2. El bolarva

LOS gritos de angustia procedentes de algún punto cercano al arroyo no se interrumpieron. Aferrando mi cayado, crucé a la carrera la zona de hierba, seguido por Hallia. La cría de dragón se limitó a observarnos con ojos soñolientos, mientras se rascaba un ala con su enorme hocico. Incluso antes de llegar a la orilla, caí en la cuenta de que el gemido, tan fuerte que ahogaba el rumor del agua que chapoteaba entre las piedras, provenía de detrás de un recodo del arroyo, corriente arriba. Hallia y yo nos precipitamos hacia el lugar, para lo que tuvimos que apartar unas aulagas amarillas que crecían junto al arroyo.

Allí, luchando por salir a la lodosa orilla, estaba la criatura más estrafalaria que jamás había visto. Su cuerpo era oscuro, redondeado y esbelto, muy parecido al de las focas de la costa occidental de Fincayra, aunque de menor tamaño.

También este ser poseía los largos bigotes de una foca y los mismos ojos profundos y apesadumbrados. Pero, en lugar de aletas, esta criatura tenía brazos, tres a cada lado. Delgados y huesudos, los brazos terminaban en sendos pares de pinzas que recordaban a las de los cangrejos. De su barriga bien acolchada colgaba una red de hilos verdosos entrelazados —quizás una bolsa— mientras que de su dorso sobresalía una fila de largas y delicadas placas dorsales que se enroscaban sobre sí mismas hasta formar una apretada espiral.

Entonces reparé en el irregular corte, semioculto por una costra de barro, que recorría su flanco derecho de arriba abajo. Cuando la criatura se dejó caer blandamente en la orilla, entre lastimosos gemidos, me arrodillé a su lado.

Enseguida, intenté limpiar la herida remojándola con agua del arroyo. Al principio, la pobre bestia, extenuada por su prolongado sufrimiento, no pareció advertirlo. Al cabo de un momento, sin embargo, hizo una brusca y violenta sacudida.

—¡Oh, terribloso muertedolor! ¡Horriblosa sangrerida! —bramó—. Es mi muertefinal, prontoya, demasiadoso prontoya… Aún soy pequejoven, casi un solobebé.

—No te preocupes —respondí, tranquilizador, con la esperanza de que mi idioma le pareciera menos extraño que a mí el suyo—. Estoy seguro de que ese corte duele, pero en realidad no es muy profundo. —Introduje la mano en mi talega y saqué un puñado de hierbas medicinales—. Estas hierbas…

—¡Son para matacomer al pobremí, claro! Qué muertefinal más espanturosa, más lastimerosa. —Todo su cuerpo temblaba convulsivamente, en especial los gruesos pliegues de grasa que formaban una papada bajo su mentón—.

¡Tantuchísimo sufrehuir, para finacabar guisacomido por un crueloso monstrumano!

Negué con la cabeza.

—No lo entiendes. Intenta relajarte. —Dejé caer unas gotas de agua sobre las hierbas y las amasé hasta obtener un emplasto—. Esto te ayudará a curarte antes, así de simple.

La criatura chilló y forcejeó para zafarse de mi abrazo.

—¡Monstrumano! Vasaquieres hacerme polvomorder como un velocirrayo.

¡Oh, desdichadoso de yomí! Ya vienacerca mi finfatal, mi…

—No —declaré—. Tranquilízate, ¿quieres?

—Entonces me enjaulaprisionarás, seguroso. ¡Me publiexhibirás como un rarobicho! Y todosmás monstrumanos harán piedrapuntería contra mi jaulaprisión o me pellizcadolerán entre los hierrobarrotes. Terribloso destisino, horribloso finfa…

—¡No! —Intenté aplicar el emplasto a la herida por todos los medios, pero los constantes molinetes de los brazos de la criatura me lo impedían. En varias ocasiones, estuvo a punto de resbalarse de mi regazo y caer al agua, o a las matas de aulaga—. He venido a ayudarte, ¿no lo comprendes?

—¿Mismotú? ¿Un monstrumano? ¿Cuandojamás ha hecho un monstrumano una cosalgo por quiereayudar a un bolarva?

—¿Un bolarva? —repitió Hallia, inclinándose para examinarlo más de cerca—. Vaya, bien podría ser. —Al reparar en mi expresión de desconcierto, me explicó—: Uno de los seres más raros de esta isla. Sólo había oído contar historias… Pero sí, éste, sin duda, encaja con la descripción. Aunque no entiendo qué está haciendo aquí. Creí que sólo vivían en las marismas más remotas.

