13. Ector
EL niño nos miró fijamente con expresión angustiada. Sus mejillas, aunque mugrientas de barro, seguían mostrando una tez naturalmente rubicunda. Por encima de sus ojos azules como el pedernal, pendían unos rizos amarillos, apenas visibles debido a las ramitas, helechos y grumos de lodo que recubrían su cabello.
Sus ropas, hechas trizas, colgaban de su cuerpo como pétalos marchitos, confiriéndole el aspecto de un viejo mendigo. Pero no podía tener más de doce años. Dolorido aún del golpe en el hombro, agité mi cayado, iracundo.
—Tu nombre.
—Yo… bueno… —Hizo una pausa y se relamió los labios—. Ector, señor. —Se revolvió para liberar sus piernas del peso de Hallia y añadió—: Y no quería atacaros.
Monté en cólera.
—Eso es mentira.
—Yo… Bueno, sí quería atacar, pero no a vosotros. —Se rascó la cabeza, con lo que se desprendió un manojo de ramitas, y luego me miró en actitud implorante—. No sabía si eras humano, ¿comprendes? Creí que serías un trasgo, o algo peor. —Su frente se arrugó cuando miró mi cayado y los extraños emblemas grabados en su caña—. No irás a hacerme daño con eso, ¿verdad?
Me enderecé, sin dejar de frotarme el hombro.
—No, aunque en justicia debería mostrar contigo la misma amabilidad que tú conmigo.
—Lo siento —declaró el niño—. Lo siento, de verdad. Ha sido, esto…, un poco rudo por mi parte.
Hallia apartó su pie del muslo del niño.
—Bastante.
Lo estudié pensativamente. Había algo en este niño que, a pesar del dolor de mi cuerpo, me inclinaba hacia la benevolencia. Deseaba darle una segunda oportunidad, aunque no se la mereciera. Introduje de nuevo el cayado en el cinturón de mi túnica.
—Supongo que puedo entender tu confusión, si no tu impetuosidad. Esta ciénaga es algo aterrador.
Ector bajó la vista.
—Eso sí.
Le tendí la mano y lo ayudé a levantarse.
—No le des más vueltas, jovencito. Todo el mundo merece una oportunidad de cometer un saludable error de vez en cuando. Por los huesos de un gigante, yo seguro que he cometido los míos.
Sus labios temblaban cuando sonrió débilmente.
—Hablas como… —Sus palabras eran casi inaudibles—. Como alguien que conozco.
—Bueno, espero que no lo recibas saltando sobre él desde un árbol.
La sonrisa se ensanchó.
—Sólo los martes.
—Bien. Digamos que hoy es martes y así mi cuerpo tendrá al menos una semana para reponerse.
Ector me dedicó una mirada de agradecimiento.
—De acuerdo, hoy es martes.
—Las costumbres de los humanos son realmente extrañas —comentó Hallia.
Dio un paso al frente y aplastó con sus pies descalzos los tallos de hierba de la ciénaga—. Aun así, te confiaré mi nombre, ya que tú nos has dicho el tuyo. Yo soy Eo-Lahallia, aunque mis amigos me llaman Hallia. —Inclinó la cabeza en mi dirección y añadió—: Y éste es joven halcón. —Empecé a protestar, pero ella me sonrió y continuó— También responde a otros nombres, pero creo que éste es su favorito.
—Lo es, en efecto —repliqué con suavidad.
Ector asintió.
—Me alegro de conocerte, Hallia. Y a ti, joven halcón.
Estudié el rostro del niño, esperanzado a pesar de que la noche estaba al caer.
¿Por qué sentía ese extraño e impulsivo deseo de ayudarlo, incluso de protegerlo?
Después de todo, él había intentado abatirme hacía apenas un rato. Alcé la vista hacia las ramas donde se ocultaba y me pregunté si la sensación emanaba de mi recuerdo de escapar, siendo un niño, subiéndome a un árbol. O si, de hecho, tenía otro origen, que me resultaba imposible identificar.
—¿Qué te ha traído a este lugar? —le pregunté, mirándolo de hito en hito—.
¿Te has perdido?
Se arrancó del cuello una fronda de helecho empapada de agua.
