25 Túneles

PERMANECÍ rígido como una columna de piedra en medio de un mar embravecido, un mar de niebla. Las nubes, cada vez más oscuras, me rodeaban tan de cerca que por un momento creí que iban a asfixiarme. Pero, de algún modo, continué respirando. Y también contemplando con creciente agitación los cúmulos giratorios que me envolvían hasta el infinito.

Como antes, los sinuosos vapores formaban intrincados patrones —mundos dentro de mundos— que se extendían hasta el infinito en todas direcciones. Pero, a diferencia de antes, estos patrones eran irreconocibles: no sólo lugares o parajes que yo ya conocía, sino algo totalmente distinto a lugares. Ni valles, ni bosques, ni poblaciones emergían de los pliegues de la niebla. Ni trazas de sueños secretos, ni temores ocultos tironeaban de mi memoria. No se presentó ninguna forma o sensación que hubiera percibido antes.

Sólo niebla.

Y algo más: mi miedo, creciente como una nube de tormenta acumulándose en mi interior. Temía por Hallia, víctima de algún peligro de origen desconocido.

¿Llegaría en su ayuda a tiempo? Aunque lo lograra, ¿sería capaz de ayudarla? Y temía también por mí mismo, de un modo tan profundamente irreconocible como la propia niebla. Incluso mi sombra, que se acurrucaba a mis pies, parecía abrumada de miedo.

Con el tiempo, las nubes empezaron a moverse siguiendo esquemas distintos. Contemplé, con el pulso del terror redoblando cada vez más fuerte en mi cabeza, cómo los efluvios que tenía delante se aglutinaban y formaban un círculo: un agujero, la boca de un túnel que penetraba en las tinieblas ante mí. A continuación, a mi izquierda, se abrió otro agujero. Y luego apareció otro encima de mi cabeza; dos más a mi derecha; varios más frente a mí. Al poco rato, me hallaba rodeado por un panal de túneles que se alejaban interminablemente en todas direcciones.

De improviso, percibí un movimiento en uno de los túneles. Un reflejo de luz brilló sobre una figura que emergió de las sombras lentamente. Era, lo vi con un estremecimiento, un rostro. ¡Mi rostro! Eran mis ojos, más oscuros que los túneles; mi cabello, de lo más rebelde, y mis cicatrices, que recorrían mis mejillas y mi frente. Mi rostro, una imagen perfecta de mí mismo, me miraba intensamente.

Después, en otros túneles, empezaron a aparecer nuevos rostros. Unos tras otros, se materializaron a partir de los vapores; todos me miraban, todos esperaban, aparentemente, que ocurriera algo. Y todas las caras eran la mía. Por todos lados, encima igual que debajo de mí, veía la imagen de mí mismo.

Observándome en silencio, los rostros me desafiaban, cada uno idéntico al resto.

Ahora no sólo contemplaba un infinito mar de niebla, sino un cristal de innumerables facetas, y cada faceta era un espejo que me devolvía mi propio reflejo.

De pronto, una de las caras habló, con mi voz exacta.

—Ven, joven mago. Entra en mi túnel, pues es el único camino que conduce a tu hogar.

Antes de que pudiera responder, otra cara me llamó desde arriba.

—No eres un mago, sino un buen hijo. ¡Y éste es el sendero que buscas!

¿Acaso no eres el valiente niño que salvó la vida a su madre en una rocosa orilla, hace muchos años? Ven, sígueme…, antes de que se te acabe el tiempo.

—¡No hagas caso de lo que dice! —objetó otro rostro—. Yo sé quién eres en realidad: no un mago, ni un hijo, sino un espíritu de la naturaleza, hermano de los arroyos y del cielo, de los campos y del bosque. Ven conmigo. ¡Al hogar se va por aquí! —Di la verdad —dijo burlonamente otra cara—. Aspirabas a ser todo eso y mucho más. Pero has fracasado en todo y en tu interior sabes que siempre te ocurrirá lo mismo. Porque eres un chapucero, cuyas debilidades siempre corromperán sus mejores intenciones. Dime si no digo la verdad.

Muy a mi pesar, asentí.

—Entonces, debes seguirme a mí —ordenó el rostro—. Sólo el verdadero camino te llevará a casa. ¡Date prisa, ahora que aún tienes tiempo!

—No —lo contradijo el rostro que había hablado primero—. Eres un mago y algún día serás uno de los grandes. ¡Ahora ya lo sabes! Ven por aquí.

—En el fondo —fue la réplica—, sigues siendo un chapucero. Ven conmigo.

¡Sigue la verdad más profunda! No te dejes engañar por tu vanidad, por tus deseos.

