I. RELUCIENTES ZAPATOS NEGROS FBI
Bien pensado, Cool Breeze[1]. Cool Breeze es un chico con barba de tres o cuatro días que se sienta a mi lado sobre el metal abollado de la trasera abierta de una camioneta. Vamos dando botes. Subiendo y bajando y bamboleándonos sobre las podridas ballestas como en un barco. Detrás brinca colina abajo la ciudad de San Francisco, todo un incesante tambaleo de ventanas saledizas y arrabales con vistas que brincan y descienden por la colina. Uno tras otro desfilan los letreros eléctricos con copas de Martini de neón, el símbolo de los bares en San Francisco: miles de copas de Martini de neón magenta rebotando y deslizándose colina abajo, y bajo ellas cientos, miles de personas que se vuelven para mirar la camioneta estrambótica y enloquecida en la que vamos, caras blancas que emergen de las solapas como malvaviscos, deslizándose y dando botes colina abajo…, y bien sabe Dios que tienen mucho que mirar.
Por eso me hace gracia que Cool Breeze diga muy serio, por encima del estruendo que vamos armando:
—No sé… Cuando Kesey salga, no sé si voy a poder pasarme por el Almacén.
—¿Por qué no?
—Bueno, la poli va a andar por ahí husmeando hecha una fiera, y estoy con la condicional, así que no sé…
Muy bien pensado, Cool Breeze. No levantes la liebre. No te hagas notar…, como ahora. A Cool Breeze le aterra tanto en este instante la poli, que va sentado aquí en la camioneta, bien a la vista de millares de ciudadanos perplejos, tocado con una especie de sombrero de gnomo del Bosque Negro de los Siete Enanitos cubierto de plumas y de colores fluorescentes. Arrodillada en la camioneta, frente a nosotros y también a la vista de todo el mundo, va una chica medio india ottawa llamada Lois Jennings, con la cabeza hacia atrás y una radiante expresión en la cara. Lleva en mitad de la frente un brillante disco plateado que unas veces estalla en luz con el sol y otras emite arcos iris desde sus líneas de difracción. Y sí, señor, lleva un colt 45 de cañón largo en la mano, aunque nadie en la calle puede saber si se trata o no de una pistola de fogueo cuando la esgrime en dirección a las caras de malvavisco, jia, jia, como Debra Paget en… en…
—¡Kesey va a salir de la cárcel!
Otras dos cosas que la gente mira son el letrero del parachoques trasero de la camioneta, que reza: «Custer murió por tus pecados», y al enamorado de Lois, Stewart Brand, un tipo delgado y rubio que conduce y que también lleva un brillante disco en la frente, además de un vistoso adorno de cuentas indias. Pero va sin camisa, con el aderezo de cuentas indias sobre el pecho desnudo y una chaqueta blanca de carnicero con medallas del Rey de Suecia.
Y vemos aparecer a un tipo «lindo», cartera de ejecutivo en mano, con el semblante resentido de quien acaba de terminar la jornada, y unos… zapatos —¡cómo brillan!— (quién diablos serán esos memos de beatniks), y Lois le dispara en pleno malvavisco y el tipo va perdiéndose dando botes colina abajo…
Y la camioneta jadea y brinca, lanzando destellos de rojo plata y de chillona pintura y yo dudo seriamente, Cool Breeze, que hoy haya un solo polizonte en San Francisco que no sepa que este vehículo enloquecido es una patrulla guerrillera del terrorífico LSD.
Los polis conocen ya toda la escena; conocen hasta los atuendos, el pelo largo y suelto a lo Jesucristo, los abalorios indios, las cintas indias de cabeza, las cuentas devocionales, las campanillas orientales, los amuletos, los mándalas, los ojos de deidad, los chalecos fluorescentes, los cuernos de unicornio, las camisas de duelista de Errol Flynn… Pero siguen sin saber lo de los zapatos. Los viajeros de la camioneta sienten debilidad por los zapatos. Los peores son los negros y relucientes, con cordones. De ahí la jerarquía —aunque prácticamente todos, incluidos los abiertos, les parecen fuera de onda— asciende hasta las botas que de verdad les gustan: ligeras, con estilo, botas inglesas a la última moda; eso si no pueden conseguir otra cosa, porque las prefieren del estilo de las botas mexicanas hechas a mano, con espléndidas punteras Caliente Dude. Así que ojo con los zapatos FBI: negros, relucientes, anudados… Los que calzaba el FBI cuando acabó por echarle el guante a Kesey.
