XI. LO NO EXPRESADO
¡Cómo expresarlo!… La fantasía del momento… Jamás oí a ninguno de los Bromistas utilizar la palabra religiosa para describir la atmósfera mental que compartían tras el viaje en el autobús y los extraños días pasados en el Big Sur. De hecho evitaban expresarlo con palabras. Y sin embargo…
Subieron al autobús y partieron rumbo a La Honda en aquel estío de sol helado del Big Sur, y no había necesidad de que nadie lo dijera: ahora todos se hallaban profundamente inmersos en alguna extraña mierda, como prefirieron llamar a… lo No Expresado para conjurar cualquier posible maldición. Todo se estaba volviendo muy psíquico. Era como cuando Sandy condujo trescientos kilómetros en Dakota del Sur y luego miró el mapa en el techo del autobús y vio marcados con rojo aquellos trescientos kilómetros exactos… Sandy : : : : : había vuelto al país de los escáners cerebrales, donde los Batas Blancas ni en un millón de años llegarían a comprender dónde había estado realmente…, que era donde ahora estaban todos, un lugar conocido también como Ciudad Límite… De vuelta en la casa de troncos de La Honda, todos sentados en círculo al anochecer, en el cuarto de estar, mientras fuera empieza a hacer frío…, Page Browning piensa: Creo que voy a cerrar la ventana, y en ese mismo instante otro Bromista se levanta y la cierra y sonr-í-í-í-e y no dice nada… Lo No Expresado… Y esas cosas suceden una y otra y otra vez… Salen de excursión a Sierras Altas y Cassady deja la carretera principal y enfila una pequeña carretera de montaña…, para ver adonde lleva. La carretera es tan vieja y poco utilizada que el firme está bastante deteriorado, y suben y serpean en dirección a ninguna parte, pero el aire es limpio y puro, y hacia el final de la pendiente el autobús empieza a renquear y resoplar y se niega a seguir subiendo. Y finalmente se detiene. Descubren que se han quedado sin gasolina: bonita situación, porque ya está anocheciendo y se hallan varados en algún maldito lugar al oeste de ninguna parte, sin gasolinera alguna en cincuenta o quizá ochenta kilómetros a la redonda. No hay nada que hacer salvo tumbarse en el autobús y ponerse a dormir…, mmmmmmm…, escorpiones con botas sobre rojas zapatillas de dormir Royal Ambassador de la TWA sobre su gran Aguijón Howard Hughes en un saco de dormir sobre el suelo de un cobertizo de mármol en el desierto
EL ALBA
todos despiertan ante el fragor de un gran traqueteo que asciende por la pendiente, más abajo, y de pronto aparece en la cima un camión cisterna de
CHEVRON
lleno de gasolina, un camión cisterna monstruosamente grande. Que se para sin más, como si todos se conocieran de hace tiempo, y les llena el depósito y sin decir palabra sigue su camino hacia las Sierras, hacia la absoluta
NADA
Babbs: /Control cósmico, eh, Peleón!
Y Kesey: ¿Adónde va? No creo que hombre alguno haya pisado jamás aquellos parajes. Estamos bajo control cósmico, y lo hemos estado desde hace mucho, mucho tiempo, y cada vez es mayor, se hace más intenso, es más fuerte. Y entonces descubres la existencia de… Cosmo, y te das cuenta de que es quien dirige el espectáculo…
Lo No Expresado: el papel de Kesey y el rumbo que estaban tomando los Bromistas… Todos los Bromistas eran conscientes de ello, pero —como ya he dicho— ninguno de ellos lo expresaba nunca con palabras. Habían decidido no expresarlo con palabras. Era, de hecho, una de las normas «no expresadas». Si se le llama «esto», ya no podrá ser «aquello»… Kesey se cuidaba muy mucho de que su papel no resultase explícito. La autoridad no era él, sino algún otro: «Babbs dice…», o «Page dice…». Él no era el líder, sino el «no piloto» de la nave. También era el «no profesor». «¿Te das cuenta de que aquí eres un profesor?». Y Kesey dice: «No exageres, no exageres», y se da la vuelta y se va… Las enseñanzas explícitas de Kesey eran todas crípticas, metafóricas; eran parábolas, aforismos: «o estáis en el autobús o fuera del autobús»; «dad de comer a la abeja hambrienta»; «nada dura»; «ved con los oídos y oíd con los ojos»; «poned el bien que podáis hacer donde más pueda servir»; «¿qué es lo que dijo el espejo? Que estaba harto de la gente»… Hasta cierto punto era un método comparable al del budismo zen, con sus inescrutables koan, en los que, por ejemplo, el novicio pregunta: «¿Cuál es el secreto del zen?», y Hui-neng, el maestro, le responde: «¿Cómo era tu cara antes de que tus padres te engendraran?». Expresar las cosas con cierto número de palabras, definirlas, era limitarlas. Si son esto, no pueden ser aquello… Y sin embargo ¡ahí están! Todos estaban forjando su propia andadura personal, pero ésta se inscribía en una andadura «comunal», que era —según la llamó Page Browning— lo No Expresado; tal denominación les bastaba, y nadie quería mostrarse más pródigo en palabras.
Y en ello no había teología ni filosofía alguna, al menos no en el sentido de los ismos. No se perseguía un orden moral más elevado en el planeta, ni un orden social mejor, ni nada que tuviera que ver con la salvación ni con la inmortalidad ni con la otra vida. ¡La otra vida! Una gran carcajada. Si existía un grupo dedicado por entero al «aquí y ahora», ése era el de los Bromistas. Me recuerdo intrigado e interrogándome al respecto. Había algo tan… religioso en el ambiente, en la atmósfera vital de los Bromistas… Y sin embargo uno no lograba precisarlo, concretarlo. En apariencia se trataba simplemente de un grupo de personas que habían compartido un estado psicológico inaudito, la experiencia del LSD.
