4. Muertedolor

¡AGUJAS de pino! Rodé sobre mí mismo y las escupí de mi boca. Por encima de mi cabeza, unas tupidas ramas se arqueaban hacia el cielo, con un aspecto tan robusto que parecían capaces de sostener la mismísima bóveda celeste. Y lo bastante corpulentas para ocultarla: sólo unas cuantas partículas de luz atravesaban el tupido mar de ramas.

—Buen trabajo, joven halcón.

Me encogí, escupí un grumo de resina pegajosa y luego torcí el cuello para mirar a Hallia. Como yo, estaba tendida de espaldas entre agujas de pino y ramitas secas. —Está bien —reconocí—. Mi habilidad de Saltar estaba un poco… desajustada.

Hallia se sentó y me miró con expresión solemne.

—¿Un poco, dices? Me parece que intentabas hacer Saltar al bolarva, no a nosotros. Ahora estamos aquí, en algún bosque, sin ningún punto conocido a la vista. ¿Y tu destino no eran las Marismas Encantadas? Supongo que debería sentirme afortunada de que tu puntería sea tan mala.

Se sacudió una aguja de pino de la nariz.

—Comparado con tu puntería Saltando, la habilidad de Gwynnia para aterrizar es soberbia. —Su rostro se ensombreció—. Por cierto, ¿dónde está? —Se puso en pie de un brinco, acribillándome de ramitas—. ¡Gwyyynniaaa! —gritó, y su voz se internó en el bosque como un gavilán—. ¡Mi Gwyyynniaaa!

No recibió respuesta. Se volvió hacia mí, con la frente surcada de arrugas de preocupación.

—Oh, espero que no le haya pasado nada. Si pudiera oírme me habría contestado. No creerás que…

—¿Nos la hemos dejado? —terminé por ella, incorporándome a mi vez. Me sacudí los fragmentos de corteza y las agujas de pino de mi túnica—. Me temo que es posible. Muy posible. Después de todo, no pretendía mandarla a ninguna parte.

—¡Tampoco pretendías mandarnos a nosotros! Oh, se habrá llevado un susto de muerte. —Miró en derredor, hacia los árboles—. Quizás está en alguna parte, justo fuera del alcance de mis gritos.

—Esté donde esté «alguna parte» —mascullé.

Con la cabeza vuelta hacia atrás, atisbé entre el dosel de ramas e inspiré una honda bocanada de aire, impregnado de la dulzura del cedro y el pino. Y algo más, caí en la cuenta enseguida: un ligero aroma rancio, a algo en descomposición, que acechaba justo detrás de la dulzura. De todos modos aspiré las fragancias, pues por mucho que me disgustaba haberme perdido, siempre disfrutaba en el corazón de un bosque. Cuanto más oscuro, mejor. Porque cuanto más oscuro fuera el bosque, más viejos eran sus árboles. Y cuanto más viejos eran los árboles, más misteriosos y sabios resultaban ser, como yo bien sabía.

Una brisa sacudió las ramas cargadas de agujas y me salpicó el rostro de rocío. De pronto, recordé otro día, en otro bosque, en la tierra de Gwynedd que algunos llaman Gales. Perseguido por un enemigo, escapé subiéndome a un árbol: un gran pino, muy parecido a los que ahora se erguían muy por encima de nosotros. Momentos después me encontré atrapado en una tormenta cada vez más violenta. El vendaval arreció y tuve que aferrarme al árbol con todas mis fuerzas.

Cuando el temporal descargó por fin con toda su intensidad, soporté todo el zarandeo y las sacudidas, meciéndome y bamboleándome, sostenido —no, abrazado— por aquellas ramas. Y cuando, por fin, la tormenta amainó, dejándome empapado entre las ramas de un árbol resbaladizo de lluvia, me sentí refrescado, reanimado y renacido.

Hallia me dio una palmadita en el brazo. Justo cuando me giraba, otra racha de viento más fuerte recorrió el follaje a toda velocidad. Mi amiga empezó a decir algo, pero levanté una mano para detenerla. Porque entre los crujidos de las ramas de árbol había oído voces, profundas y resonantes. Sin embargo, las voces parecían fuera de lugar en un bosque cuyas ramas se elevaban tan majestuosamente. Sonaban llenas de desesperación y de dolor, más y más profundo.

