22 Nombres

CUANDO desperté, dos grandes ojos, más negros que la noche, me miraban desde arriba. Me tensé, con el cuerpo tan rígido como las piedras sobre las que se apoyaba mi espalda. ¿Pertenecían a Nimue aquellos ojos?

No, no, no eran los suyos; de eso estaba seguro, incluso con la débil luz de la habitación en cuyo suelo yacía. Enmarcados por unas cejas blancas tupidas como zarzales, los ojos parpadearon una vez, muy lentamente. Cuando volvieron a abrirse, parecían más profundos que el abismo más hondo: misteriosos, aterradores y, sin embargo, extrañamente familiares. De pronto, se entrecerraron, mirándome con intensidad.

Con un respingo, me aparté rodando sobre mí mismo… y tropecé con alguien. Esta vez, otros ojos de color azul pizarra me estudiaban, también desde arriba. Enseguida los reconocí. ¡Ector!

—Eres tú —murmuré. Aunque me sentía demasiado débil para incorporarme, una nueva fuerza invadía lentamente mi cuerpo, llenándome como la lluvia rellena las concavidades de las hojas. De repente recordé los numerosos rostros a los que me había enfrentado entre la niebla. Con el corazón en un puño, pregunté—: ¿Eres… de verdad?

Un fino rayo de luz se reflejaba en los rizos del niño cuando me sonrió.

—Soy de verdad, sí. Y también lo era ese dogal de sangre.

—Te lo extrajimos justo a tiempo, jovencito. Con el tiempo justo, mejor dicho.

Me volví como pude hacia la voz y hacia los insondables y profundos ojos.

Pertenecían a un anciano, extremadamente viejo por su aspecto, que se sentaba con las piernas cruzadas sobre la piedra. Incluso con la débil luz de la estancia, su cabello suelto y su larga barba parecían más blancos que el blanco. Casi…

llameantes. La barba, díscola y enmarañada, caía sobre sus muslos y llegaba hasta el suelo como una capa luminosa.

—Si, jovencito —continuó, y sus palabras restallaban como ramas al quebrarse—. Cuando esas inexplicables brumas te escupieron… —Se contuvo a mitad de la frase, de pronto con aspecto confuso—. Mejor dicho, las brumas son indescriptibles, ¿no opinas lo mismo? Además de inagotables, si, en honor a la coherencia, nos ceñimos a los términos que incluyan el prefijo in procedente del latín, una de las contribuciones más duraderas de los romanos. O supongo que tú dirías que unas brumas indeterminadas te escupieron o, por el contrario, ¿fuiste tú quien escupió las brumas? ¿Las brumas indigeribles? No, no, eso es una tontería.

¿Cómo se escupe niebla? Aunque supongo que una fuente lo hace, ¿sí o no?

Ector empezó a hablar, pero el anciano meneó la cabeza, asustando a una pequeña mariposa amarilla que se había posado en el ápice de su oreja.

—Es una muletilla, ¿sí o no? No aporta nada a la frase. Como tantas otras cosas del idioma, estrictamente incomprensibles y, en ocasiones, incoherentes.

Verás, se me pegó en la época que viví en las cortes reales de Gramarye, ¿sí o no?

Sus prominentes cejas se unieron.

—Ahora bien, ¿qué estaba diciendo? Y… ¿lo estaba diciendo ahora? ¿O bien?

—Su mirada de desconcierto se agudizó. Se agarró un puñado de pelos de la barba, se los introdujo en la boca, los mascó unos instantes y luego los escupió—.

Y ahora dime, ¿por dónde íbamos?

Ladeé la cabeza, cada vez más intrigado por este viejo parlanchín.

—Estábamos diciendo —respondió Ector— que mi amigo, aquí presente, estaba a punto de morir. —Me miró, muy serio—. Estabas exhalando tu último aliento, joven halcón. Estoy seguro. No sé cómo lo ha hecho, pero mi maestro te ha extraído el dogal de sangre. —Sus ojos brillaban de compasión, pero entornó los párpados—. Era más grueso que una soga, completamente empapado en sangre.

Con un estremecimiento, me apoyé la mano en el pecho. La piel estaba más sensible, como si me hubieran raspado la caja torácica a conciencia. Todo lo que había bajo mis huesos estaba también sensible, pero mi pecho parecía nuevamente entero, más entero que desde hacía mucho tiempo.

Ector miró con orgullo al anciano, que estaba entretenido sacándose pelos de la boca.

—Te dije que era un sanador.

—¿Quieres decir —pregunté con incredulidad— que me ha curado él?

El niño asintió.

—¿Este tipo es tu maestro?

Me dedicó una sonrisa burlona.

—El mismo tipo que dijiste que tenía el valor de una liebre recién nacida y la sabiduría de un asno.

Me encogí. Para mi alivio, el anciano seguía ocupado con su barba y no pareció oír el comentario de Ector. Con un esfuerzo, me incorporé hasta apoyar los codos en el suelo. Notaba que el corazón me latía vigorosamente bajo las costillas.

A continuación, esforzándome por parecer más agradecido que sorprendido, miré de hito en hito al anciano.

—Me has salvado la vida y te estoy muy agradecido.

Se rascó la nariz con despreocupación.

—Ni lo menciones, jovencito. Siempre tengo problemas con la gente que intenta morirse en mi suelo. Es positivamente indecoroso, ¿sabes? Incluso indecente. No es nada personal, entiéndeme…, pero estoy seguro de que lo comprendes. Arman un estropicio bestial, ¿sí o no?

Todavía inseguro acerca de él, asentí respetuosamente.

—Sí, yo… lo comprendo.

