1. Sombras
TENSÉ los músculos para aplicar toda mi energía a la labor, pero mi sombra se negó a moverse.
Volví a intentarlo. De nuevo, la obstinada sombra rehusó obedecerme. Cerré los ojos —un gesto sin sentido, ya que me resultaban inútiles para ver, habiendo sido reemplazados por mi segunda visión tres años antes— y me esforcé al máximo por concentrarme. Por no percibir nada más que mi sombra. No era tarea fácil, en un radiante día de verano como éste.
Bien, adelante. Despejé mi mente de todo pensamiento, aparté el rumor de la hierba de este prado alpino y del chapoteante arroyo cercano. Ya no olía a menta, lavanda o mastuerzo, intensos olores casi hasta el punto de hacerme estornudar.
Ya no notaba la peña rugosa por los líquenes amarillos que crecían debajo de mí; ya no existían las montañas de Varigal, jaspeadas de nieve incluso en verano, elevándose ante mí. Ya me preguntaba si encontraría a mi viejo amigo, el gigante Shim, en estas colinas tan próximas a su hogar. Y, lo más difícil de todo, mis pensamientos ya no se desviaban hacia Hallia.
Sólo existía mi sombra.
Empezando por abajo, repasé su contorno sobre la hierba. Primero, las botas, con los cordones de cuero colgando, plantadas firmemente en lo alto de la peña.
Después, las piernas, las caderas y el pecho, ahora menos escuálidos que de costumbre a causa de mi túnica hinchada. De un costado me colgaba la talega de cuero y del otro, la espada. Y mi cabeza, vuelta hacia un lado justo lo suficiente para que se proyectara la punta de mi nariz, la cual, con gran consternación por mi parte, había empezado a curvarse como un gancho en los últimos meses. Ya parecía más un pico que una nariz y me recordaba a la rapaz que había inspirado mi nombre. A continuación, naturalmente, venía mi cabello: más negro incluso que mi sombra. Y, rezongué para mis adentros, igualmente díscolo.
Muévete, ordené en silencio a mi sombra, mientras mantenía inmóviles todos los músculos de mi cuerpo.
No hubo respuesta.
Levántate, insistí, concentrando mi mente en el brazo derecho de la sombra.
Todavía nada.
Lancé un gruñido. Ya había desperdiciado la mañana entera procurando incitarla a que se moviera con independencia de mí. ¿Y si disociar la propia sombra era una habilidad reservada solamente a los magos de más edad, los verdaderos magos? Nunca se me había dado muy bien eso de esperar.
Inspiré lenta y prolongadamente. Sube. Sube, te digo.
Durante un rato, exasperado, clavé la mirada en la oscura silueta. De pronto… algo empezó a cambiar. Despacio, muy despacio, el contorno de la sombra comenzó a temblar. Los bordes de los hombros se hicieron borrosos, y los brazos vibraban con tanta violencia que parecían más gruesos.
Eso está mejor. Mucho mejor. Me obligué a permanecer inmóvil, sin enjugarme siquiera las molestas gotas de sudor que resbalaban por mis sienes. Ahora el brazo derecho. Levántate.
Con una brusca sacudida, el brazo de la sombra se extendió. Y se elevó sin detenerse hasta sobrepasar la altura de la cabeza. Aunque seguí sin moverme, un escalofrío recorrió mi cuerpo, una mezcla de emoción, descubrimiento y orgullo por mis crecientes poderes. ¡Por fin, lo había conseguido! Me moría de impaciencia por enseñárselo a Hallia.
Me sentía como si pudiera pasar flotando por encima de la peña, pero no me moví. Sólo mi sonrisa cada vez más amplia delataba mis sentimientos. Volví a concentrarme en la sombra, con el brazo alzado para saborear mi triunfo. Pensar que era capaz, con apenas quince años de edad, de conseguir que mi sombra moviera sola el…
¿El brazo izquierdo? Noté una opresión en el pecho. ¡Tenía que haber movido el brazo derecho, no el izquierdo! Con un rugido, di un fuerte pisotón en el suelo y manoteé con furia. La sombra, como por despecho, manoteó a su vez.
—¡Sombra estúpida! ¡Yo te enseñaré a obedecerme!
