26 Una prueba de lealtad

LA oscuridad se espesó y se endureció hasta convertirse en frialdad, en un peso abrumador que me aplastaba por todos lados. Mis huesos, y hasta mis venas gritaban de agonía. De pronto, la presión cesó. La luz regresó. Un repentino desgarrón… y algo me golpeó en un lado de la cabeza. Una fracción de segundo más tarde, una lanza de madera rebotó en la columna de piedra que tenía detrás y su asta me golpeó en la sien. Aturdido, di un traspié y estuve a punto de caer de bruces en un maloliente charco.

¡La ciénaga! Había regresado. Frotándome la cabeza, miré hacia el arco de piedra y el Espejo que enmarcaba. Las nubes de niebla se retorcían bajo la cambiante superficie, exactamente igual que durante incontables eras.

—¡Hallia! —grité—. ¿Dónde…? —Antes de saber lo que ocurría, una mano de tres dedos me agarró por el cuello y me empujó hacia atrás. Caí de espaldas, salpicando agua lodosa en todas direcciones.

Rodé sobre mí mismo en el lodazal y me encontré mirando desde abajo a mi musculoso agresor. Sus estrechos ojos relucían bajo su casco puntiagudo; un peto cubría la mayor parte de su pecho. El sudor corría a raudales por la piel gris—verdosa de sus brazos. ¡Un trasgo guerrero! ¿De dónde habría salido? Los que habían sobrevivido a la caída del Castillo Velado vivían ahora ocultos, dispersos por los rincones más remotos del territorio. No se atreverían a salir a la luz…, a menos, comprendí con desaliento, que alguien les hubiera prometido protección a cambio de sus servicios. Alguien verdaderamente malvado.

—Aquí hay otro —dijo el trasgo con voz ronca, y me propinó una violenta patada en las costillas, al tiempo que alzaba su espadón.

Me aferré el costado, incapacitado para desenvainar mi espada. Rodé de lado con el tiempo justo de eludir su hoja, que se clavó en el barro. Antes de que pudiera volver a levantarla, empuñé mi cayado por la punta y lo blandí. El mango se estrelló contra la cabeza del trasgo y le arrancó el casco. Con un rugido, la criatura cayó sobre la hierba de la ciénaga y se quedó inmóvil.

Mareado, me esforcé por incorporarme, oprimiéndome con la mano las doloridas costillas. De pronto, percibí el olor. Dulce, empalagoso hasta el mareo, llenaba mis pulmones al mismo tiempo que los abrasaba. Me estremecí, como si una terrible prensa se abatiera sobre mí. Pues había reconocido el olor en el acto: el aroma de rosales en flor.

—Vaya, vaya, así que has decidido mostrarte por fin. —La fría y seca voz de Nimue me hizo más daño que la patada del trasgo.

—¿Dónde estás? —grité a los vapores de las marismas que rodeaban el arco—. ¿Dónde está Hallia?

La incorpórea voz prosiguió sin pausa alguna.

—Me has dado un buen susto, niño mago. Había empezado a preocuparme de que hubieras intentado seguir a ese lacayo infantil al interior del Espejo.

Estuve a punto de replicar…, pero me reprimí a tiempo.

—Habrías acortado tu vida una barbaridad, ¿eh? Y entonces me habrías privado del placer de hacerlo yo misma. —Emitió un prolongado sonido gutural—. ¡Ese Espejo, algún día, también conocerá mi ira! Porque, aunque sobreviví en mi viaje por sus brumosos corredores para venir aquí, aún me resiento de las cicatrices. Y no tengo el menor deseo de que se me vuelvan a abrir…, hasta que el resto de mis poderes, que tú me arrebataste de un modo tan insensible, me sean devueltos. ¡No, ampliados! Por eso he decidido permanecer en tu adorable islita un rato más, para recobrar las fuerzas, además de unas cuantas baratijas interesantes. Hummmm, sí, como tu cayado.

Sin dejar de escrutar los vapores, aferré la caña de madera con más firmeza.

Nimue cloqueó para sí misma.

—Todo eso, no obstante, es secundario. El hecho es que me encanta resolver problemas. Sobre todo con varios siglos de antelación. Por eso creo que debería disolverte a ti, pequeño mago. Aquí y ahora.

Dicho eso, se materializó en el aire frente a mí. Su túnica blanca, inmaculada como siempre, se henchía a su alrededor, mientras sus ojos opacos me escudriñaban. A su lado, con sendas espadas desenvainadas, se erguían ocho o nueve trasgos guerreros. Y a sus pies, tendida en el lodo, yacía la figura inerte de una joven humana.

—¡Hallia! —grité—. ¿Qué le has hecho?

Nimue hizo un puchero con los labios, en un remedo de beso.

—Siempre serás un sentimental. —Se sacudió una pelusa de la manga—. No te preocupes, sigue viva. Por ahora, al menos. Reservaba sus últimos estertores agónicos para que tú los presenciaras. —Hizo un gesto con la cabeza al trasgo guerrero más cercano—. Arráncale la cabeza, ¿eh? Quiero un corte irregular, nada limpio.

