24 La Isla de Merlín

EL anciano —mi propio yo más viejo— se secó la frente con la manga.

—Me temo que esto requiere una explicación —confesó cansadamente—.

¿Nos sentamos?

Sin aguardar mi respuesta, retorció los dedos de una manera extraña. De improviso, el suelo entró en erupción detrás de nosotros, rociando de esquirlas de piedra todo el suelo de la cueva. Salté hacia un lado, pero el mago ni se movió.

Cuando me di la vuelta, vi que un haya adulta había brotado del suelo y sus ramas se arqueaban de pared a pared, hasta tocar los cristales por todos lados.

Estupefacto, estudié el árbol, cuyas gruesas raíces se aferraban ahora a las piedras quebradas. A diferencia de cualquier otro árbol que yo conociera, el tronco de éste sólo se elevaba una corta distancia por encima de las raíces antes de doblarse bruscamente hacia un lado. Después, tras crecer otro breve trecho en horizontal, el tronco volvía a erguirse y de él brotaban las ramas que llegaban hasta el techo. Conteniendo un suspiro, mi viejo compañero se aposentó en la sección horizontal y se arrellanó contra un par de ramas. Sus pies colgaban justo por encima del suelo.

—Ah —reflexionó—, siempre me ha encantado sentarme en los árboles.

—A mí también —repliqué—, pero normalmente no dentro de casa.

Haciendo caso omiso de mi comentario, apoyó la mano en la lisa corteza gris.

—Y las hayas, por alguna razón, siempre me hacen sentir más calmado. —Su voz disminuyó de volumen, al igual que la música de arpa que seguía desgranándose en la habitación—. Estas cosas son cada vez más útiles, últimamente.

—Cuéntame —dije, acercándome—. ¿Qué te ha pasado…, qué nos ha pasado?

—Tiempo al tiempo, muchacho; antes tienes que buscarte un asiento. —Su frente se pobló de arrugas—. En realidad, no hay sitio para dos sillas como ésta.

Una cuestión de espacio disponible, ¿sí o no? ¡Ah, ahí está la solución! —Señaló los escabeles vacíos que había junto a Arturo, el cual estaba ocupado devorando otra pata de pollo, ajeno a todo lo que no fuera la comilona que tenía delante—. Trae uno de ésos, ¿quieres?

Empecé a moverme cuando, para mi absoluta estupefacción, algo más fue a buscar el escabel. ¡La sombra del mago! La gran silueta, alta y ancha como el propio árbol, se deslizó por la pared y el suelo de la cueva de cristal hacia la mesa del banquete. Sin un ruido, levantó el escabel, lo transportó por el aire y lo depositó a mi lado, justo encima —me alegró comprobar— de mi propia inquieta sombra.

Cuando la inmensa sombra regresó a su posición, acurrucada entre las ramas al lado de su amo, el mago asintió con satisfacción.

—Gracias, vieja amiga.

Vieja amiga, pensé. ¡Esa parte de mi futuro seguro que sería distinta! Y sin embargo… Bajé la mirada hacia mi pequeña sombra, que luchaba por liberarse de la silla, y me pregunté si era posible. Aunque estaba seguro de que la respuesta era no, cogí el escabel y lo empujé hacia un lado, justo hasta donde ya no trababa la sombra. Como era de esperar, no recibí muestra alguna de agradecimiento, sólo un descarado puntapié.

Me di cuenta de que el anciano me estaba observando.

—¿Cómo consigues que tu sombra se porte tan bien? —pregunté—. Me encantaría cambiar la mía por una como la tuya.

Negó con la cabeza, con lo cual su blanco cabello suelto brilló con el reflejo de los cristales.

—Forma parte de ti, muchacho, igual que la noche forma parte del día.

—Ojalá no fuera así —rezongué, pero me senté en el escabel—. Ahora dime, por favor: ¿qué motivó tenías para mandar a Arturo a esas marismas? ¡Por su modo de describirlo, estabas prisionero, muy probablemente al borde de la muerte! Y, sin embargo, estás aquí, en tu cueva de cristal.

Me respondió con una mirada sombría.

—Todo eso es cierto, indiscutiblemente cierto.