En la trasera de la camioneta va otra chica, morena y de espeso pelo negro, a la que llaman Black Maria. Parece mexicana, pero me dice con suave e impecable acento californiano:
—¿Qué día naciste?
—El 2 de marzo.
—Piscis —dice. Y añade—: Jamás te habría tomado por un Piscis.
—¿Por qué?
—Pareces demasiado… sólido para ser Piscis.
Pero sé que él lo que quiere decir es impasible. Y empiezo a sentir como si lo fuera. Allá en Nueva York, Black Maria, te aseguro que me consideran casi un dandy. Pero al parecer una chaqueta azul de seda y una gran corbata con dibujo de payasos y… un… un par de lustrosos mocasines negros no se ajustan demasiado al modelo aceptable para los drogotas de San Francisco. Lois va liquidando los malvaviscos uno a uno; Cool Breeze se eleva a las entrañas de su sombrero de gnomo; Black Maria, que es Escorpio, anda a vueltas con el Zodíaco; Stewart Brand va abriéndose paso por las calles; los abalorios estallan en destellos…, y esto no es nada especial, es lo normal, lo normal en el mundo enrollado de San Francisco, una diaria rutina que perturba la cabeza de los viandantes, apenas un alimento psíquico para la «gente guapa» mientras a un tipo de Nueva York se le conduce al Almacén para que espere allí al jefe, Ken Kesey, que sale de la cárcel.
Todo lo que yo sabía de Ken Kesey entonces, poco más o menos, era que se trataba de un prestigioso novelista de treinta y un años y que estaba metido en líos a causa de las drogas. Había escrito Alguien voló sobre el nido del cuco (1962), cuya versión escénica se estrenó en 1963, y A veces un gran impulso (1964). Junto a Philip Roth, Joseph Heller, Bruce Jay Friedman y un par de autores más, siempre era citado como uno de los novelistas más prometedores de su generación. Tiempo después fue detenido en dos ocasiones por posesión de marihuana (en abril de 1965 y en enero de 1966), y huyó a México para eludir el riesgo de una sentencia severa. Se enfrentaba a una posible pena de cinco años de prisión, por reincidencia. El azar quiso que un día cayeran en mis manos unas cartas que Kesey había escrito a su amigo Larry McMurtry, autor de Horseman, Pass By, que dio origen al filme Hud. Eran desaforadas e irónicas, escritas en un estilo entre William Burroughs y George Ade, y hablaban de escondites, disfraces, paranoia, huidas de la policía, consumo de porros y búsqueda del satori[2] en las deprimidas tierras de México. Había un pasaje remedando el estilo de George Ade, en tercera persona, que parodiaba lo que el mundo bienpensante de los Estados Unidos opinaría de él en aquel momento:
«En resumen: este joven, apuesto, exitoso, felizmente-casado padre-de-tres-retoños-adorables, era un toxicómano aterrado y fugitivo, que trataba de evitar ser procesado por tres delitos graves —y quién sabe cuántos delitos menores más— y que al mismo tiempo buscaba forjarse un nuevo satori a partir de viejas quimeras. Más resumido aún: loco como una cabra.
»Un atleta tan apreciado en su día que le fue confiada la dirección de su equipo en el campo y que fue seleccionado para competir en el campeonato nacional de lucha libre amateur, hoy no estaba seguro ni de poder hacer una docena de flexiones. Alguien que había tenido una opulenta cuenta corriente en el banco, y dinero a espuertas, y cuya pobre mujer no había podido reunir hoy más que ocho míseros dólares para su huida a México. Alguien que apenas unos años atrás había aparecido en Who’s Who, a quien se había pedido que hablara en círculos tan prestigiosos como el Wellesley Club de Dah-la, y a quien hoy ni se le permitiría hablar en una reunión del VDC (Comité del Día de Vietnam). ¿Qué es lo que había hecho que un hombre que había llegado tan alto pudiera caer tan bajo en tan breve espacio de tiempo? Bien, la respuesta podrá buscarse en una sola palabra, amigos míos, una simple palabra que está en boca de todo el mundo:
»¡Droga!
