11. Un sendero grabado en el corazón
DORMIMOS acurrucados contra las blandas paredes del hogar subterráneo del bolarva. Cuando finalmente desperté, no sé cuántas horas más tarde, sentí los aguijonazos del hambre. Y una dolorosa rigidez en el punto sensible localizado entre mis paletillas. Mientras me estiraba para desentumecer los brazos, Hallia, que ya estaba despierta y sentada junto al bolarva, me tendió un grueso rollo oscuro. Era una hoja rellena de una sustancia harinosa que olía como una mezcla de miel, frutos secos… y barro.
Con el hambre que tenía, le di varios mordiscos rápidos. El bolarva me observaba con expectación, enrollando y desenrollando rítmicamente sus colas.
—Esto… llena mucho —dije, intentando no ofender a nuestro anfitrión.
—Bienmuy habladicho —replicó éste, haciendo girar orgullosamente sus bigotes—. Vienetraen mismeste festimanjar de las despensinvernales, se dicellama tragaplacer.
—«Tragaplacer». —Intenté, con dificultad, engullir el bocado.
—Y tomaprueba mismeste bebelíquido. —Utilizando tres pinzas, el bolarva cogió una honda escudilla de madera. La depositó sobre su prominente papada, que demostró ser útil como repisa—. Con mismesto es muymás faciloso mastitragar.
—Mmmpff —respondí, procurando todavía engullir el primer plato.
Hallia bebió un sorbo de su escudilla.
—Es como sopa con especias, pero fría. Pruébala.
Cogí la escudilla y examiné cautelosamente su interior. En la superficie del claro caldo vi mi propio reflejo tembloroso. Mi rostro, incluyendo mi cabello, había adoptado los tonos verdes de las paredes que me rodeaban. A continuación, llevándome la escudilla a los labios, bebí un trago. Su sabor a clavo, o posiblemente a anís, sorprendió a mi lengua. Después a caléndulas, de la variedad pequeña que crece en la hierba húmeda; un notorio aroma a champiñones, y sutiles trazas de cebollino y gengibre. Aparté la escudilla de mi boca y recompensé al bolarva con una mirada de aprobación.
—¿Recoges tú mismo los ingredientes? ¿Ahí arriba, en la ciénaga?
Casi en el acto recuperó su habitual expresión atemorizada. Sus ojos, llenos de reflejos verdes, se entornaron ligeramente.
—Mismellos prontomuy nos vienencontrarán. —Las colas enrolladas que se alineaban sobre su espina dorsal se flexionaron con rigidez—. Y nos chillamatarán horriblosamente.
Meneé la cabeza.
—De verdad, no lo entiendo. —Alcé la vista hacia el techo de la cámara para observar las oleadas de luz que lo recorrían como una cascada—. ¿Por qué quieren matarnos?
Hallia soltó un bufido desde detrás de su escudilla de sopa.
—Porque son espíritus de la ciénaga.
—No, no, hay algo más. Ya oíste a la mujer del bosque. Nunca antes se habían comportado de una forma tan desalmada.
—Verdadosamente —canturreó el bolarva, mientras se acariciaba los bigotes—. Pero yahora son muchomuy lisiamalvados.
Cuando apuró su cuenco, Hallia tenía una expresión sombría.
—Quizás ahora, por alguna razón, los espíritus son peores. Pero siempre han sido la plaga de las marismas. Incluso en la antigüedad, cuando mi pueblo realizó el viaje hasta el Árbol Ardiente, incluso entonces, los espíritus de la ciénaga se aseguraron de que algunos no regresaran jamás.
—¿El Árbol Ardiente? —pregunté—. ¿Qué es eso?
—Un prodigio —respondió—. Un árbol que crece en el corazón de las marismas y que siempre está en llamas, desde antes de que el primer cervatillo viniera a corretear por esta tierra. —Su serena mirada me absorbió por completo—. Hace mucho tiempo, cuando los fincayranos aún tenían alas, la raza de los hombres ciervo era numerosa. Tanto que vivía en todas partes donde creciera la
hierba, se dice que incluso en las orillas de la Isla Olvidada, al oeste. Excepto en un lugar: este mismo pantano. Pero, para demostrar su valor, cuando alcanzaba la edad adulta, todo hombre y mujer ciervo venía solo a este lugar y pasaba tres días completos junto al Árbol Ardiente. —Su frente se surcó de arrugas—. Y aunque los espíritus de la ciénaga sólo atacan de noche, consiguieron sorprender a muchos.