—No… y sí. He venido a buscar… —Desvió la mirada—. Algo que no puedo decir. Te lo diría si pudiera, de verdad. Pero me hizo prometerlo.
—¿Quién?
—Mi maestro.
Bajé un poco la voz.
—¿Y quién es tu maestro?
Se levantó un repentino viento que agitó sus andrajosas ropas, silbando entre las hierbas. El árbol seco, ya precariamente inclinado, emitió un único y seco crujido.
—¿Quién es tu maestro? —insistí.
—Yo…, bueno… —Ector se mordió el labio—. Eso tampoco puedo decírtelo.
Hallia ladeó la cabeza con desconfianza.
—¿No piensas decirnos nada más?
Ector se agitó nerviosamente y sus pies removieron las lóbregas aguas.
—Bueno… Puedo deciros que me he perdido.
—Qué reconfortante —comenté con sarcasmo.
—Ojalá pudiera contaros más —añadió dócilmente. Sus ojos azules empezaron a brillar—. Creedme, no quiero pasar otra noche, ni otro minuto, en esta maldita ciénaga. Pero ahora parece que fracasaré en mi misión, igual que mi maestro. Yo sólo…, Bueno, no quiero faltar también a mi palabra.
Su firme sentido del honor me pilló desprevenido y sentí una renovada simpatía por él.
—Está bien, guárdate tus secretos. Pero si no nos dices adónde vas o qué buscas, no podremos ayudarte.
El niño abrió la boca como si fuera a decir algo. Pero se reprimió y tragó saliva.
—Entonces tendré que hacerlo sin vuestra ayuda. —Intentó erguirse en toda su corta estatura—. Aunque, ¿me diríais una cosa?
—Depende.
Lanzó una furtiva mirada de preocupación a los vapores ascendentes. La niebla, cada vez más oscura, se desplazaba en remolinos, aferrándose a nuestras piernas, enredándose en nuestros brazos.
—Poco antes de que aparecierais —dijo con una voz susurrante—, la ciénaga entera se calló de repente. ¿La oyes ahora? Ni siquiera el croar de una rana, y mucho menos esos otros, esto, ruidos. Fue entonces cuando me subí al árbol. —Su juvenil ceño se arrugó—. ¿Sabéis por qué ha sido? ¿Qué significa?
—No. Pero apostaría a que nos traerá problemas.
Hallia aguzó el oído para escuchar mejor el silencio.
—A mí me da la sensación de que es un hechizo. Un encantamiento maligno.
Ector jadeó con ansiedad.
—¿Sería posible —preguntó esperanzadamente— viajar juntos un ratito?
Negué con la cabeza.
—Nuestra misión es demasiado peligrosa. Si te quedas con nosotros, podría ser tu fin.
—Y además —añadió Hallia con mordacidad—, antes tendríamos que saber más de ti. Mucho más.
Percibiendo su desconfianza, sentí una punzada en el corazón. Pero, por mucho que me sintiera próximo al niño, sabía que ella tenía razón. ¿Qué sabía yo en realidad sobre él, aparte de que se me había echado encima saltando desde una rama? Resignado, le tendí una vez más la mano.
—Buena suerte, Ector.
Asintió con displicencia. Lentamente, extendió la mano y tomó la mía. Pese a su estatura inferior, me la oprimió con fuerza, intentando que no se le notara el miedo.
—Muy bien, pues —dijo en tono decidido—. Ya he sobrevivido varios días solo en este lugar y puedo durar unos cuantos más.
Aunque intuí que se sentía menos valeroso de lo que pretendía hacernos creer, no dije nada. Dio media vuelta y se alejó a grandes zancadas, rozando con sus ropas las altas hierbas, en dirección opuesta a la loma que había despertado mi interés.
—Ten cuidado —le grité—. Pronto se hará de noche.
Se limitó a saludarnos con una mano, sin volverse.
—Es un muchacho valiente —mascullé, al verle alejarse con paso firme.
—Un muchacho engañoso, diría yo. —Los ojos de Hallia siguieron a la silueta entre las sombras hasta que desapareció en la niebla—. Creo que nos hemos librado de él.
—Reservado, sí —repliqué—, pero ¿engañoso? No estoy tan seguro. Cierto, podría no ser de fiar. O podría ser…
—¿Qué?
