21 Voces
NUESTROS cuerpos se fusionaron con nuestros reflejos cuando entramos en el Espejo. Algo sonó como si se hiciera añicos… y una poderosa fuerza nos arrastró hacia las tinieblas. El aire se espesó, se endureció, al tiempo que se volvía repentinamente frío, como si nos hubiera caído encima una montaña de nieve.
Noté que Ector me apretaba mucho la mano. Pero no podía volverme para mirarlo porque mi cuerpo se había puesto rígido, comprimido por la pesada oscuridad que nos tenía confinados. Luché por liberarme, por levantar los brazos…, sin el menor éxito. Respirar, incluso pensar, resultaba cada vez más difícil.
De pronto, milagrosamente, el Espejo aflojó su presa. Podía mover el hombro y la cabeza; mis pulmones volvieron a llenarse. El aire se calentó y se ablandó enseguida, hasta convertirse en una neblina, fina, pero lo bastante sólida para sostener nuestro peso. Al mismo tiempo, todo se volvió más liviano. Miré al muchacho, que me devolvió la mirada con aprensión.
Nos hallábamos en pie, sostenidos por un vaporoso terreno que se extendía ilimitadamente en todas direcciones. Unas abultadas nubes de nieblas se precipitaban hacia nosotros, pero se retiraron de repente. De las nubes brotaron columnas y espirales de niebla, con el aspecto de árboles plenamente desarrollados en un bosque, antes de desvanecerse en la nada. Unas formas —casi reconocibles pero nunca del todo— se elevaban sin cesar y se detenían un instante sobre nuestros hombros. En la niebla, se abrían huecos que se convertían en barrancos; barrancos que se transformaban en montañas, y montañas que se desvanecían en breve.
A nuestro alrededor, por todas partes, aparecían nebulosos rastros de figuras que se transformaban y desaparecían. Aunque no reconocí ninguna de las imágenes, sentí una oleada de sentimientos familiares. Varias sombras tiraban de mí, seductoras, como un sueño que deseaba recordar. Otras, más perturbadoras, me lanzaban zarpazos, como un miedo secreto que estuviera acechándome desde siempre.
Permanecimos inmóviles, pero nos internábamos cada vez más en la niebla.
Al parecer, nos desplazábamos con una especie de corriente que nos arrastraba hacia un destino misterioso. «¿Se trata de nuestro destino o el de la corriente?», pensé. Fuera cual fuese, ni aun sin sentirme tan débil, habría podido oponer resistencia a su implacable flujo.
Mientras los efluvios nos arrastraban cada vez más hacia el fondo, recordé las muchas formas en que la niebla había intervenido en mi vida. Ya de niño, en Gwynedd, saboreaba la visión de la niebla matinal desprendiéndose de la hierba de los prados, los árboles o la cima del Y Wyddfa, cubierta de nieves perennes.
¡Cómo ansiaba tocarla, abrazarla, aquel efímero río que circulaba por el aire! Sin embargo, jamás me acerqué lo suficiente. Cada vez que mis manos estaban a punto de rodearla, la niebla huía de mí.
Cuando llegué por primera vez a Fincayra, me recibió una prodigiosa muralla de niebla que me detuvo, hasta que finalmente se abrió para dejarme pasar. Y más tarde, cuando seguía el camino secreto al Otro Mundo, cargando con el cuerpo exánime de Rhia, además de su espíritu, un tipo de niebla distinta había formado remolinos a mi alrededor. Se hacía más brillante, más luminosa, a cada paso que daba, hasta que todo resplandecía en torno a mí con el brillo de las conchas pulidas. Incluso el Árbol del Alma, cuyas inmensas raíces se elevaban desde el Otro Mundo para sostener las tierras superiores, había germinado en la niebla; sus ramas de rocío formaban un todo con las nubes. Y cuando Hallia me contó por primera vez las leyendas de su pueblo, las propias historias estaban tejidas con esas mismas hebras esquivas.
Ahora, Ector y yo penetrábamos en otro mundo de niebla. De pronto, una inmensa ola de vapores avanzó hacia nosotros, acelerando a medida que se aproximaba. Una vez más, Ector me apretó la mano. Mientras yo le devolvía el apretón, la ola nos pasó por encima. Durante unos instantes, me quedé desorientado. No veía nada más que niebla a mi alrededor; no notaba más que su frío sobre mi piel. Con la misma celeridad, la ola se disolvió. Me hallaba, como antes, en pie, asiendo con una mano el cayado y con la otra…
A nadie. Ector había desaparecido. Estaba solo.
