7. Un ojo llameante
CORRÍ por el oscuro bosque, aproximándome cada vez más al creciente estruendo. Retumbaba una y otra vez, como un trueno subterráneo, sacudiendo hasta las raíces de los árboles más altos, que temblaban y gemían. Cada pocos pasos, se oía caer una rama o un árbol cuyas raíces habían acabado por aflojarse.
Se abrían grietas en el suelo; las raíces se desterraban y se rajaban con fuertes chasquidos; las frondas de helechos, delicadas como alas de libélula, se acoplaban a la vibración. Con la ayuda de mi cayado, logré mantener el equilibrio. Y, a pesar de los gritos del bolarva a cada bote y sacudida, concentré mi oído en el ruido.
Quería localizar su origen.
Los árboles empezaban a ralear y dejaban llegar más luz al suelo del bosque.
Me abrí paso entre una telaraña de enredaderas tachonadas de flores rojas. De pronto, salí a plena luz del sol. Me encontré en la cima de una larga pendiente, oteando el paisaje. La hierba rojiza que se mecía con el viento cambiante, se extendía casi hasta el horizonte, para confundirse finalmente en la lejanía con una línea oscura de vapores humeantes y sinuosos. Con un escalofrío, supe que se trataba de una vasta ciénaga: las Marismas Encantadas.
¡Tan cerca! El bolarva estaba en lo cierto, después de todo. Pero el recuerdo que Hallia tenía de este bosque y de su distancia respecto a las tierras pantanosas no podía ser más claro. ¿Era posible que las marismas estuvieran avanzando, abriéndose paso a la fuerza a través del bosque? ¿Y con tanta rapidez? Algo me
decía que la plaga del bosque, en todas sus formas, derivaba de la invasión de la ciénaga, al igual que las serpientes estranguladoras, los espíritus que habían expulsado a aquella familia de su hogar y las fuerzas que habían arrebatado al bolarva su hogar. Pero ¿qué había detrás de todo eso? ¿Era posible que algo, más siniestro incluso que las propias marismas, estuviera actuando aquí secretamente?
Al pie de la cuesta, cerca del borde de la ciénaga, se erguía un imponente grupo de enormes árboles muy castigados por los elementos. Aún quedaban a mucha distancia, pero se recortaban nítidamente sobre la caprichosa niebla del fondo. Casi de la misma anchura que altura, se balanceaban de una manera extraña, como si estuvieran atrapados en una incesante corriente de aire circular.
De golpe, comprendí que no eran en absoluto árboles. Y que ellos eran el origen del constante batir.
Por abrumador —no, aterrador— que fuera el ruido, yo lo había oído antes y jamás lo olvidaría. Conocía su atronador impacto, su ritmo infatigable. Nada podía sacudir de ese modo la tierra y el aire, con todo lo que hay entre ambos.
Nada más que… las pisadas de gigante.
Haciendo acopio de valor, observé las moles que desfilaban a buen paso ladera arriba. Ascendieron con notable velocidad, aunque parecían inmensos y pesados como los árboles más altos. No obstante, a cada segundo que pasaba, su perfil era cada vez más nítido. Los impresionantes troncos se convirtieron en piernas, barrigas y torsos; las pesadas ramas se transformaron en brazos cubiertos de hirsuto vello. Aparecieron cuellos, mentones y ojos, junto con narices, algunas afiladas como cúspides y otras redondas como peñascos.
Algunos gigantes iban escasamente vestidos, cubiertos por una barba enmarañada y unos raídos calzones tejidos con ramas frondosas y manojos de hierbas. Sin embargo, otros llevaban chalecos multicolores y vistosas capas. Entre sus largas melenas asomaban pendientes hechos con norias y muelas de molino; en sus anchos cinturones portaban tachuelas y dagas del tamaño de un hombre adulto. No obstante, pese a la gran diversidad de su indumentaria, todos tenían una característica común: su asombroso y descomunal tamaño.
