16 Los queljies

APOYÉ la cabeza en el tronco del árbol mientras oía todavía el rítmico batir de las olas en una costa muy lejana. Al rato, me volví hacia Hallia.

—Es precioso.

—Me alegro de que te haya gustado. —Se deslizó hasta el fondo de su oquedad entre las raíces—. Era una de las preferidas de mi padre. Sentía una especial intimidad con la niebla, tan difícil de controlar o contener.

—O incluso de definir —añadí—. Mi madre decía que la niebla no es del todo agua ni del todo aire, sino algo entremedias.

Mientras Hallia asentía, la frase despertó ecos en mi mente. Algo entremedias.

Mi madre utilizó las mismas palabras para definir también a Fincayra, aquel lejano día en nuestra mísera cabaña con el techo de paja. ¿Qué más la había llamado? Un lugar de grandes prodigios, que no es del todo Tierra, ni del todo Cielo, sino un puente que conecta ambos.

Bajé la vista hacia la vacía funda de mi espada y el punto donde el dogal de sangre se había enterrado en mi pecho, y suspiré. Mi madre también podía haber descrito la isla como un lugar de grandes peligros. Y de grandes decisiones, muchas de ellas claras en un momento e invisibles en el siguiente, como un reflejo en un estanque súbitamente removido.

Me dirigí a Ector en la oscuridad.

—¿Has disfrutado con el relato, joven amigo?

Su única respuesta fue una serie de ronquidos lentos y rítmicos.

—No cabe duda de que sí —comentó secamente Hallia— mientras estaba despierto. —Bostezó—. De hecho, dormir un poco no es mala idea. Quizá tú y yo deberíamos hacer lo mismo.

—Sí —coincidí. Escuché un momento los distantes chirridos de la ciénaga, al otro lado de los árboles que nos cobijaban—. Pero uno de los dos debería permanecer despierto. Yo haré la primera guardia.

—¿Estás seguro? —Hallia volvió a bostezar—. Puedo ocuparme yo, si prefieres descansar.

—No, duerme tú primero. —Flexioné las rodillas hasta apoyarlas contra mi pecho—. Te despertaré cuando sea tu turno.

Se revolvió para acomodarse mejor y apoyó la cabeza en una prominente raíz. A los pocos minutos, su respiración eran tan lenta y regular como los ronquidos de Ector. Enderecé la espalda apoyada contra el tronco. Para mantenerme despierto, enfoqué mi segunda visión en una serie de objetos: una espina mellada aquí, un grupo de hojas allá. Cuando mi atención se centró en uno de los pequeños nudos que recubrían las ramas más gruesas, me sobresalté.

Porque estaba seguro de que el nudo había parpadeado.

Me puse rígido, sin dejar de mirar fijamente el lugar. El nudo volvió a parpadear… Pero no, en realidad no. Era más parecido a un movimiento en el interior del oscuro punto, una sombra dentro de una sombra. Ante mis ojos, que apenas osaban moverse, una luz vaga y fluctuante alumbró el interior del hueco.

Resplandecía tenuemente, con el mismo tono naranja pálido del carbón de leña a punto de apagarse. La luz pulsaba y titilaba. Me recorrió un escalofrío, acompañado por la sensación de que aquel ojo luminoso me estaba estudiando.

—Cielossss —siseó una fina y airosa voz—. Creían que aquí esssstarían a ssssalvo.

Justo cuando empuñaba el mango de mi cayado, otra luz parpadeó en una rama diferente.

—¿A sa-sa-salvo? —preguntó—. ¿Qui-qui-quién puede estar a sa-sa-salvo en una cie-cie-ciénaga como e-e-ésta?

—Nadie, je-je, más que nosotros —cloqueó una tercera voz—. Je-je, je-je. —

Provenía de una rama situada casi directamente encima de la cabeza de Hallia.

Aunque mi amiga no se despertó, sus dedos se retorcieron nerviosamente cuando la vacilante luz la tocó.

