18 Rosales en flor

APOYÁNDOME pesadamente en mi cayado, me esforcé por ponerme en pie.

Por precaución, evité tocar la cinta oscura que la flecha había cortado en el aire, un vacío en el que no quedaba nada, ni siquiera luz.

Hallia, con el semblante ceniciento, reculó hasta que su hombro chocó con el mío. Ector permanecía a nuestro lado con ojos desorbitados por el terror. Juntos contemplamos una vasta falange de guerreros salir de entre los efluvios. Excepto por la oscura reverberación del aire que configuraba su cuerpo y el vago resplandor de luz de sus ojos, eran casi invisibles. Sin embargo, era imposible no verlos, porque cada uno llevaba una gran cimitarra colgada de un cinturón de enredaderas tejidas. Y cada uno llevaba un pesado arco de madera y nos apuntaba directamente con una flecha negra como el carbón.

—Espíritus de la ciénaga —masculló Ector, arrimándose a mí—. ¿Adónde podemos ir?

A ningún sitio, aparentemente. Detrás de nosotros, rugía un infierno letal: el Árbol Ardiente y el fuego que lo rodeaba. Ante nosotros había cuarenta o cincuenta espíritus de la ciénaga, provistos de un armamento amenazador. Podía sentir, casi tocar su desprecio por cualquier forma de vida que se interpusiera en su camino. Incluso los sinuosos vapores de las marismas parecían reacios a tocar sus borrosas siluetas. Mi propia sombra se arrugó, se encogió hasta forjar una simple mota gris a mis pies.

Reclinándome en mi cayado, intenté pensar en algo —lo que fuera— que nos ayudase. A medida que las oleadas de niebla cubrían el cielo sobre nosotros, mis pensamientos se aceleraban, pero sin resultado. Y el temblor de mis piernas no facilitaba las cosas. Me sentía débil, casi incapaz de sostenerme en pie. En este estado, ¿cómo podía pensar en luchar? ¿Me había dejado exhausto el esfuerzo de Saltar o, como me temía, era el final del efecto del elixir?

—Nos odian —dijo Hallia con voz queda—. Lo noto.

—Yo también. —A continuación, con un ligero estremecimiento, comprendí que también notaba algo más. Era una sensación incierta, esquiva: una intuición que casi podía esclarecer, pero no del todo—. Nos odian, sí. Y sin embargo… Por alguna razón, tengo la sensación de que odian otra cosa. Más incluso que a nosotros.

Hallia me dirigió una mirada de desconcierto.

Dirigí mis menguados poderes hacia la falange de espíritus de la ciénaga y sondeé su interior de sombras. Me esforcé por ver debajo de sus formas temblorosas, más allá de sus siluetas visibles. Rezumaban ira, más intensa que la venenosa cicuta. Sondeé a mayor profundidad y percibí traición. Y también, ¿era posible? Una profunda e inagotable pena.

Progresivamente, sus siluetas se fueron aclarando para mí. Tenían cabeza, larga y estrecha, cubierta por una capucha; túnicas marrón oscuro que llegaban hasta el suelo, y enormes manos provistas de garras. Vi una porción mayor de sus caras: contraídas, duras, llenas de rencor. Y entonces vi algo más, algo tan sorprendente que al principio no pude creerlo. Estaban rodeados, firmemente sujetos, por una especie de soga. No, una soga no. Algo mucho más pesado, mucho más cruel.

Cadenas.

Sí, no cabía la menor duda. Alguien, o alguna fuerza, tenía prisioneros a los espíritus de la ciénaga. Les había arrebatado su libertad, y quizá también su voluntad. Por mucho que se encolerizaran con los tres intrusos que osaban profanar su territorio, su cólera hacia el invisible opresor era mucho más fuerte.

Hallia dio un respingo y estiró el cuello.

—¿No lo hueles?

En efecto, lo olí. ¡Rosales en flor! De nuevo, percibí aquel sorprendente aroma, tan distinto del humo sulfuroso de las aberturas llameantes o del rancio aire de las marismas. Aunque débil, despertaba inmediatos recuerdos de rosas en primavera, frescas y cautivadoras. Y… algo más, tal vez un sueño, demasiado lejano para recordarlo.

Justo en ese momento, la fila de guerreros de sombras se dividió. Por el hueco salió una mujer. Alta y orgullosa, vestía una deslumbrante túnica blanca, inmaculada pese al barro circundante, y un mantón de seda por encima de los hombros. Su cabello, tan negro como el mío, le caía suelto hasta más abajo de los hombros. Al vernos, sonrió de un modo siniestro. Sus ojos estaban tan desprovistos de luz como la oscura estela de la flecha.