¡En efecto! La experiencia… ¡Ésa era la palabra!, y a través de ella todo empezaba a encajar. De hecho ninguna de las grandes religiones —cristianismo, budismo, islamismo, jainismo, judaismo, zoroastrismo, hinduismo— comenzó con una estructura filosófica determinada, ni siquiera con una gran idea nuclear. Todas ellas empezaron con una abrumadora experiencia nueva, lo que Joachim Wach llamó «la experiencia de lo sagrado», y Max Weber «la posesión de la deidad», la sensación de ser vasija de lo divino, de lo Todo y Uno. Recuerdo que cuando por primera vez leí acerca de estas cosas no alcancé a entender cabalmente su sentido. Me limité a aceptar el robusto vocablo alemán que trataba de definirlo. Jesús, Manes, Zoroastro, Buda Gautama…: al principio el maestro no ofreció a su círculo de seguidores una mejor vida en el más allá o un mejor orden social o más recompensa que cierto «estado psicológico en el aquí y ahora», en palabras de Max Weber. Supongo que lo que yo no alcanzaba a comprender era que se refería a una auténtica experiencia mental vivida por todos ellos, un éxtasis, en suma. En la mayoría de los casos —según los libros sagrados y las leyendas— acontecía como un flash. Mahoma estaba ayunando y meditando en la ladera de una montaña cercana a La Meca cuando, de súbito, un flash y… el éxtasis, una vasta revelación y el inicio del Islam. Zoroastro acarreaba agua de haoma[25] por el camino y… un flash y se encuentra con la llameante figura del arcángel Vohu Mano, mensajero de Ahura Mazda, y tiene lugar el comienzo del zoroastrismo. Saulo de Tarso va por el camino que lleva a Damasco y… un flash y oye la voz del Señor y se hace cristiano. Y sabe Dios cuántas figuras menores han vivido la misma experiencia en el curso de los 2.000 años transcurridos desde entonces… Christian Rosenkreuz y su hermandad de «iluminados por Dios», los rosacruces; Emanuel Swedenborg, cuya mente se «abrió» súbitamente en 1743; Meister Eckhart y sus discípulos Suso y Tauler; y en el siglo XX Sadhu Sundar Singh, con el flash y la visión a la edad de dieciséis años y las muchas otras que vendrían después… «A me nudo, al salir del éxtasis pienso que el mundo debe de estar ciego para no ver lo que yo veo, tan cercano y claro es todo… No hay lengua capaz de expresar las cosas que veo y oigo en el universo espiritual…». No hay duda: parecen palabras de un adicto al ácido. Lo que todos ellos vieron en… un súbito flash fue la solución al conflicto de la propia condición humana, del yo individual, atrapado, indefenso y mortal en un vasto e impersonal ello, el mundo circundante. ¡Y súbitamente…! ¡Todo en uno…! Todo fluyendo aunado, el yo en el ello, y el ello en mí, y en ese fluir percibo un poder, tan cercano y tan claro, ante el que el mundo entero se muestra ciego. Todas las modernas religiones, al igual que las doctrinas de lo oculto, hablan de Otro Mundo —ya sea el de Brahma o el de los platillos volantes— que el mundo racional y cotidiano es incapaz de ver. El llamado, amigos, mundo racional… Si ellos…, mamá-papá-hermanito-hermanita, seres amados pero prosaicos, pudieran conocer el kairós, el instante supremo… Las visiones históricas han sido explicadas de modo muy diverso: se han atribuido a la epilepsia, a la autohipnosis, a cambios en el metabolismo producidos por el ayuno, o a la intervención real de dioses…, o a las drogas. El zoroastrismo comenzó con un gran baño de agua de haoma —el equivalente al soma del hinduismo—, y no hay duda de que el haoma era una droga. ¡La experiencia!
Y después de la experiencia, después de conocer a los Bromistas, volví sobre mis pasos y leí el paradigma de Joachim Wach sobre el modo de fundación de las religiones, escrito en 1944, y el contrastar lo que leía con todo lo que ya sabía de los Bromistas supuso para mí una suerte de precognición oculta:
A raíz de una profunda experiencia nueva, generadora de una nueva visión del mundo, el fundador, persona extraordinariamente carismática, comienza a reclutar discípulos. Estos discípulos llegan a constituir un grupo informal pero de gran cohesión interna, ligado por la experiencia nueva, cuya naturaleza les ha revelado e interpretado el fundador. El grupo podría ser considerado un «círculo», en el sentido de estar orientado hacia la figura central, con la que cada adepto mantiene un íntimo contacto. Los adeptos pueden considerarse compañeros del fundador, y se hallan unidos a él por lazos de devoción personal, amistad y lealtad. Un creciente sentido de solidaridad une entre sí a los adeptos, y al mismo tiempo los diferencia de cualquier otra forma de organización social. El ingreso en el círculo exige una total ruptura con las ocupaciones ordinarias de la vida y un cambio radical en las relaciones sociales. Los lazos familiares y de parentesco y las lealtades de cualquier índole debían quedar —al menos temporalmente— desatendidos o rotos por completo. Las penalidades, sufrimientos y persecuciones que se ciernen sobre aquellos que se unan al grupo se ven compensados por firmes expectativas y grandes esperanzas … Etcétera. Y en relación con el fundador, se afirma: tiene «visiones, sueños, trances, frecuentes éxtasis…»; «sensibilidad extraordinaria e intensa vida emocional…»; está «presto a interpretar manifestaciones de lo divino…»; «hay algo elemental [en él], una actitud inflexible y unas maneras y un lenguaje arcaicos…»; «se presenta como un renovador de perdidos contratos con los poderes ocultos de la vida…»; «no suele proceder de la aristocracia, de medios cultivados o refinados; por lo general viene del pueblo llano y permanece fiel a su origen aun cuando el medio haya cambiado…»; «habla crípticamente, con palabras, señales, gestos, metáforas, actos simbólicos de diversa índole…»; «ilumina e interpreta el pasado y anticipa el futuro en función del kairós (el instante supremo).»…
¡El kairós! ¡La experiencia!
… siguiendo, según Max Weber, uno de estos dos patrones: como profeta «ético» —al modo de Jesús o Moisés—, dictando normas de conducta a sus seguidores y describiendo a Dios como un ente superior que juzga cómo acomodan su vida a tales normas; o como profeta «ejemplar», al modo de Buda, para quien Dios es impersonal, una fuerza, un flujo unificador, un… Todo en Uno. El profeta ejemplar no propone normas de conducta: propone su propia vida como ejemplo para sus seguidores…
En todos estos círculos religiosos, los grupos se hacen más y más compactos al desarrollar sus propios símbolos, terminología, estilos de vida y, gradualmente, meras prácticas de culto, ritos en los que a menudo entran la música y el arte, emanados todos ellos de la nueva experiencia y extraños e incomprensibles para aquellos que no han tenido tal vivencia. En este punto dichos grupos empiezan a sentir también… «una viva exigencia de propalar el mensaje a todas las gentes».
… a todas las gentes. Dentro del círculo, el asunto del estatus no era nada complicado. El mundo se hallaba pura y simple mente dividido en «iniciados», aquellos que habían vivido la experiencia de ser vasijas de lo divino, y la gran masa de «no iniciados», «no en sintonía», «fuera de melodía»… O, dicho de otro modo: en el autobús o fuera del autobús. De forma consciente, los Iniciados nunca se mostraban despectivos con los No Iniciados, pero de hecho consideraban casos perdidos a la mayoría de la masa informe de almas no iniciadas… y la música de vuestra flauta, desde lo alto del autobús, no hacía sino poner a esa masamás tensa. Estos grupos de iniciados, sin embargo, trataban con generosa solicitud a quienes daban muestras de tener posibilidades, a sus hermanos potenciales…
… los potencialmente «en sintonía»… Empezó a llegar a La Honda «gente guapa», y en casa de Kesey no se rechazaba a nadie. Podían quedarse en la casa, vivir con el grupo, siempre que… parecieran estar «en sintonía»… Montañesa esperaba frente a la casa de Kesey cuando el autobús salió del último recodo de la carretera 84 y enfiló la garganta de secuoyas. Montañesa era una morena corpulenta con camiseta y mono y una motocicleta negra. Tenía sólo dieciocho años, pero era grande y robusta —medía un metro ochenta—, y ruidosa y desaliñada. Pero curiosamente… tenía unos hermosos dientes y una sonrisa capaz de levantarle el ánimo a cualquiera… Se llamaba Carolyn Adams, pero se convirtió de inmediato en Montañesa. Que yo sepa, nadie volvió a llamarla por su nombre verdadero hasta que nueve meses después la policía acudió a sus ficheros en busca de sus datos y de los de otros once Bromistas…
Cassady le había hablado de la casa de Kesey en La Honda, y Montañesa se había entusiasmado. Había trabajado como auxiliar técnica en un laboratorio biológico de Palo Alto. Tenía un novio que…, bueno, a su modo convencional de estar «al día» probablemente se consideraba un beatnik. Pero aquel novio suyo nunca hacía nada, nunca se ponía en movimiento. Jamás iban a ninguna parte. Jamás salían a hacer nada. Así que Montañesa se decidió a hacer las cosas por sí misma. Y una noche acabó en St. Michael’s Alley, uno de los pequeños tugurios bohemios de Palo Alto, en la fiesta de cumpleaños de Cassady, donde oyó decir a éste que el «asunto», el verdadero «rollo», estaba al otro lado de la montaña, en el bosque de secuoyas.