—En las Marismencantadas, seguroso —gimoteó el bolarva—. ¡Prontaclarad vuestras dudapreguntas! Antes de enjaulaprisionarme, pegapalizarme y hiervaguarme con muchosdiez podripatatas. ¡Oh, tragicoso realmundo, calamiturosa granaflicción!

Meneando la cabeza, volví a examinar el tajo.

—Eres un tipo confiado, ¿verdad?

—Sí, todomuy seguroso —vociferó la criatura, y a sus redondos ojos asomaron sendas lágrimas—. Es mi naturalser. Demasiadoso confiacrédulo, demasiadoso tontingenuo. Siempre voyaquiero ver felizfinal en todoquier situacaso, asiese soy yomí. Por asieso es mi maldestino duelemorir entre podripatatas. ¡Un feocrudo destisino!

El bolarva inspiró lenta y entrecortadamente.

—Buenova, yaempieza y chillamátame. Moricaeré honrurosamente. —

Guardó silencio durante dos segundos. Después, de improviso, bramó:

¡Menudorrible embrolío! ¡Ser guisacomido yahora! Tanmuy pequejoven, tanmuy bravofuerte. Tan…

—¡Silencio! —ordené, tras lo cual me acomodé en la orilla. Mostrando los dientes, le dirigí una mirada fulminante—. Cuanto más protestes, más terrible será tu muerte.

Hallia me miró sorprendida, pero no le hice caso.

—Sí, ya lo verás —insistí con expresión asesina, aunque tenía que hacer grandes esfuerzos por contener la risa—. Mi única duda es cómo matarte. Pero una cosa es cierta: cuanto más alborotes, más doloroso haré que sea para ti.

—¿De verdacierto? —gimoteó el bolarva.

—¡Sí! Y ahora deja de lloriquear.

—Oh, tembloso…

—¡He dicho ahora!

La bestia guardó silencio. Excepto por algún esporádico estremecimiento que sacudía su cuerpo desde el arranque de su cuello hasta su bajo vientre, permaneció inmóvil como un cadáver en mi regazo.

Coloqué las manos delicadamente sobre la herida. Empecé a concentrarme en las capas más profundas de la carne, donde el tejido estaba más desgarrado. Al mismo tiempo, inspiré a fondo. Imaginé que mis pulmones no se llenaban de aire, sino de luz, la cálida y tranquilizadora luz del sol en verano. Aquí, en el territorio amado por los hombres ciervo, donde Hallia y yo habíamos retozado tan libremente y yo tenía la certeza de que volveríamos a hacerlo. Al rato, la luz rellenó todo el resto de mi cuerpo y se desbordó por mis hombros, se derramó por mis brazos y fluyó hasta las yemas de mis dedos.

A medida que la luz curativa se vertía sobre la herida del bolarva, su cuerpo, bigotes incluidos, empezó a relajarse. De pronto volvió a gemir, pero esta vez el sonido era distinto, no tanto de dolor como de sorpresa, quizás incluso de placer.

Pero sabiendo cuánto trabajo delicado me esperaba, lo fulminé con una mirada colérica. Se calló en el acto.

Empecé a dirigir la luz hacia la carne abierta. Como un bardo tañendo un arpa rota, fui pasando de una fibra de tejido a la siguiente, uniéndolas y tensándolas con cuidado, comprobando su firmeza una por una antes de pasar a la siguiente. En cierto punto encontré una maraña de tendones seccionados, cortados casi hasta el hueso. Los bañé de luz durante un rato sólo para separarlos unos de otros. Al final, los aflojé y luego volví a conectar los tejidos con mucho cuidado, animándolos a que recuperaran su vigor, su integridad. Capa a capa, fui ascendiendo por la herida, acercándome lentamente a la superficie.

Varios minutos más tarde, aparté las manos. La negra piel del bolarva relucía, lisa e intacta. Me sentía exhausto y me recosté en la empinada orilla, apoyando la cabeza en una raíz de aulaga. El cielo azul era visible entre las flores amarillas que formaban un dosel sobre mi cabeza.

Finalmente, me incorporé y le di unas suaves palmaditas en el flanco al bolarva.

—Bueno —suspiré—, has tenido suerte. Al final he decidido no hervirte.

Los ojos de la criatura, ya abiertos de par en par, estuvieron a punto de salirse de sus órbitas. Pero no dijo nada.

—Es verdad, amiguito. No tenía intención de hacerte daño, pero era la única manera de conseguir que te estuvieras quieto.