Por un instante, me pareció que conocía de algo a aquella mujer. Sus andares, el rictus de sus labios, su cabello… Todo me recordada a una joven que había conocido en otra parte de Fincayra. Una joven que me había traicionado. Cuyo nombre era Vivian, o, como prefería ella, Nimue. Aparté esos pensamientos.

¿Cómo podía una chica de mi edad, que había intentado robarme el cayado sólo dos años atrás, haber crecido bruscamente hasta convertirse en una mujer adulta?

Sin embargo, el parecido era grande. Enorme. Casi la reconocía, igual que casi reconocí el aroma de rosales en flor.

Me sobresalté. Porque la mujer se había sacado de detrás algo que reconocí sin la menor duda. ¡Mi espada! Su hoja captó la luz del círculo de llamas y refulgió vivamente. Casi parecía llamarme, suplicarme que la recuperara.

El cuerpo de Ector se tensó. Después dijo una sola palabra, un nombre, que me heló la sangre en las venas.

—Nimue.

—En efecto, pequeño lacayo —respondió ella con una voz que sólo era un punto más ronca que la de la joven que yo creí conocer en otro tiempo. Nos señaló a Hallia y a mí con la espada—. ¿No quieres presentarme a tus amigos, eh? ¿O es que ya no los reconoces, debajo de tantas capas de lodo?

Hallia dio un paso al frente, pues su indignación había superado su miedo.

—Yo soy Hallia, de los Mellwyn-bri-Meath, un pueblo que aprendió hace mucho tiempo que las ropas finamente tejidas no pueden disfrazar un corazón envenenado.

La mujer entrecerró los párpados.

—Un pueblo que aprendió hace mucho tiempo a huir corriendo de los problemas, en lugar de hacerles frente. —Sin esperar la respuesta de Hallia, se volvió hacia mí—. Y tú, joven mago, ¿quién eres?

Aunque mi debilitado cuerpo temblaba, me erguí cuanto pude.

—Tú y yo ya nos conocemos.

—Ah, sí. Es verdad. —Estudió mi cayado—. Hace mucho tiempo, ¿eh?

No respondí.

—Lástima. —Nimue chasqueó con la lengua—. ¿Sabes? Creo que me gustabas más antes. Cuando eras más joven. —Dirigió a Hallia una mirada inteligente—. ¿Se ha vuelto un poco romántico, al menos? Créeme, antes era terriblemente torpe.

Los ojos de Hallia llamearon con furia.

—Mi espada —declaré—. Tienes mi espada.

De forma descuidada, Nimue hizo rodar la empuñadura de plata en su mano mientras observaba cómo centelleaba.

—Ah, sí. Es verdad.

—Quiero recuperarla.

—¿En serio? —Inspeccionó las filas de espíritus de la ciénaga y sus flechas que nos apuntaban—. No estarás pensando en atacarme, ¿verdad? Eso sería imprudente, muy imprudente. Estos arqueros no son combatientes avezados, como los trasgos guerreros, pero los he entrenado para que disparen mis flechas de oscuridad… y tienen buena puntería.

La fulminé con la mirada.

—Tú no sólo eres más vieja. También eres más cruel.

Nimue ensartó el aire con mi espada.

—¡La inocencia de la juventud! Lo mismo te ocurrirá a ti, joven mago. Ah, sí.

—Dejó escapar una larga y grave risita cascada—. Es decir, si consigues sobrevivir al día de hoy, lo que es muy improbable.

Se inclinó con aire de complicidad y el resplandor de la espada danzó en su pálida piel. Cuando habló, su áspero susurro me hizo estremecer.

—Y si, por algún milagro, consigues sobrevivir, esta espada no será lo último que te robaré. Eso, pequeño mago, te lo prometo.

Se enderezó y se dio unas palmaditas en la túnica para alisarla, tras lo cual inspeccionó nuevamente su círculo de guerreros.

—Mientras hablo, siento la tentación de mostrar cierta clemencia.

—No necesito tu clemencia —espeté a mi vez.

—¿Ah, no? —Me examinó con fingida preocupación—. No tienes buen aspecto, no señor. —Sus labios se fruncieron en un amago de sonrisa—. ¿Es posible que tengas algún problema… de corazón?

Se me encogió el estómago.

