12. Demasiado silencio
LAS marismas estaban silenciosas, sumidas en una extraña quietud, como un corazón justo a punto de latir. Todos los gemidos y lamentos habían enmudecido, así como el ruido de fondo de trinos y chirridos que oíamos antes. Hallia y yo intercambiamos miradas de aprensión mientras nos adentrábamos en la ciénaga, chapoteando ruidosamente.
Por todas partes se elevaban vapores humeantes que se fundían en grumos de niebla que giraban interminablemente. A juzgar por la tenue luz que atravesaba las nubes, debía de ser media tarde, aunque tal vez podía ser cualquier otra hora del día. Si bien sentí una oleada de gratitud al ver que por lo menos un poco de luz de día iluminaba el pantano, manteniendo a raya a los espíritus de la ciénaga, sabía que aquello no duraría mucho. Pronto regresaría la oscuridad, más densa que el barro adherido a mis botas. Y también los espíritus.
Nos detuvimos en medio de un charco de agua estancada a escuchar el espectral silencio. Las marismas parecían vacías, un cascarón sin vida de plantas mohosas y desechos. ¡Tan diferente del deslumbrante mundo subterráneo que habíamos dejado atrás! Por un instante, recordé la sensación de hormigueo de la luz líquida sobre mi piel: los antebrazos, la región lumbar, las plantas de los pies.
Luego, el recuerdo se esfumó, para ser reemplazado por la realidad del cieno que se me metía en las botas.
Hallia dio un paso más, con lo que propagó ondas de lodo por todo el charco.
—Hay mucho silencio.
—Demasiado.
Concentrándome al máximo, forcé mi segunda visión hasta donde pude entre los sinuosos efluvios. Más allá del sucio charco rodeado de turba. Más allá de la peña manchada de musgo donde se había posado una solitaria cigüeña que ni siquiera parpadeaba, dispuesta a salir volando a la menor señal de problemas.
Más allá del retorcido árbol lejano, que se inclinaba casi hasta el punto de desequilibrarse y desplomarse sobre la hierba de las marismas. El árbol relucía como un esqueleto blanco, con sólo unos cuantos jirones de corteza sobre su tronco y una masa de hojas secas en una de sus ramas.
Durante una fracción de segundo, percibí un aroma nuevo. A diferencia del resto de olores que nos agredían, en realidad éste era agradable, casi dulce.
Aunque se esfumó antes de estar seguro de que no me lo estaba imaginando, el olor me recordó al de las rosas al abrirse. Sí, era eso. Olor a rosales en flor.
Hallia volvió a mi lado.
—¿Adónde vamos ahora?
De nuevo intenté calibrar la luz. Parecía ir disminuyendo. Sonreí irónicamente, diciéndome que, al menos de momento, no tendría más problemas con mi sombra. Pero no quería pensar en qué otros problemas deberíamos afrontar.
—Es mejor que encontremos algún sitio donde pasar la noche. —Señalé el árbol inclinado—. Por allí, detrás de aquel árbol seco, hay una especie de elevación.
—¿Lo bastante seca para que no haya serpientes?
—Creo que sí. Lo único que veo crecer allí es una especie de matorral salpicado de moras, me parece. Rojas.
Hallia siguió la dirección de mi mirada.
—Tu vista es muchísimo mejor que la mía, con esta niebla —se lamentó—. Ni siquiera veo el árbol, y mucho menos lo que hay más allá.
Suspiré y removí las lodosas aguas con una bota.
—Lo más importante que hay más allá, eso tampoco lo veo yo.
Empezamos a vadear en el cieno y nuestras pisadas resonaban en el enfangado terreno. En lugar de interrumpir el silencio, nuestro movimiento parecía realzarlo, intensificarlo. Después de cada paso, la quietud volvía a imponerse, como si sus inexorables pasos siguieran de cerca a los nuestros.
Avanzábamos cruzando charcos humeantes y procurando por todos los medios evitar las ramas podridas que flotaban en ellos. En cierto momento vi, colgada de una rama, una solitaria hoja que parecía relucir bajo la escasa luz. Me detuve para observarla; se mecía lentamente, como una bandera olvidada desde hacía mucho tiempo. Su interior carnoso se había desintegrado casi por completo, dejando sólo un delicado encaje de nervaduras. Coloqué una mano detrás y me maravillé de cuánto se podía ver por las aberturas y, sin embargo, cuánto quedaba todavía de la forma original de la hoja. ¿Cómo podía una parte tan grande ser invisible y visible al mismo tiempo?