A medida que se acercaban, el ruido demoledor de sus pasos era más ensordecedor. Me apuntalé con la ayuda de mi cayado y recordé que, cuando estaba a los pies de mi amigo Shim, sólo tenía que estirarme para tocar la uña de uno de sus peludos dedos de los pies. Contemplé mis propios pies, insignificantes en comparación. Y recordé haber visto mis huellas relucientes en la arena húmeda, el día en que mi improvisada balsa me trajo de algún modo a las costas de Fincayra. Ese día me parecía ahora muy lejano… y, al mismo tiempo, muy próximo, al alcance de la mano.
Desvié la mirada hacia mi sombra. Como yo, se estremecía con cada nueva oleada de vibraciones que sacudía el suelo. Sólo que más que yo. Se contorsionaba y bamboleaba frenéticamente, como un reflejo distorsionado en el agua de un estanque removido por el viento.
Mientras intentaba por todos lo medios permanecer erguido, el bolarva asomó media cabeza fuera del cabestrillo. Al ver a los gigantes aproximándose, el horror le hizo expulsar todo el aire de los pulmones. Una de sus pinzas se trabó en el cuello de mi túnica. Me miró con ojos brillantes por el miedo.
—Ve-ve-verdaderosamente —tartamudeó—, mismahí hay e-e-enormaltos pasotruenosos gi-gi-gigantaplastan.
Asentí mientras los observaba remontar la cuesta.
—¿Por qué el monstrumano no hu-hu-huyecorre? —Dio un tirón a mi túnica—. ¡Yacorre!
—Porque quiero hablar con ellos —respondí, gritando para hacerme oír en medio de aquel seísmo.
Los bigotes del bolarva se pusieron más tiesos que la hierba seca, cada uno en una dirección distinta.
—¡Monstrumano! No puedequieres… no quieredebes… —Se volvió hacia la línea de gigantes que avanzaba. Profirió un agudo chillido, se desmayó y resbaló lánguidamente hasta el fondo del cabestrillo.
Inspeccioné las recias facciones de los gigantes, a cada segundo mayores y más altas. Su antigua raza, la primera de Fincayra, había alcanzado una profunda comprensión de la tierra y sus misterios. Por inmensos que fueran, yo sabía que sus perspicaces ojos a menudo reparaban en detalles que muchas criaturas más pequeñas pasaban por alto. En ocasiones, su superior altura sobre el nivel del suelo les permitía detectar pautas que otros no percibían. Tal vez, sólo tal vez, podían explicar la súbita extensión de la ciénaga… y todos los problemas que había causado.
Sin duda alguna, algo extraño ocurría en las Marismas Encantadas. Y aunque yo todavía no lo comprendía, sentía un temor creciente a que estuviera amenazando algo más que el vecindario inmediato de las marismas. Mientras reflexionaba sobre los oscuros y cambiantes efluvios del borde de la ciénaga, me toqué la piel sensible del cuello. Sospechaba que algo que ahora habitaba en aquel cenagal podía ahogar en parte el futuro de Fincayra, del mismo modo que la serpiente había estado a punto de asfixiarme a mí. Y un mago —por lo menos un gran mago como Tuatha— haría cuanto estuviera en su poder por impedirlo.
Que los gigantes me contaran algo o no era otra cuestión. Se trataba de seres tímidos que, en general, no compartían de buena gana sus secretos. Aunque yo, gracias a Shim, había vivido algún tiempo entre ellos, seguían considerándome un extraño. Un hombre. Y, peor aún, era el hijo del malvado rey que los había sometido a una persecución implacable.
El suelo temblaba bajo mis pies y mi corazón latía desbocado en mi pecho, pero luché por mantener la calma. ¿Se detendría alguno de ellos para escucharme?
¿O me aplastarían antes de que pudiera formular mi pregunta? En eso, transportado por algún lejano viento del recuerdo, creí oír otra vez las palabras de un amigo, susurradas en mi primera visita a Varigal, la antigua ciudad de piedra de los gigantes: Algún día, Merlín, quizá descubras que el más leve temblor del ala de una mariposa puede ser tan poderoso como un terremoto que mueve montañas. Pero no tenía la menor idea de si hoy era ese día.