Montañesa tuvo un éxito enorme entre los Bromistas desde el momento mismo de su llegada. Se comportaba siempre con total sinceridad y franqueza: no hacía falta que la animaran a ello lo más mínimo. Era una criatura grande y llena de una vitalidad ruidosa. Ahí viene Montañesa…, y quedabas hechizado en cuanto veías la luminosa sonrisa en sus labios y sus grandes ojos castaños abiertos, abiertos, abiertos, hasta que estallaban en multitud de puntos de luz enfrente mismo de tus ojos, y sabías que aquella rústica y maravillosa voz estaba a punto de gritarte algo como:
—¡Eh!, ¿sabes lo que vamos a hacer? Vamos a ir al almacén Baw’s… ¡y vamos a plantar unas semillas de hierba en las jardineras! ¿Te imaginas? ¡El pueblo entero colocado en menos de seis meses!
Y cosas por el estilo. Pero bajo aquella personalidad bulliciosa y traviesa se escondía probablemente la chica más brillante de todo el grupo, con excepción quizá de Faye. Pero Faye hablaba muy poco, así que incluso este punto podía discutirse. Montañesa resultó provenir de una muy respetable clase media alta de Poughkeepsie, Nueva York, donde había nacido en el seno de una familia unitaria[26]. En cualquier caso, se integró en el grupo de inmediato. Era decidida y poseía un temple de acero. Y cada día estaba más guapa. Lo único que necesitó fueron unas cuantas semanas del arroz y los guisos y las comidas irregulares de la morada de Kesey, la consabida dieta macrobiótica involuntaria, por así decir, con la que empezó a adelgazar por momentos y a ponerse más y más guapa. Y nada de ello, claro está, pasó inadvertido a ojos de Kesey: él era el Montañés y ella la Montañesa… Una mujer, pues, a su medida…
Montañesa se instaló en una tienda montada en una pequeña meseta de la colina, a espaldas de la casa, bajo las secuoyas. Page Browning tenía su tienda muy cerca. Y también Babbs y Gretchen la Bella. Y Mike Hagen su Choza para Follar. La Choza para Follar era la obra estelar de Hagen (¡el Chapucero!). Ninguna de las tablas encajaba como es debido y todos los clavos estaban clavados a medias. Las tablas parecían más bien apiñadas unas contra otras en una suerte de precaria alianza. Un día Kesey cogió un martillo y dio un golpe sobre un clavo del techado y la choza entera se vino abajo con estrépito…
—\Nada dura, eh, Hagen! —gritó Montañesa.
Y su risa retumbó entre las secuoyas.
Y la Cueva del Eremita… Un día Faye miró por la ventana de la cocina y, al pie de la colina, a espaldas de la casa, vio a una pequeña criatura que atisbaba desde el borde del bosque como un animal hambriento. Era un muchacho delgado y menudo —de poco más de un metro cincuenta de estatura—, pero con una larga barba negra…, que evocaba a uno de los gnomos de Ozark de Barney Google. Estaba allí de pie, quieto, con sus grandes ojos famélicos —parecían sobresalirle de entre las greñas— fijos en la casa. Faye le sacó un plato de atún, que él recogió y comió en silencio. Y ya nunca se marchó. ¡El Eremita!
El Eremita apenas hablaba, pero resultó ser un individuo con estudios, y hablaba con quienes le inspiraban confianza, como Kesey. Tenía sólo dieciocho años. Había vivido con su madre en algún lugar de los alrededores de La Honda. En la escuela había tenido multitud de problemas. En la escuela y en todas partes. Era un auténtico marginado. Acabó por irse a los bosques, donde vivía descalzo, con una escueta camisa y unos pantalones vaqueros, y cazaba animales y pescaba peces para alimentarse. La gente lo veía fugazmente de cuando en cuando, y los chicos de secundaria solían tratar de atraparlo y de destruir sus chamizos y de hacerle la vida imposible. Su continuo vagar le había llevado a lo alto de los bosques, más allá de la casa de Kesey, a una zona salvaje y nunca desbrozada conocida como «parque de Sam McDonald».
El Eremita se aderezó su «cueva de ermitaño» al fondo de una barranca oscura y verde y mohosa y musgosa, apartada del sendero que surcaba los bosques camino de la cima. La había llenado de objetos que parpadeaban y destellaban y susurraban. Luego llegó a ser el encargado de guardar en su cueva las provisiones de ácido de la comunidad. Y también tenía otros secretos, como sus diarios…, las Memorias del Eremita, en las que la vida real y la fantasía eremítica corrían parejas en sinuosos ríos poblados de chiquillos y de cazadores perdidos a quienes sólo el Eremita podía rescatar… Nadie supo su nombre verdadero hasta unos meses después, cuando —como ya he dicho— la policía empezó a hacer pesquisas al respecto…
Entonces Babbs descubrió el Day-Glo, la pintura fluorescente, y se puso a pintar los troncos de las secuoyas a grandes y desmañados brochazos de verde, anaranjado, amarillo… Dios, pintaba incluso las hojas, y el paraje de la morada de Kesey empezó a brillar por la noche. Y a estar en boca de todos. Cada vez llegaba más y más gente para estancias largas y cortas. Cassady llevó a una rubia de tipo escandinavo que siempre estaba hablando de complejos. Todo el mundo tenía complejos. Se convirtió en June la Mema. Luego llegó una chica que usaba enormes y blandos sombreros rojos y gafas de abuelita, las primeras que los Bromistas habían visto en toda su vida. Y se convirtió en Marge la Falúa. Luego un escultor llamado Ron Boise, un tipo delgado de Nueva Inglaterra con acento nasal a lo Titus Moody, sólo que era un Titus Moody que empleaba la jerga hip: «Tío, o sea, me refiero, ya sabes…», y muletillas por el estilo. Bois llevó una escultura de un hombre ahorcado, que los Bromistas colgaron de una rama con un nudo corredizo. Y esculpió un gran Pájaro de Trueno, un enorme monstruo picudo —en la tradición de Thor y Odín, con un domo ambarino sobre el lomo— en el que cabía una persona. Dentro tenía unos fuertes cables de los que uno podía tirar, y entonces el Pájaro de Trueno empezaba a ulular por toda la barranca con las más estentóreas vibraciones graves que a humano alguno le haya sido dado escuchar. Más tarde llevó una escultura que evocaba al Kamasutra: un enorme hombre de chapa con la cara hundida en la entrepierna de una enorme mujer de chapa. Ésta tenía la pierna izquierda alzada al aire, una pierna hueca, y Babbs metió en su interior una manguera y la sacó por el pie alzado y abrió el grifo y la mujer empezó a expulsar un chorro de agua, y los Bromistas dejaron el grifo abierto y el agua siguió manando, y era como si su pie izquierdo estuviera dando salida a un eterno orgasmo…
Y… Sssss… sssss… sssss…, llegó Bradley. Bradley, Bradley Hodgeman había sido toda una estrella del tenis universitario. Era un tipo bajo pero de complexión muy musculosa. Apareció —o más bien salió a escena: Bradley siempre estaba saliendo a escena— en La Honda un buen día, y su manera de actuar era tan extraña que la gente, incluso los Bromistas, se quedaba absorta mirándole. Hablaba como en «grumos» de palabras («Caído junto al albergue de borrachos…, objetos volantes insolubles, nitrato…, billetes arrugados en el porche trasero…, interlineado de Ray Bradbury sobre la solitaria ventana de la nariz de cromo, ya entiendes…»), y se movía por la sala con una sonrisa gratuita en el semblante, con el pelo caído sobre la cara, como un surfísta, y la espalda encorvada, y de pronto se echaba a reír de forma entrecortada…, sssss… sssss… sssss…, hasta que alguien intentaba romper la secuencia de sus risas preguntándole qué tal el tenis hoy en día, y él ensanchaba su sonrisa y abría los ojos en dirección a un horizonte de vasta trascendencia y decía: «Un día le di a la pelota y la lancé a lo alto y… no volvió a caer nunca…, sssss… sssss… sssss…».