—Cazadora —exclamó Hallia—, fuiste tú quien envió los escarabajos.

—¡Es posible, filete de venado con piernas! Y es posible que también haya traído otras bendiciones a estas marismas.

Varios de los espíritus de la ciénaga se agitaron repentinamente y lanzaron iracundos gruñidos. Nimue se volvió hacia ellos, enarcando las cejas. Al instante, todos callaron, aunque sus siluetas de sombras continuaron estremeciéndose.

Nimue volvió a fijar la vista en mí.

—Como iba diciendo, ahora mismo me siento compasiva. —Dio varios pasos al frente, alzó mi espada y la clavó profundamente en el suelo. Saltaron grumos de tierra calcinada que ensuciaron su vestido, pero las manchas desaparecieron al instante. Mientras tanto, no dejó de observarme—. Las condiciones de mi trato son muy simples. Si me das la llave que tienes en la mano, te devolveré tu espada.

Contuve el aliento. La hoja metálica parecía llamear también con el reflejo de la luz del fuego.

—¿Eso harías?

—Sí.

Mi espada… Casi podía tocarla, casi la sentía. Pero una mirada a Nimue, que me escrutaba, me sentó como una pedrada. Mis dedos se tensaron alrededor de la llave con el zafiro engarzado.

—No haré tratos contigo —proclamé—. Ni siquiera por mi espada.

Nimue unió las manos, blancas como la crema, dando una palmada.

—Ah, bien, qué pena. Entonces sólo tendré que ordenar a mis soldados que te maten. Y a tus amigos, de paso. Después, cogeré la llave de todos modos.

—Eres una bruja, Nimue —barbotó Ector—. Si mi maestro supiera…

—No metas en esto a tu estúpido maestro. De lo contrario, volveré a mis tiradores contra ti ahora mismo, niño mal criado.

Encrespándose, Ector giró sobre sí mismo para encararse conmigo.

—¡No lo hagas, por favor! Si ella se apodera de esta llave, todo estará perdido.

Nimue soltó una suave risita cascada.

—Supongo que debo concederte un último gesto de piedad, ¿eh? Sólo para demostrar que mis intenciones son sinceras.

Sonreí despectivamente.

—No conoces el significado de esa palabra.

—¡Qué desconfiado! Pues escucha: antes de que tu mano me entregue la llave, te permitiré usar esto. Tienes razón. Para curarte.

—¡No, joven halcón! —gritó Ector—. Eso te…

Nimue hizo un gesto como si espantara una mosca. Ector salió volando hacia atrás y rodó ladera abajo. Se detuvo justo al borde del fuego, pero su manga empezó a arder. Mientras se apresuraba a apagar las llamas con puñados de tierra, la mujer lo contempló con expresión divertida.

—Alguien debería enseñar modales a ese niño —comentó.

Se volvió hacia mí en actitud invitadora.

—Vamos, adelante. Utiliza la llave para solucionar ese problemita que tienes en el corazón. —Me llegó una vaharada de su perfume—. Antes de que cambie de opinión.

—Es… espera—tartamudeé—. ¿Por qué me lo permites?

—Por compasión, ya te lo he dicho. Y también por gratitud.

—¿Gratitud por qué?

El círculo de llamas rugió y aumentó de estatura. Por todos lados brotaron chispas que cayeron aún encendidas al suelo. El fuego prendió en varios montículos de hierba, que proyectaron finas columnas de humo sobre la niebla.

—Por conducirme hasta mi preciada llave, por supuesto. Vaya, llevaba bastante tiempo buscándola.

Al reconocer mi estupefacción, sonrió burlonamente.

—No me refiero a ti, pequeño mago, sino a tu amiga de grandes ojos.

Hallia jadeó.

—¿Yo? Nunca te conduciría…

—No a propósito, naturalmente. —Se atusó el cabello con evidente satisfacción—. Eso era lo más bonito, ¿sabes?, en cuanto me enteré de que un hombre ciervo había escondido la llave en las marismas, imaginé que tú me conducirías hasta allí, tarde o temprano. —Señaló mi pecho con un largo dedo—.

Sobre todo con el incentivo adecuado.

Frunciendo el ceño, hizo una seña a sus soldados de sombras.

—Y también ha habido suerte con la puntualidad. Ya estaba empezando a, digamos, impacientarme un poco con estos buenos amigos.

Unos cuantos espíritus de la ciénaga refunfuñaron y tensaron sus arcos, antes de que ella los paralizara con una mirada.