—¿Quiénes sois? —exigí saber.

—No a-a-amigos.

—Ni enemigos. Je-je, je-je.

—Ssssólo queljiessss.

Contuve el aliento.

—¿Queljies? ¿Qué es eso?

—So-so-somos los vi-vi-vigilantes de la cie-cie-ciénaga. ¡Oh, s-s-sí! Na-na-nada nos pa-pa-pasa por a-a-alto. Lo ve-ve-vemos todo. Y via-via-viajamos de tre-tre-tres en tre-tre-tres.

—Como los problemas —canturreó uno de los otros—. Je-je, je, je-je, je-je.

Las tres criaturas parpadeantes se echaron a reír sin poder contenerse. Sus risotadas invadieron todo el dosel de ramas, ahogando los ruidos de las marismas.

Me ardían las mejillas; ahora estaba más enfadado que asustado. Alcé mi cayado y apoyé la punta en una raíz, a mi lado. El mango casi rozaba las espinas del techo.

—¿Pretendéis hacernos algún daño?

—¿Da-da-daño? —repitió uno, riendo por lo bajo—. ¿Co-co-cómo podría na-na-nadie haceros más da-da-daño?

—¿Más? —pregunté—. ¿Más que qué?

—Ya se han perdido, je-je. Y no olvidéis, je-je, su espada.

Me quedé petrificado.

—¿Qué sabéis vosotros acerca de mi espada?

—Sólo que se perdió, je-je, je-je. ¡Como tú! Je-je, je-je.

—Algo mássss sssse perderá muy pronto. Ssssí, muy pronto.

—¿Qué? —pregunté, volviéndome hacia el titilante resplandor.

—Tu vida, esssso missssmo. —La criatura prorrumpió en una áspera risa—.

¿Vessss lo que te decimossss? Lossss problemassss vienen de tressss en tressss.

Un coro de estridentes y desagradables carcajadas me envolvió, junto con las salpicaduras de luz procedente de los queljies. Al principio, mi ira volvió a encenderse. Estuve a punto de demostrarlo, pero me lo pensé mejor. Tal vez, otra táctica diera mejores resultados. Armándome de paciencia, esperé hasta que su risa terminó.

—Mis queridos queljies —empecé a decir—, está claro que tenéis muy buen humor.

—I-i-intenta ha-ha-halagarnos.

—¿Tú creessss?

—Quizá tengáis buen humor —proseguí—, pero está claro que no sabéis tanto como insinuáis. De hecho, es evidente que sois demasiado delicados para explorar las marismas. Por eso no podéis haberos enterado de nada importante.

—Esssso essss un inssssulto.

—No importa —dije en tono conciliador—. Es mejor estar a salvo que exponerse a un conocimiento peligroso.

—No ti-ti-tienes ni i-i-idea de qué sa-sa-sabemos.

Aguardé unos instantes antes de responder.

—¿De veras? Entonces, si sabéis tanto, decidme algo que yo no sepa ya.

—¿Co-co-como qué?

—Oh, no sé. —Hice una pausa y me mordí el labio pensativamente—.

Como… dónde está oculto algo.

Un nudo de árbol parpadeó.

—¡Ssssu esssspada! Ssssabemossss dónde esssstá.

Aunque empecé a sudar, respondí con un gesto despreocupado.

—Supongo que eso valdría. Pero, claro, en realidad, no lo sabéis.

—¡Ssssí lo ssssabemossss! Esssstá…

—¡Si-si-silencio! —fue la severa orden de otra rama—. ¿Ya lo has o-o-olvidado?

Las demás luces vacilaron, pero no hablaron.

—¿Lo veis? —declaré—. Ahí está la prueba. En realidad, no lo sabéis.

Más parpadeos. Más silencio.

—Ah, bueno. —Bostecé y estiré los brazos—. Supongo que todo lo que he oído contar acerca de los queljies es verdad: muchas baladronadas, pocos conocimientos.

