9. Pérdidas

HORRORIZADO, miré los oscuros vapores que se tragaban mi espada… y al pájaro que con tanta insolencia me la había robado.

—Perdida —dije con incredulidad—. ¡Perdida! Debo recuperarla.

—Espera. —Los redondos ojos de Hallia oteaban la distante ciénaga, cuyas gibosas nubes ocultaban el horizonte. El sol, cada vez más bajo en el cielo, teñía todo el paisaje de dorado con un tono escarlata cada vez más acusado—. Todo esto es muy extraño. ¿Por qué ha hecho un pájaro una cosa así? A menos, tal vez, que fuera… —Meneó la cabeza, como si deseara sacudirse un pensamiento indeseado.

—¿Qué? —presioné.

—Una manera de atraerte a las marismas.

Enarqué una ceja.

—¿A una trampa?

—Para ti, joven halcón.

—Es poco probable. De todos modos, no importa. Sigo necesitando mi espada.

—Hay otras espadas. Deja que los espíritus de la ciénaga se queden con ésta.

—No, no puedo. Esa espada forma parte de mí. Es parte de mi…

—¿Destino? —Me miró burlonamente—. Ya va siendo hora de que elijas tu propio camino, ¿no crees?

—Sí —admití con voz firme—. Y ahora estoy seguro. Éste es mi camino.

Hallia dio un respingo y cerró los ojos unos instantes.

—¿De modo que piensas ir allí?

—Y donde haga falta. Hallia, ¿y si la espada está relacionada de algún modo con el resto de este siniestro asunto? Tengo que hacer algo, todo lo que pueda. —

Contemplé su cabello rojizo, resplandeciente bajo la luz del sol—. Debes volver con tu pueblo. Y con Gwynnia. Yo me reuniré contigo cuando acabe en las marismas.

Cuando pronuncié la última frase, noté que el bolarva se estremecía contra mis costillas. Sus pinzas empezaron a pellizcar ansiosamente la tela del cabestrillo.

Le cogí la mano a Hallia y añadí en voz baja:

—Seguiré estando a tu lado, ya lo sabes. Por lo menos en un sentido.

Su mano temblaba en la mía cuando declaró:

—No, eso no es suficiente. —Su voz disminuyó de volumen hasta convertirse en un susurro—. Te acompaño.

—No, no debes…

—Pero lo haré. —Sus ojos se dirigieron bruscamente hacia el cielo—. Sólo desearía que Gwynnia estuviera aquí para acompañarnos también.

—¡Noyopués! —aulló el bolarva, cuya cara de foca asomaba por el borde de la tela—. ¿Piensacrees que he sufrehuido tantosos terrorapuros, semejantoso embrolío, sólo para regrevolver a un peligraullido seguroso?

Extendió un par de recias pinzas y las hizo chasquear bajo mi nariz.

—¡Horribloso monstrumano! Me chillatraerás la muertefinal. A pobremí, nadapenas un solobebé.

—Lo siento —dije, mientras apartaba sus pinzas—. No era mi intención, yo no sabía…

—¡Porqueriexcusas! —En los ojos del bolarva se agolparon las lágrimas—.

Debeseré bravofuerte. Debeserlo. Yantes he encuentrallado el miocamino hasta la buenagua, y deseospero que vuelvocurrir vezotra. Con suertosidad, si primeroso no me engulletragan los bestidragones o los monstrumanos.

Hallia tendió una mano hacia él. Con suavidad, le acarició uno de sus temblorosos bigotes.

—No pretendíamos traerte de nuevo aquí. Sólo queríamos ayudarte.

El bolarva intentó gruñir, pero sonó más como un lloriqueo.

—Salvayudad a distintotro la siguientevez. —Tomó aliento, sin dejar de temblar—. Yahora debetengo que sufrehuir. Pero primerantes —añadió con una mirada a la funda vacía de mi espada—, oyescuchad mi consejaviso: si no os gustadeleitáis con la muertedolor, apartalejaos de las temblosas pantamarismas.

Escruté las sinuosas columnas de vapor que brotaban de la ciénaga.

—¿Puedes decirnos algo, cualquier cosa, acerca de lo que está ocurriendo ahí? —Por favor —lo animó Hallia—. Dinos lo que sea.

El bolarva, que había empezado a salir del cabestrillo, se estremeció.