Sus ciclópeas siluetas ya proyectaban su sombra sobre mí. Recordé con ansiedad que los gigantes eran básicamente pacíficos. Por lo menos la mayoría de las veces. Un gigante fincayrano podía abatir un árbol de un solo puñetazo, beberse un lago en pocos minutos o desmenuzar un peñasco con facilidad. En una ocasión, vi a una musculosa hembra levantar un pedazo de roca que no sé si habríamos podido mover entre cincuenta personas de mi tamaño; ella la apartó de su camino como si fuera una bala de heno fresco. Con todo, por fortuna, raramente usaban su fuerza para lastimar a nadie. O ésa era mi esperanza.
Eran seis, todos más altos que los árboles más altos del bosque. Y Shim, pude comprobarlo, no era uno de ellos. Pero su expresión era claramente hosca y colérica. Cuando se acercaron, haciendo temblar la tierra a cada paso, advertí que arrastraban algo: un gran fardo, recubierto de barro seco, turba y zarzas.
—Eres muy valiente o muy temerario —declaró una voz conocida.
¡Hallia! Salía de entre los árboles, de nuevo metamorfoseada en mujer. Vino hacia mí a paso vivo, atravesando el prado, y sus ojos de cierva miraban nerviosamente a las inmensas figuras que remontaban la ladera.
Le indiqué por señas que retrocediera.
—Quédate entre los árboles. Es más seguro.
—No, si tú te quedas aquí.
Apreté los dientes.
—Habías hecho bien huyendo desde el principio.
—Hasta que me di cuenta de que no me seguías. Y de que las tierras pantanosas se han extendido tanto, más de lo que nunca habría soñado. —Me miró con actitud desafiante—. Me quedo contigo, joven halcón.
—Pero yo no…
Una voz atronadora, procedente de las alturas, me cortó en seco.
—¡Mirad! Un hombrúnculo y una mujerúncula. —Era una de los gigantes que iban en cabeza, una hembra cuyo tortuoso cabello del color del óxido le llegaba a las rodillas—. Traen problemas.
—Ni hablar —la contradijo otro con rudeza. Se relamió los anchos labios—
Mmmmm. ¡Traen comida! No mmmucha, pero mmmás que un mmmezquino bocado de mmmoras de las mmmarismmmas.
Extendió el brazo hacia nosotros, mientras amasaba el aire con su gran mano.
Cuando empezamos a retroceder, un tercer gigante, cuya oscura barba estaba sucia del mismo barro seco que recubría el fardo, le apartó violentamente la mano.
—Déjalez en paz —ordenó secamente—. Ya habemoz vizto baztantez muertez por hoy.
Su compañero cerró la mano en un puño.
—¡Nadie, y mmmenos tú, mmme dice qué debo hacer!
—Porque erez tan tozudo que no entiendez nada de lo que te dizen. —Sonrió complacido porque otros dos prorrumpieron en fuertes risotadas por su ocurrencia—. Ez verdad, ¡ja, ja!
Con un rugido de rabia, el gigante ridiculizado descargó un puñetazo. Falló el golpe, pero desgajó varias ramas altas de un pino. Sobre nosotros llovieron agujas y ramitas quebradas. Hallia dio un brinco y estuvo a punto de echarse a correr, pero se contuvo.
—¿Lo vez? ¡Ni ziquiera pegaz donde queríaz, ¡ja, ja!
El otro gigante arremetió contra él, pero su enorme pie tropezó con el extremo del fardo y perdió el equilibrio. Bramando furiosamente, se desplomó sobre el empinado prado, con tanta violencia que Hallia y yo nos caímos de culo.
Nos incorporamos a tiempo para ver a los dos contendientes cuando empezaban a luchar. Sus inmensos cuerpos rodaban por el suelo, alternativamente uno encima del otro, golpeando la tierra con los brazos y las piernas. Los demás gigantes se acercaron para ver mejor la pelea, sin dejar de animar a gritos a ambos rivales, olvidándose del fardo cubierto de barro.
Y el fardo lanzó un gruñido de protesta.