—¿Y cuándo será eso? —preguntó una sonora voz a mis espaldas.
Giré en redondo y me encontré cara a cara con Hallia. Caminaba con la ligereza de un ciervo, más cimbreante que la hierba en verano. Pero yo sabía que, incluso bajo su forma de joven hembra humana, siempre estaba alerta ante cualquier posible peligro, siempre dispuesta a correr como la cierva en la que podía convertirse en un instante. La luz del sol se reflejaba en su gruesa trenza castaño rojiza cuando sus inmensos ojos pardos me miraron con simpatía.
—La obediencia, si no recuerdo mal, no es uno de tus puntos fuertes.
—¡No era a mí, sino a mi sombra!
Sus ojos chispearon maliciosamente.
—Donde salta el ciervo, salta su sombra.
—Pero…, pero yo… —Mis mejillas estaban encendidas mientras tartamudeaba—. ¿Por qué has tenido que llegar precisamente ahora, cuando acabo de hacer el ridículo?
Hallia se acarició su largo mentón.
—Si no supiera que es imposible, diría que pretendías impresionarme.
—En absoluto. —Crispé los puños y luego los agité amenazadoramente contra mi sombra. Al ver que ella me devolvía el gesto, mi cólera no hizo más que aumentar—. ¡Sombra estúpida! Sólo quiero que haga lo que le mando.
Hallia se agachó para observar una espiga de altramuz, de un morado tan intenso como su túnica.
—Y yo sólo quiero que seas un poco más humilde. —Olisqueó la torre de pétalos—. Eso suele ser responsabilidad de Rhia, pero como ha ido a aprender la lengua de las águilas de las cañadas…
—Llevándose mi caballo —refunfuñé, intentando desentumecer mis hombros rígidos.
—Es verdad. —Levantó la vista y sonrió, más con los ojos que con los labios—. Después de todo, ella no puede correr como un ciervo.
Curiosamente, su tono de voz, su sonrisa, sus palabras tuvieron el efecto de disipar mi furia como si fuera niebla bajo el sol de la mañana. Incluso mis hombros se relajaron. No se me ocurría cómo era posible. Pero, de pronto, recordé los secretos que me habían enseñado Hallia y su desaparecido hermano, sobre todo el de transformarme en ciervo, junto con la dicha de correr a su lado con pezuñas en lugar de pies, con cuatro patas en vez de dos piernas; con una visión aguda y un olfato aún más agudo; con la capacidad de oír no sólo mediante los oídos, sino a través de mis propios huesos.
—Es… bueno, es… ¡ah! —balbuceé—. Bonito, supongo. Estar aquí. Contigo, quiero decir. Sólo… bueno, sólo contigo.
Sus ojos de cierva, de repente tímidos, desviaron la mirada.
Envalentonado, descendí de la peña.
—Ni siquiera durante estos días, estas semanas que llevamos viajando juntos, hemos pasado demasiado tiempo solos. —Alargué el brazo, inseguro, para cogerle la mano—. Cuando no era alguien de tu pueblo, o un viejo amigo, era…
Me soltó la mano con brusquedad.
—¿No te gusta lo que te he enseñado?
—No. Quiero decir, sí. Es que… ¡Oh, no es eso lo que quiero decir! Sabes lo mucho que me ha encantado estar aquí, ver los pastos de verano de tu pueblo: esos altos prados, la cuenca de los alumbramientos, todas las sendas ocultas entre los árboles. Es sólo que, bueno, lo mejor de todo ha sido…
Me falló la voz y Hallia ladeó la cabeza.
—¿Sí?
Me volví hacia ella, y nuestras miradas se encontraron una fracción de segundo. Pero me bastó para que olvidara lo que iba a decir.
—¿Sí? —me animó—. Dímelo, joven halcón.
—Ha sido, bueno… ¡Recórcholis, no lo sé! —Fruncí el entrecejo—. A veces envidio al viejo Cairpré, que vomita poemas cuando le viene en gana.
Hallia me dedicó media sonrisa.
—Últimamente, casi todo son poemas de amor para tu madre.