—Los cienagaspíritus… comempezaron a arrasatacar. ¡A mundotodo, verdadosamente a mundotodo! —Lanzó una ansiosa mirada en dirección a las tierras pantanosas—. Yo nosabeignoro el causamotivo. Pero sus espanturosos…

Un clamoroso rugido procedente de la cima de la colina lo cortó en seco. Al girar la cabeza, vimos a uno de los gigantes, más alto que los árboles que tenía detrás, al final de la cuesta. ¡El mismo que se me quería comer en el lindero del bosque! Más furioso que nunca, amenazó con un enorme puño en alto.

—¡Ahí estás! —bramó—. Mmmmm, ya saboreo tus mmmohosos huesecitos.

—Otro de los gigantes, que estaba en pie junto al cuerpo de Shim tendido de bruces, le gritó algo, pero el primero obvió sus palabras con un gesto despectivo—. ¡He dicho que ningún mmmiserable hummmanúnculo escapará de mmmí! ¡Los voy a mmmachacar, a él y a todos sus ammmigos!

Dicho esto, empezó a correr hacia nosotros. El bolarva chilló y enterró la cabeza en el cabestrillo. Hallia me cogió del brazo y me empujó cuesta abajo.

Juntos corrimos, surcando el aire a largas zancadas, mientras la tierra temblaba bajo nuestros pies.

—¡Vuelve aquí, hommmbrúnculo!

Huimos a toda velocidad, sorteando rocas y matorrales de aulaga. El estruendo era cada vez más fuerte, al igual que la jadeante respiración del gigante, y la hierba se bamboleaba con mayor violencia a cada paso que daba. Mientras tanto, el terreno empezaba a nivelarse y la alta hierba fue sustituida por la tierra desnuda. Pronto, nuestros pies se hundían en el barro y chapoteaban en los charcos. La niebla se iba espesando a nuestro alrededor, el aire apestaba a descomposición. Además de los atronadores pasos de los gigantes, oí extraños

gritos y aullidos, así como un lejano chillido, casi una risa aguda, que resonaba en las marismas.

Bruscamente, Hallia aminoró la marcha.

—¡Sus pisadas! Se han detenido.

Al comprobar que tenía razón, yo también aflojé el paso. Nos detuvimos sobre una masa cóncava de turba rodeada por unas hierbas de la ciénaga pardoamarillentas. Pese al hedor a putrefacción del aire, seguimos jadeando y resollando para recuperar el aliento. Observé que los densos efluvios, teñidos del color del óxido por el sol poniente, formaban un muro detrás de nosotros que se cerraba como una cortina y nos aislaba del mundo que conocíamos. Los vapores nos ofrecían protección en este momento… y, me temí, confinamiento en otro.

Sujeté a Hallia por el brazo.

—Ven. Tenemos que encontrar algún refugio antes de que caiga la noche.

—Oh, oh —exclamó el bolarva desde su escondite colgado de mi cuello—.

Terribloso destisino, horribloso finfatal.

Nos abrimos paso entre las hierbas de la ciénaga, atentos a cualquier signo de serpientes u otras criaturas aún más peligrosas. Al poco rato, a nuestro alrededor, sonaba un constante despliegue de ruidos: un fuerte burbujeo a un lado, un agudo silbido al otro. Seguimos avanzando pesadamente por una llanura encharcada cuyas matas espinosas se aferraban a nuestras piernas. Hallia, tras rechazar mi ofrecimiento de cubrirse los pies descalzos con mis botas, se retorcía la trenza nerviosamente mientras caminaba.

La niebla era cada vez más oscura y la visibilidad, menor. Al cruzar un lóbrego estanque poco profundo, pisé algo duro… que se movió de improviso.

Resbalé y caí de bruces en el apestoso légamo. Me incorporé con la ayuda de Hallia, sólo para volver a resbalar y caer de espaldas en el agua sucia. Cuando luchaba por incorporarme de nuevo, algo se introdujo reptando en la manga de mi túnica.

—¡Aaarg! —aullé, mientras me palmeaba furiosamente la manga. Rodé sobre mí mismo por el charco, mientras la criatura, fuera lo que fuese, seguía subiendo por mi brazo.

La detuve finalmente sobre mi hombro. Con todas mis fuerzas, la estrujé a través de la túnica. Algo reventó y la criatura se deshinchó como un fuelle. Noté una sustancia viscosa resbalando por mi brazo. Cuando lo sacudí, una oscura masa informe cayó al agua. Me volví, pues no tenía el menor deseo de mirarla más de cerca.

