10. La palabra
BARRO, a mi alrededor, por todas partes. Cuanto más luchaba, mayor era la presión con la que me oprimía, ávido por engullirme entero. Al poco rato, era lo único que notaba, deslizándose sobre mi piel, atascando mis oídos, penetrando en mis fosas nasales. El barro, más denso que cualquier manta, me asfixiaba.
En las tinieblas cada vez más profundas de mi mente, grité el nombre de Hallia, sabiendo que ella no podía oírme: ¡Ojalá no hubieras venido! Lo siento, lo siento mucho. Y a los poderes del universo, al propio Dagda: Por favor, olvidadme si queréis. Pero salvadla a ella. Salvadla a ella.
Una sacudida, un ruido de succión… y luego silencio. Me hundí a mayor profundidad, hasta que choqué con algo. Me seguía dando vueltas la cabeza, pero, al parecer, había aterrizado sobre algo duro. El fondo de un pozo negro, sin duda.
Demasiado peso encima de mí como para moverme. Tenía un brazo doblado debajo del cuerpo, que aplastaba mi mano, pero me faltaban las fuerzas para extenderlo. Permanecí inmóvil, inmóvil como alguien muerto y enterrado.
Enterrado en el barro.
Respirar. Necesitaba respirar. Abrí la boca, más por costumbre que con alguna esperanza. Sabía que sólo volvería a saborear el barro, por última vez. Y eso hice, me dejé llenar de… ¡Aire! Escupí un poco de lodo, me obligué a inspirar de nuevo, tosí y volví a respirar. Despacio, muy despacio, empecé a recobrar las fuerzas.
En la oscuridad, rodé sobre mí mismo para dejar libre la mano atrapada. Con cuidado, exploré a tientas mi entorno inmediato, hasta tropezar con algo blando y elástico, que cedía a la presión, pero recuperaba su tersura cuando la aflojaba y cuando acerqué la nariz a su contorno para inhalar sus variados aromas, olí a húmedo, a exuberancia, a vida.
Inspeccioné con mi segunda visión el perfil de las sinuosas curvas que me rodeaban. Podía estar en una caverna, una cueva de cristales de algún tipo. Pero las paredes de esta caverna estaban tan húmedas, eran tan flexibles que sus cristales, intuí, serían distintos de cualquier otro que yo conociera. Al acercarme, reparé en los finos y delicados pelos —cada uno con un fruto en forma de ciruela en la punta— que cubrían todas las superficies. Miles y miles de ellos recubrían las paredes, a mi alrededor, encima y debajo de mí.
Observé con un sobresalto que los pelos se movían. Se doblaban y mecían formando incontables pasillos, danzando lentamente al ritmo de su propia música secreta. Me sentí como si estuviera en el fondo de un río por cuya superficie fluyeran muchos ríos menores, todos en movimiento, todos preciosos y con su movimiento, sentí una calidez, una profunda y consoladora calidez que brillaba sin luz, al tiempo que daba la bienvenida a la oscuridad.
Me volvía a sentir completo y me incorporé apoyándome sobre los codos. De pronto, un poderoso espasmo sacudió la caverna. El suelo que me sostenía se arqueó, se inclinó y empecé a resbalar hacia abajo.
Caí dando tumbos por un laberinto de pasadizos, deslizándome por innumerables curvas, rodando por lisas y resbaladizas rampas y volando por sinuosos canales. Los pelos engrasados que recubrían todas las superficies hacían imposible detenerse y, a medida que aumentaba mi velocidad, lo mismo le ocurría a mi pánico. Fui dando tumbos blandamente contra esas paredes, con la delicadeza de un guijarro rodando por una colina de musgo, pero ¿qué habría al final? Extendí los brazos y las piernas, tratando de frenar mi caída, aunque mi velocidad no hizo más que aumentar.
Antes de darme cuenta, había salido bruscamente por una abertura. Aterricé sobre un cojín mullido y resistente, cubierto por pelos y con un fruto en la punta, y salí despedido casi hasta el techo de una alta cámara. Cuando caí, volví a rebotar y sólo progresivamente acabé deteniéndome.
Por fin, conseguí quedarme sentado.