La verdad es que a principios de la década de los años sesenta había un montón de jovencitos… diríamos…, sí, en sintonía. Yo siempre los había considerado «gente guapa», por las cartas propias de la «gente guapa» que solían escribir a sus progenitores. Normalmente los encontrabas en Los Ángeles, San Francisco y Nueva York. Realizaban regularmente una especie de gira prefijada, lo que daba lugar a un intenso tráfico humano de este tipo entre ciudades. La mayoría eran de clase media; no de la alta sino de la pequeña burguesía (si es que este viejo cliché aún merece seguir utilizándose); hogares con Cultura pero sin dinero, o con dinero pero sin Cultura. Al menos ésa era mi impresión, a juzgar por la «gente guapa» que yo había conocido hasta el momento. La Cultura, la Verdad y la Belleza eran importantes para ellos… «El arte es un credo, no un oficio», como alguien dijo… ¡Eramos jóvenes! ¡Inmunes! Dios, había suficiente dinero circulando por el país como para que cada cual se dedicase a sus cosas, como para que nos fuéramos a vivir unos con otros… ¡Nuestras propias cosas! Cosas de nuestro propio estatus, no tener que tener un empleo, vivir según nuestros propios criterios… ¡Nosotros… y la gente de nuestra edad! Era… hermoso; era… un sentimiento total, y el mundo convencional jamás lo había entendido, jamás había comprendido ese poseer una esfera, un estatus propio, ese tener tan sólo diecinueve, veinte, veintiún, veintidós años, y no tener que empezar a ascender por la escalera desde abajo, desde el desamparo, entre otras cosas porque… ¡al diablo incluso con la escalera…! Uno se hallaba ya en un… nivel ante el que el mundo convencional no sentía más que maldito… ¡desconcierto! La gente convencional siempre estaba tratando de descubrir qué es lo que fallaba en todo aquello…, y antes jamás se había visto ante una experiencia semejante. La gente convencional les llamaba beatniks. Supongo que la «gente guapa» se identificaba con la efervescencia de la Generación Beat de finales de los años cincuenta, pero de hecho existía un elemento motor nuevo en su particular estatus bohemio: las drogas psicodélicas.
Ele… Ese… De… Se-cre-to… Timothy Leary, Richard Alpert y un puñado de químicos como Al Hubbard y el incógnito «doctor Spaulding» habían estado «bombeando» LSD en el circuito hip con auténtica convicción mesiánica. El LSD, el peyote, la mescalina, las semillas de dondiego de día, se estaban convirtiendo en la novedad secreta del mundo hip. Multitud de muchachos que pertenecían a él se estaban ya hacinando en apartamentos «amputados», como solía yo llamarles. Ni las sillas, ni las mesas, ni las camas tenían patas. Vida comunal en el suelo, se diría, pero nadie utilizaba expresiones como «vida comunal», «tribus», etcétera… No tenían una filosofía concreta; tan sólo un poco del budismo e hinduismo residuales del período beat, la teoría de Huxley del abrir las puertas de la mente, y ningún es tilo de vida diferente si exceptuamos el mobiliario «sin patas»… Eran…, bueno, ¡gente guapa! No eran «estudiantes» o «empleados» o «dependientas» o «alevines de ejecutivo»… ¡Por Dios, no se te ocurra ponerme tus etiquetas-según-las-ocupaciones! Somos Gente Guapa, jóvenes que nos hemos alzado sobre la chatarra de vuestros robots :::::: y entonces solían sentarse a escribir a casa su carta de la «gente guapa». Normalmente eran las chicas quienes escribían a sus madres. Las madres de toda California, de toda Norteamérica, imagino, tuvieron que llegar a saberse de memoria la carta de la «gente guapa». Que rezaba así:
«Querida madre:»
«Pensaba escribirte antes, pero espero que no te hayas preocupado. Estoy en [San Francisco, Los Ángeles, Nueva York, Arizona, ¡¡¡una reserva de indios hopi!!!, Ajijic, San Miguel de Allende, Mazatlán, ¡¡¡México!!!], y esto es realmente maravilloso. Es un sitio muy bonito. Llevamos aquí una semana. No quiero aburrirte con detalles de cómo sucedió, pero el caso es que no resultó [colegio, facultad, empleo, lo mío con Danny], así que me he venido aquí, y es un sitio realmente bello. No quiero que te preocupes por mí. He conocido a una GENTE MARAVILLOSA y…»… y en el corazón de las madres de todos los Estados Unidos —incluso en el de la más convencional de todas ellas— clama instintivamente la adrenalina: ¡beatniks, vagabundos, negros…, droga!
Los días, en casa de Kesey, empezaban… ¿cuándo? No había relojes a la vista, nadie tenía reloj de pulsera. Cuando despertabas, la luz se filtraba con intensa luminosidad a través de las copas de las secuoyas. Lo primero que oías normalmente era a Faye llamando a los niños —Jed, Shannon!—, o cerrando la puerta de un armario en la cocina o poniendo un cazo a escurrir junto al fregadero. La eterna Faye… Luego podía quizá oírse un coche que cruzaba el puente de madera y aparcaba en el espacio de tierra que había frente a la casa. A veces era alguien del grupo, como Hagen, que volvía a casa. Otras, alguno de los perpetuos visitantes, llegados de Dios sabe dónde, amigos de amigos de amigos, curiosos, buscadores de droga, chicos de Berkeley…, quién sabe. La gente, a esa hora, empezaba a levantarse. Kesey sale de la casa en paños menores, va hasta el arroyo y se zambulle en él para que el agua maternal y fría lo despierte. George Walker está sentado en el porche; lleva sólo un pantalón Levi’s, y se explora músculos, brazos, hombros y torso con las manos, buscando imperfecciones, sacándose granos y espinillas…, en algo así como el aseo de un gato. Cuando había gran actividad era a últimas horas de la tarde; la gente trabajaba en diversos proyectos, pero el más interminable y complicado de todos ellos era La Película.