—¡Fa-fa-falsssso, je-je! —chillaron los tres al unísono.

Con el ruido, Hallia y Ector despertaron en el acto. Al ver las luces que rielaban en las ramas, ambos jadearon por el asombro. Les indiqué por señas que guardaran silencio.

—Demostrádmelo —provoqué—. Decidme lo que sabéis.

—No sobre tu espada, je-je, je-je. Sin duda, ella nos haría daño, je-je-je, por decírtelo.

—¿Ella? —pregunté, desconcertado.

—Ella, je-je, es…

—¡Ca-ca-calla! No ha-ha-hables más de e-e-ella.

—Sí, bueno, ya lo veis —dije indolentemente, procurando por todos los medios disimular mi avidez—. Más pruebas.

Siguió un tenso momento de silencio, interrumpido sólo por los ruidos ahogados de la ciénaga. Hallia y Ector se agitaron con nerviosismo, sus rostros medio iluminados por el extraño resplandor. Preocupados y confusos, no dejaban de mirarme y sólo se volvían de vez en cuando para escrutar los resplandecientes nudos de la madera. Desde mi posición casi podía oír los latidos de su corazón, al compás del mío, bajo el techo de ramas.

Al rato, una fina voz rompió el silencio.

—No podemossss decir nada ssssobre tu esssspada. Pero conocemossss muchossss otrossss ssssecretossss. Muchossss otrossss tessssorossss.

Negué con la cabeza.

—No os creo.

—¡Ssssí! Essss verdad. —El brillo del interior del nudo se intensificó—. Vaya, inclusssso conocemossss el esssscondite ssssecreto de la sssséptima Herramienta Mágica.

Hallia se puso rígida. Buscó mi mano y la apretó con fuerza. Ector, entretanto, atisbaba entre las ramas, boquiabierto. Esforzándome al máximo por mantener la calma, me limité a encogerme de hombros.

—Es imposible. La última de las Herramientas Mágicas se perdió hace mucho tiempo.

—¿Ah, ssssí? —Ahora, la voz siseaba con inconfundible indignación—.

¿Esssso creessss?

—No me habéis demostrado nada. Nada en absoluto.

No recibí otra respuesta que destellos naranjas, más brillantes a cada segundo.

—Pobrecitos —dije, meneando la cabeza con tristeza—. Tan pequeños, tan frágiles. Supongo que, por lo menos, si nunca os aventuráis fuera de vuestros seguros niditos, nunca os metéis en líos. Es mucho mejor para vosotros, de veras, que no sepáis nada de valor.

—¡Mi-mi-mientes!

—Esssstúpido humano…

—Tú eres, je-je, quien no sabe nada.

Hablé relajadamente con Hallia y Ector.

—Volved a dormir, amigos. Estas criaturitas son unos charlatanes insensatos.

—¿Conque éssssas tenemossss? Entoncessss, ¿cómo podemossss ssssaber essssto?

Las luces llamearon al unísono mientras las voces recitaban:

—En me-me-medio del ce-ce-cenagal…

—Junto a un gran árbol, je-je, en llamas…

—Un tessssoro encontrarássss: la llave mássss apreciada.

Me recliné contra el tronco del árbol.

—Vaya, vaya, queljies, estoy realmente impresionado. Nunca imaginé que sabríais algo semejante. —Cuando sus luces se desvanecieron y nos sumieron nuevamente en tinieblas, me volví hacia Hallia. Me sentía frustrado por mi incapacidad de descubrir nada útil sobre mi espada, pero no pude evitar sonreír al pensar que, cuanto menos, les había sonsacado algo interesante.

Hallia aflojó la presión de su mano sobre mi brazo, aunque siguió mirándome fijamente, con los ojos desorbitados por el asombro. Y por algo más, algo apremiante.

