas se queda mirándole con los ojos redondos, desorbitados, como si Kesey fuera a sacarse a los Beatles de la manga. Luego se pone a refunfuñar, como un hatajo de presos a quienes no se les ha dado de comer ese día pero que dudan si es el momento adecuado o no para la rebelión de los esclavos. Es la debacle, pero al mismo tiempo es tremendamente cómico. La expresión de su semblante.

Eso y la aparición de Owsley.

Un tipo menudo y descarado, bajo y de pelo oscuro, vestido como un adicto al ácido —el usual atuendo del errabundo—, pero con una voz nasal extrañamente engreída, como de drogota con veleidades de promotor de pista de patinaje. Y, de entre la multitud de parias-babosas, tal sujeto se materializa ante Kesey y le anuncia:

—Soy Owsley.

Kesey no dice «hola, yo soy Kesey». Se limita a mirarle, como diciendo: muy bien, tú eres Owsley y ahí estás…, ¿y qué?

Owsley parece sorprendido… Soy Owsley. Kesey nunca ha oído hablar de él. Es como si Owsley, al verse de pronto en un lugar donde nadie ha oído hablar de él, no supiera qué hacer. El y Kesey están de pie, frente a frente, midiéndose con la mirada, hasta que Owsley saca una bolsita y la abre y está llena de cápsulas de ácido. Porque él es Owsley, el mayor fabricante de LSD del planeta (lo cual resultará bastante ajustado a la verdad, laboratorios de la Sandoz Chemical Corporation incluidos).

Montañesa mira y sonríe. ¡Las cosas se están poniendo cada vez más divertidas en la patrulla Beatle! El tipo lleva su saquito de ácido. Montañesa se da cuenta enseguida de que es un sabelotodo. Kesey mira la bolsita llena de cápsulas. Lo que no puede negarse es que el pequeño sabihondo tiene una buena provisión de ácido.

El mayor fabricante de ácido del mundo, sin excluir a ninguno, está de pie en la oscuridad, en medio de ninguna parte, entre un gentío de parias-babosas, bajo las umbrías secuoyas.

Luego, poco a poco, los Bromistas ven cómo la mayoría de esa chusma, al ver que los Beatles no llegarán jamás, va marchándose y perdiéndose en la oscuridad por la autopista, en busca de Dios sabe qué… Kesey y Owsley y los Bromistas se sientan junto a un gran tocón, en torno a un fuego. ¿Y quién diablos aparece en ese momento? ¡El Químico Loco! Y es algo así como si un elegante y sutil genio de la neurología de la clínica Mayo y un viejo y afable y orondo médico rural se encontrasen frente a frente… en el más enigmático y difícil caso de la historia de la medicina. Owsley y el Químico Loco se ponen a discutir sobre drogas. Es como un debate. Los Bromistas, incluido Kesey, se mantienen al margen, y los dos hombres siguen obstinándose en sus respectivas posiciones. Dale duro al pequeño sabihondo, Químico Loco, está pensando Montañesa. Y la mayoría de los Bromistas piensa lo mismo. Pero Owsley, el pequeño sabihondo, está dejando maltrecho al viejo: es joven, sagaz y rápido, y el Químico Loco…, el Químico Loco es un hombre viejo y ha tomado demasiada droga. Tiene la cabeza «floja». Trata de polemizar y los sesos se le vuelven gelatina. Owsley, piensan los Bromistas…, bueno, a lo mejor no ha tomado ácido en su vida. O puede que lo haya tomado una sola vez. Es algo que perciben. Y el pobre Químico Loco ha tomado demasiado… —afila su artillería mientras no para de engullir droga— y tiene los sesos «flojos», y Owsley lo hace trizas. El Químico Loco recibió, pues, un verdadero varapalo. Y no volvió a aparecer por allí más que una o dos veces…, había sido tan humillante. Así que los Bromistas, les gustara o no, acabaron por contar entre sus huestes al pequeño sabihondo de Owsley, que hacía un ácido estupendo y tenía dinero. Entre ellos y Owsley iban a inundar de LSD la faz del planeta.