Escuché muy concentrado. Los árboles me avisaban agitando sus grandes brazos. No comprendí todo lo que decían, porque todos hablaban a un tiempo, a veces en lenguas que yo aún no dominaba. Pero había algunas palabras que me resultaron inconfundibles. De un majestuoso cedro: Nos morimos, morimos. De un tilo cuyas hojas en forma de corazón caían al suelo girando lentamente: Se me está comiendo. Devora mis raíces, mis raíces más profundas. Y de un imponente pino, muy afligido: ¡Mi retoño! ¡Que no se lleven a mi retoño!

Cuando el viento se calmó, junto con las voces, me volví hacia Hallia.

—Este bosque tiene algún problema, un gran problema.

—Yo también lo presiento.

—No parece de origen natural.

—No, no lo es. Pero si miras atentamente, hay signos por todas partes. Como las plantas trepadoras parásitas que infestan aquel grupo de pinabetes.

—Y ahí, mira eso. —Me aproximé al tronco de un pino cercano y raspé un poco de musgo gris y ralo de su corteza—. Ya había visto antes esta especie sobre los árboles, pero sólo después de una inundación. Nunca en un bosque que crece bien. Hallia asintió tristemente.

—Ojalá pudiéramos ayudar en algo. Pero ¿cómo? Además, ya tenemos nuestros propios problemas. ¿Cómo encontraremos el camino de vuelta a los pastos de verano? ¡Y a Gwynnia, pobrecita mía! ¿Y qué hay del bolarva? ¿Quién sabe dónde estará, a estas alturas?

Apreté los dientes y me encorvé para recoger mi cayado.

—Oye, lo siento. No tenía ni idea de que mi intento de Saltar saldría tan mal.

—Arrepentido, oprimí la nudosa curva del mango de mi cayado—. Olvidé la primerísima lección, lo que Dagda llamaba «el alma de la hechicería»: humildad.

Furioso conmigo mismo, introduje el cayado en mi cinturón.

—Necesito otros cien años de práctica, antes de volver a intentar algo semejante. ¡He podido mandarnos a otro país, o incluso a otro mundo!

Hallia negó con la cabeza.

—No, no. Mis pies, mi nariz, todos mis huesos me dicen que aún estamos en algún lugar de Fincayra. —Inspeccionó los árboles sumidos en sombras que nos rodeaban—. Este bosque me recuerda mucho a otro muy antiguo en el que estuve hace años, cuando todavía era una niña cervata. La mezcla de árboles, su distribución, todo me resulta de lo más familiar. ¡Pero aquel lugar estaba mucho más vivo! ¿Qué clase de enfermedad puede atacar a todo un bosque como éste?

—Ajjj —refunfuñó una voz angustiada desde detrás de las prominentes raíces de un cedro—. Terribloso muertedolor.

Corrimos hacia allí. El bolarva, con sus redondos ojos más apenados que nunca, se retorcía entre las raíces. De sus pinzas colgaban esquirlas de corteza y trozos de aguja de pino, su vientre acolchado se estremecía al menor movimiento y sus bigotes se curvaban con displicencia. Sin embargo, mi segunda visión, más aguda que la vista de una lechuza en el umbrío bosque, no detectó rastro alguno de lesión.

Me acerqué a él y traté de arrancar una rama pegajosa de savia de una de sus colas. El bolarva se encogió más para apartarse de mí.

—Ya no tienes nada que temer —lo tranquilicé—. El dragón no está aquí.

—¡Pero monstrumanos sí! —Levantó el hocico y olisqueó el aire, al tiempo que sus ojos se abrían aún más desmesuradamente—. Y muypeor, verdaderosamente muypeormás, estamos en el sitiorroroso donde menosmuy voyaquiero estar. —Sucumbió a un ataque de escalofríos y gemidos—.

Sitiorroroso…

Hallia contenía el aliento.

—¿Acaso sabes dónde estamos?

—Seguroso —gimió el bolarva—. ¿N… no fragancioléis el aromaticoso charcocieno?

—No, yo no —declaré—. Sea lo que sea eso de «fragancieno».