De pronto, oí gemir a Hallia. Giré en redondo, a tiempo de verla ponerse rígida y mirar atentamente algo que había en el borde del charco. Corrí a su lado y mi atención se fijó en un cadáver descuartizado y putrefacto que yacía sobre la turba. Lo poco que quedaba de la piel brillaba en tonos cobrizos y grises. Una pata descoyuntada, despojada de toda la carne, se proyectaba hacia nosotros y mostraba una pezuña manchada de sangre.
Hallia volvió a gemir y ocultó el rostro en mi hombro.
—Un ciervo, pobrecito. ¿Cómo puede haber hecho alguien una cosa así?
Me limité a abrazarla; la imagen de la brillante hoja había sido sustituida por la macabra escena que presenciábamos. Al final, sin volver la vista atrás, reanudamos nuestro trabajoso viaje. De nuevo, no se oía nada más que el silencio, aparte de nuestros movimientos. Pero ahora parecía claramente el silencio de la muerte.
Cruzamos un montículo de turba que zangoloteaba con cada paso que dábamos y finalmente llegamos al campo de hierba de las marismas que rodeaba el árbol inclinado. Las tiesas briznas rozaban nuestros muslos cuando nos acercamos al árbol. Mientras Hallia se apoyaba en su tronco, yo me situé bajo sus retorcidas ramas, intentando encontrar un camino que nos condujera hasta la loma con cierta seguridad. Finalmente, descubrí una ruta practicable. Aparté la quebradiza hierba, que allí me llegaba al pecho, y me volví hacia Hallia.
De pronto, la cigüeña lanzó un agudo grito que resonó por las marismas. El animal despegó de la peña cercana y sus anchas alas plateadas removieron la niebla. Intrigado por saber qué la había asustado, busqué entre la hierba, pero no vi nada. Una mirada de Hallia me indicó que también ella estaba intrigada, además de asustada.
Permanecimos inmóviles, escuchando. El batir de las alas de la cigüeña se fue desvaneciendo lentamente, engullido por el silencio. Después… creí oír otra cosa.
¿Un simple eco del vuelo del ave? No, este ruido parecía más próximo. Mucho más próximo. Rítmico, como una respiración irregular y acelerada.
En ese instante, algo pesado cayó del árbol sobre mi espalda. Me derribó de bruces sobre la hierba y salió barro despedido en todas direcciones. Sin darme tiempo a recobrarme, fui agarrado por una nervuda forma envuelta en una maraña de ropas desgarradas. Rodamos por el cieno una y otra vez, ambos rivalizando por adoptar una posición dominante. Las sucesivas capas de raída tela que rodeaban a mi agresor hacían difícil verlo, y aún más difícil sujetarlo. Por fin, noté que me retorcían el brazo a la espalda. Una fuerte mano me rodeó el cuello como una tenaza.
—Ríndete —restalló una voz— si aprecias en algo la vida.
Ocupado como estaba escupiendo toda el agua de la ciénaga que había tragado, no pude contestar. El atacante me retorció el brazo con más violencia, casi hasta descoyuntarme el hombro. Finalmente, respondí con voz ronca: —Yo… ¡ah! Me rindo.
—Di a tu compañera que haga lo mismo —ordenó.
Veloz como un ciervo, Hallia saltó hacia nosotros desde el tronco del árbol.
Embistió directamente a nuestro enemigo y lo hizo recular hasta la hierba. Me puse en pie de un salto y corrí hacia él. Instintivamente, fui a empuñar mi espada, con la esperanza de oír el tañido de su hoja mágica. Al comprobar que ya no la tenía, crispado por el recuerdo, extraje mi cayado.
Mientras blandía el nudoso mango del cayado por encima de la silueta agazapada, gruñí una orden:
—Ahora —declaré— dinos tu nombre.
Hallia apoyó un pie descalzo sobre uno de los muslos del desconocido para evitar que huyera arrastrándose.
—¿Y por qué nos has atacado?
Del fardo de jirones de ropa surgió lentamente una cara. No era, como me esperaba, el rostro de un trasgo guerrero. O el de un canoso forajido, dispuesto a hacer daño. No, ese rostro era completamente distinto y del todo sorprendente.
Era el rostro de un niño.