»Y aunque ciertos ofuscados defensores de estas sustancias químicas argumentan que nuestro héroe consumía ya drogas antes de su éxito literario, habremos de señalar que existían pruebas de su pericia literaria mucho antes de la llegada de la psicodelia a su vida, ¡pero ni la más mínima prueba del pensamiento lunático que encontramos en él a partir de entonces!»
Y añadía después:
«(Oh, sí, el viento susurra
tiempo atrás…, tiempo atrás…
La viga repica y las paredes ven
… y hay una puerta para ese pájaro
en el cielo joven,
tiempo atrás…
Oh, sí, el oleaje ríe
tiempo atrás, tiempo atrás,
de cosas de abajo que fueron muertas
cuando lo malo fue prohibido y todas
las puertas para los pájaros se esfumaron.
Entonces, tiempo atrás…)»
Se me ocurrió la idea de ir a México a buscarle, y escribir luego un relato sobre «joven novelista que huye de la vida real». Empecé a indagar aquí y allá, a preguntar en qué parte de México podría estar. En los círculos hip[3] de Nueva York todo el mundo parecía saberlo con certeza. Era, al parecer, lo que había que saber aquel verano. Está en Puerto Vallarta. Está en Ajijic. Está en Oaxaca. Está en San Miguel de Allende. Está en Paraguay. Acaba de coger un vapor de México a Canadá. Y a nadie le cabía la menor duda de lo que decía.
Aún seguía yo indagando cuando, en octubre, Kesey pasó clandestinamente a los Estados Unidos y fue detenido por el FBI en la autopista Bayshore, al sur de San Francisco. Un agente lo había perseguido por un terraplén y dado caza, y ahora estaba en la cárcel. Así que volé a San Francisco y me dirigí directamente a la prisión del condado de San Mateo, en Redwood City, y la escena que tenía lugar en la sala de espera era más propia de la entrada de artistas del Music Box Theatre. Se respiraba una atmósfera de jubilosa expectación. Había un joven psicólogo, Jim Fadiman (sobrino de Clifton Fadiman, según pude saber luego), y Jim y su mujer Dorothy se dedicaban alegremente a meter tres monedas del / Ching por la ranura del lomo de cierto interminable y macizo libro de misticismo oriental, y me pidieron que hiciera saber a Kesey que las monedas iban en el libro. Vi también a una chica menuda y morena, de cara redonda, llamada Marilyn, que me contó que había sido una groupie de una banda de rock, The Wild Flowers, pero que ahora estaba casi siempre con Bobby Petersen. Bobby Petersen no era músico. Era un santo, según pude colegir por sus palabras. Estaba en la cárcel en Santa Cruz, tratando de defenderse de una acusación de posesión de marihuana alegando que la marihuana era para él una sustancia sacramental. No entendí muy bien qué hacía Marilyn en la sala de espera de la cárcel de San Mateo en lugar de en Santa Cruz, aunque, claro —pensé—, la sala donde ahora estábamos era como una entrada de artistas, y Kesey —la estrella— estaba dentro, en escena.
Tuve una pequeña discusión con los carceleros acerca de si debía pasar o no a ver a Kesey. Los policías no ganaban nada dejándome entrar. Un periodista de Nueva York no supondría sino más publicidad para aquel beatnik glorificado. Ése era el criterio a seguir con Kesey: se trataba de un ensalzado beatnik acusado de dos delitos de posesión de marihuana, así que por qué hacer de él un héroe. He de decir que los policías de California son gente «suave». Parecen todos jóvenes, altos, de pelo a cepillo, rubios, con ojos muy azules, como recién salidos de un anuncio de cigarrillos. Sus cárceles no parecen cárceles, al menos las dependencias que la gente ve. Todo es madera clara, luces fluorescentes y archivadores metálicos de tono castaño; todo muy del estilo de la sala de examen de un edificio nuevo de Correos. Los polis todos tienen un suave acento californiano y son pulcros y correctos como cubitos de hielo. No se apartan un ápice de la norma. Por fin me dejan pasar a ver a Kesey en hora de visita. Dispongo de diez minutos. Le hice una seña de adiós a Marilyn y a los Fadiman y a la alegre sala, y me condujeron en un ascensor a la tercera planta.