—¡No me refiero a eso! —exclamé, más turbado que nunca. Luego, al ver su expresión de desconsuelo, comprendí que había metido la pata—. Quiero decir…, cuando digo eso, lo que quiero decir es… No, en fin, eso no es lo que quería decir.
Ella se limitó a menear la cabeza.
De nuevo, tendí la mano en su dirección.
—Por favor, Hallia. No me juzgues por mis palabras.
—Mmmm —gruñó—. Entonces, ¿cómo debo juzgarte?
—Por otras cosas.
—¿Como cuáles?
Me sentí poseído por una repentina inspiración. Le cogí la mano y eché a correr por la hierba, obligándola a seguirme. Nuestros pies batían el suelo al unísono. Cuando nos acercábamos a la orilla del arroyo, nuestra espalda se inclinó, nuestro cuello se estiró, nuestros brazos se alargaron hasta tocar el suelo.
Las cañas de un vivo color verde que crecían al borde del agua, centelleantes de rocío, se separaban ante nosotros. Con un solo movimiento, pues un único cuerpo parecíamos, brincamos en el aire, con la soltura y la fluidez del río que cruzábamos.
Aterrizamos en la orilla opuesta, totalmente transformados en ciervos.
Meciendo la cabeza de lado a lado, me encabrité e inspiré una profunda bocanada de aire para llenar los ollares con los variados perfumes del prado y la libertad incondicional de un ciervo. Las patas delanteras de Hallia rozaron las mías; respondí acariciándole con un asta el grácil cuello. Un segundo más tarde, estábamos brincando juntos por la hierba, correteando, escuchando las susurrantes cañas y los innumerables murmullos secretos del prado. Retozamos durante un tiempo que no se mide en minutos, sino en magia.
Cuando finalmente nos detuvimos, nuestro pelaje relucía de sudor. Trotamos hasta el arroyo, pastamos durante un rato entre los brotes que crecían en la orilla y nos refrescamos en las aguas poco profundas. Empezamos a remontar la corriente con el lomo más recto y la cabeza erguida. Enseguida dejamos de vadear sobre cascos para hacerlo con nuestros pies, los míos calzados con botas y los suyos descalzos.
En silencio, salimos a la cenagosa orilla y nos internamos entre las cañas.
Cuando llegamos a la peña, el escenario de mi infructuoso intento de disociar los movimientos de mi sombra de los míos, Hallia se encaró conmigo, y en sus ojos de cierva aún brillaba una luz.
—Tengo que decirte algo, joven halcón. Algo importante.
La observé con el corazón latiendo como si unos grandes cascos galoparan por el interior de mi pecho.
Empezó a hablar, pero se contuvo.
—Es que… ¡Oh, joven halcón!, me cuesta mucho expresarlo con palabras.
—Te comprendo, créeme. —Le pasé la mano suavemente por el brazo—. Más tarde, quizá.
Volvió a intentarlo, vacilante.
—No, ahora. Hace tiempo que quiero decírtelo. Y la sensación es más fuerte cada día que pasamos en los pastos de verano.
—¿Sí? —Hice una pausa, con un nudo en la garganta—. ¿Qué pasa?
Se arrimó unos milímetros a mí.
—Quiero que… que sepas una cosa, joven halcón.
—¿Que sepa qué?
—Que yo…, no, que tú…
De pronto, un pesado objeto me embistió y me derribó de espaldas. Rodé por la hierba y no me detuve hasta llegar justo al borde del agua. Tras desenredarme de mi túnica, que en la caída se había enrollado a mi cabeza y a mis hombros, me puse en pie de un salto, levantando una oleada de barro. Con una mueca, empuñé mi espada y me enfrenté a mi agresor.
Pero, en lugar de abalanzarme sobre él, lancé un gemido.
—Tú no. Ahora no.
Una joven hembra de dragón, de relucientes escamas moradas y escarlatas, se había posado junto a nosotros. En ese momento, plegaba sobre la espalda sus correosas alas, que aún temblaban ligeramente por la tensión del vuelo. Su inmensa y larguirucha figura ocultaba la peña, además de una buena parte del prado, razón por la cual me había empujado con violencia al aterrizar. Sólo el veloz instinto de Hallia la había salvado a ella de correr la misma suerte.
