Prólogo
MUCHOS son los espejos en los que me he mirado; y muchos son los rostros que he contemplado. Mas durante todos estos años —no, todos estos siglos— sólo ha habido un espejo, y un semblante, que no puedo olvidar. Me ha acosado desde el principio, desde el primer instante. Y no ha dejado de acosarme ni un ápice hasta el día de hoy.
Los espejos, os lo aseguro, causan más dolor que las espadas de doble filo, más terror que los espíritus de la naturaleza.
Bajo el arco de piedra, la niebla se acumulaba en un errático torbellino semejante a un ojo que todo lo ve.
No se elevaba del suelo ni de un burbujeante estanque cercano. En su lugar, esa niebla se formaba a partir del aire mismo debajo del arco, detrás de la extraña y temblorosa cortina que la retenía igual que un dique contiene la marea alta. Aun así, los vapores se desbordaban a menudo y lamían las enredaderas de hojas moradas que abrazaban las columnas. Pero, con mayor frecuencia, como ahora, se revolvían dentro del arco de piedra, creando figuras que se formaban y disolvían en un interminable proceso: siempre cambiante, siempre igual.
De pronto, sin previo aviso, la cortina de niebla se estremeció y se endureció como una lámina lisa. Su superficie captó rayos de luz que se quebraron como astillas de cristal, donde se reflejaban vagas siluetas de las marismas circundantes.
Por detrás de esos reflejos, las nubes seguían revolviéndose, salpicadas de sombras oscuras y deformadas. Y una luz misteriosa brilló en las profundidades del otro lado. Pues esta cortina era en realidad un espejo, un espejo repleto de niebla, y más que eso. Un espejo con movimiento propio, con pulso propio. Un espejo con algo que se agitaba muy por debajo de su superficie.
Súbitamente, del centro mismo se elevó una vaharada de efluvios, seguida por algo más delgado. Y sinuoso. Y vivo. Algo muy parecido a una mano.
Una mano con largas uñas, más afiladas que garras, y dedos que se proyectaban con avidez. Tres dedos, luego cuatro, luego un pulgar. La niebla de la ciénaga los envolvía con sus jirones rizados, adornándolos con delicados anillos de vaporoso encaje. Pero los dedos se libraron de ella con una sacudida, antes de cerrarse en un puño.
Durante un rato, el puño se apretó, crispado, como si comprobase su propia realidad. La piel, casi tan pálida como los vapores del entorno, palideció aún más.
Las uñas se clavaron todavía más en la carne. El puño entero temblaba por la tensión.
A un ritmo casi imperceptible, la mano empezó a relajarse. Los dedos se extendieron, se flexionaron y arañaron el aire. Unos brumosos hilos se enrollaron al pulgar y se propagaron a la palma abierta. Al mismo tiempo, el espejo se oscureció. De los bordes de piedra resquebrajada, unas oscuras sombras se volcaron lentamente al interior, hasta cubrir toda la superficie. En pocos segundos, el arco entero relucía como un cristal negro, con su lisa superficie inmaculada, excepto por la pálida mano que se retorcía en su centro.
Un seco chasquido restalló en el aire. Podía haber surgido del espejo o de las antiguas piedras mismas, o de algún lugar distinto. Lo acompañaba un aroma empalagosamente dulce que recordaba al de los rosales en flor.
Se levantó un viento que se llevó el sonido y el perfume. Ambos se desvanecieron en el inhóspito territorio de las Marismas Encantadas. Nadie, ni siquiera los espíritus de la ciénaga, advirtió lo que sucedía. Tampoco nadie presenció lo que ocurrió a continuación.
La mano, con los dedos extendidos en toda su longitud, salió por completo del espejo, seguida por la muñeca, el antebrazo y el codo. La reluciente superficie se quebró de repente y volvió a fusionarse con el tembloroso y cambiante espejo, tan inquieto como las brumas de sus profundidades.
De debajo del arco, surgió una mujer. Apoyó sus botas en el cenagoso suelo y alisó las arrugas de su túnica blanca y de su chal de hilo de plata. Alta y delgada, se erguía con unos ojos tan desprovistos de luz como el interior de una piedra. Al mirar hacia atrás al espejo, sonrió lúgubremente.
Sacudió la cabeza, con lo que los bucles de su larga melena negra se bambolearon rítmicamente, y dirigió su atención a las marismas. Durante un rato escuchó sus distantes gemidos y siseos. Después, gruñó con satisfacción.
—Esta vez, querido Merlín —susurró para sí misma—, no te me escaparás.
Dicho esto, se arrebujó en su chal y siguió su camino hacia la penumbra.