La advertencia del gato sin ojos retumbó en mi mente: «No os soltéis nunca, jamás. A menos que no os importe perderos para siempre». Necesité todas mis menguadas fuerzas para mantenerme erguido. Sentía la ola de niebla avanzando en torno a mí, arrastrándome con ella. Pero ¿hacia dónde? Mi mente se llenó de oscuros efluvios que enturbiaron mi mente, porque estaba cada vez más seguro de que este lugar sería mi tumba.
Al final, mi avance se hizo más lento. La ola pareció retirarse progresivamente, tanto de mi mente como del mundo que me rodeaba.
Tembloroso, contemplé la niebla rielar y oscurecerse ante mí, para aglutinarse en imágenes detalladas y multicolores. Había laderas rocosas y árboles retorcidos por vientos incesantes: marjoletos, fresnos y robles. Aquí, una maraña de espinosas aulagas. Y allí, un poblado de cabañas con el techo de paja en ruinas. Era un paisaje nítidamente definido. Era una paisaje que reconocí.
¡Gwynedd! El lugar que en tiempos de Ector se llamaría Gales. Pero ¿estaba contemplándolo en tiempos de Ector… o en los míos, muy anteriores?
Vi una solitaria figura que salía de entre los árboles. Era un niño que se movía torpemente, con su largo cabello negro convertido en un nido de hojas y hierbas. Se encorvó para examinar una florecita amarilla bordeada de malva y azul. La cogió con delicadeza y sopló suavemente sobre sus pétalos para hacerlos aletear. De pronto, al verlo, mis dedos se engarfiaron alrededor del cayado. Supe qué época estaba contemplando. Porque conocía a aquel niño.
Me estaba viendo a mí mismo.
Aturdido, contemplaba mi propia vida años atrás. La imagen de la niebla, aunque borrosa en los bordes, era perfectamente nítida. Tan definida como el dolor de aquellos días, el niño lanzó una insegura mirada a una cabaña en concreto, situada al final del pueblo, y supe que se preguntaba si compartir la flor que había encontrado con la mujer que vivía en la cabaña con él. La mujer que afirmaba ser su madre, aunque se negaba a contarle nada más sobre su pasado. O sobre el de ella.
De improviso, el niño se puso rígido. Muy despacio, apartó la vista de la cabaña… y miró hacia mí. Sus ojos, relucientes como lunas negras, me estudiaron, mientras mi segunda visión lo examinaba a él. Después, de súbito, mi visión se acercó mucho más. Ya no veía su entorno, ni siquiera la flor que sostenía: sólo su rostro. Observé con atención aquella cara, mucho más joven y pálida que la mía, como si me estuviera mirando en un espejo mágico.
De repente, su juvenil semblante empezó a transformarse. Los ojos dejaron de relucir; unas profundas cicatrices irregulares aparecieron en sus mejillas y en su frente, antes inmaculadas. Su nariz, entretanto, se curvó hacia abajo, mientras que su huesudo mentón se alargaba. Sin embargo, nada cambió tanto en él como su expresión: aterrorizado, se aferró las mejillas, clavándose las uñas.
—¡Atrás! —gritó, con una voz muy parecida a la mía—. Sólo eres un niño y estás herido, cegado para siempre. Si te quedas aquí, sólo encontrarás dolor.
¡Vuelve atrás, ahora que puedes!
—Pero no puedo retroceder —gemí, tambaleándome pese a apoyarme en el cayado—. Necesito ayuda y, si no la encuentro pronto, moriré.
—Aquí no —gritó—. Aquí seguro que… ¡Oh, las llamas! Ya vuelven. ¡Te abrasarán otra vez!
Instintivamente, mis manos subieron hasta mi rostro. Como el niño que tenía delante, aferré las profundas cicatrices que surcaban mi carne. Aunque me dejara crecer una barba lo bastante cerrada para cubrirlas, sabía que siempre las notaría, igual que siempre sentiría el terror de aquel día.
Justo en ese momento, oí otra voz que pronunciaba mi nombre. Intentando mantener el equilibrio, giré en redondo y me hallé ante una nueva silueta que surgía de la niebla. El vaporoso medio se hendió, dejando al descubierto otra cara.
La conocía bien: era la cara de mi madre.
—Emrys —suplicó, mientras me sondeaba con sus ojos de color azul zafiro—. ¡Haz caso de mi advertencia, hijo mío! Si te alejas demasiado de Fincayra, sólo te lastimarás, volverás a quemarte.
Débilmente, manoteé para desembarazarme del lazo de niebla que se enrollaba en mi brazo.
—Pero debo alejarme para que me curen.
—No, hijo mío. —Mi madre negó con la cabeza y su cabello dorado acarició las nubes circundantes—. Tienes el poder de curarte solo. ¿Todavía no lo sabes?