Los Bromistas pasaron gran parte del otoño de 1964 y el invierno y principios de la primavera de 1965 trabajando en… La Película. Tenían cuarenta y cinco horas de película en color, rodadas durante el viaje en el autobús, y cuando llegó el momento de trabajar en ella se horrorizaron ante lo monstruoso de su metraje. Kesey tenía depositadas grandes esperanzas en La Película. A todos los niveles. Se trataba del primer film mundial del ácido, rodado en condiciones de total espontaneidad a través de las tierras de Norteamérica. Habían ido registrándolo todo en el instante. La «fantasía del momento» era… una total ruptura en el capítulo de la expresión…, pero también algo que habría de asombrar y deleitar a las multitudes, una película que podría exhibirse tanto comercialmente como en los círculos esotéricos del mundo de la droga. Pero La Película era un monstruo de metraje, como ya he dicho. El trabajo y la rutina del montaje de cuarenta y cinco horas de película resultaban algo totalmente abrumador. Además gran parte de ella estaba desenfocada. Hagen, como todos los demás, se había pasado la mitad del tiempo colocado. Y el traqueteo del autobús tampoco había ayudado demasiado… ¡pero en eso había consistido el viaje! Sin embargo… Además había pocos planos generales de referencia, planos que mostraran dónde estaba el autobús en tal o cual momento. Pero ¿a. quién le hacia falta aquellas antiguallas de planos largos, medios, primeros planos, o los esmerados cortes y cortinillas y panorámicas y travellings y viejas tonterías de ese tipo…? Sin embargo…, sumergirse en aquellas leguas de película movida y desenfocada con la montadora en ristre era como adentrarse en una jungla en la que las lianas crecieran tan deprisa que uno apenas consiguiera abrirse paso entre la espesura con el machete… La película les había costado ya una suma exorbitante, unos 70.000 dólares (el revelado en color había supuesto la mayor parte de esta suma). Kesey había invertido en Viajes Intrépidos todo lo que había ganado con las dos novelas y la adaptación teatral de Alguien voló sobre el nido del cuco. Su hermano Chuck, que tenía un floreciente negocio de productos lácteos en Springfield, Oregón, invirtió también algún dinero. George Walker disfrutaba de un fondo en custodia —con ciertas condiciones— asignado por su padre, y contribuía cuando podía. Para finales de 1965 —según la contabilidad de Faye— Viajes Intrépidos había gastado 103.000 dólares en las diversas empresas de los Bromistas. Los gastos de manutención del grupo ascendían a unos 20.000 dólares al año, una suma modesta si se tenía en cuenta que —además de los dos o tres vehículos que normalmente utilizaban— en La Honda raras veces eran menos de diez personas y que tanto la comida como el alojamiento corrían a cargo de Kesey.
Una olla de dinero a la puerta de la casa… En los estantes de la sala de Kesey se empezaba a formar una pequeña y curiosa biblioteca, obras de ciencia ficción y de otros temas de misterio, y uno se ponía a leer cualquiera de aquellos libros y no podía evitar sentir unas vibraciones verdaderamente extrañas… Lo de aquella casa era muy parecido a… al libro que encontrábamos en uno de los estantes, la novela de Robert Heinlein Stranger in a Strange Land. Era algo desconcertante. Era como si Heinlein y los Bromistas estuvieran ligados por algún lazo no causal e inexplicable. Se trata de una novela sobre la llegada a la tierra de un marciano; un auténtico superhéroe, de hecho, nacido de padre y madre terrícolas tras un vuelo espacial de la tierra a Marte, pero educado por unos seres infinitamente superiores: los marcianos. Los seres de otros planetas, en las obras de ciencia ficción, son siempre infinitamente superiores. En torno al marciano de esta historia se crea una hermandad mística, basada en un misterioso rito conocido como «la ceremonia de compartir el agua». Y tal hermandad vive en… ¡La Honda! En ¡la casa de Kesey! El lugar se llama el Nido. Su vida trasciende las habituales convenciones terrícolas de estatus, sexo y dinero… Nadie que alguna vez haya compartido el agua y la vida en el Nido volverá a preocuparse jamás por tales vanas competiciones humanas. En la puerta principal hay una olla llena de dinero suministrada por el superhéroe… En el Nido todo es franco, todo está a la luz…, no hay secretos, no hay culpa, no hay celos, no se abaja a nadie por ningún motivo: «… un matrimonio plural…, una teogamia de grupo… Por tanto, todo lo que sucedía, o fuera a suceder…, no era un asunto público sino privado. “No hay nadie aquí sino nosotros, que somos dioses”, así que ¿cómo puede nadie ofenderse? Bacanales, intercambio de parejas sin vergüenza alguna, vida en comuna… todo».
Para entonces Kesey no sólo había sonorizado el autobús sino los propios bosques de los alrededores. Había cables tendidos colina arriba, internándose entre las secuoyas, y micrófonos destinados a captar al azar todo tipo de sonidos. Entre las secuoyas de lo alto del barranco, al otro lado de la autopista, había unos altavoces gigantescos capaces de anegar de sonido la garganta entera. Roland Kirk y su media docena de trompas bramando en las cavidades esfenoidales, «saxofónicas», de las viejas secuoyas.