—Se han portado bastante bien, os lo aseguro, manteniendo a los intrusos indeseados fuera de las marismas. Y ampliando los límites donde yo necesitaba más espacio para investigar. Aun así, lo han hecho fatal, ya que no me han ayudado a encontrar lo que en realidad buscaba.

—Así que tú eres la responsable de la destrucción de todo este bosque —dije echando humo—. Y también de aquel pueblo.

—Oh, más que de un solo pueblo, diría yo. ¡Y más que de sólo unos cuantos árboles aquí y allí! No tienes ni idea. —Muy satisfecha de sí misma, se sacudió una chispa del vestido—. Ah, pero todo esto no ha sido tan fácil como suena. No habría salido bien si yo expulsaba a los intrusos de las marismas, oh, no. Eso habría despertado demasiadas sospechas, por no hablar de los escasos enemigos

que aún conservo en esta anticuada isla.

Hizo una pausa para rectificar la posición de su mantón de hilos de plata.

—La solución, naturalmente, era ceder buena parte de mi poder a otros; no todo, entendedme, pero sí el suficiente para crear un serio revuelo. —Evaluó a los espíritus de la ciénaga unos momentos—. Preferiblemente, a alguien casi tan perverso, cuando no tan listo, como yo. Así nadie sospecharía que yo estaba implicada. —Con voz aterciopelada, añadió—: Y los espíritus de la ciénaga, os lo aseguro, estuvieron encantados de colaborar. ¡Más que dispuestos! ¿De qué otro modo les habría confiado mi propia magia? ¿O mi propio armamento?

Golpeó con la uña la hoja de mi espada y la hizo tintinear suavemente.

—De ahí mi gratitud y este momento de clemencia. Y ahora dime: ¿aceptas mi oferta de utilizar la llave o no?

Hallia, con el cabello reluciente por las llamas, se inclinó hacia mí.

—No me fío de ella más que tú, pero no puedes rechazar esta ocasión de salvar tu vida.

—Sabias palabras, mujer ciervo. —Nimue se puso en jarras—. Muy bien, pues. Decídete ya.

Lentamente, asentí. Con mano temblorosa, me acerqué la llave al pecho. A medida que se acercaba, casi podía sentir el dogal de sangre cerrándose alrededor de mi corazón. De mi vida.

—Lo único que tienes que hacer —propuso Nimue— es crear una imagen mental clara del conjuro que quieres romper. Luego, haz girar la llave. —Miró un instante el rutilante zafiro—. Hummmm, date prisa. Me empiezo a aburrir de ser clemente.

Inspiré profundamente. Sentía un dolor pulsante en el pecho; ahora, incluso respirar me exigía un esfuerzo. Miré a los ojos a Hallia y luego la llave. Por fin, concentré mis pensamientos en el conjuro que, por encima de todos los demás, sabía que debía destruir.

Sin previo aviso, apunté la llave en dirección contraria, hacia los espíritus de la ciénaga. Nimue lanzó un grito de sorpresa. Antes de que pudiera hacer nada por evitarlo, hice girar la llave.

Al instante, un nuevo sonido rasgó el aire: el ruido de unas pesadas cadenas que se rompían y caían al suelo con un gran estrépito metálico. Las imprecisas figuras de los espíritus de la ciénaga prorrumpieron en una salva de vítores que ahogó el rugido de las llamas del árbol. Al mismo tiempo, varios de ellos arrojaron sus flechas, arcos y espadas al fuego. Las llamas se elevaron a mayor altura, chisporrotearon y sisearon, mientras las armas se consumían. Entretanto, los otros espíritus de la ciénaga se disolvieron en humo, libres para siempre del conjuro de Nimue.

La mujer me miró con los puños crispados.

—¿Cómo te atreves? —gritó—. ¡Aún los necesitaba! Tenía más planes para ellos. Y ahora corren sueltos, ¡con poderes que me pertenecen!

En el acto, su rabia se disipó. Una inescrutable sonrisa se extendió por sus labios.

—Que así sea. Pero recuerda mis palabras, joven mago: al intentar perjudicarme, sólo te has condenado a ti mismo. ¡Oh, sí! Más de lo que imaginas.

Recogió su mantón y se rió entre dientes. Después, dio media vuelta y se internó en un remolino de nubes. Al cabo de un momento, no quedaba ni rastro de ella, excepto el aroma de rosales en flor, que permaneció en el aire un rato más.