—No, madre. Esto es demasiado grave.
Sonrió amorosamente.
—Ah, pero tú eres un sanador, hijo mío. Sí, eso es lo que eres y siempre lo serás. Un sanador con un don excepcional. —A través de la niebla me indicó por señas que me acercara—. Vuelve a casa conmigo ahora. Por aquí. Yo te guiaré, como hace tanto tiempo.
Confuso, miré hacia atrás, a la aterrorizada expresión del niño.
—No la sigas —instó—. Ese camino sólo conduce al dolor, más dolor.
De repente, apareció otro rostro, esta vez en las nubes que se acumulaban por encima de mi cabeza. Percibí su oscura sombra cuando me cubrió, engullendo la sombra más pequeña que se estremecía a mis pies. Con cautela, levanté los ojos y los guiñé por el resplandor de los remolinos de niebla.
—Merlín —gruñó el rostro de un hombre, duro como si estuviera cincelado en piedra—. Soy yo, tu padre, quien te llama, quien te daría órdenes, sólo con que quisieras obedecer.
Con gran esfuerzo, me erguí un poco más apoyándome en mi cayado y levanté la cabeza orgullosamente.
—Nunca has podido darme órdenes.
—¡Para tu eterno perjuicio! —rugió el hombre, con los labios inmóviles en una permanente mueca de disgusto—. Pues has escuchado durante demasiado tiempo a personas que te dicen que tu destino es ser un mago.
—Es un sanador —espetó mi madre—. Y de los grandes.
—Mago, sanador, es lo mismo —tronó mi padre en respuesta. Inclinó la cabeza para mostrar la corona de oro que adornaba su frente—. ¡Tú no eres nada de eso! ¡Escúchame, hijo de Stangmar! Tu destino es hacer una sola cosa, la misma que hizo tu padre antes que tú.
—¿Y qué es? —pregunté, algo afectado.
—Fracasar. —Sus palabras resonaron en las nubes que me rodeaban. Su expresión seguía siendo severa, pero, por un instante, su rostro reflejó una profunda pena y un arrepentimiento aún más profundo—. Eres de mala casta, hijo mío. Nada de lo que hagas lo cambiará. Todos tus sueños, todas tus metas son tan imposibles de alcanzar como la propia niebla.
Durante un rato largo, sostuve su mirada. Sentía todo mi cuerpo mucho más pesado, tanto por mi debilidad como por el peso de sus palabras. Mis dedos resbalaron por la vara de madera que me sostenía.
—Ven por aquí —declaró—. Yo te enseñaré lo que pueda, para que al menos estés preparado. Porque, si tu destino es, en efecto, fracasar, deberías saber…
—Lo que se necesita para ser un mago —finalizó otra voz, esta vez a mi espalda. Me volví, a pesar de la niebla que rodeaba mis piernas y me oprimía con la misma firmeza que serpientes de las marismas. Me encontré frente a mi mentor, Cairpré.
«Eres un mago, hijo mío. —Los vapores se arracimaron a su alrededor, rodeando su desgreñada melena gris—. Desde aquel primer día en que entraste en mi madriguera, sí, incluso entonces percibí tu creciente poder.
—Ahora estoy débil —lo contradije, jadeando pesadamente—. Demasiado débil para sostenerme en pie, o casi.
—Entonces, ven conmigo —me aconsejó el poeta—. La luz de la verdad te guiará a la libertad. ¿Acaso no te he orientado siempre bien, hasta ahora? Y veo a un mago, un gran mago, en ti.
—¿Incluso ahora?
—Incluso ahora, hijo mío. Vaya, tus poderes tan sólo han empezado a despuntar.
—No lo hagas —suplicó la cara cubierta de cicatrices del niño—. Sólo te conducirá a más sufrimiento.
—Te puedes curar —prometió mi madre—. Vuelve a casa ahora, cúrate a ti mismo primero. Después, podrás regresar a curar a otros.
Titubeante, empecé a caminar hacia ella, aunque las volutas de niebla me hacían casi imposible levantar las piernas. Con un esfuerzo descomunal, di un paso. Si bien veía que la niebla me llegaba cada vez a mayor altura, ahora ya hasta la cintura, no me quedaban fuerzas suficientes para atravesarla. Sólo podía levantar la pierna para dar otro paso.
—Fracasarás —sentenció mi padre.
—No —lo contradijo Cairpré—. Por encima de todo, es…
—¡Joven halcón! —interrumpió una nueva voz, que me levantó el ánimo más que cualquier otra.
—Hallia —susurré, mientras me concentraba en sus cálidos ojos castaños—.
Ayúdame a saber… qué debo hacer.