—Te estás burlarriendo de yomí —gruñó, retorciéndose en mi regazo—. Eres crueloso y malvadoso.

Hallia me dirigió una cálida mirada.

—Ahora no te cree. Pero te creerá, con el tiempo.

—¡Mismeso ni en duermesueños! —El bolarva desenroscó bruscamente varias de sus colas, rodeó con ellas una roca que descollaba en la ribera y se zafó de mí. Aterrizó con un chapoteo en las someras aguas, a mis pies. Braceando enérgicamente con sus seis extremidades, nadó corriente abajo a una velocidad de vértigo. En un abrir y cerrar de ojos, llegó al recodo y desapareció de la vista.

Hallia se rascó su fina barbilla.

—No es ninguna tontería decir que lo has salvado, joven halcón.

Lancé una mirada de reojo a mi sombra, acuclillada a mi lado en el barro, y su postura me pareció insolente.

—Me alegro de poder hacer algo bien.

Hallia se agachó para pasar por debajo de una rama y se dejó caer a mi lado con la gracilidad de una flor al desplegar sus pétalos.

—Creo que curar es diferente de cualquier otra magia.

—¿Y eso?

Hizo rodar una ramita entre sus dedos pensativamente y luego la arrojó a la corriente.

—No lo sé con exactitud, pero la magia de curar parece surgir más del interior; del corazón, quizá, o de un punto aún más profundo.

—¿Y los otros tipos de magia?

—Bueno, tengo la impresión de que provienen del exterior de nosotros mismos. —Indicó el cielo añil con un amplio ademán—. De algún sitio de ahí fuera. Esos poderes llegan hasta nosotros y a veces circulan por nuestro interior, pero en realidad no forman parte de nosotros. Utilizarlos es más parecido a emplear una herramienta, como un martillo o una sierra.

Me arranqué del cabello un palito recubierto por una costra de lodo.

—Te entiendo, pero ¿y la magia que utilizamos para convertirnos en ciervos?

¿Esa no surge de nuestro interior?

—No, en realidad no. —Extendió una mano y luego la cerró con la forma aproximada de una pezuña de ciervo—. Al principio, cuando me propongo transformarme, siento mi magia interior, pero sólo una chispa, como una especie de invitación que me conecta con la magia más amplia que existe fuera de mí. Esa es la magia que produce el cambio en todas sus formas: la noche en día, el cervato en ciervo, la semilla en flor. La magia que promete… —Hizo una pausa para acariciar una rizada fronda de helecho que brotaba a su lado en la orilla—.

Que cada prado, enterrado bajo la nieve durante el largo invierno, cobre vida una vez más en primavera.

Asentí, arrullado por el rumor del cantarín arroyo. Una serpiente, fina y verde, asomó entre un grupo de cañas que crecía a mis pies y reptó hasta el agua.

—A veces percibo esos poderes externos, esos poderes cósmicos, con tanta intensidad que tengo la sensación de que son ellos quienes me utilizan a mí, quienes me empuñan como si yo fuese su pequeña herramienta. O que me escriben como una novela, cuyo final no puedo cambiar haga lo que haga.

Hallia se acercó más a mí, hasta que su hombro rozaba el mío.

—Es toda esta charla, ¿verdad? Oh, sí, joven halcón. Lo he oído, incluso a miembros de mi clan que deberían ser menos ingenuos. Todo eso acerca de tu futuro, de tu destino, de ser un mago.

—Y no sólo un mago cualquiera —añadí—, sino el más grande de todos los tiempos. Más incluso que mi abuelo, Tuatha, según algunos, y él fue el mago más sabio y poderoso que ha existido. Es… bueno, un peso muy grande para cargarlo constantemente. Tanto que a veces es lo único que noto. Como si mis elecciones, mis propias decisiones, no fueran mías, después de todo.

—¡Pero lo son! No puedes dudarlo. Son lo que te hace… ser como eres. Por eso quería decirte… —Su voz descendió de volumen hasta que no era más que un susurro— lo que quería decirte.

—¿Y me lo dirás ahora?

—No —declaró, resuelta a no desviarse del tema de conversación—.

Escúchame. ¿Sinceramente crees que no tienes más influencia sobre tu futuro que una bellota destinada a convertirse en roble, porque sería imposible que llegara a ser un fresno o un arce, por mucho que se esforzara?

Hurgué con el tacón de mi bota en la cenagosa orilla, desanimado.

—Eso parece.