A una distancia similar a la longitud de un brazo humano, una cara redonda me examinaba. La mitad estaba sumida en sombras y la otra en la temblorosa luz verde que fluctuaba por la caverna. Pero sus bigotes eran inconfundibles. ¡El bolarva! Y detrás de él, vi otro rostro, uno que no esperaba volver a ver.
—¡Hallia! ¡Estás a salvo!
—Sí—dijo con alivio—. Igual que tú.
El bolarva lanzó un bufido.
—Tipicoso de monstrumanos. Ni soluna frasepalabra agradeciamable.
Aparté la mirada de Hallia con un esfuerzo.
—Esto…, gracias, por supuesto. Si no conocieras este lugar… —Acaricié la alfombra húmeda que se extendía bajo nuestros pies—. Por cierto, ¿dónde estamos?
—Dudapreguntas, dudapreguntas —rezongó el bolarva, mientras golpeaba el acolchado suelo con dos de sus colas desplegadas—. Prontenseguida digocontesto, o quizaverás. Pero mismahora es momentocasión para barrofregar.
Fruncí el ceño.
—¿«Barrofregar»?
La espontánea risa de Hallia arrancó ecos de las relucientes paredes verdes.
—Creo que sé a qué se refiere. Y me encantaría.
Le dirigí una mirada de desconcierto, pero ella se limitó a devolverme una sonrisa.
Rodeándose con sus seis brazos, el bolarva cerró los ojos para concentrarse.
Inspiró profundamente y empezó a tararear una melodía en tonos agudos y animados. Una melodía cuyas notas ascendían, fluctuaban y se entrelazaban, exactamente lo que iban haciendo las múltiples colas de la criatura. A medida que la canción se ampliaba, también lo hacía la luz de la cámara. Se fue haciendo progresivamente más brillante e intensa, pero su fuente seguía siendo invisible.
¿Qué podía emitir una luz tan extraña? ¿El aire? ¿La canción? Caí en la cuenta de golpe. ¡Los diminutos pelos! Todos eran visiblemente más luminosos a cada segundo que transcurría, ya que los frutos de sus puntas brillaban cada vez más. Mientras tanto, los incontables pelos no habían dejado de moverse armónicamente, de modo que, a medida que las paredes se iluminaban, también adquirían un mayor relieve. Ahora centelleaban y se mecían, latían y bailaban.
Nos hallábamos, en efecto, en una caverna de cristal. Aunque difería mucho de la que a veces había soñado con encontrar —sí, incluso con habitar— algún día, poseía una magia propia maravillosa. Y estaba totalmente escondida, era un sorprendente secreto de las marismas. Me pregunté si habría otras similares.
El bolarva abrió los ojos. Su canción se fue acabando lentamente, aunque sus ecos nos rodearon durante un rato. Mientras observaba la luz que danzaba sobre
nuestras caras manchadas de barro, dejó escapar un gruñido que no reflejaba ni un ápice de satisfacción. Aun así, aunque podía haber sido sólo un efecto óptico debido a la luz, me pareció que sus bigotes se curvaban ligeramente hacia arriba, quizás en un amago de sonrisa.
Después, empezó a trabajar. Se deslizó hasta una de las paredes, desenrolló todas sus colas y las extendió como dedos largos y delgados. Manteniéndolas muy tiesas, las arrimó a la pared, pero sin llegar a tocarla. Se mantuvo allí, inmóvil, durante un rato largo. Parecía estar esperando algo, como un halcón con las alas desplegadas para detectar cualquier racha de viento en sus plumas.
De improviso, la punta de una de sus colas se estremeció. Lenta, muy lentamente, el movimiento se propagó por toda la longitud del apéndice. Otra cola se dobló bruscamente y su parte central se puso a temblar. Las demás colas pronto cobraron vida también. En pocos segundos, todas vibraban, refulgentes bajo la danzarina luz de la cámara.
Con un movimiento seco, el bolarva irguió todas sus colas en el aire. Empezó a hacerlas girar como hélices, cada vez más deprisa, hasta que sólo eran un borrón en movimiento. En el centro empezó a formarse un reluciente cuenco verde, mayor que el propio bolarva. Cuanto más aprisa giraban las colas, más sólido parecía el cuenco.