—Ven conmigo, joven halcón —imploró, tendiéndome una mano—. Para mí no necesitas ser un mago, ni un sanador, ni nada. Sólo mi compañero. Ahora vuelve conmigo y todo irá bien.
—Pero… No —dije con voz ronca—. Tú misma viste… el dogal de sangre.
—Ven conmigo —me apremió—. Quédate a mi lado. Pronto estaremos galopando juntos otra vez, arrullados por el batir de nuestras pezuñas.
Me daba vueltas la cabeza; la niebla cubría una parte de mi cuerpo cada vez mayor. Como en sueños, oí otra voz que me llamaba entre la niebla cada vez más espesa. Aunque sonaba muy lejana, esta voz me resultó tan refrescante como una brisa en los bosques. La conocía bien. ¡Rhia!
—Posees una gran magia, Merlín —me previno—, pero corres el peligro de perderla. —Su mano, adornada con un brazalete de enredaderas entretejidas, me señaló enérgicamente—. Tu magia, tu poder, siempre ha brotado de los prados, los árboles y los arroyos cantarines. Regresa a la tierra, Merlín, antes de que sea demasiado tarde. Deja atrás esta niebla. ¡Aléjate conmigo, ahora!
Tenía razón, sí, lo intuía. Empecé a seguirla cuando una voz profunda me detuvo, bramando con severidad.
—No, no, un mago no huye.
Era la voz de mi abuelo, Tuatha. Aunque no me quedaban fuerzas suficientes para volverme hacia él, no necesité ver su rostro para percibir el poder de su presencia.
—Yo soy tu futuro —proclamó—. Tu destino está aquí, conmigo.
—Fracasará —gruñó mi padre—. Igual que yo.
—No —objetó Rhia—, pero su poder brota de la tierra.
—¡Ven a mí! —grito Cairpré—. Ya tienes el poder de un mago en las venas, todo el poder de Tuatha y más. Ven, hijo mío, yo te ayudaré a conocer los caminos de la hechicería.
Estaba confundido, no sabía hacia dónde volverme, a qué voz creer.
Empezaron a acumularse sombras en la niebla, cada vez más próximas, que oscurecían los rostros circundantes. Unos zarcillos rodearon mi pecho, más agobiantes a cada segundo. Mis rodillas estaban a punto de ceder; mi pecho, a punto de hundirse. No habría podido moverme ni aunque lo hubiera intentado.
Las voces siguieron llamándome, rivalizando por atraer mi atención. Sin embargo, con cada trabajosa inspiración mía, las voces se iban debilitando, al igual que la luz que antes se dispersaba entre la niebla. Ya apenas oía todas las súplicas y órdenes. Se desvanecían rápidamente, como mis fuerzas, como mi voluntad de vivir. En ese instante, otra voz, no más alta que el resto, pero sí más estridente, habló muy cerca de mí, casi en mi oído.
—Justo como había predicho, niño mago, te has condenado tú solo.
Me puse rígido, mientras la voz de Nimue cloqueaba suavemente.
—Ahora me libraré de ti y de tus intromisiones para siempre. Y como me estoy cansando de esperar, pondré fin a tu miserable vida yo misma. —De pronto, noté unos fríos dedos de niebla rodeando mi cuello—. Aquí mismo —añadió con afectación—. Ahora mismo.
Al sentir la frialdad de su tacto, las escasas fuerzas que me quedaban entraron en erupción. Me eché hacia atrás, al tiempo que aporreaba con los brazos las nubes que me rodeaban y forzaba los músculos de mis piernas para liberarlos de sus ataduras. Apenas veía nada en aquel revoltillo de nubes, pero noté que caía, que me desplomaba irremediablemente.
Durante la caída, me invadió un gran cansancio. Podía haber escapado de las garras de Nimue, pero ahora, sin duda, moriría de todos modos. Mi estrangulado corazón latió con pesar: dejaba tanto por hacer, tanto por aprender. Y tantos rostros que jamás volvería a ver.
Vagamente, reparé en que la niebla estaba cambiando. ¿Serían imaginaciones mías? No, no, era cierto. La niebla no sólo se movía, creando figuras dentro de figuras como tantas veces con anterioridad, sino que además… se disolvía. Sí, eso era. Desaparecía por todos lados.
¿Podía tratarse de la luz? Posiblemente, aunque parecía tenue y titilante, procedente de algún punto más elevado. No podía moverme, pero noté que algo duro se formaba debajo de mí, más parecido a la piedra que a la niebla. Aun así, no tenía importancia. Estuviera donde estuviese ahora, me sentía más cerca de la muerte que nunca antes. Con una sensación de impotencia, inspiré una última vez, entrecortadamente.