—¡No!

El trasgo soltó una risotada resollante y empuñó su espada con ambas manos. Sus fornidos brazos se flexionaron. Con un movimiento brusco, alzó la hoja en alto, muy por encima de su cabeza. Después, con toda su fuerza, descargó un mandoble sobre Hallia.

En ese instante, un nuevo poder recorrió mis brazos. No tenía ni idea de qué se trataba, ni de dónde provenía, sólo que me atravesó con la velocidad de un halcón lanzándose en picado… y que parecía fluir por todas partes de mi ser, cuerpo y alma, actuando al unísono como jamás lo habían hecho antes. Sin tiempo para pensar, levanté ambas manos, apuntando con una al trasgo guerrero y con la otra a Nimue.

Un súbito chisporroteo desgarró el aire. Unos rayos de luz azul brotaron de mis dedos. Uno alcanzó al trasgo guerrero en el pecho, justo antes de que su arma estableciera contacto con el cuello de Hallia. Su peto se rajó; con un estallido azulado, él y su espada salieron despedidos hacia atrás.

El otro rayo de luz se precipitó hacia la hechicera… y se detuvo bruscamente ante la mano extendida de mi enemiga. Durante una fracción de segundo lo mantuvo inmóvil. Después, hizo un despreocupado gesto en mi dirección. El rayo retrocedió a toda velocidad por el aire, directo hacia mí. Me agaché cuando pasaba justo por encima de mi cabeza y desgajaba la esquina de una de las columnas bastamente labradas. Las enredaderas que bordeaban la piedra se volatilizaron, convertidas en cenizas.

Nimue me miró de hito en hito, al parecer sólo ligeramente molesta.

—¿Eso es lo mejor que sabes hacer, patético jovenzuelo? ¡Hmmm, qué pena!

No tendrás el tiempo que necesitas para aprender a hacerlo mejor.

Indignado, arremetí contra ella blandiendo mi cayado. Se limitó a exhalar una bocanada de aire. Me estrellé contra una muralla de aire macizo que me empujó hacia unas zarzas envueltas en musgo. Patiné entre las zarzas y acabé chocando contra el tronco de un sauce caído al borde de un sucio estanque. Sobre mí llovieron ramas rotas mientras me zambullía en el lodazal.

Débilmente, levanté la cabeza. Nimue hizo señas a una pareja de trasgos guerreros y les espetó una orden.

—Acabad con la mujer ciervo como queráis. —Avanzó hacia mí con una perversa sonrisa—. Pero éste dejádmelo a mí.

Vislumbré un par de espadas subiendo. De pronto, la cabeza de Nimue y su cabello negro suelto me taparon la vista. Su sonrisa se ensanchó progresivamente mientras se acercaba. Traté de incorporarme apoyando la espalda en el tronco y obligando a mis temblorosas piernas a sostenerme. Sin previo aviso, mis botas resbalaron en el lodo y volví a zambullirme en el charco.

—Pobre infeliz —dijo con voz arrulladora la hechicera a sólo dos pasos de distancia—. Permíteme poner fin a tu incomodidad.

Conseguí arrodillarme en el cieno. El denso limo me corría por el cuello y por los brazos, pero mantuve la voz firme.

—Nunca ganarás. Nunca.

Sus párpados se entornaron en una mirada cruel. Muy despacio, levantó un brazo. Su dedo índice, ligeramente curvado, apuntó hacia mi pecho.

—Ah, mi pequeño mago, estás equivocado, muy equivocado. Ya he ganado.

—Una risita cascada brotó de su garganta—. ¿Y no es una ironía encantadora, eh, que haya ganado dominando los mismos conjuros que me enseñaste tú, en tu forma más vieja?

Sus dedos se engarfiaron.

—Ha llegado tu…

Blam. Una figura enorme, mayor que un peñasco, cayó del cielo. Se estrelló contra el suelo justo detrás de Nimue, provocando una explosión de barro y escombros que salieron volando en todas direcciones. Con un alarido, la hechicera cayó de bruces sobre mí. Una ola de cieno nos cubrió hasta la cabeza.

Cuando logré sacar la cabeza del lodazal, divisé a Nimue, goteante de oscuros jugos de la ciénaga. Pronunció una soez maldición mientras luchaba por escapar del lodo. De pronto, vi la descomunal cabeza que se cernía sobre nosotros.

Un ojo triangular, anaranjado y reluciente, me miraba desde las alturas. Unas escamas moradas y escarlatas cubrían toda la cara, excepto la larga oreja azul que sobresalía como un estandarte ondeando al viento.

—¡Gwynnia! —Rodeé su inmenso hocico con un brazo y oprimí mi cara contra la suya. Después, señalé a los trasgos guerreros, muchos de los cuales habían sido derribados por el impacto—. ¡Ahora busca a Hallia! ¡Por allí!