Poco a poco, fue saliendo a la luz la historia de Owsley. Aunque aparentaba menos, tenía treinta años, y un nombre en verdad sonoro: Augustus Owsley Stanley III. Su abuelo era senador de los Estados Unidos por Kentucky. Owsley, al parecer, había tenido problemas en su adolescencia; había ido de colegio en colegio hasta cursar secundaria en un instituto público, que abandonó después; consiguió, sin embargo, gracias a su talento para las ciencias, entrar en la Escuela de Ingenieros de la Universidad de Virginia, pero lo dejó también, y acabó ingresando en la Universidad de California, en Berkeley, donde conoció a una guapa y hip estudiante de últimos años de Químicas llamada Melissa. Y abandonaron juntos la universidad y Owsley instaló su primer laboratorio de ácido en el número 1647 de Virginia Street, en Berkeley. El negocio fue viento en popa hasta la redada policial del 21 de febrero de 1965. Se libró de la cárcel, sin embargo, porque en California no existió ninguna ley que prohibiera la elaboración, ingestión o tenencia de LSD hasta octubre de 1966. Trasladó el negocio a Los Ángeles, al 2205 de Lafler Road, bautizó su empresa con el nombre de Baer Research Group y pagó 20.000 dólares en billetes de 100 a la Cycle Chemical Corporation por 500 gramos de ácido lisérgico monohidrato —elemento base del LSD—, que convertiría en un millón y medio de dosis de LSD a un precio al por mayor de entre uno y dos dólares la dosis. Y compró otros 300 gramos a la International Chemical and Nuclear Corporation. Su primer gran pedido llegó el 30 de marzo de 1965.

Tenía talento, el tal Owsley. Andando el tiempo produciría varios millones de dosis de LSD, en cápsulas y comprimidos. Grababa en ellos caprichosos distintivos que daban cuenta de su «fuerza». El más famoso entre los adictos era el Owsley blues, con la figura de Batman como emblema, que te «metía» 500 microgramos de superhéroe en el cerebro. Los adictos al ácido hablaban de los Owsley blues como viejos borrachos que hablaran de aquel célebre whisky —cuyo envejecimiento garantizaba el gobierno— producido antaño en la tierra natal de Owsley: el bourbon de Fairfax County, Virginia. Owsley fabricaba un ácido magnífico, decían los adictos. En el plano personal, no era un tipo que cayera precisamente simpático a los clientes o a los polis. Era… arrogante; era un sabihondo. Pero aquel pequeño y arrogante sabihondo hacía el ácido como es debido. De hecho el ácido de Owsley se hizo internacionalmente famoso. Cuando la ola del ácido llegó al Reino Unido, a finales de 1966 y principios de 1967, el guiño más hip que uno podía emplear en los medios «entendidos» era decir que tenía «ácido de Owsley». En el mundo del ácido, era el certificado de la bondad del producto, la garantía. Y confería un toque de distinción. Fue en estos medios adictos donde los… Beatles tomaron LSD por vez primera. Pero adelantémonos un poco en la historia: tiempo después de enrolarse con Kesey y los Bromistas, Owsley fundó un grupo musical llamado Grateful Dead. De la experiencia de los Grateful Dead con los Bromistas nacería el sonido conocido como acid-rock. Y sería éste el sonido elegido por los Beatles, tras su iniciación al ácido, para una famosa serie de álbumes que incluiría Revolver, Rubber soul y Sergeant Pepper’s Lonely Heart’s Club Band. A principios de 1967 los Beatles tuvieron una idea fabulosa. Se hicieron con un enorme autobús escolar y lo llenaron con treinta y nueve amigos y se lanzaron a recorrer la campiña inglesa, colgados hasta las cachas… Iban a… hacer una película. No una película cualquiera sino una película totalmente espontánea, con cámaras de mano, filmando las cosas como y cuando acontecían, ¡de forma absolutamente improvisada! Divirtiéndose, desvariando, volando en el instante, en un caos visionario… ¡Un verdadero ensueño! ¡Arte negro! ¡El caos! Acabaron con kilómetros y kilómetros de película, una monstruosidad, un embrollo del demonio, todo «movido» y desenfocado… ¡Feliz cuelgue! Película que ellos consideraron una total ruptura en el ámbito expresivo, al tiempo que un alarde comercial —emitido incluso por la televisión británica— que podría apreciarse también fuera del mundo esotérico de los adictos al ácido…

LA PELÍCULA

… se tituló Magical Mystery Tour. Y… el gran letrero ornaba la verja de los Bromistas en la noche, en ondas y olas intergalácticas de clamorosa y owsleyana y electro-químico-delirante sincronía…

LOS ALEGRES BROMISTAS DAN LA BIENVENIDA A LOS BEATLES