—Pero este lugar, tan lleno de prodigios…

—Es también mi prisión —declaró. Deslizó la mano por el liso tronco e inspiró con profundidad—. Me temo que es esa hechicera, Nimue. Me engañó, me embaucó para que le revelara algunos de mis conjuros más poderosos. Después, utilizando el poder de esta misma habitación para aumentar el suyo, volvió esos conjuros contra mí y me encerró en este lugar para siempre.

Las últimas palabras cayeron sobre mí como una losa.

—Entonces, ¿estás totalmente atrapado?

Sus párpados se cerraron.

—Sí.

—¡Esa Nimue! —grité—. Qué tortura debe ser para ti.

—Tanto más a causa de la importante labor que resta por hacer más allá de estas paredes.

Durante un momento, sus palabras se cernieron ominosamente en el aire.

Luego, al abrir de nuevo los ojos, reparó en algo que había encima de su cabeza.

Con una curiosa expresión, alzó una mano hacia un objeto, delgado y marrón, que pendía de una de las ramas. ¡Un capullo! A pesar de sus problemas, el mago pareció absorto, concentrado. El capullo se estremeció ligeramente con el contacto de su mano, él asintió y la tristeza pareció aligerarse un poco de su rostro.

Bajó la mano y se volvió hacia mí.

—Pero Nimue se olvidó de algo, algo bastante importante. ¡El Espejo!

Todavía puedo utilizar sus senderos, las mismísimas Brumas del Tiempo, para traer a otros hasta mí, o mandarlos a otra parte. A pesar de que no puedo atravesarlo personalmente, me ofrece una ventana, ¿comprendes?, al mundo exterior. —La expresión sombría regresó—. Y, al menos por un momento, me ofrecía una posibilidad de escapar.

Un escalofrío recorrió todo mi cuerpo.

—La llave.

—Sí. Es, bueno, era lo único bastante fuerte para romper el hechizo de Nimue. —Sopló para apartarse de los labios unos cabellos de su barba—. Recordé que la habían escondido en la ciénaga. Por eso mandé a Arturo, para que la encontrara y me la trajese. Cuando la hechicera se enteró, comprendió que ella tendría que encontrarla antes. También ella penetró en la niebla. Sin duda, puso las marismas de patas arriba en su búsqueda. Vaya, incluso te atrajo hasta allí para que la ayudaras…, cambiando tu historia de paso.

—¿De modo que tú, a mi edad, no pasaste un tiempo en las Marismas Encantadas?

—Cielos, no, muchacho. —Sonrió forzadamente—. En realidad, Nimue lo ha embrollado todo de una manera bestial.

—¡Yo soy el único que lo ha embrollado! —Apenas podía contener mi ira—.

Ahora lo comprendo. Me engañó, igual que a ti. Sabía que la llave sólo podía utilizarse una vez. Y, aunque esperaba que yo la usaría para detener el dogal de sangre, no para liberar a los espíritus de la ciénaga, igualmente consiguió lo que más deseaba.

Mi garganta emitió un sonido que era en parte un gruñido y en parte un sollozo.

—Utilizando la llave en el pasado, decidí tu destino, mi propio destino en el futuro. Nimue me lo dijo cuando se marchó: «Te has condenado a ti mismo». ¡Eso fue lo que me dijo! Y tenía razón. Más razón de lo que jamás me habría imaginado.

—Por lo menos —dijo el anciano—, le plantaste cara.

Amargamente, hundí la cabeza entre los hombros.

—¿Y de qué me sirvió? Era lo único que ella necesitaba para salirse con la suya. —Le lancé una mirada inquisitiva—. ¿Y de qué te sirve a ti enseñarle a Arturo todos esos elevados ideales, cuando ya sabes que su reino caerá, al final?

¿Que nunca vivirá para verlos cumplidos?

El mago oprimió una rama del haya y me miró largamente. Por fin, habló con voz llena de ternura.

—¿De qué me sirve? No lo sé. Nadie lo sabe.

Me encogí de hombros.

—Me lo imaginaba. Más buenas intenciones que valen lo que un puñado de polvo al viento.