—Alguien que sólo ama profundamente a su maestro. Tan profundamente que haría cualquier cosa por él, incluso vagar solo por este lodazal.
—¡Bah! —Hallia arrugó la nariz—. Los ciervos que no se confían sus verdaderos motivos no corren juntos.
Para entonces no quedaba ni rastro del niño. Taladré con mi segunda visión la niebla por donde había desaparecido, pero sólo distinguí velos arremolinados.
Al rato, advertí un cambio progresivo. No en las marismas, que seguían tan inmóviles y silenciosas como antes, sino en la niebla propiamente dicha. Ante mi segunda visión, sus movimientos, hasta ahora fluidos, se volvían cada vez más bruscos. Las nubes parecieron tensarse y su inmovilidad se unió al silencio de la ciénaga.
Al instante siguiente, sonó un fuerte zumbido. Cuando el silencio se rompió, los vapores empezaron a ascender otra vez en espirales. Hallia y yo retrocedimos hacia el árbol inclinado. El ruido parecía venir de todas partes al mismo tiempo, tanto de los vapores como de la propia tierra. Lentamente, su intensidad fue en aumento, cada vez más estridente… y más fuerte. Y lo acompañaba, aunque podía tratarse de un error por mi parte, el aroma más vago de algo dulce. Dulce como los rosales en flor.
De pronto, de las oscuras nieblas surgió un enjambre de escarabajos enormes, cada uno del tamaño de mi cabeza. Sólo tuve tiempo de extraer mi cayado de un manotazo antes de que descendieran. Sus alas transparentes e irregulares hendían el aire, mientras sus afiladas mandíbulas buscaban pérfidamente la parte de nuestra piel que quedaba descubierta. Los escarabajos nos atacaron desde todos los ángulos, zumbando de una forma tan ensordecedora que sólo conseguía oír mis propios pensamientos.
De un rápido golpe con el cayado, conseguí aplastar a uno que iba a chocar contra mi rostro. Su caparazón morado, que relucía siniestramente, se rajó cuando el escarabajo se precipitó al limo. Sin embargo, apenas había vuelto a levantar el cayado, cuando otros tres se abalanzaron sobre mí para arañarme las manos y los ojos. Hallia lanzó un chillido y retrocedió hasta el árbol, haciendo molinetes con los brazos. Un par de escarabajos la rodearon, buscando un hueco en su guardia por donde alcanzar su cara. Di la espalda a mis atacantes y esgrimí el cayado. Noté un impacto y uno de los escarabajos cayó dando tumbos por el lodo. Pero no había motivos de celebración. En una fracción de segundo, el otro escarabajo daría en el blanco. ¡Y no tenía tiempo de descargar otro golpe con mi cayado!
El escarabajo se abalanzó sobre Hallia. Sus élitros la golpearon en el antebrazo y le produjeron un corte, del que empezó a manar sangre. Ella retiró el brazo bruscamente, con lo que dejó al descubierto la mitad de la cara. Virando en el acto, el escarabajo fue hacia sus ojos.
De repente, oí un agudo silbido. A continuación, con un blando estallido, el escarabajo reventó en el aire, al grosor de un cabello de distancia de la cara de Hallia. Los fragmentos morados del caparazón cayeron entre la hierba de la ciénaga. Giré sobre mis talones y me encontré ante Ector, que empuñaba una tosca honda y nos miraba con ojos centelleantes.
—¡Cuidado! —gritó.
Las afiladas mandíbulas de un escarabajo se clavaron en mi oreja. Grité y le di un manotazo. Lo alcancé y me sacudí de encima a la criatura, que cayó justo sobre mi pecho. Zumbando coléricamente, el escarabajo arqueó el dorso y dejó al descubierto un monstruoso aguijón con varias puntas del tamaño de mi puño. Lo levantó, dispuesto a picarme.
En ese momento, otros escarabajos me rodearon. Empujándome, arañándome la cara. Presa de la desesperación, apelé a la parte más profunda de mí mismo: el lugar más tranquilo, incluso en medio de un ataque semejante; el lugar más primordial, misterioso y próximo a los elementos. ¡Aire que nos rodeas!