El ascensor se abrió directamente a un pequeño locutorio. Un recinto extraño. Había una hilera de cuatro o cinco cubículos, similares a las cabinas aisladas de los antiguos concursos de televisión, todos ellos con un grueso cristal tras el cual había un preso en carcelaria camisa azul de trabajo. Un grupo de presos dispuestos en hilera, como abadejos en hielo. Al pie de cada ventana hay un mostrador con un teléfono. Se ha de hablar a través de él. Hay ya un par de visitantes inclinados sobre el artilugio, hablando. Y entonces veo a Kesey.
Está de pie, con los brazos cruzados sobre el pecho y los ojos fijos en la lejanía, es decir, en la pared. Tiene gruesas muñecas y grandes antebrazos, y el modo en que los cruza les da un aire gigantesco. Parece más alto de lo que es, quizá a causa del cuello. Tiene un cuello grande, con unos esternocleidomastoideos que sobresalen de la camisa carcelaria como dos sogas de muelle. La mandíbula y la barbilla son enormes. Se parece un poco a Paul Newman, pero es mucho más musculoso, su piel es mucho más gruesa y tiene el pelo rubio, en espesos y alborotados rizos alrededor de la cabeza. Está casi calvo en la parte de arriba, pero en cierto modo ello casa bien con su gran cuello y su complexión de luchador. Me sonríe levemente. Es curioso: no tiene ni una arruga. Después de tanta persecución y de tanta escaramuza, parece como si llevara tres semanas en un balneario: tiene un aire muy sereno.
Cojo el teléfono, y él coge el suyo; estamos en la Modernidad, no hay duda. Estamos a poco más de medio metro, pero nos separa un cristal del grosor de una guía telefónica. Es como hablar por videófono desde diferentes continentes. Los teléfonos están en bastante mal estado, y su fidelidad no es precisamente alta, sobre todo teniendo en cuenta que no han de salvar más de sesenta centímetros. Se da por supuesto, claro está, que los funcionarios controlan todas las conversaciones. Yo quería preguntarle sobre sus días de fugitivo en México. El título de mi trabajo seguía en teoría siendo «Joven novelista vive ocho meses como fugitivo en México». Pero malamente podía entrar en tal materia a través de aquella extraña conexión telefónica, y, para colmo, la entrevista no debía exceder de diez minutos. Saco el cuaderno y empiezo a preguntarle… lo que se me ocurre. Había leído en el periódico una declaración suya en la que afirmaba que había llegado la hora de que el movimiento psicodélico fuera «más allá del ácido», así que le pregunté acerca de ello. Me puse a escribir como un loco, en taquigrafía, en el cuaderno. Veía cómo se movían sus labios a medio metro de distancia. Su voz crepitaba en mi auricular, como si llegara de Australia. Era de locos. Parecíamos entregados a una sesión de calistenia.
—En mi opinión —decía—, ha llegado la hora de superar lo que se ha venido haciendo hasta ahora para pasar a un estadio nuevo. La ola psicodélica tenía su eclosión hace seis u ocho meses, cuando me fui a México. Desde entonces ha ido creciendo, pero sin moverse. Al volver he vuelto a ver lo mismo que veía cuando me marché. Amplificado, eso es todo.
Su voz, suave y de acento rural —un acento rural casi puro—, me llega crepitante y áspera y distorsionada a través del medio metro de línea telefónica.