—¿Y por eso —pregunté con suavidad— se abandonó ese rito?
Hallia negó con la cabeza, sacudiendo su suelta melena, y clavó la vista en el suelo. —Eso se debió, según me contó mi padre, a la misma maldad que nos costó las alas a todos. Y mientras tu especie fue condenada a recordar la caída con el dolor en la espalda, en el punto donde debían brotar las alas, la mía recibió un castigo distinto. Para nosotros, el Árbol Ardiente, símbolo de nuestro valor y nuestra libertad perdidos, siempre acecha en nuestros sueños. Aunque han vivido muchas generaciones desde que el pueblo de los hombres ciervo viajó hasta aquí, se dice que cualquiera de nosotros es capaz de encontrar todavía el camino, puesto que el sendero está grabado para siempre en nuestro corazón.
Imprimí un movimiento circular a mis hombros entumecidos, sin dejar de meditar sobre sus palabras. Para mi desaliento, mi sombra se apartó de mí de un salto y empezó a bailar sobre las luminosas paredes, haciendo volatines y dando saltos mortales, girando sobre sí misma con la ligereza de una semilla aérea.
Aunque nadie más se había percatado de sus rotaciones, yo sabía que mi segunda visión no me había engañado. ¡Aquella sombra, una vez más, se burlaba de mí!
Deseé poder arrancármela de cuajo. ¡Sí! Y arrojarla al rincón más remoto de las marismas.
Hallia levantó la cabeza… en el mismo momento en que mi sombra volvía a su sitio de un brinco.
—Ya ves por qué no me sorprende el comportamiento reciente de los espíritus de la ciénaga. Son criaturas terribles. Despreciables.
—¿Despreciables? —Me encrespé al oír la palabra— ¿Estás segura?
—No sabes nada de ellos.
—Sé lo suficiente. —Fruncí el labio superior—. Hace mucho tiempo, en la tierra más desolada que puedas imaginarte, estuve a punto de morir por culpa de una criatura que todo el mundo, yo incluido, consideraba despreciable. Pero más tarde, cuando tuve ocasión de destruirla, no lo hice, porque había descubierto algo acerca de ella que resultó muy valioso, valioso de verdad.
Sus párpados se entornaron con incredulidad.
—¿Y qué criatura era?
—Un dragón. —Vi que su expresión cambiaba lentamente—. El mismo dragón que engendró a Gwynnia.
Hallia tragó saliva. Después, con expresión maravillada, me estudió un largo momento.
—Joven halcón, algún día serás un mago increíble.
—Eso me han dicho.
Sin dejar de observarme, empezó a peinarse los largos bucles para rehacer su trenza.
—No pretendía molestarte. Pero ¿convertirte en mago sigue siendo tu sueño?
—Sí, sí. Sólo que, últimamente, todo el mundo parece ver mis sueños con más claridad que yo.
Hizo una pausa en su labor de trenzado.
—Siguen siendo tus sueños, ¿no? Tus visiones del futuro. Puedes cambiarlos, si quieres.
—¡No quiero cambiarlos! ¿No lo entiendes? Pero el futuro propiamente dicho, eso puede cambiar. Desde hace años, cada vez que miro hacia el futuro, quien me devuelve la mirada es un mago… Y, sí, un gran mago. Eso es lo que veo.
O, al menos, lo que quiero ver. —Me mordisqueé el labio durante unos instantes—. Sin embargo… ¿y si resulta que no es verdad? Quizá sólo era una falsa ilusión, desde el principio.
—Quizá sí —replicó Hallia—. Y quizá no.
Suspiré.
—Deberíamos irnos ya —dije. Ella asintió con la mirada ausente, mientras terminaba de anudarse la trenza.
Inesperadamente, el bolarva saltó al regazo de Hallia. Con los ojos abiertos de par en par, y gimoteó:
—¡Nonoyno, por piedafavor! No obligaforcéis a arriesgavenir al pobremí.
¡Oh, nonoyno!
—No te obligaremos —lo tranquilizó ella, mientras acariciaba su curvado dorso—. Ya has hecho bastante por nosotros. Y eso incluye un regalo que nunca olvidaremos.
El bolarva se contorsionó para acercarse a ella y lanzó un agudo chillido que arrancó ecos de la luminosa estancia.