—Monstrumano —refunfuñó la voz que surgía de mi cabestrillo manchado de barro—, eres un verdaderoso torpatoso.

—Bolarva —repliqué—, eres un «verdaderoso gimellorica».

Hallia meneó la cabeza.

—Callaos, los dos. —Desprendió un fragmento de caña de entre mis cabellos—. Está oscureciendo. Y el… Oh, escuchad.

En la distancia se oía un débil e inseguro gemido. Al mismo tiempo, un olor claramente más intenso, fétido como la carne putrefacta, nos envolvió como un manto. La quejumbrosa voz continuó sin pausas, subiendo y bajando de una manera angustiosa. Y con algo parecido a la desesperación. A Hallia y a mí se nos encogió el corazón, pero en ese momento se sumaron otras voces, ululando, llorando, gimiendo. Las voces se multiplicaron, hasta formar un pavoroso coro.

El bolarva asomó la cabeza por el cabestrillo.

—Son… son… los cienagaspíritus —balbuceó. Los pliegues de grasa que rodeaban su cuello temblaban de un modo incontrolable—. ¡Yahora matavienen!

Estábamos de agua cenagosa hasta las rodillas y el angustiado canto fúnebre sonaba cada vez más alto. En ese rato, las últimas trazas de luz solar empezaron a desvanecerse. Después, no muy lejos, apareció un misterioso punto de luz que se cernía sobre las marismas. Latía débilmente, parpadeando como un ojo herido.

Luego, apareció otra luz, y luego otra, y otra. Lenta, muy lentamente, empezaron a aproximarse, avanzando hacia nosotros.

—Oh, oh —gimió el bolarva—. ¡Acorreprisa! ¡Correseguidme enseguidosamente!

Saltó del cabestrillo y se zambulló en la ciénaga. Al instante salió a la superficie, azotando el agua con su ancha cola y braceando como un poseso. Hallia y yo lo seguimos a la carrera, mientras las espectrales luces se acercaban inexorablemente.

Corrimos por el cenagoso terreno. Las ramas muertas y retorcidas nos rasgaban la ropa; el denso barro retenía nuestros pies. Mientras corríamos, nos ardían los ojos y la garganta debido a la rancia atmósfera. Pero nos esforzamos por mantenernos cerca del bolarva. Y por delante de los espíritus de la ciénaga.

Inesperadamente, el suelo estaba más seco, aunque era más inestable, como una alfombra sobre una mancha de alquitrán; parecía a un tiempo tierra y agua, pues se ondulaba y cedía a cada paso que dábamos. Tropecé y estuve a punto de caer, pero seguí corriendo. Nuestros pies, como las pinzas del bolarva, resonaban al golpear sobre la ondulante hierba. La pesada respiración de la criatura iba acompasada con la nuestra.

De repente, dejamos de oír al bolarva. ¡No se le veía por ninguna parte! Nos detuvimos, jadeando, sin saber qué había ocurrido. ¿Se había desmayado? ¿Lo habían capturado?

—¿Dónde estás? —grité.

No recibí respuesta.

Me volví hacia las luces flotantes, que titilaban irregularmente por todas partes. Ya estaban casi encima de nosotros. El luctuoso quejido se transformó en resonantes carcajadas, roncas y estridentes. Las voces eran cada vez más ensordecedoras y parecían dispuestas a ahogarnos como una maléfica ola.

Hallia y yo corrimos con toda nuestra alma, dando traspiés por el inseguro terreno. Las luces estaban ahora tan cerca que podía ver mi sombra huyendo ante mí sobre la temblorosa hierba. Justo cuando los espíritus de la ciénaga estaban a punto de atraparnos, llegamos a un oscuro estanque. Intentamos cruzarlo sin detenernos… y, al instante, nos hundimos en un profundo cieno, viscoso como el jarabe. No teníamos ninguna posibilidad de pedir ayuda, ni de nadar. El limo cubrió mi cabeza sin darme tiempo a inspirar una última vez. Me entró en la boca y en la nariz, obligándome a toser, a buscar aire…

Mis últimos pensamientos fueron de rabia y pesar. Porque también Hallia se había ahogado. Porque mi espada jamás cumpliría su destino. Porque yo, habiendo llegado tan lejos y buscado tanto, lo perdería todo en el fondo de unestanque olvidado en unas marismas abandonadas.