¡El crepúsculo! Enormes franjas de Day-Glo verde y anaranjado ascienden por las altísimas secuoyas y relucen fluorescentes en el crepúsculo como si la Naturaleza hubiera dicho: ¿Por qué no fliparse un poco?, y se hubiera permitido desmandarse. En lo alto de la barranca de detrás de la casa, más allá de la Cueva del Eremita, había máscaras y cajas y máquinas y cosas heterogéneas que brillaban, parpadeaban, murmuraban, silbaban, bramaban, y micrófonos que captaban animales, ermitaños, cualquier cosa…, y que lo emitían todo desde las copas de los árboles, cual el sonido de fondo del delirante parloteo de macacos de aquellos viejos programas de Jim de la Selva de la radio. ¡El crepúsculo! Al anochecer uno podía, por ejemplo, ponerse un gorro de aviador de la Primera Guerra Mundial, sólo que pintado con chillón Day-Glo, y decorarse la cara con constelaciones fluorescentes, la Osa Mayor, Capricornio…, y deambular por la espesura anochecida como un gran héroe fluorescente, y perorar en la profundidad de los bosques, en lo alto de la colina, con tono sepulcral, como la Sombra, y emitir cualquier viejo mensaje, algo parecido a: «Aquí la torre de control, aquí la torre de control, despejen la Pista Uno, los microbios pumas se aproximan soltando vieja pelusa por cada poro y pidiendo un alto octanaje, atención, tened cuidado todos cuantos dormís en los barracones de la pista principal, los bultos de vuestros colchones son esporas carnívoras, mariposas venéreas enviadas por el Consorcio para vacunar vuestro cerebro contra la polilla, un equipo profesional en cada enchufe… ¡Tapad todos los enchufes! Los microbios pumas avanzan como un ejército de hormigas…», feliz al saber que alguien, cualquiera, podía responder desde la casa, desde cualquier parte, gritando por otro micrófono hacia las colinas de La Honda: «SOS, SOS, echadabajo las barras de cada juntura, escondeos dentro de vuestros metros plegables, calibrad vuestros cerebros para el recuento…» YBob Dylan cantaba con voz ronca y astrosa en las cavidades esfenoidales de algún dichoso lugar…
Al anochecer los Bromistas están en la casa y hacen circular unos cuantos porros, saliva-liva-liva-liva…, y todo se va sumiendo más y más en el instante, por así decir, y los Bromistas manejan las cintas: las ponen, las paran, las rebobinan, las vuelven a hacer sonar, aprietan el mando de plástico, clic, y se vuelven a parar…, y empiezan a pasar un poco de speed…, ¡oh, qué mayestática subida bajo las secuoyas! Pastillas de Benzedrina y Dexedrina, sobre todo, y cada cual sale a la noche para entregarse a su arrebato de trabajo o de cháchara…, allí se potencian todo tipo de experimentos, como colocar un micrófono de contacto contra un vientre desnudo para escuchar el borboteo de los enzimas. La mayoría de las tripas de los Bromistas suenan glu-glup-gluuuppp y cosas por el estilo, pero las de Cassady hacen ping… dingping… ting, como si su dueño estuviera funcionando a 78 r.p.m. y todos los demás a 33, lo que bien mirado no deja de ser cierto. Y entonces ponen una cinta «contra» un programa de televisión. Es decir, ponen la televisión —el programa de Ed Sullivan, por ejemplo—, quitan el sonido y ponen, por ejemplo, una cinta de Babbs y otro Bromista replicándose mutuamente… La imagen del programa de Ed Sullivan y las palabras de la cinta de pronto fuerzan a la mente a establecer algún tipo de conexión entre dos tipos de experiencias sobremanera diferentes. En la pantalla del televisor, Ed Sullivan está cogiendo las manos de Ella Fitzgerald, y las coge como si las manos de Ella fueran los primeros petirrojos de la primavera, y sus labios se mueven y probablemente dicen: «¡Has estado maravillosa, Ella! ¡Realmente maravillosa! ¡Señoras y señores, otro aplauso para esta gran, gran dama!», pero la voz que se oye le está diciendo, en perfecta sincronía, a Ella Fitzgerald: «Los bultos de vuestros colchones son esporas carnívoras, mariposas venéreas enviadas por el Consorcio para vacunar vuestro cerebro contra la polilla, un equipo profesional en cada en chufe… ¡Señoras y señores, tapad todos los enchufes! ¡Tapad todos los enchufes! Los microbios pumas avanzan…».
¡Perfecto! ¡El mensaje apropiado!
A los extraños, sin embargo, este tipo de curiosa sincronización normalmente les parecía mera simultaneidad o mero capricho, o algo carente de sentido, en cualquier caso. No podían entender por qué a los Bromistas les entusiasmaba tanto; era inevitable la confusión de los que no estaban «en sintonía»… Como la mayoría de las singulares prácticas de los Bromistas, ésta tenía su origen en la experiencia del LSD y resultaba incomprensible sin ella. En LSD, si el viaje iba bien, el ego y el no ego empezaban a fundirse. Incontables cosas que parecían aisladas empezaban también a fundirse: un sonido se convierte en… ¡un colorí, azul…, los colores se vuelven olores, las paredes empiezan a respirar como el envés de las hojas, al unísono con la respiración humana. Una cortina se convierte en una columna de hormigón, pero se pone a hacer ondas…, la increíble masa de hormigón empieza a curvarse en armónicas ondas como el puente de Puget Sound antes de desplomarse, y uno puede sentirlo, sentir la armonía del universo, desde lo más inmenso a lo más minúsculo y personal —presque vu!—,[27] todo fluyendo aunado en ese mismo instante…
Este aspecto de la experiencia del LSD —¡el sentir!— enlazaba con la teoría del sincronismo de Jung. Jung trataba de explicar las coincidencias significativas que acontecen en la vida y no pueden explicarse por un razonamiento causa-efecto, como los fenómenos de la percepción extrasensorial. Formuló la hipótesis de que el inconsciente percibe ciertos patrones arquetípicos que escapan a la mente consciente. Tales patrones —aventuró— son los que unen los acontecimientos subjetivos o psíquicos con los fenómenos objetivos, el ego con el no ego, como en la medicina psicosomática o en los fenómenos microfísicos de la física moderna, en la que el ojo del observador pasa a ser parte integrante del experimento. Innúmeros filósofos, profetas, científicos de los primeros tiempos, amén de alquimistas y ocultistas, habían tratado de formular la misma idea en el pasado: Plotino, Lao-tse, Pico della Mirándola, Agrippa, Kepler, Leibniz. Cada fenómeno, cada persona es —según esta idea— un microcosmos de la estructura total del universo. Un hombre, pues, sería como un átomo de una molécula de una uña de un ser gigantesco. La mayoría de los humanos se pasan la vida tratando de entender el funcionamiento de la molécula en la que han nacido, y lo único que llegan a conocer con certeza es el funcionamiento causa-efecto de los átomos que la habitan. Un puñado de mentes brillantes alcanzan a comprender la estructura de la uña de la que forman parte. Algunos genios, como Einstein, llegan incluso a ver que forman parte de un dedo… Así que el espacio es lo mismo que el tiempo, mmmmmmm… Ocasionalmente, sin embargo, muchos humanos tienen una visión fugaz de otra uña de otro dedo, o incluso de un dedo entero o del rostro del ser gigantesco, y comprenden instintivamente que ello es parte de una estructura en la que todos estamos inmersos, aunque sean absolutamente incapaces de explicarlo mediante una relación causa-efecto. Y entonces, algún visionario, a través de algún accidente…
—¿… accidente, Mahavira[28]?
… por algún capricho del metabolismo, tal vez a causa de alguna droga, las puertas de su percepción se abren por espacio de un instante y casi ve —presque vu!, al ser gigantesco entero, y sabe por vez primera que existe un… patrón total… Cada momento de su vida se halla íntimamente relacionado con la cadena causa-efecto dentro de su pequeño mundo molecular. Cada momento, si fuera capaz de analizarlo, revelaría el patrón total de funcionamiento del ser gigantesco con el que su vida se halla íntimamente en sincronía…
… Y CUANDO EL CAMIÓN CISTERNA DE CHEVRON SIGUE AL AUTOBÚS HACIA… NINGUNA PARTE…, SE VISLUMBRA EL PATRÓN, UN NIVEL NUEVO…, MUCHOS NIVELES…
Los Bromistas nunca hablaban sobre sincronismo utilizando esta palabra, pero cada día se sentían más y más en sintonía con tal principio. Es obvio que, según este principio, el ser humano carece de voluntad libre. De nada sirve que se empeñe en una eterna pugna para cambiar la estructura del pequeño entorno en el que parece hallarse atrapado. Pero uno podía ver ese patrón más amplio y adaptarse a su cadencia —¡dejarse ir con el flujo!—, y aceptarlo, y remontarse por encima del entorno más inmediato e incluso alterar este entorno al aceptar con entusiasmo dicho patrón más amplio: ¡poned el bien que podáis hacer donde más pueda servir!