—Bien —declaró, sin dejar de rascarse la punta de la nariz—. Es mucho más de lo que puedo decir de mí mismo la mayor parte del tiempo. —Dio una palmada con sus curtidas manos y miró a Ector con expectación—. Ahora bien… —

Brevemente, otra oleada de confusión recorrió su semblante—. No, no. Digamos sólo ahora. Es menos… desorientador. Y ahora, bien. ¡Rayos, truenos y centellas!

Pobre de mí. Sólo dime, por favor, una cosa, una cosa muy importante. —La mirada de desconcierto desapareció, sustituida por otra de gran anticipación—.

¿Dónde está la llave, muchacho?

Los hombros de Ector se hundieron. Claramente, si hubiera podido escurrirse entre las rendijas del suelo, lo habría hecho. Sus palabras, aunque no fueron más que un susurro, parecieron resonar en voz alta:

—Te he fallado, maestro.

Durante un prolongado momento, el anciano no se movió. Al principio, pensé que no lo había entendido. Al final, advertí que sus ojos se enturbiaban.

—Quieres decir…

—No la tengo.

Se me encogió el estómago. Conseguí acabar de sentarme y me coloqué entre ambos.

—No ha sido culpa suya —expliqué—. Si alguien te ha fallado, no ha sido él.

He sido yo.

El anciano me estudió. Su único movimiento fue alzar muy lentamente una de sus enmarañadas cejas.

Sentí todo el peso de su mirada y aparté la mía.

—Él… intentó decírmelo. Y yo debería haberle escuchado con más atención.

Con su mano arrugada, el anciano palmeó el suelo. El sonido arrancó ecos de la umbría cámara hasta desvanecerse.

—Ya veo —dijo por fin—. No te atormentes demasiado, muchacho. Han sido muchísimas las veces en mi vida en que debería haber escuchado con más atención para que ahora te culpe por ello. —Descargó un sentido suspiro—.

Demasiadas.

Sus nobles palabras me levantaron un poco el ánimo. Pero, al mismo tiempo, se me formó un nudo en la garganta al ver la genuina angustia que llevaba escrita en el rostro.

Con una mano tironeó del cuello de su túnica añil, me pareció, aunque no estaba seguro.

—Ah, escuchar. La más difícil de las artes. —Forzó un amago de sonrisa— Lo único más difícil, supongo, es intentar domesticar la propia sombra de uno.

Asentí con tristeza.

—Créeme, ya sé a qué te refieres.

Se enderezó y las articulaciones de su espalda restallaron.

—Bien. O ahora. ¿No deberíamos presentarnos? —Miró inquisitivamente a Ector—. Todavía no lo hemos hecho, ¿o sí?

—No, maestro. —Me señaló con la mano—. Éste es el joven halcón.

De algún lugar de la habitación me llegó un breve graznido y un aleteo. El anciano no pareció reparar en ellos y siguió observándome. La escasa luz fluctuaba sobre sus facciones y los pelos dispersos de su barba.

—Es un extraño nombre. ¿Por qué otros nombres se te conoce?

Escruté los oscuros ojos del anciano.

—Casi todos me llaman sólo Merlín.

De nuevo, el graznido resonó, esta vez mucho más fuerte. El anciano empezó a ponerse nervioso.

—No, muchacho. Quiero saber tu nombre, no el mío.

Me envaré.

—Ese es mi nombre.

—¿Merlín? —Se inclinó para estudiarme más de cerca, mientras tamborileaba con sus huesudos dedos en el suelo—. Eso es imposible. No, inconcebible.

Ector sacó una mano de entre sus andrajosas ropas y me tocó la rodilla.

—¿De verdad eres… Merlín?

—¡Por supuesto! —declaré, sorprendido—. ¿Por qué no iba a serlo? ¿Y por qué ha dicho que su nombre es Merlín?

—Porque es verdad. —De pronto, el rostro del niño se iluminó como una tea—. ¡Pues claro, tiene que ser eso! Os llamáis igual porque él, mi buen maestro, es en realidad… tú mismo.

—¿Yo? —pregunté, estupefacto.

—Tu yo más viejo.

Me quedé boquiabierto.

El anciano me miró, anonadado.

El niño, mientras, nos contemplaba a los dos, embelesado.

—¿No lo entendéis? Ambos sois Merlín, pero de tiempos diferentes. —Soltó una carcajada—. Sabía que había algo extraño en ti, joven halcón. ¡Eres extrañamente parecido a mi maestro! Siento no haberte dicho nada, ni siquiera mi verdadero nombre. Él…, quiero decir, tú yo más viejo me dijo que no confiara en nadie que me encontrara en las marismas.

La cabeza me daba vueltas.

—¿Quieres decir que tu nombre no es Ector?

Se pasó una mano por los rizos.

—No. Verás, es mi padre quien se llama Ector, sir Ector del Bosque Silvestre.

Mi verdadero nombre es… Arturo.

Nunca antes había oído aquel nombre, pero sentí una inexplicable agitación en lo más profundo de mi ser.

—¿Y por qué lo llamas…, digo, me llamas maestro?

—Porque suena mejor que tutor o profesor. Pero sí que me enseña, todo tipo de cosas, algunas bastante…, bueno, inusuales. Incluso estrafalarias. —Sonrió forzadamente, avergonzado—. Caramba, incluso me ha dicho que algún día me enseñará cómo arrancar una espada de una… Bueno, nunca lo creerías.

Di un respingo, porque una vieja mano me había agarrado el muslo.

—No digas nada más. —Fue la severa orden del anciano—. El muchacho no conoce ni una brizna de su futuro, todo eso está por venir. —Inclinó la cabeza pensativamente—. En ese sentido, supongo que está en las mismas que tú.