—Escúchame bien —declaró, con los ojos nuevamente llameantes—. Aún queda esto: un reino que ha sido expulsado de la tierra todavía puede encontrar un hogar en el corazón. —Enderezó la espalda y pareció aumentar de estatura ante mis ojos—. Y una vida, sea la de un mago o la de un rey, la de un poeta o la de un jardinero, la de una costurera o la de un herrero, no se mide por su duración, sino por el mérito de sus logros y el poder de sus sueños.

Con expresión ausente, contemplé las centelleantes facetas que nos rodeaban.

—Los sueños no pueden darte la libertad.

Su mano, tan profundamente surcada de arrugas, aferró mi antebrazo.

—Ah, querido muchacho, sí que pueden. —No me miraba a mí, sino a través de mí, a algo mucho más lejano—. Con toda seguridad, sí que pueden.

Estudié su rostro: los oscuros ojos, casi risueños y al mismo tiempo casi llorosos; la ancha boca, tan vieja y a la vez tan joven; la arrugada frente, marcada por ideas y experiencias que yo ni siquiera podía empezar a imaginarme, y la gran barba, enredada en algunos lugares, luminosa en todos. Sin embargo, pese a que aquel rostro me animaba a albergar esperanzas, seguía sintiéndome derrotado.

—También debes saber otra cosa, joven mago —dijo en tono amable—. Todo lo que he enseñado y enseñaré a mi discípulo Arturo se reduce a esto: encuentra tu verdadero ser, tu verdadera imagen, y entrarás en contacto con el bien mayor, el poder superior que alienta la vida de todos los seres. ¡Sin la menor duda! Y aunque no lo logres en tu tiempo y espacio, tus esfuerzos se propagarán hacia afuera como las ondas de un estanque. Impulsadas por ese bien mayor, pueden arribar a costas muy lejanas y cambiar su destino mucho después de que tú hayas desaparecido.

—Pero el destino no puede cambiarse —protesté—. Por culpa de mi precipitación, tú y, por lo tanto yo mismo, estamos atrapados en esta cueva para siempre.

El anciano meditó mis palabras unos instantes antes de responder.

—Tú tienes un destino, muchacho. Hasta ahí es verdad. Pero también tienes elecciones. Sí, y las elecciones son nada menos que el poder de la creación. A través de ellas puedes crear tu propia vida, tu propio futuro, tu propio destino.

Me limité a mirarlo con incredulidad.

Frotó pensativamente unas hojas entre su pulgar y el índice. Al mismo tiempo, las cuerdas del arpa parecieron tañer un poco más deprisa y sus notas resonaron en las paredes con una cadencia más animada.

—Mediante tus elecciones —continuó— puedes crear incluso un mundo enteramente nuevo, un mundo que cobre vida a partir de las ruinas del viejo. —

Sonrió para sí mismo de un modo misterioso, como si supiera mucho más de lo que revelaba—. Hay un poeta llamado Tennyson, de un tiempo por venir, que describe un mundo así: Avalon es su nombre. Es una tierra, afirma:

 

Donde no cae granizo, o lluvia, o nieve algunos,

ni tan sólo se oye el viento; pero allí está,

en pleno prado, feliz, colmado de huertas y sembrados

y frondosas oquedades coronadas por el mar estival.

 

Las palabras me llegaron como una cálida lluvia de verano, pero ni aun así conseguía creerlo.

—Ni siquiera puedo dominar mi escuchimizada sombra, por mucho que lo intento. ¿Cómo pueden entonces mis elecciones cambiar algo realmente en el mundo exterior?

—Bueno —dijo el mago con un suspiro, mientras inspeccionaba las ramas que lo sostenían—. En cuanto a tu sombra, puedes dejar de intentarlo y simplemente empezar a ser.

—¿Ser? ¿A ser qué?

—Y en cuanto a tus elecciones —prosiguió—, ya has influido en el mundo con ellas. De una manera indeleble, debo añadir. ¡Piensa en ello, muchacho! En tu breve estancia en Fincayra, ¿cuánto ha sido, tres años? Has despertado a los gigantes ocultos, encontrado una nueva manera de ver, demolido un castillo entero, resuelto el acertijo de un oráculo, derrotado a las malvadas criaturas que devoran la magia, llevado en tu interior el espíritu de tu hermana, curado a un dragón herido y mucho más. ¡Y eso es sólo el principio! Si no recuerdo mal, te has convertido en ciervo, en piedra, en halcón volador, en árbol, en racha de viento e incluso en pez.