—Joven halcón —susurró con ansiedad—, ahora me acuerdo.

—¿De qué?

—De lo que me contó mi padre, en cualquier caso de una parte, sobre los poderes de la llave, la séptima Herramienta Mágica. Puede… —De pronto se contuvo y miró de reojo a Ector.

—No pasa nada —dije, haciendo una seña en dirección al niño—. Puedes confiar en él.

—¿Y qué me dices de esas… criaturas?

Meneé la cabeza.

—De ellos, no tengo ni idea. Quizá ya saben lo que ibas a decir, o quizá no. Si te preocupan, puedes esperar hasta mañana para contármelo.

Hallia rezongó.

—Mañana alguien más, mucho menos amistoso, podría estar escuchando. Y además, quiero contártelo ahora. Es demasiado importante.

Al borde de mi segunda visión, me pareció que Ector estiraba el cuello en nuestra dirección. Sin duda, se alegraba de que, por fin, confiaran en él. Pero creí ver que fruncía el ceño, preocupado por algo, aunque bien podía tratarse de una distorsión óptica de mi segunda visión.

—Mi padre me dijo algo —siguió diciendo Hallia en voz baja— sobre la llave mágica que estuvo tanto tiempo bajo su custodia: puede abrir cualquier puerta, de cualquier palacio, de cualquier sala, de cualquier cofre de tesoros. O puede hacer algo más, si la utiliza alguien con una magia lo bastante profunda.

Hizo una pausa para asegurarse de que sus palabras llegaban a su destino.

—Una persona con una magia profunda podría usarla para abrir, no una puerta, sino un conjuro. Cualquier conjuro. Y para siempre, joven halcón. Ese conjuro jamás podría volver a esgrimirse.

Ahora me tocó a mí sorprenderme.

—¿Te dijo algo más?

—Sí —respondió vacilante—. Había más. Estoy segura. Una advertencia, creo, acerca de sus poderes. Pero… no consigo acordarme.

Ector se agitó con incomodidad para redistribuir su peso.

—Pero nada —continuó Hallia, muy excitada— es tan importante como lo que te he contado. ¿No lo comprendes? La llave, si de verdad la encontramos, te puede salvar la vida. ¡Es posible! ¡Puedes utilizarla para neutralizar el conjuro del dogal de sangre!

Me incorporé bruscamente con la mano en el corazón.

—¡Pues claro! Después, completamente curado, puedo recuperar por fin mi espada y hacer lo posible por detener el resto de esta locura. Pero antes debo encontrar la llave.

—Debemos —me corrigió mi amiga.

—¡Sí, nosotros! Y el árbol en llamas del que hablaban los queljies…

—¡Debe de ser allí donde mi padre la escondió! —Hallia se deslizó por el suelo hasta mi lado—. Por supuesto, estoy segura de que es verdad. El antiguo Árbol Ardiente, que crece en las profundidades de las marismas, era el escondrijo más seguro posible. —Frotó una raíz con la mano y añadió con expresión soñadora—: Ya veo el lugar, en la cima de un cerro sin otros árboles… ¡Ah, joven halcón! Estamos cerca, muy cerca. ¡Lo noto en los huesos! A medio día de camino, no más.

—«Un sendero grabado en el corazón.» Es lo que dijiste antes.

—¡Y es lo que es! Vamos allí enseguida, ¿te parece? —Se interrumpió para escuchar los distantes chirridos que sonaban al otro lado de la loma—. Al alba, cuando los espíritus de la ciénaga se marchen.

Acaricié suavemente su fina barbilla.

—Le estoy muy agradecido a tu padre… y todavía más a ti.

Inclinó la cabeza y la apoyó en mi mano. Al cabo de un momento, sugerí:

—Y ahora, ¿por qué no dormimos un rato? Mi guardia aún no ha terminado, así que ve a descansar. Y mañana por la mañana podrás seguir ese sendero por tierra, además de en tu corazón.