La cría de dragón inspiró honda y pesadamente. Su cabeza, casi tan grande como todo mi cuerpo, se inclinaba desolada sobre sus enormes hombros. Incluso sus alas colgaban lánguidas, al igual que una de sus orejas azules como estandartes. La otra oreja, como siempre, sobresalía lateralmente de su cabeza, menos parecida a una oreja que a un cuerno mal situado.
Al ver mi expresión enojada, Hallia se colocó en actitud protectora al lado de la hembra de dragón y apoyó una mano en el extremo de la oreja protuberante.
—Gwynnia lo siente, ¿no lo ves? No pretendía hacerte ningún daño.
La hembra de dragón arrugó el hocico y lanzó un profundo gemido gutural.
Hallia escrutó el interior de sus triangulares ojos naranjas.
—Acaba de aprender a volar. Sus aterrizajes aún son un poco torpes.
—¡Un poco torpes! —exclamé, todavía irritado—. ¡Por poco me mata!
Me dirigí a mi cayado, que también había caído sobre la hierba, y lo blandí ante el rostro de la cría de dragón.
—Eres como un gigante borracho. ¡No, peor! Por lo menos él se dormiría en algún momento. Tú sólo eres más grande y más torpe cada día.
Los ojos de Gwynnia, brillantes como la lava, se entrecerraron. De las profundidades de su pecho brotó un ruido sordo que fue aumentando de volumen. De pronto, la hembra de dragón se envaró y ladeó la cabeza, como si el sonido la desconcertara. Luego, cuando el rumor se extinguió, abrió sus descomunales fauces erizadas de dientes y bostezó prolongadamente.
—Alégrate de que aún no haya aprendido a escupir fuego —me previno Hallia. Enseguida, añadió—: Aunque estoy segura de que nunca lo utilizaría contra ti. —Se puso a rascarle el canto de la oreja rebelde—. ¿Verdad, Gwynnia?
La cría de dragón lanzó un fuerte ronquido. A continuación, en el otro extremo del prado, la punta de la cola provista de púas se elevó, se curvó y se acercó velozmente a ellos. Con la delicadeza de una mariposa, la punta se posó sobre el hombro de Hallia. Allí permaneció, escamas moradas sobre tela morada, abrazándola suavemente.
Me sacudí parte del barro de la túnica y dejé escapar un suspiro de exasperación.
—Es difícil estar enfadado mucho rato con ninguna de vosotras. —Fijé la mirada en uno de los brillantes ojos de la cría de dragón—. ¿Me perdonas? Por un momento, he olvidado que nunca te alejas mucho de Hallia.
La joven humana se volvió para mirarme.
—Por un momento —dijo en voz baja— yo también lo había olvidado.
Asentí tristemente.
—No es culpa tuya.
—Claro que sí. —Rascó las escamas doradas de la puntiaguda cola—.
Cuando empecé a cantarle por las noches todas las canciones que me cantaban a mí de pequeña, no tenía ni idea de que se encariñaría tanto conmigo.
—Ni de que crecería tanto.
Hallia sonrió a medias.
—Supongo que no debimos permitir que Cairpré le pusiera un nombre de tanto peso, sacado de las antiguas leyendas de dragones, a menos que esperásemos que algún día estuviera a la altura de él.
—Es verdad, el nombre de la primera reina de los dragones, la madre de toda su raza. —Me mordisqueé el labio, recordando la vieja leyenda—. La que arriesgó su propia vida para tragarse el fuego de una gran montaña de lava, con el fin de poder, ella y todos sus descendientes, arrojar fuego junto con el aliento.
Al oírlo, Gwynnia abrió sus fauces de par en par y bostezó de nuevo, esta vez de un modo tan ruidoso que tuvimos que taparnos las orejas. Cuando el bostezo concluyó, observé:
—Me parece que la reina necesita dormir la siesta. —Con un esperanzado susurro, añadí—: Quizás aún podamos terminar nuestra conversación.
Hallia asintió, aunque se revolvió con incomodidad. Pero antes de que pudiera abrir la boca, un nuevo sonido atravesó el aire. Era un quejido agudo y lastimero, el tipo de sonido que sólo puede emitir alguien que se halla en trance de muerte. O, para ser más precisos, alguien para quien la muerte sería un alivio.