—Pero tú tienes tu propia magia, ¿no? Lo que he dicho acerca de los poderes externos es verdad, pero si podemos utilizarlos en alguna medida es porque poseemos poderes propios, magia propia, en nuestro interior. Y tú, joven halcón, tienes una asombrosa capacidad de participar de la magia más amplia. De recibirla, concentrarla y hacer que se incline ante tu voluntad. Lo veo en ti constantemente, con la misma claridad que el reflejo de una cara en un estanque.

—Quizás ese reflejo es el tuyo, no el mío.

Hallia negó con la cabeza con tanta energía que su trenza castaño rojiza fustigó el aire y me rozó una oreja.

—Sin tu magia interior no habrías podido curar al bolarva como lo has hecho.

—Pero ¿estaba utilizando mi propia magia y tomando mis propias decisiones para curarlo? ¿O simplemente cumplía mi destino, saliendo al escenario para representar un guión escrito por otra persona hace mucho tiempo? —Tamborileé con los dedos sobre la empuñadura del arma que yacía a mi lado—. Incluso esta espada forma parte de mi destino. Eso fue lo que me dijo el gran espíritu Dagda en persona. Me ordenó custodiarla, porque algún día debo entregársela a un gran rey, si bien trágico, un rey tan poderoso que logrará arrancarla de una vaina de piedra. —Hice una pausa, intentando recordar cómo lo había descrito Dagda: «Un muchacho nacido para ser rey, cuyo reinado perdurará en los corazones mucho después de que haya desaparecido de la tierra».

Hallia enarcó una ceja con incredulidad.

—Un destino predicho no es un destino vivido.

—¿Es uno de los antiguos proverbios de tu gente?

—Mmmm, no tan antiguo. Mi padre fue el primero en decirlo. Pensaba mucho en estas cosas. —Me dio un codazo tan fuerte que mi hombro contrario chocó con una rama y desprendió varias hojas—. Como alguien que conozco.

Sonreí forzadamente y miré de reojo mi cayado, que había dejado sobre un canto rodado a la orilla del arroyo. El agua lamía su caña, mojando los siete símbolos grabados de arriba abajo y haciéndolos relucir de un modo extraño.

—Cuanto más pienso en las cosas, en el destino o en lo que sea, menos sé en realidad.

Inesperadamente, Hallia se echó a reír.

—¡Eso mismo decía mi padre! Más veces de las que podría contar.

Fue mi turno de darle un codazo.

—¿Qué más solía decir?

—¿Sobre el destino? —Meditó unos instantes—. No mucho, aunque sí algo desconcertante.

—¿Qué?

—Decía, si lo recuerdo bien, que buscar el propio destino es como mirarse en un espejo. Ves una imagen, aunque sea borrosa, con la poca o mucha luz que haya en ese momento. Pero si la luz cambia algún día, lo mismo le ocurrirá a la imagen.

Y si la luz se apaga finalmente, el espejo estará vacío. Por eso, su conclusión era que el espejo más auténtico es… ¿cómo lo decía? Ah, sí. El espejo más auténtico es el que no necesita luz.

Fruncí el ceño, perplejo.

—¿El que no necesita luz? ¿Qué quería decir con eso?

—Nadie de mi clan le ha encontrado sentido nunca, aunque muchos lo han intentado. Me contaron que algunos ancianos debaten interminablemente al respecto, sin ningún resultado. Por eso es mejor no dedicar demasiado tiempo a reflexionar. Mi padre sabía mucho, pero también disfrutaba gastando bromas a los demás.

Asentí, sin dejar de interrogarme acerca de la curiosa afirmación. Bien podía haber sido un chiste. Pero ¿y si realmente significaba algo? Era evidente que los ancianos así lo creían, o de lo contrario no habrían desperdiciado tanto tiempo intentando comprenderlo. Tal vez un día, alguien lo conseguiría. Quizás… incluso yo mismo. Por un momento, me deleité con la idea; una idea encantadora, por cierto: yo, Merlín, podía ser quien arrojara luz sobre el antiguo misterio. Y sobre otros muchos misterios más.

Me distrajo un repentino movimiento en la cenagosa orilla. ¡Mi sombra!

Aunque yo estaba sentado perfectamente inmóvil, ella parecía moverse, de hecho parecía estar temblando. ¿Podía tratarse sólo del efecto de la luz reflejada en el arroyo? Enfoqué al máximo mi segunda visión. No, no cabía la menor duda.

Mi sombra me decía que no moviendo enérgicamente la cabeza.