—Buenova… A verdadecir, mismatú has guardasalvado mi tiernavida. — Acto seguido, mirándome de soslayo, hizo chasquear dos de sus pinzas—.
Casiaunque mismotú lisiamatas al pobremí masdespués.
—Perdóname. —Le tendí la mano—. Si debemos separarnos aquí, hagámoslo como amigos.
El bolarva me escrutó con desconfianza. De pronto, en un veloz movimiento, me azotó el pecho con una de sus colas, tan violentamente que me empujó contra la pared. Antes de que pudiera recuperar el equilibrio, saltó del regazo de Hallia y desapareció por una estrecha grieta del suelo. Oímos el ruido de su cuerpo al deslizarse por los húmedos túneles durante unos segundos. Después… nada.
Hallia me acarició la mejilla con ojos risueños.
—Algo me dice que ésta no es su manera habitual de despedirse.
La miré hoscamente.
—Esta debe reservarla para los amigos más queridos.
Durante un rato, nos deleitamos contemplando las relucientes superficies que se ondulaban con tonos verdes a nuestro alrededor. ¿Cuándo volveríamos a ver un lugar tan exuberante, tan vivo y, sin embargo, tan cerca de otro lugar que apestaba a muerte y a descomposición? Al cabo de un rato, de común acuerdo, nos dirigimos hacia el otro extremo de la cámara, donde se abría un enorme pasillo.
Por los movimientos de la luz, vi que ascendía en un empinado ángulo.
—Creo que ése es nuestro camino. ¿Estás preparada?
—No —fue su queda respuesta—. Pero iré de todos modos.
Juntos nos internamos en el pasillo. Pronto, las paredes se acercaron y el techo descendió, obligándonos a avanzar agachados. Y poco después, a gatas. Con el tiempo, la luz verde de las paredes empezó a desvanecerse, borrada por tentáculos de oscuridad que se extendían hacia nosotros, cada vez más cerca. El aire se fue haciendo rancio, cargado de hedores a cosas podridas.
En cierto momento, Hallia titubeó y se secó los ojos llorosos con la manga.
Fui a hablar, pero su severa mirada me cortó en seco. Al instante, volvíamos a gatear, ascendiendo en la penumbra. De repente, ambos chocamos de cabeza con algo. Dura, pero flexible, su viscosa superficie cedió a nuestro contacto, como la corteza arrancada de un árbol. Comprendí que se trataba de una capa de turba.
Me apuntalé contra la pared del pasillo y me dispuse a apartar la resbaladiza barrera a empujones.
Acuclillada a mi lado, Hallia me oprimió la mano.
—Espera. Sólo un momento más. Antes de que salgamos de aquí.
Renegué para mis adentros.
—Por el aliento de Dagda, preferiría no salir de este lugar.
—Lo sé. Aquí abajo, en las profundidades, se está a salvo, en silencio y, bueno, completo. No me sentía así desde… hace mucho tiempo, cuando tú y yo nos sentamos juntos en aquella playa, en la costa de los antepasados de mi clan.
¿Te acuerdas?
Inspiré lenta y pensativamente.
—La costa donde los hilos de niebla se entretejen.
—Por obra del mayor de los espíritus —susurró—. Mi padre decía que Dagda utilizaba como aguja la estela de una estrella fugaz. Y su tejido se convertía en un tapiz viviente infinito que contenía todas las palabras que se han pronunciado, todas las historias que se han contado. Cada hilo reluciente, con una textura distinta, contiene en parte palabras y en parte algo diferente. Algo que está más allá de cualquier tejido, más allá de todo conocimiento.
Escuchando el eco de sus palabras, me pregunté por mi propia historia, mi papel en el tapiz. ¿Era yo un tejedor? ¿O simplemente un hilo? ¿O tal vez un tipo de luz interior del hilo, capaz de hacerlo brillar desde dentro?
—Algún día, Hallia, volveremos a esa costa. Y a otras. —Retiré mi mano de la suya—. Pero no ahora.
Apoyé los hombros en la empapada masa de turba y empujé con fuerza. Se oyó un brusco ruido húmedo y gorgoteante. Al mismo tiempo, una riada de agua cenagosa cayó sobre nosotros, acompañada por otra oleada de efluvios más hediondos que nunca. Tosiendo y escupiendo, Hallia salió a rastras al pantano. Yo la seguí y luego solté la losa de turba levantada, que cayó con un frío chapoteo.