Momentos más tarde, la criatura recogió sus colas. Rodó hábilmente de costado, mientras el resplandeciente cuenco caía sobre el blando suelo. Hallia y yo nos acercamos a su borde y dejamos escapar todo el aliento al unísono. Pues el hondo cuenco contenía un fluido verde, tan luminoso y radiante como las paredes de la cámara.
—Luz líquida —susurré, atónito—. Un cuenco de luz líquida.
El bolarva me miró con expresión burlona.
—¿Sinoqué mejoroso para barrofregarnos? —Lanzó un suspiro—. ¡Oh, qué fastipesadez…! Es mi maldicastigo que siemprejamás entravengan intrusinvitados tanmuy tontolentos.
Dicho lo cual, flexionó la espalda y saltó por los aires. Aterrizó con un chapoteo en el cuenco. Olvidándose por completo de nosotros, empezó a restregarse y a remojarse en luz, sin dejar de canturrear en todo momento. Por fin, levantó la cabeza, gruñó y saltó al suelo por encima del canto. Allí se quedó tumbado cómodamente, limpio como una patena.
La siguiente fue Hallia. Me volví de espaldas para que pudiera desvestirse y bañarse en la intimidad. Y obligué al bolarva a girar la cabeza para que él también se lo permitiera. Durante varios deliciosos minutos, Hallia retozó en el cuenco, salpicándolo todo. Cuando finalmente salió, dedicó unos minutos a lavar su túnica morada y la cinta de cuero que llevaba alrededor de la muñeca. Y cuando se plantó ante nosotros, estaba radiante.
Con todo, yo tenía mis dudas cuando me llegó el turno. Sin saber qué esperar, me quité una bota y sumergí cautelosamente los dedos del pie en el líquido verde. Mi sombra, más timorata que yo, se entretuvo al borde del cuenco.
De pronto, noté un delicado hormigueo, como una cálida lluvia que cayera en el interior de mi pie. Cuando al fin me despojé de la túnica y los calzones y me sumergí de cuerpo entero, no pude contener un suspiro de placer. Sólo entonces me siguió mi sombra, deslizándose hasta el cuenco. A estas alturas, el hormigueo se había extendido a todo mi cuerpo. No sólo a mi piel, sino a cada partícula que hubiera debajo. Notaba los huesos más macizos, los músculos más entonados, las venas más puras. Y cuanto más tiempo permanecía allí, más profunda era la limpieza. Al poco rato, cada fibra de mi ser se sentía renovada. Limpia como nunca.
Mucho después, salí del líquido verde y lavé rápidamente mis ropas. Y también mi cayado, mi talega de cuero y —aunque sentí una punzada al verla vacía— la funda de mi espada, tachonada de gemas moradas. Me maravilló el hecho de que, a pesar de todo el cieno pútrido que habíamos dejado en el líquido verde, éste seguía tan transparente como al principio.
Me vestí y dediqué una breve reverencia al bolarva.
—Sea cual fuere la magia que has utilizado para llenar ese cuenco, y a nosotros, de luz líquida, era realmente prodigiosa. Si antes no te había dado las gracias como es debido, lo hago ahora.
Sus colas se enrollaron y desenrollaron al unísono.
—No me halagocameles, monstrumano.
—Es verdad —añadió Hallia, que se había reclinado en la blanda y refulgente pared—. Posees una gran magia, lo mismo que este lugar. Nunca había visto u oído hablar de un sitio como éste. ¡Y pensar que está justo debajo de esa ciénaga!
Es realmente lo contrario de todo el horror de ahí arriba; y, sin embargo, en cierto modo, también está relacionado con él.
Pasé la mano extendida por el ondulante relieve del suelo.
—Esto es tan exuberante, tan frondoso, tan variado… Es como un jardín. No, no es eso. Es más como… un seno materno.
La luz bailaba en los ojos de Hallia.
—Sí. Como estar en el seno materno.
Me coloqué a su lado.
—Aunque eso tampoco lo describe bien. Puede que sea una de esas cosas que simplemente no pueden explicarse con palabras.
—Qué errorestupidez —resopló el bolarva—. Hay una descripalabra perfectuosa.
Molesto, lo fulminé con la mirada.
—Muy bien, adelante. Si existe una palabra, ¿cuál es?
Los bigotes del bolarva se curvaron hacia arriba ligeramente.
—Adorabloso.