—No ha habido creatividad —prosigue—. Y pienso que mi aportación ha sido ayudar a crear el paso siguiente. No creo que vaya a haber ningún movimiento a partir de las drogas hasta que no haya algo distinto hacia lo que dirigirse…
Lo decía con su llano acento rural, y yo, la verdad, no tenía ni idea de a qué diablos se estaba refiriendo. A veces hablaba crípticamente, con aforismos. Le dije que había oído que pensaba dejar de escribir, y le pregunté por qué.
—Prefiero ser un pararrayos que un sismógrafo —me respondió.
Se puso a hablar de algo llamado la Prueba del Ácido, y de formas de expresión en las que no habría separación entre él y quienes le escucharan. Todo constituiría una sola y única experiencia, con todos los sentidos abiertos de par en par: palabra, música, luces, sonido, tacto…, relámpago.
—¿Te refieres a algo parecido a lo que está haciendo Andy Warhol? —dije yo.
Se hizo un silencio.
—No quiero ofender —dijo Kesey—, pero Nueva York lleva un par de años de retraso al respecto.
Lo dijo muy pacientemente, con una especie de cortesía campesina, como si me estuviera diciendo: no quiero ser descortés con vosotros los urbanitas, pero aquí, amiguito mío, están pasando cosas que no imaginaríais ni en vuestros sueños más locos…
Habíamos agotado los diez minutos, y me vi de nuevo en la calle. No había conseguido nada, salvo mi primer roce con un extraño fenómeno: aquel extraño carisma de tierra adentro, la presencia de Kesey. No tenía nada que hacer más que matar el tiempo y confiar en que Kesey pudiera salir bajo fianza y yo pudiera volver a verle para recabar detalles de mi «Novelista huido a México». Algo poco probable en aquel momento, pues Kesey se enfrentaba a dos acusaciones de posesión de marihuana, y ya había huido del país en una ocasión.
Así que alquilé un coche y me puse a dar vueltas por San Francisco. Mis más intensos recuerdos de San Francisco me situaban en un fantástico sedán alquilado, subiendo y bajando colinas, entrando y saliendo de las vías de los tranvías. Deslizándome en dirección a North Beach, la legendaria North Beach, la vieja patria de la bohemia de la Costa Oeste, siempre llena de monstruos sagrados de esto y de aquello, de celebridades costeñas, de muchachitas judías y pequeñas wasp[4] de pelo largo que fornicaban con galanes negros… Y ahora North Beach se moría. North Beach no era sino espectáculos de tetas. En el antaño célebre cuartel general de la generación beat, la librería City Lights, Shig Murao, oráculo nipón del lugar, se sentaba con su mirada tremebunda, con las barbas colgándole como esas hebras de aulaga y helecho que los arquitectos suelen dibujar en sus bocetos, encorvado sobre libros de Kahlil Gibran junto a la caja registradora, mientras unos dentistas que han asistido a un congreso financiero-presupuestario de la profesión curiosean en busca de beatniks entre espectáculo y espectáculo de tetas. Ahora todo era «despechugue» en North Beach; todo eran bailarinas de striptease con los pechos hinchados por las inyecciones de silicona.
La «acción» —los grupos hip que marcan el tono pintoresco— se había desplazado a Haight-Ashbury. Pronto los cabecillas de una bohemia triunfadora invadirían también la zona, y los coches no pararían de desfilar, uno detrás de otro, llenos de mirones, y los autocares turísticos anunciarían: «He ahí el hogar de los hippies… Miren, miren uno allí…»; y los homosexuales y las putas negras y las librerías y las boutiques… Lo in sería Haight-Ashbury y el mundo del ácido.
Pero no sólo moría North Beach. Todo el viejo estilo de vida hip —jazz, cafés, derechos civiles, «invite a un negro a cenar», Vietnam…— estaba muriendo con rapidez vertiginosa, según pude saber, incluso entre los estudiantes de Berkeley —al otro lado de la bahía, frente a San Francisco—, que había sido el corazón de la «rebelión estudiantil». La situación había llegado al punto de que los negros ya no estaban en la escena hip, ni siquiera como figuras totémicas. Era increíble. Los negros, que habían sido la verdadera alma de lo hip, del jazz, de la propia jerga hip (dig, scarf, split, later…)[5], de los derechos civiles, del licenciarse en el Reed College e irse a vivir a Masón, en North Beach, del follar interracial…, todo aquel espléndido entramado de actitudes de aceptación, de cariño físico, de volcarse con los negros… había terminado, se había esfumado. Era increíble.