—grité mentalmente, concentrando toda mi voluntad—. Expúlsalos. Échalos de aquí.
¡Mándalos muy lejos!
Una brusca racha de viento perturbó la atmósfera. Zumbando frenéticamente, los escarabajos lucharon por resistirse al violento aire. Sus alas rechinaban, sus mandíbulas se abrían y cerraban con sonoros chasquidos, pero todo en vano. El viento era demasiado violento y los fue arrancando de nuestros cuerpos acurrucados.
El escarabajo que tenía en el pecho, aferrado a mi túnica, aguantó una fracción de segundo más que el resto. Y en ese instante, clavó su aguijón en mis costillas. Me encogí, esperando notar cómo perforaba mi piel, pero, para mi conmoción —y alivio—, el aguijón se detuvo justo antes de llegar a mi túnica. De su punta múltiple, surgió un fino hilo de oro, delgado como la hebra de una telaraña. El hilo se alargó y relampagueó en el aire mientras se doblaba hasta formar un lazo. Acto seguido, con la misma rapidez con la que había aparecido, el lazo se fusionó con los pliegues de mi túnica. No noté nada. Todo había sido tan repentino que, en realidad, no estaba seguro de lo que había visto.
Aullando furiosamente, el viento arrancó el escarabajo de mi ondeante túnica. El animal salió volando detrás del resto del enjambre, que recorría el cielo de las marismas en una frenética masa. Boca abajo, con las alas desplegadas o amontonados unos sobre otros, los escarabajos desaparecieron entre la bruma. Su zumbido pronto dejó de oírse por completo.
Me sentí súbitamente muy débil. Las piernas se negaban a sostenerme y me dejé caer junto a un estanque poco profundo. Las hierbas de la ciénaga me pincharon la cara, pero me faltaban las fuerzas para apartarlas. Lo único que podía hacer era permanecer sentado.
Hallia se apresuró a atenderme. Apoyó una mano sobre mi frente.
—¿Estás herido?
—No… de gravedad. Yo… sólo me siento… débil.
—Debes de haber gastado todas tus fuerzas para crear ese viento. —Su voz, aunque amable, parecía también ansiosa—. Deberías descansar un poco.
—Ha sido un buen truco. —Ector se acercó con torpes pasos, apartando de su camino de un puntapié una rama medio sumergida—. No estoy seguro de que ni siquiera mi maestro, que a veces hace magia, fuera capaz de algo parecido a esto.
Hallia mantuvo la vista fija en mí, pero le habló al niño:
—Y tu honda, también eso fue un buen truco. —Se volvió hacia él el tiempo suficiente para agradecérselo con la mirada—. No tenías que haber vuelto atrás.
Tras guardar de nuevo el arma entre sus raídas prendas, Ector se encogió de hombros con modestia.
—Siempre me gusta practicar un poco con la honda.
Le sonreí débilmente. Hallia me palpó la frente.
—Estoy preocupada, joven halcón. Tu aspecto… no es bueno, no sé por qué.
—Estoy bien. Sólo agotado. —Noté un ligero pinchazo en las costillas y recordé la extraña conducta del escarabajo—. Lo peor ha sido que uno de los escarabajos…
—¿Te ha picado?
—N-no. No exactamente. —Me abrí la túnica. Allí, sobre mis costillas, yacía el lazo de hilo dorado. Completamente extendido, tenía el tamaño aproximado de mi mano. Se estremecía ligeramente sobre mi piel, como si estuviera vivo. Una cosa se me antojó muy extraña: no localizaba el agujero por donde había atravesado mi túnica.
Hallia dejó escapar todo el aire de sus pulmones. El color abandonó sus mejillas. Tensa, extendió una mano hacia el lazo. Sus largos dedos amasaban el aire mientras se acercaban. Justo cuando estaba a punto de cogerlo, el filamento dorado se movió, se retorció y se hundió en mi piel sin dejar el menor rastro.
Una descarga de dolor recorrió mi cuerpo. Grité y me cubrí la caja torácica.
Los dedos de Hallia arañaron mi piel. Demasiado tarde para eso. El lazo había desaparecido, enterrándose en mi pecho cada vez a mayor profundidad.