La actitud de los Bromistas empezó a hacer suyas gradualmente las vivencias religiosas inveteradamente experimentadas por los místicos, vivencias comunes a hindúes, budistas, cristianos, e incluso a teósofos y a adeptos a los platillos volantes. Vivencias tales como la experiencia de Otro Mundo, de un nivel superior de realidad. Y la percepción de la unidad cósmica de tal nivel superior. Y la sensación de la inexistencia del tiempo, la sensación de que lo que conocemos como tiempo no es sino el resultado de una ingenua fe en la causalidad, en que A en el pasado causó B en el presente, que a su vez causará C en el futuro, cuando en realidad A, B y C son parte de un patrón que sólo podrá entenderse cabalmente abriendo las puertas de la percepción y viviendo la experiencia… en ese mismo instante…, en ese momento supremo…, ese kairós…
Durante mucho tiempo no fui capaz de entender una práctica oriental muy cara a los Bromistas: las monedas del / Ching. El / Ching es un antiguo texto chino, conocido también como Libro de los cambios. Consta de 64 oráculos, todos ellos enormemente metafóricos. Uno hace una pregunta al / Ching y tira tres veces tres monedas y obtiene un hexagrama y un número que remite a uno de los pasajes, el cual «responde» a la pregunta… Muy bien, pero el / Ching no parecía algo muy propio de los Bromistas. A mis ojos no casaba con el cableado de audio, el despliegue de banderas estadounidenses, las oleadas de Day-Glo electropastel por la gran superautopista de Norteamérica. Aunque…, ¡por qué no! El / Ching era por excelencia el libro del Ahora, del instante presente. Porque, como dijo Jung, el modo en que las monedas caen se halla indefectiblemente ligado a la naturaleza del instante en que caen, a la naturaleza de ese patrón global, y «forma parte de él, una parte insignificante para nosotros pero con el más profundo de los significados para la mente del pueblo chino…», esas cosas
QUE SÓLO LOS PERROS CON SUERTE Y LOS ALEGRES BROMISTAS OYEN… y tantos otros misterios del sincronismo a partir de entonces… Hay otro libro en las estanterías de la sala que todo el mundo parece consultar, un librito titulado Viaje a Oriente, de Hermann Hesse. Hesse lo escribió en 1932 y sin embargo… ¡el sincronismo! Es un libro que trata… exactamente de… ¡los Bromistas! ¡De los Bromistas y de su gran viaje en autobús de 1964! «El sino me tenía deparado el participar en una gran experiencia», comienza el libro. «Al tener la gran fortuna de pertenecer a la Liga, se me permitió participar en un viaje único». Y continúa con la narración de un extraño, tortuoso viaje a través de Europa, en dirección al este, emprendido por los miembros de tal Liga. Comenzó, al parecer, como un simple viaje, un mero trayecto para llegar de aquí a allí, pero paulatinamente fue adquiriendo un profundo aunque inclasificable sentido. «Mi felicidad nació ciertamente del mismo secreto del que nace la felicidad en los sueños: de la libertad para vivir todo tipo de experiencias imaginables de forma simultánea, para intercambiar sin dificultad lo externo con lo interno, para desplazar Tiempo y Espacio a voluntad, como cuadros escénicos en un teatro. Y mientras los hermanos de la Liga viajábamos por el mundo sin automóviles ni barcos, mientras conquistábamos el mundo sacudido por la guerra con nuestra fe y lo transformábamos en el Paraíso, hacíamos —a través de la creatividad— que el pasado, el futuro y lo ficticio convergieran en el momento presente». ¡El momento presente! ¡El ahora! ¡El kairós! Era como si el autor hubiera estado en ácido y en el autobús.
Todos los viernes por la noche celebraban un «consejo». El término fue idea de Babbs, de sus días de milicia en Vietnam. Faye preparaba arroz con judías y carne, una especie de estofado, y todos entraban en la cocina y se servían de la cazuela y comían. Hacían circular algún porro, saliva-líva-liva-liva-liva… Luego se levantaban y se iban a una de las tiendas del terreno llano, la de Page, y se sentaban apiñados unos contra otros, con las piernas encogidas bajo la barbilla, y se ponían a proponer temas de discusión. En ciertos aspectos era un poco como un campamento de verano: la reunión del Consejo de Honor en el bosque después de la cena: todo es olor a madera quemada y a humedad de lona con rocío; cantan las cigarras y los grillos y la gente se golpea los tobillos para quitarse los mosquitos y demás bichos molestos. Pero, por otra parte, el olor de la hierba recién cosechada al quemarse y… tantos aspectos más… no son precisamente de campamento de verano. Normalmente esperan a que Kesey dé comienzo a la reunión. Suele empezar con algún punto concreto, algo que ha visto, algo que ha estado haciendo…, y expone lo que ha pensado al respecto.
Empieza a hablar de los sistemas de intervalo que ha estado experimentando con magnetófonos. En el cobertizo trabaja con varios sistemas de intervalo variable en los que un micrófono transmite a través de un altavoz, que a su vez tiene frente a él otro micrófono. Este micrófono recoge lo que se acaba de decir, pero un instante más tarde. Si uno lleva auriculares conectados al segundo altavoz, podrá ponerse a hacer el contrapunto de lo que acaba de oír, como en un eco. O se pueden utilizar magnetófo nos, haciendo pasar una cinta por las cabezas sonoras de dos magnetófonos antes del rebobinado en el carrete de recepción, o pueden utilizarse tres micrófonos y tres altavoces, cuatro magnetófonos y cuatro cabezas sonoras, y así sucesivamente, hasta que quien escucha logra una percepción cabal del intervalo…
Una persona, explica Kesey, tiene en su interior todo tipo de intervalos. El más básico entre ellos es el intervalo sensorial, el determinado por el tiempo transcurrido desde que los sentidos reciben una sensación hasta que el receptor es capaz de reaccionar. Un treintavo de segundo, en el caso del individuo más alerta del mundo, y mucho más tiempo en el caso del común de los mortales. Ahora Cassady está luchando contra la barrera de ese treintavo de segundo. Lo hace tan rápido como el más diestro de los humanos sería capaz de hacerlo, pero no puede superar ese intervalo. Es el vivo ejemplo de cuan cerca se puede estar sin llegar a conseguirlo. No se puede ser más rápido. No se puede, por pura velocidad, salvar ese intervalo. Todos estamos condenados de por vida a mirar la película de nuestras vidas…, nos pasamos la vida actuando según lo que acaba de suceder: lo que acaba de suceder un treintavo de segundo antes. Pensamos que estamos en el presente, pero no es así. El presente que conocemos no es sino una película del pasado, y jamás seremos capaces de controlar el presente a través de medios normales. Ese intervalo o «demora» ha de salvarse de otro modo, a través de algún tipo de ruptura total. Y, simultáneamente a esta «demora» sensorial, existen multitud de otros desfases. Los históricos y sociales, por ejemplo, a causa de los cuales la gente vive según lo que sus ascendientes u otras personas percibieron veinticinco o cincuenta o cien años atrás, y nadie podrá ser creativo sin antes haber salvado esos desfases. Una persona podrá salvar parte de ellos mediante el intelecto o la teoría o el estudio de la Historia y demás, y aproximarse mucho al presente de este modo, pero seguirá pugnando contra uno de los peores desfases existentes: el psicológico. Las emociones permanecen en un segundo plano a causa del aprendizaje, la formación, el modo en que uno fue educado, los bloqueos mentales, los complejos…, de forma que la mente desea ir en una dirección y las emociones en otra…
Cassady está hablando:
—Narices azules[29], ojos rojos, y no hay más que hablar del asunto…
Y, al menos en esta ocasión, se calla y guarda silencio.