—¡Charcocieno! —El bolarva cerró los ojos y mascujo—: ¡Monstrumanos!

¡Son verdaderosamente cortobtusos!

Lo sacudí hasta que volvió a abrir los ojos.

—¿Dónde crees que estamos, eh?

Nos lanzó una mirada funesta.

—En el arbolosque oscuroso, el surlindero de las Marismencantadas.

Me sobresalté.

—¿Las Marismas Encantadas? ¿Estás seguro?

—¡Todomuy seguroso! —Sus bigotes se erizaron—. ¿Piensacrees que no reconozcapto mi amadoso charcocieno?

Hallia meneó la cabeza.

—No puede ser. El bosque que yo recuerdo estaba en un terreno más elevado, muy al sur de las tierras pantanosas, prácticamente a un día de distancia al galope.

—¿Estás segura? —pregunté.

—Del todo. Nunca olvido un bosque, y menos uno tan antiguo como éste. Y ni siquiera estaba cerca de las Marismas Encantadas.

—¡Pero verdadosamente mismaquí está! —chilló en tono agudo el bolarva, mientras todo su cuerpo temblaba de una forma incontenible. Su barriga se ondulaba en oleadas de grasa temblorosa—. Monstrumano, por piedafavor… dañopincha al pobremí si tienedebes. Tirarráncame los pelobigotes grituno a grituno. ¡Pero quitasácame de mismaquí!

Estudié a la convulsa criatura con expresión ceñuda.

—Lo que dices no tiene sentido. Aunque estuviéramos cerca de la ciénaga, ¿por qué no quieres regresar? Creí que era tu hogar.

—Lo era, por supuestoso. Pero noyamás. No es casasalvo.

Enarqué las cejas.

—¿Por qué no?

Se contorsionó, a fin de introducir la cabeza bajo una de las raíces.

—¡No quierepuedo explicablar! ¡Es demasiadoso horribloso!

Lo miré fijamente, preguntándome qué podía ser más horrible que las Marismas Encantadas que tan bien recordaba yo. El aire pestilente, el limo pegajoso y, lo peor de todo, los espíritus de la ciénaga. Había visto sus espectrales ojos titilantes y mucho más que eso. No quería volver a percibir su rabia, su locura. Y sabía que Hallia estaba en lo cierto: esa ciénaga era el lugar menos conocido —y el más temido— de Fincayra. Y por buenas razones.

El bolarva levantó de nuevo la cabeza y suspiró entre dos convulsiones.

—¡Oh, cómo extrañoro mi tierranatal, con sus gloriosurosos milagrodigios!

¡Fue un paislugar dulcelicioso durante tantosos tiempaños!

Intercambié una mirada de incredulidad con Hallia.

—¡Ah, mismaquellas lagucharcas pestilentosas! —prosiguió con ojos relucientes—. ¡Mismaquellas movedizarenas! Todomuy adorablosamente secretúmedo. —Se encogió—. Hasta que…

—¿Hasta que qué?

—¡Palohielos! —gritó de improviso el bolarva, señalando a mis pies con las pinzas—. ¡Peligraullido!

Contemplé el grueso palo torcido que yacía junto a mi bota y luego otra vez al bolarva.

—Basta ya de histeria. ¡Me tienes harto! No pienso huir corriendo de un palo, y tú tampoco deberías hacerlo.

—Pero mismotú no…

—¡Basta! —ordené, desenvainando mi espada. Un rayo de luz que penetraba entre las ramas altas se reflejó en la hoja, que refulgió intensamente— Esto nos salvará de los palos peligrosos. O de los bolarvas lloricas.

Hallia frunció el ceño.

—Vamos. Buscaremos el camino devuelta a… ¡aaaghhh!

Se llevó ambas manos al cuello: intentaba arrancarse la sinuosa y mortífera serpiente que se había enrollado alrededor de su cuello. Su rostro empezó a amoratarse; sus ojos parecían querer salirse de sus órbitas a causa del terror. Me precipité en su ayuda con la espada en alto.

—¡Muertedolor! —aulló el bolarva.

De improviso, algo pesado me golpeó en los riñones. Se deslizó con increíble rapidez por mi columna vertebral hasta mis hombros. Sin darme tiempo ni a gritar, unos poderosos músculos rodearon con fuerza mi garganta.