Así que empezaba yo a orientarme en medio de aquellos cambios y convulsiones de la bohemia de San Francisco cuando supe que, de forma milagrosa, los tres jóvenes abogados de Kesey, Pat Hallinan, Brian Rohan y Paul Robertson, estaban a punto de conseguir que su cliente saliera bajo fianza. Aseguraron a los jueces de San Mateo y de San Francisco que el señor Kesey tenía en mente un proyecto de hondo calado social. Había vuelto del exilio con el propósito expreso de convocar una gigantesca asamblea de drogadictos y hippies, en el Winterland Arena de San Francisco, para decirle a la Juventud que dejara de tomar LSD porque era peligroso y podía acabar «friéndole» los sesos, etcétera. Iba a ser una ceremonia de «licenciatura del ácido». Ahora debían ir «más allá del ácido». Imagino que era de eso de lo que Kesey me había hablado en la cárcel. Al mismo tiempo, seis de sus amigos íntimos de la zona de Palo Alto habían ofrecido sus casas como garantía de la fianza de 35.000 dólares impuesta por el tribunal del condado de San Mateo. Supongo que los jueces imaginaban tener bien cogido a Kesey. Si se fugaba ahora, supondría una jugada tan sucia para sus amigos —que perderían sus casas— que Kesey quedaría desacreditado como apóstol de las drogas y como persona. Si no lo hacía, se vería obligado a hablar ante la juventud, y entonces tanto mejor. En cualquier caso, Kesey salía de la cárcel.
El plan, sin embargo, no era muy bien visto en Haight-Ashbury. Pronto descubrí que el mundo enrollado de San Francisco había alcanzado ya tal magnitud que la vuelta de Kesey y su plan de «licenciatura» del ácido estaba provocando en él la primera gran crisis política. Todos los ojos estaban puestos en Kesey y su grupo, conocido como los Alegres Bromistas. Miles de jovencitos se estaban trasladando a San Francisco para llevar una vida basada en el LSD y en el rollo psicodélico. Rollo era el término abstracto de más amplia significación en Haight-Ashbury. Podía significar cualquier cosa: ismos, estilos de vida, hábitos, tendencias, causas que defender, órganos sexuales… Rollo y freaky[6]. Freaky se refería a estilos y aficiones obsesivas, como en «Stewart Brand es un freaky de lo indio», o «esa chica es una freaky de la Astrología», o simplemente designaba a los drogotas con sus singulares galas. Y no era un apelativo peyorativo. Un par de semanas antes, el mundo de la droga había organizado su primera gran concentración en el Golden Gate Park, al pie de la colina que conduce a Haight-Ashbury, en guasona celebración del día en que el LSD fue declarado ilegal en California. El evento había congregado a todas las tribus, a todos los grupos comunales. Acudieron todos los freakies, y «montaron» su rollo. Quien lo inició todo fue un drogota llamado Michael Bowen, que de inmediato fue imitado por millares de asistentes con sus mejores galas. Entonaron cánticos, hicieron sonar campanillas, danzaron abismados en el éxtasis, se colocaron cada uno a su manera y dedicaron sus gestos satíricos preferidos a los polis, ofreciéndoles flores, sepultándoles con tiernos pétalos de amor. Oh, Dios, Tom, qué rollo más fantástico, qué pasada, qué colocón… Miles de amorosos drogotas haciéndole la cabeza un lío a la bofia y a quien se pusiera por delante en una fiesta de amor y euforia. Hasta Kesey, que seguía entonces en la clandestinidad, había osado asistir y se había mezclado con la multitud durante un rato, y fueron todos uno, incluido Kesey…, y ahora, de pronto, helo ahí, en manos del FBI y de otros superpolis, él, Kesey, máximo exponente de la Vida, anunciando que había llegado el momento de «licenciarse del ácido». ¿Qué diablos era aquello? ¿Se estaba Kesey escaqueando? Se estaba gestando, incluso en el mundo hip, una consigna nueva: Parar a Kesey.