Un alud de barro cayó del extremo inferior, dejando al descubierto un par de enormes y peludos dedos del pie. A continuación, se oyó otro gruñido y se produjo una súbita contracción, que esparció más residuos de fétido olor sobre la hierba. A pocos pasos de nosotros, un reluciente ojo rosado se abrió y pestañeó, debido a la gran cantidad de lodo acumulado sobre su párpado superior. Por encima del ojo identifiqué una descomunal nariz en forma de pera, con sus cavernosas fosas nasales obstruidas por piedras, palos y légamo.
En la base del cráneo del gigante rebozado en barro, las capas de fango empezaron a vibrar. Cuanto más deprisa se movía el mentón —o el cuello, o lo que hubiera debajo—, más desechos de la ciénaga volaban por los aires. Hallia consiguió esquivar por los pelos una rama medio podrida, que se estrelló contra la hierba detrás de ella y se hizo añicos. Instantes después, apareció una grieta en la montaña de cieno, que se ensanchó lentamente hasta convertirse en una boca similar a una falla geológica.
—Aaaraaarrr —gimió el gigante enterrado—. Yo fiente malamente mal.
Defidida, abfoluta y definitivamente.
—¡Shim! —exclamé, al reconocer su frase favorita, ya que no su voz, debido al cieno que obstruía sus vías respiratorias. Me abalancé sobre él y le grité al oído taponado—; ¡Soy yo, Merlín!
La gibosa nariz se arrugó, desprendiendo una avalancha de escombros, que en buena parte acabaron en la boca de Shim y le hicieron escupir y toser violentamente. A su vez, eso expulsó más lodo de las marismas, que Shim engulló, lo cual le hizo escupir y toser mucho más. El ataque duró varios minutos. Para evitar que me aplastara con sus involuntarios cabezazos y manotazos, emprendí la retirada hasta llegar al lindero estricto del bosque.
Hallia, de nuevo a mi lado, me lanzó una mirada ansiosa.
—¿Conoces a ese gigante?
—¡Claro que sí! Desde antes de que fuera…, bueno, tan grande. Me ayudó a rescatar las Siete Herramientas Mágicas cuando el castillo de Stangmar se derrumbó.
—Aun así, podría pisotearte como a un gusano, si no te andas con ojo.
Agité mi cayado para que me vieran los demás gigantes que estaban a punto de coronar la loma. Tan ocupados se hallaban jaleando a los dos que se peleaban y empujándose broncamente unos a otros que no se percataron de la liberación de Shim. —Esos me preocupan bastante más. Shim es amigo mío. Y quizá sepa lo que pasa realmente en las marismas.
Viendo que los espasmos de Shim llegaban a su fin, iba a regresar a su lado cuando la mirada de Hallia, penetrante como una lanza, me detuvo.
—Escucha, joven halcón. Los gigantes ya son bastante malos, pero al menos corres más que ellos. Ahora bien, las Marismas Encantadas son algo muy distinto.
¿Qué más necesitas saber, aparte de que ya están demasiado cerca? ¡Justo aquí al lado, al pie de esta colina! Alejémonos lo más deprisa que podamos.
—Te entiendo, créeme. La primera vez que estuve aquí… Bueno, no quiero volver a menos que sea absolutamente necesario.
En las profundidades del cabestrillo que llevaba al pecho sonó un gruñido ahogado. Incluso inconsciente, el bolarva expresaba en voz alta su opinión.
—¿Cómo puedes pensar en volver allí? —insistió Hallia—. Con una vez debería bastarte.
—Lo único que sé es que algo va muy mal. —Señalé los oscuros efluvios que ascendían de los pantanos—. Ahí hay una presencia, algo que hacía tiempo que no percibía. No consigo identificarla, pero sé que es peligrosa.
Hallia me miró con desconfianza.
—Cuidado, joven halcón. Es buen momento para estar seguro de tus intenciones.
—Estoy seguro. Quiero ayudar a la tierra… A nuestra tierra.
—¿No sólo para convertirte en la imagen que alguien tiene de un gran mago?
—¡No! —Clavé mi cayado en la hierba—. Y tanto si me crees como si no, también voy a procurar ir con cuidado.
Mi amiga tomó aire lenta e irregularmente; luego, meneó la cabeza.