Hizo una pausa para mirar de reojo a Arturo, el cual se terminaba una tarta de frutas y pasaba a la siguiente.

—Un pez —murmuró para sí mismo—. Sí, sí, eso podría ser exactamente lo que necesita en esta etapa.

Sus brillantes ojos se volvieron rápidamente hacia mí.

—Tú tienes elecciones, muchacho. Y con las elecciones, poder. Un poder inestimable.

Muy a mi pesar, sentí un débil destello de renovadas esperanzas en algún lugar de mi interior. ¿De veras había hecho yo todo eso? Aunque sabía que la traición de Nimue me había derrotado, al parecer para siempre, aún me sentía curiosamente distinto. Más fuerte, de algún modo. Me revolví en mi asiento para sentarme más erguido.

Entonces me asaltaron oleadas de dudas.

—Puede que yo haya hecho todo eso en Fincayra, pero ¿y aquí, qué? En este lugar llamado Gramarye. Ésta es la tierra que querías salvar y ahora no puedes.

Bajo la escrutadora mirada del mago, los cristales que recubrían las paredes y el techo parecieron relucir con mayor intensidad.

—Me ocurra lo que me ocurra, o a ti, muchacho, habremos cambiado para siempre este lugar, esta isla, igual que tú has cambiado para siempre la isla que ahora es tu hogar. ¡No me cabe la menor duda! Incluso he oído decir que, para mucha gente, ya no se llama Gramarye, ni siquiera ese término moderno, Bretaña; en absoluto, prefieren llamarla la Isla de Merlín.

Sonrió casi imperceptiblemente.

—¿Dudas de lo que digo? Entonces escucha estas palabras, escritas por un poeta llamado White que no nacerá hasta dentro de más de mil años:

 

No es común tierra, extranjero,

ni agua, ni madera, ni aire,

sino la isla de Merlín, Gramarye,

donde tú y yo viajaremos.

 

Apuntó con un nudoso dedo hacia el extremo opuesto de la cueva. Desde sus profundidades, una pequeña taza de arcilla llegó flotando hasta él. Con delicadeza, la recogió en pleno aire, hurgó en su interior y extrajo una minúscula esfera. Aunque la esfera era de color marrón oscuro, relucía con un brillo espectral que parecía latir como un corazón viviente. Era, lo supe en el acto, una semilla.

—Los prodigios de esta semilla —anunció el mago— son a la vez demasiado sutiles e inmensos para nombrarlos, aunque en los años venideros lo intentará más de un bardo.

La hizo rodar lentamente entre sus dedos.

—También su historia es inmensa, de modo que sólo compartiré contigo una pequeña parte. Esta semilla fue descubierta en la antigua Logres, en el fondo de un pequeño lago de montaña, quizá por Rheged de Sagremor; transportada en secreto por un anciano druida desconocido hasta la Isla de Ineen, donde permaneció muchos años; robada por la cruel reina Unwen del reino de Powyss; perdida con

el tiempo; encontrada; vuelta a perder, y encontrada de nuevo por un joven paje después de la terrible batalla de Camlann, justo aquí, en Gramarye.

Sonrió fugazmente, pero no supe si era una sonrisa de placer o de tristeza.

—Ah, muchacho —continuó, haciendo rodar la pequeña esfera en la palma de su mano—. Podría contarte mucho más, pero nada es más importante que esto. Esta semilla tiene el poder de crecer hasta convertirse en algo magnífico.

Verdaderamente magnífico.

Me incliné en mi escabel.

—¿No puedes decirme en qué se convertirá?

—No, no puedo.

Lo miré ceñudamente.

—¿Ni tampoco me contarás nada sobre las alas perdidas?

Negó con su blanca cabeza.