¡Pues claro! El desfase emocional… Cassady, locuaz dios Vulcano, de pronto lo ha plasmado todo en una imagen breve e inmediata, como en un poema zen o un poema temprano de Pound: pequeños y ardientes ojos rojos de animal reprimidos por pequeños y fríos complejos puritanos…
El discípulo de Cassady, Bradley, dice:
—Dios es rojo.
Y calla él también. El muy bastardo, al menos esta vez, está en sintonía: lo ha condensado todo en tres palabras, aún más lacónicamente que Babbs, y lo ha hecho como si no hubiera tenido que pensarlo; le ha salido espontáneamente un juego de palabras con la frase «Dios está muerto»[30], diciéndonos, a nosotros que estamos en la onda de lo analógico, que Dios no está muerto, que Dios es rojo, que Dios es ese rojo animal reprimido que todos llevamos dentro, ese ser total, que lo siente todo, completo, franco…, que ha acabado inmolado por todos esos desfases…
Kesey se ríe y dice:
—Puede que esta noche sí estemos sincronizados de verdad…
Alguien se pone a hablar de un jovencito que había sido detenido por posesión de marihuana; los polis le dijeron algo y él les contestó algo y los polis empezaron a golpearle. Todo el mundo se compadece del pobre chico enchironado y comenta la desdichada tendencia de la policía a golpear a la gente, y Babbs dice:
—¡Sí, sí! ¡De acuerdo, de acuerdo, de acuerdo! Pero es algo que está en su película…
En su película…, de acuerdo, de acuerdo, de acuerdo… Todoslo captan honda e intuitivamente. Honda e intuitivamente… y, sin que nadie tenga que decir nada, ha quedado claro. Todo el mundo, en todas partes, tiene su propia película, su propio guión, y todo el mundo se dedica en cuerpo y alma a su película, sólo que la mayoría de la gente ignora que se halla atrapada en ella, ignora el pequeño guión de su película. Los presentes pa sean la mirada por la tienda, y nadie tiene necesidad de decir nada en voz alta. Pero todos lo saben de inmediato ::::: esto, de algún modo, casa —sincroniza— directamente con lo que acaba de decir Kesey sobre la pantalla cinematográfica de nuestras percepciones, pantalla que nos separa de nuestra propia realidad ::::: y sincroniza también, en ese mismo instante, con la película real, física —La Película—, en la que han estado trabajando como locos, ese gran pantano de celuloide, con kilómetros y kilómetros de película montada y retorcida que se va acumulando a su alrededor cual la miríada de entrecruzadas, sincronizadas aunque aún caóticas y batalladoras vidas humanas, las suyas, las de todo este jodido mundo —en este mismo instante—, y Cassady, en su película, titulada Velocidad límite, es a un tiempo un drogota aficionado al speed, las anfetaminas, y un ser único cuyo anhelo es la Velocidad: más rápido, maldita sea, contorsionándose, vibrando, sacudiéndose, pugnando contra ese treintavo de segundo de la barrera-pantalla cinematográfica de nuestros sentidos, tratando de penetrar en el… Ahora.
… La película de Montañesa se titula Chica grande, y el guión describe a una chica que creció fuerte y enérgica en un medio distinguido, fin de siécle, de Poughkeepsie, Nueva York, oh, alumnas de Vassar, y que no encajaba en ninguno de los destinos proyectados por sus mayores para aquellas delicadas damitas de jersey de rayas y discretas joyas que destellaban al sol mientras paseaban por los verdes céspedes de Poughkeepsie, una chica grande que rompió con todo y maduró y se hizo ruidosa y descarada y acabó fortaleciéndose en la desigual contienda…, y cuando avanza la trama descubre que se ha hecho más grande en un sentido diametralmente diferente, y luminosa, y bella…
… Uno mira en torno y ve al Eremita acurrucado en un rincón de la tienda; el Eremita, a quien todos quieren aunque les crispe los nervios —¿por qué?—, y a quien mandan «a tomar por el culo» aunque luego se arrepientan. Su película se titula El mal viaje de todo el mundo. El Eremita es el mal viaje de todo el mundo; se hace cargo de tales viajes, asume los malos viajes ajenos, en la peor de las versiones que uno se atreva a imaginar…
… Y Page, con su chaqueta negra y su Cruz de Hierro en la solapa… Su película se titula —¡cómo no!— Zelote. Es como si todos ellos, mientras aspiran el olor de la hierba, recuerden el sueño que Page —según les ha contado— tuvo mientras dormía en un catre de una cárcel de Arizona, en la que estaba por…, en fin, por iniciar a los ciudadanos en las Fantasías Dimensionales, sí, bueno, en el sueño hay un joven llamado Zelote que llega a la ciudad, vestido de negro, y arenga a los ciudadanos y les convence para que hagan todas las barbaridades anheladas secretamente y que nunca se han atrevido a hacer, como destrozar los escaparates de la Fat Jewelry Co., Inc., y largarse con todas las joyas allí expuestas, o follarse a esas mulatitas de culos respingones, o cualquiera de esas cosas prohibidas…, dirigidos, animados, enardecidos por el ardiente y reluciente y negro jinete Zelote, tras lo cual, en la fría y azul mañana siguiente, los ciudadanos se miran unos a otros: ¿quién habrá hecho esto?, ¿quién habrá tomado esas drogas y cometido esos saqueos y sido capaz de tales crueldades?, ¿qué diablos nos habrá pasado a todos los vecinos?, ¿qué le habrá pasado a esta ciudad? Bueno, ¡mierda!, no somos nosotros, es él, él es quien nos ha inficionado e inflamado la cabeza, esa maldita víbora, Zelote… Y los vecinos cargan calle abajo golpeándose ora el pecho ora la calva, pidiendo a gritos la piel de Zelote, gritando su nombre como quien pronuncia la mayor de las infamias, y Zelote se aleja con indiferencia y se adentra en el negro mediodía, y las gentes se han de conformar con ver cómo su negra espalda y la negra grupa de su caballo se van perdiendo en la siguiente colina, llevándose su cruzada de… iniciación… a la ciudad siguiente…
… sí…
—Sí, esta noche estamos sincronizados de verdad.
… y, por supuesto, todo el mundo, todos los que están allí en la tienda miran a Kesey y se preguntan: ¿cuál es su película? Bien, en principio podríamos titularla Randle McMurphy. Randle McMurphy aguijoneando, engatusando, dirigiendo a todo el mundo para que todo el mundo se embarque en una película un poco más grande, con un poco más de acción, haciendo que la trama se aleje de cualesquiera puertos seguros, al abrigo. Hay todo un escenario maravilloso esperándote, amigo mío, allá en la Ciudad Límite… Pero no te detengas ni siquiera en ella…
… y todas estas cosas nos mantienen apartados del presente —está diciendo Kesey—, apartados de nuestro mundo, de nuestra realidad, y mientras no logremos entrar en nuestro propio mundo no podremos controlarlo. Si algún día somos capaces de acometer esa ruptura, entonces lo sabremos. Será como si tuviéramos una pianola que tocara a kilómetro por minuto, y las teclas fueran hundiéndose ante nuestros ojos en fantásticos acordes, y no hubiéramos oído nunca ésa melodía, pero nos halláramos tan embebidos en ella que nuestras manos comenzaran a seguirla con una sincronización perfecta. Cuando uno logra la ruptura, empieza a controlar la pianola…
… y propagad el mensaje a todas las gentes…