Otras caras me gritaban, todas con mi propia voz. Una me calificaba de sanador, un reparador de tendones desgarrados y tejidos seccionados; otra me llamaba explorador, un aventurero solitario que había construido, hacía mucho tiempo, una balsa de madera y hallado la ruta jamás cartografiada hasta Fincayra; otra distinta me aclamaba como campeón, el salvador de los necesitados. El coro de voces se multiplicó, atronador en mis oídos. Para los distintos rostros, yo era un sembrador de semillas, un maestro de innumerables lenguas, un joven apasionado que ansiaba pasar incontables días con Hallia, un embaucador que gozaba con cualquier oportunidad de sorprender y muchas otras cosas más.

A medida que las voces aumentaban, lo mismo le ocurría a mi confusión… y a mi certeza de que cualquier oportunidad que tuviera de salvar a Hallia se me estaba escapando rápidamente. Si sólo uno de los túneles podía llevarme de vuelta, debía decidir de algún modo cuál tomar. Y debía decidirlo pronto.

Para mi horror, los túneles empezaron a moverse, a deslizarse a un plano superior o inferior de los vapores circundantes, a correrse hacia un lado o a danzar erráticamente. Los movimientos de las caras se aceleraron con rapidez. Al mismo tiempo, suplicaron, lisonjearon y ordenaron con mayor desesperación. Apenas podía seguir la pista de qué rostro decía qué, y mucho menos elegir el correcto.

En medio de la creciente cacofonía, oí otra voz, procedente de las profundidades de mi memoria: la voz de mi yo más viejo: «Sólo tú puedes encontrar el camino —había dicho—. Sólo tú». Pero ¿qué camino iba a encontrar?

¿Qué camino… y qué yo?

Los rostros danzaban con mayor frenesí. Ahora muchos eran un mero borrón de movimiento y sonido. «Puedes simplemente —me apremió la voz del viejo mago— empezar a ser.» Pero ¿a ser qué? Mi mente giraba a toda velocidad. ¿Qué me había dicho que esperaba enseñar, por encima de todo, al joven Arturo? «A encontrar tu verdadero ser —había dicho—. Sí, y con él, tu verdadera imagen.

Entonces entrarás en contacto con el bien mayor, el poder superior que alienta la vida de todos los seres.»

Mi verdadero ser. Mi verdadera imagen. Pero ¿cuál de las imágenes que formaban un enjambre a mi alrededor era la verdadera? Tal vez, algunas eran en parte ciertas, pero ¿cuál era la elección correcta? ¿El reflejo correcto?

Los túneles, y los rostros que contenían, empezaron a retroceder, a retirarse hacia los remolinos de niebla. Aunque los gritos se hicieron más agudos, empezaron a amortiguarse lentamente. Algunos me resultaban ya casi inaudibles; otros aún podía oírlos, pero apenas los veía debido a los envolventes efluvios. Sólo me quedaban unos cuantos segundos, como máximo, antes de que se esfumaran todos. «El reflejo correcto.» ¿Qué reflejo? Una imagen, una forma, se impuso ante mi visión. Pero ¿era yo quien me miraba, el rostro del espejo… o era algo más, algo distinto a mí? La naturaleza de los espejos, después de todo, no es mostrar la forma real. El verdadero ser. Igual que mi sombra, encogida y desobediente, no mi verdadera figura, ninguna imagen reflejada podía ser mi verdadero yo.

Y aun así… mi sombra era diferente, al menos en un sentido. Estaba, para bien o para mal, atada a mí, igual que la sombra de mi yo más viejo estaba atada a él. A diferencia de un rostro reflejado por un espejo, que desaparecería si se retiraba el espejo, mi sombra formaba parte de mi ser, era un compañero de por vida. Sin embargo, por mucho que detestaba admitirlo, mi sombra me pertenecía a mí y yo a ella.

Como en una revelación, lo comprendí de golpe. El espejo que necesitaba encontrar, el rostro que precisaba ver, no era uno de los reflejos que ahora me rodeaban. Tampoco estaba fuera de mí, en absoluto. Por el contrario, se hallaba en algún lugar de mi interior, en la ciénaga más profunda, en el rincón más oscuro de mi propio ser. En un lugar donde jamás llegaba la luz del sol, y donde el cuerpo y la sombra se fundían en una misma cosa.

Los rostros y sus voces desaparecieron repentinamente. Una ola de niebla me cubrió y me envolvió por completo. Me empujó hacia abajo sin detenerse por un nebuloso túnel que se abría a mi paso. Cuando el aire se oscureció a mi alrededor, sólo supe que ya había decidido mi elección. Y dondequiera que estuviera cayendo, mi sombra caía conmigo.