—Sin embargo, te diré algo más sobre esta semilla. Si consigues encontrar el lugar adecuado para plantarla, algún día dará el fruto más extraordinario que puedas imaginarte. Y, sin embargo, tardará muchos siglos, incluso en el más fértil de los suelos, en empezar a germinar.

Me tendió la semilla y me obligó a rodearla con los dedos.

A través de la palma de la mano noté una pizca de movimiento, una vaga pulsación contra mi piel. Con cuidado, la guardé en mi talega de cuero.

A continuación, levantando la cabeza, miré a mi yo más viejo.

—Si, como dices, tardará siglos en germinar, y mucho más en encontrar el sitio donde plantarla…

—¿Sí?

—Entonces será mejor empezar pronto, ¿no te parece?

Cuando asintió, las estrellas bordadas en su capa parecieron refulgir.

—En cuanto quieras, muchacho.

Se sacudió una hoja arrugada de la barba y la arrojó a un lado.

—Recuerda esto sobre las semillas… y también sobre los magos: pueden transformar el mundo, oh, sí, pero sólo hasta cierto punto, y por el camino, el portador de estas semillas se transforma a su vez.

Sus cejas coincidieron en el centro de su frente.

—Y hay algo más que debes saber. —Acercó su cabeza a la mía y bajó la voz hasta que no era más que un susurro—. A pesar de todas sus confabulaciones, todas sus traiciones, Nimue no contaba con este resultado: ¡nos hemos conocido, tú y yo! Y como nos hemos conocido, estamos prevenidos.

—No comprendo.

Se humedeció los labios.

—Tienes una larga vida por delante, muchacho. ¡Sin contar con los años que sumarás cuando aprendas a vivir hacia atrás! Eso te proporciona un arma que aún podría triunfar de algún modo sobre Nimue, sobre cualquier conjuro, por poderoso que sea. Es un arma que puede deshacer cualquier nudo, destruir cualquier monumento, arrasar cualquier reino… o construir uno nuevo a partir de las cenizas.

Miré furtivamente el hacha de guerra apoyada contra la pared, que centelleaba débilmente con la cambiante luz.

—¿A qué arma te refieres?

—Al tiempo. —Dio una palmadita al tronco de árbol que tenía debajo—. El tiempo te concede, nos concede, una oportunidad. Nada más y nada menos. ¡Mi destino quizá no sea el tuyo! ¿No lo comprendes? Aún tienes libertad de elección, como yo antes. Pero ahora sabes cosas que yo no sabía. Por eso tal vez, sólo tal vez, elijas más sabiamente de lo que lo hice yo… y evites las trampas de Nimue, por muy tentadoras que sean, cuando llegue el momento.

Sintiendo un aleteo de esperanza, estreché su mano tendida. Mis dedos, mucho más lisos y rotundos, rodearon los suyos. Nuestras manos tenían un tacto muy diferente y, sin embargo, muy parecido. Noté la vibrante pasión, junto con la incertidumbre, de la juventud… y la profunda sabiduría, y un escepticismo distinto, de la edad. Sentí el peso de la tragedia, y la angustia de la pérdida, que me aguardaban.

Y sentí algo más: el mínimo aliento de una posibilidad.

La presión del mago aumentó bruscamente. Sacudió la cabeza y luego la dejó inmóvil, como si escuchara una voz lejana con la esperanza de captar algunas palabras o frases. Al cabo, me soltó la mano.

—Es hora, lamento decirlo, de que te vayas.

Estudié su preocupada frente.

—¿Qué sucede?

—Hallia —murmuró—. Está en peligro. —Dio un respingo y se frotó la sien—. En grave peligro.

Me levanté de un brinco de mi escabel.

—Entonces, devuélveme allí.

—Lo intentaré —respondió, mientras saltaba a su vez de su asiento arbóreo—. Pero no es tan sencillo. Para que salga bien, necesito tu ayuda. Porque, para llegar a tiempo, debes regresar a las brumas vivientes del Espejo y afrontar lo que encuentres allí, sea lo que sea.

Mis piernas estaban tan sujetas al suelo como las raíces del haya.