Nos dirigimos al Almacén en la delirante camioneta y, bien, para empezar, empiezo a darme cuenta de que Lois y Stewart y Black Maria integran el ala moderada, reflexiva de los Alegres Bromistas. El Almacén está en Harriet Street, entre Howard y Folsom. Como la mayoría de las calles de San Francisco, Harriet Street es un conjunto de edificios de madera pintados de blanco y con ventanas saledizas. Pero Harriet Street está en los barrios bajos de San Francisco, y a pesar de la pintura es como si cuarenta borrachos se hubieran arrastrado entre las sombras y hubieran muerto y se hubieran puesto negros y hubieran explotado y lanzado una miríada de espiroquetas que hubieran quedado incrustadas en cada madero, cada listón, cada grieta, cada astilla, cada desconchón de pintura. El Almacén es en realidad el garaje de la planta baja de un hotel abandonado. Su último uso comercial había sido el de fábrica de tartas. Llegamos al garaje y, junto a la entrada, vemos una camioneta aparcada. Está pintada de azul, amarillo, naranja y rojo chillón, y lleva escrito BAM con enormes letras sobre el capó. Del hueco negro del garaje sale el sonido de un disco de Bob Dylan, con su armónica barata y su voz astrosa, estilo Ernest Tubb, entonando las viejas y chapuceras tonadas…
Dentro hay un inmenso y caótico espacio en el que, en la penumbra, creo ver paseándose unas diez o quince banderas norteamericanas. Las banderas resultan ser un grupo de hombres y mujeres, la mayoría de unos veintitantos años, con mo nos blancos de los que usan los operarios de los aeropuertos, sobre los que se han cosido trozos de banderas norteamericanas, principalmente estrellas sobre campos de azul, pero también barras rojas que descienden por las perneras de los pantalones. A un lado hay un andamiaje teatral cubierto con mantas a modo de telones, y varias hileras de asientos de cine apilados contra los muros, y grandes cubos de desechos metálicos, y varias sogas y vigas.
Una de las mantas-telones se aparta y una pequeña figura salta de una plataforma de unos tres metros de altura. La figura, que resplandece, es un tipo de poco más de uno cincuenta de estatura, con una especie de casco de aviador de la Primera Guerra Mundial en la cabeza, que despide unos fulgores curvos y espirales de color verde y naranja. También le brillan las botas; parece estar saltando sobre un par de globos fluorescentes. De pronto se queda quieto. Tiene una cara menuda, fina, ascética, con un gran bigote y ojos enormes. Entrecierra los ojos y esboza una sonrisa maliciosa.
—Acabo de cargarme a un chico de ocho años ahí arriba —dice.
Lanza unas risitas nasales y brinca, refulgente, hacia un rincón lleno de desechos.
Todo el mundo ríe. Colijo que se trata de un chiste entre ellos, porque soy el único que mira hacia el andamiaje en busca del cadáver.
—Es el Ermitaño —me dicen.
Tres días después veo que se ha habilitado una cueva en el rincón.