¡Otra serpiente! Me quedé sin aliento. Apenas podía vislumbrar a Hallia, caída de rodillas, luchando con la serpiente que la estaba estrangulando, cuando todo empezó a darme vueltas. Tropecé con algo, conseguí evitar una caída… pero solté la espada. Me dirigí hacia Hallia trastabillando. Tenía que llegar hasta ella.

¡Tenía que lograrlo!

Mis dedos se enterraron profundamente en la fría carne que ceñía mi cuello.

Era dura al tacto, como un collar de piedra. A pesar de mis esfuerzos, la serpiente seguía estrujándome implacablemente, enroscándose cada vez más. Sentía que mi cabeza estaba a punto de estallar, mis brazos y mis piernas más débiles a cada segundo que pasaba. Las descargas de dolor recorrían mi cuello, mi cabeza y mi pecho. No podía mantenerme en pie, no podía respirar. Aire… ¡Necesitaba aire!

Di un traspié y caí al suelo, sobre las agujas de pino. Me esforcé por incorporarme. Pero volví a caer de bruces, sin dejar de tirar de la serpiente.

Mientras tanto, una extraña oscuridad reptaba por encima de mí… y a través de mí. Todo dejó de girar, dejó de moverse.

Magia. ¡Necesitaba usar mi magia! Pero me faltaban las fuerzas.

Algo afilado se clavó en mi hombro. Noté el corte y vi la sangre. Mi espada.

¿Había caído encima de ella? De pronto, una vaga idea alumbró en la creciente oscuridad. Con las escasas fuerzas que me quedaban, intenté contorsionarme para resbalar por la pendiente. Me retorcí débilmente, pero el mundo se volvió más oscuro. Noté la hoja que me sajaba la carne… y posiblemente algo más.

Demasiado débil para seguir luchando, dejé de moverme. Un último deseo relampagueó en mi mente: Perdóname, Hallia. Por favor.

De pronto, la presa de la serpiente se aflojó. Inspiré ansiosa y entrecortadamente. Noté un hormigueo en los brazos; mi visión empezó a aclararse. Encolerizado, me arranqué del cuello el cadáver seccionado de la serpiente. Enseguida vi a Hallia, tendida tan cerca… Y tan inmóvil.

Así la espada por la empuñadura y me arrastré hasta ella. La serpiente que la había atacado desenroscó de su cuerpo unos centímetros y asomó la cabeza por debajo de la barbilla de Hallia. Siseó furiosamente; sus ojos amarillos parecían bullir. Se abalanzó hacia mí…

En el momento en que yo bajaba la espada. La hoja estableció contacto con un golpe seco. La cabeza de la serpiente salió volando por los aires y rebotó contra el tronco de un árbol, para caer al suelo del bosque.

Solté la espada y me arrodillé junto a mi amiga. ¡Por favor, Hallia! ¡Vuelve a respirar! La sostuve por la nuca amoratada, casi tan cárdena como su túnica, y le moví la cabeza. Pero no reaccionó. Le acaricié las mejillas; le oprimí la mano helada.

Nada. Nada en absoluto.

—¡Hallia! —grite, mientras las lágrimas humedecían mis mejillas—. Vuelve ahora mismo. ¡Vuelve!

No hizo el menor movimiento. No mostró el menor signo de vida, ni siquiera el menor aliento.

Hundido en la desesperación, me desplomé sobre ella y apoyé mi rostro contra el suyo.

—No te mueras —susurré—. No aquí. No ahora.

Algo me rozó la mejilla. ¿Otra lágrima? No…, ¡unas pestañas!

Alcé el rostro para mirarla, mientras Hallia inspiraba con dificultad una vez.

Luego otra. Y otra.

Al cabo de unos momentos, se sentó, tosió y se frotó el cuello dolorido. Sus ojos grandes, castaños y profundos me acariciaron unos segundos. Después, se posaron en la espada teñida de sangre en el suelo y luego en la serpiente decapitada tendida entre las agujas de pino.

Con los labios temblorosos, sonrió fugazmente.

—Tal vez —dijo con voz ronca— tu puntería no es tan mala, después de todo.