—¿Las brumas? Yo… no puedo volver allí. Aquellas caras… No sabes cómo eran. —Pues claro que lo sé. —Extendió un dedo en dirección a mi cayado, que voló a mi lado. Titubeante, lo agarré por la caña y golpeé con la punta el suelo de piedra. Al mismo tiempo, mi sombra se dirigió a la sombra del cayado… y luego pareció cambiar de opinión y se apartó.

—Aquellas caras —me previno el mago— no serán menos terroríficas esta vez. Quizá lo sean más aún. Pero sólo tú puedes encontrar el camino a través de ellas. Sólo tú. —Su mirada me traspasó—. No es nada que tú, es decir, nosotros, podamos evitar, muchacho.

Tragué saliva ansiosamente.

—Me gusta más cómo suena lo de nosotros.

Su mano oprimió el retorcido mango de mi cayado.

—Y siempre será así.

Asentí enérgicamente.

—Siempre.

Retiró la mano y señaló mi talega.

—Recuerda la semilla, ¿eh?

—Lo haré.

—Y en cuanto a los rumores sobre la pérdida de las alas…

—¿Sí?

Me pareció que tenía un tic en un ojo.

—Con esos rumores tan exagerados, nunca se sabe. Hay demasiadas especulaciones, ¿sí o no?

Hice rechinar los dientes.

—¿Estás seguro de que no puedes decirme nada?

—No, muchacho. Por la misma razón que no le dijiste nada a Arturo sobre su espada. Ya lo averiguará, de la manera correcta, demasiado pronto. —Soltó un gruñido que podía haber sido una carcajada—. Como tú.

—Oh, pero no puedes…

—¿No puedo qué?

—¡Dejarme sin respuesta!

Las pobladas cejas se elevaron.

—¿Sobre qué?

Durante unos segundos lo fulminé con la mirada, mientras él me devolvía una expresión inocente. Después, con un recargado ademán, señaló la mesa del banquete. Desapareció por completo, comida incluida, con lo cual la oca cayó al suelo graznando airadamente. Arturo, por otra parte, salió mejor parado. Se limitó a morder el aire donde, el instante anterior, había una jugosa ciruela. El niño se nos acercó a paso vivo, pisando a la oca, con una sonrisa de satisfacción en el rostro. Hizo una breve pausa para admirar el haya y acariciar una de sus raíces, antes de unirse a nosotros. Al verme empuñando el cayado, se secó una mancha de ciruela de la barbilla.

—¿Ya te marchas? —preguntó.

—Sí —respondí—. Debo ir a ayudar a Hallia.

Se puso rígido.

—Entonces te acompaño —declaró resueltamente.

—No, no —repliqué, y apoyé una mano en su hombro—. Tu misión está aquí. —Lo examiné unos instantes—. Y tu misión, estoy seguro, es producir muchos momentos de grandeza.

Su mandíbula se tensó.

—¿Volveré a verte alguna vez, joven halcón?

Negué con la cabeza.

—No hasta dentro de muchísimo tiempo. —Después, inclinando la cabeza hacia su maestro, añadí—: Es decir, desde mi punto de vista. Desde el tuyo, bueno…, ya me has vuelto a ver.

Sonrió una vez más y la luz jugueteó en sus dorados rizos.

—Supongo que es verdad. —Me tendió una mano—. Aunque no hemos estado mucho tiempo juntos, me alegro mucho de haberte conocido.

Mi mano estrechó la suya.

—Sí, amigo mío. Me alegro de conocerte. —Ladeé la cabeza, indicando al viejo mago que nos observaba con atención—. Cuida de él, a partir de ahora.

Tanto si se lo merece como si no.

Aunque pareció momentáneamente perplejo, el niño asintió con seriedad.

—Lo haré, te lo prometo.

De pronto, una densa niebla empezó a arremolinarse a mi alrededor.

Rápidamente, empañó las paredes y el techo cristalinos de la cueva. Distinguí las últimas facetas destellantes mientras sabía que no volvería a verlas hasta dentro del tiempo equivalente a varias vidas. Un instante después, el haya se desvaneció, seguida por Arturo. Pronto sólo quedaba la oscura y borrosa silueta del viejo mago. Alzó la mano, saludándome a través de demasiada niebla, demasiado tiempo. Luego, abruptamente, desapareció.