Un resplandor más intenso en el centro del garaje. Distingo un autobús escolar… que despide destellos anaranjados, verdes, magenta, lavanda, azul cloro, pasteles fluorescentes de todo tono imaginable en miles de dibujos, grandes y pequeños, híbridos entre Fernand Léger y el Dr. Strange, todos bramando juntos y repeliéndose como si alguien le hubiera dado al Bosco cincuenta cubos de pintura fluorescente y un autobús escolar International Harvester de 1939 y le hubiera dicho que se pusiera manos a la obra. En el suelo, junto al autobús, hay una pancarta de más de cuatro metros que reza: LICENCIATURA DE LA PRUEBA DEL ÁCIDO, y dos o tres tipos-bandera están trabajando en ella. La voz rasposa de Bob Dylan rasga el aire y la gente se mueve de un lado para otro y los bebés lloran. No consigo verlos pero están por allí cerca, y lloran. A un costado veo a un tipo de unos cuarenta años que es todo músculo —se puede apreciar porque no lleva camisa; sólo unos pantalones caqui, botas rojas de cuero… y su complexión hercúlea—; parece hallarse en un trance cinético: lanza al aire una y otra vez un gran martillo, que logra coger por el mango cuando cae, sin dejar ni un momento de sacudir brazos y piernas y de balancear los hombros y de mover la cabeza., todo con un ritmo espasmódico, como si en alguna parte Joe Cuba estuviera tocando Bang bang, aunque de hecho ya no se oye a Bob Dylan y por el altavoz, esté donde esté, suena una cinta con una voz espectral que está diciendo: «… la mina de ninguna parte… tenemos unos papeles de envolver chicle…». Hay un fondo de extraña música electrónica, con intervalos orientales, que evoca la música de Juan Carrillo. «Vamos a sacarlo de debajo del mundo… trabajando en la mina de ninguna parte… hoy, todos los días…».
Se acerca uno de los tipos-bandera.
—¡Eh, Montañesa! ¡Eso es divino!
Montañesa es una chica alta, grande y guapa, de pelo castaño oscuro que le cae hasta los hombros; los dos tercios finales parecen una brocha untada de pintura amarillo cadmio (secuela de cuando se lo tiñó de rubio en México). Se da la vuelta y enseña el círculo de estrellas que lleva en la parte trasera del mono.
—Las conseguimos en una tienda de uniformes —dice—. ¿No son fantásticas? El tipo va y me dice: «¿No pensaréis cortarlas para haceros ropas raras?». Y yo le digo: «No, vamos a coger unas cornetas y a organizar un desfile». Pero ¿veis esto? En realidad las compramos para esto.
Señala una insignia que lleva en el mono. Todo el mundo se inclina para mirar. Hay una leyenda grabada en la insignia con letras curvas art nouveau: «No podéis atraparlos».
¡No podéis atraparlos! A buenas horas. Después de las veces que los Bromistas han sido detenidos por la policía de San Mateo, de San Francisco, por los federales de México, por el FBI, por polizontes de todo tipo…
Los niños siguen llorando. Montañesa se vuelve a Lois Jennings.
—¿Qué hacen los indios para que los bebés dejen de llorar?
—Les aprietan la nariz.
—¿Sí?
—Así aprenden.
—Lo probaré… Suena lógico.
Y Montañesa va y saca a su bebé, una niña de cuatro meses que se llama Sunshine, de una de esas cunas portátiles de malla que está detrás del autobús, y se sienta en una de las butacas de cine. Pero en lugar de aplicarle el tratamiento indio se desabrocha el mono de «No podéis atraparlos» y se pone a darle el pecho.
«… la mina de ninguna parte… Nada he sentido ni gritado ni llorado… —Branggg tuinggg—… y he vuelto a la mina de ninguna parte».
El malabarista del martillo sale precipitadamente.
—¿Quién es?
—Cassady.
Lo que oigo me parece maravilloso. Recuerdo a Cassady. Neal Cassady era Dean Moriarty, el héroe de la novela de Jack Kerouac En el camino, el Chico de Denver que no paraba de ir de un lado a otro de los Estados Unidos en pos de —o, mejor, dejando atrás— la «Vida», y ahora ahí lo tenía con cuarenta años, en aquel garaje, lanzando al aire un martillo, al ritmo de un íntimo Joe Cuba y… hablando. Cassady no para nunca de hablar. Aunque eso no describe exactamente lo que hace. Lo que en realidad hace es monologar, con la particularidad de que tampoco parece preocuparle si alguien le escucha o no. Se limita a dar rienda suelta a sus monólogos, si es necesario solo, aunque todo el mundo es bienvenido a bordo. Responde a todas las preguntas, aunque no exactamente por orden, porque no podemos parar aquí, la siguiente área de descanso está a cincuenta kilómetros, «ya entiendes», y desgrana recuerdos, metáforas, alusiones literarias, orientales, hip, todo ello recalcado de tanto en tanto por la muletilla «ya entiendes», nada obvia…