Con un atronador rugido, la hembra de dragón giró sobre sí misma. Su cola restalló como un látigo antes de golpear al trasgo guerrero más próximo a la figura inerte de Hallia. El trasgo salió volando en línea recta hacia el Espejo. De repente, la brumosa superficie se aplanó y relució de un modo siniestro. Como una sima sin fondo en el terreno del tiempo, se tragó por completo al trasgo. Incluso antes de que el ruido de algo al romperse se extinguiera, la superficie volvió a convulsionarse y a mostrar remolinos de nubes, como antes.

Entretanto, el desgarbado cuello de la cría de dragón se extendió en dirección a Hallia. Gimoteando, Gwynnia empujó suavemente el cuerpo de su amiga con el extremo del hocico, mientras sus correosas alas se agitaban con nerviosismo sobre su espalda. Pero Hallia no se movió, ni emitió ningún sonido.

Salí dando traspiés del estanque. Recuperé mi cayado y volví la vista hacia Nimue. Se estaba quitando terrones de barro y palitos que se le habían pegado al cabello y, de paso, arrancándose también los pelos. Al verme, lanzó un aullido de rabia y agitó los brazos enloquecidamente. Una bola de fuego que abrasaba el aire como lava fundida apareció en su mano. Al grito de: «¡Muere por el fuego, mago advenedizo!», echó el brazo hacia atrás y me arrojó la bola.

Las cicatrices de mis mejillas me escocieron por el calor cuando la bola de fuego voló hacia mí silbando. Sólo tuve tiempo de alzar mi cayado, imbuyéndole todo el poder que pude reunir con la esperanza de que me sirviera de escudo. En el momento del impacto, los irregulares brazos de un relámpago brotaron de la empuñadura del cayado y colisionaron con la bola de fuego, a la que desviaron hacia un montículo de turba cercano. Enseguida se elevó un rugiente muro de fuego que consumió todas las cañas, el musgo y las raíces partidas de la zona.

Gwynnia, al no detectar ningún movimiento por parte de Hallia, bramó de angustia. Su lengua, fina como una de sus garras y de color morado oscuro, lamió suavemente el rostro de su amiga. El brazo de Hallia pareció elevarse, pero volvió a caer lánguidamente. No supe si se había levantado solo.

—¡Guerreros! —aulló Nimue. Salió del estanque a grandes zancadas, sin dejar de darse tirones de pelo—. Matadlos a todos. ¡Digo que los matéis, ahora!

Rugiendo con furia, los trasgos se abatieron sobre nosotros empuñando pesadas lanzas, espadas y hachas. Varios de ellos atacaron a Gwynnia y otros dos se abalanzaron sobre mí. Tuve que emplearme a fondo para mantenerme fuera del alcance de sus mortíferas hojas, al tiempo que intentaba acercarme lentamente a Hallia. A un lado vi la cola de Gwynnia fustigando el aire, intentando proteger de los atacantes a nuestra compañera caída. Al otro lado, Nimue se preparaba para lanzarme otra bola de fuego abrasador.

Las espadas hendieron el aire justo por encima de mi cabeza; las lanzas se clavaron en el cieno a mis pies. Ahora estaba recostado en la columna calcinada del arco. Durante una fracción de segundo, me planteé zambullirme en la niebla y salvarme…, pero no podía dejar a Hallia allí. Mientras la risa de Nimue se elevaba hasta la cruz del arco, un enorme trasgo guerrero que lucía un brazalete rojo por encima del codo me hizo frente. Lanzó un ronco gruñido jadeante y trató de cortarme la cabeza con sus dos hachas de guerra.

En lugar de agacharme, hice lo que menos esperaba: apoyé el pie en la columna y me catapulté sobre él. Mi pecho embistió contra su hombro y desprendió una placa de su armadura. Una de las hachas alcanzó la columna.

Volaron chispas por el aire. La segunda hacha se enterró en la espalda de otro guerrero. Mientras tanto, yo rodaba por la hierba de la ciénaga sin poder evitarlo.

Finalmente, me detuve. Aunque todavía me daba vueltas la cabeza, me di cuenta de que había quedado casi debajo de la cola de la hembra de dragón. La sombra de su punta provista de púas pasó por encima de mí cuando la blandió

para repeler a uno de nuestros agresores. Sin embargo, no me quedé a presenciar su combate, porque mi atención se dirigió al cercano cuerpo inerte. Me arrastré hasta Hallia y le levanté la cabeza para acercarla a la mía.

—Hallia…

Muy debilitada, abrió los ojos. Mi corazón dio un vuelco cuando vi aquellos profundos estanques castaños y el fuego que brillaba en su interior, una vez más.

Pero el fuego ardía débilmente, se estaba apagando. Al cabo de unos segundos, volvió a cerrar los ojos. Concentré todas las fuerzas que me quedaban en los brazos, en las manos y en Hallia. ¡Circula, poder mío! ¡Vuelve a traerla a mi lado!

Esperé a que se moviera, a que inspirara, aunque sólo fuera una vez y con dificultad, pero no ocurrió nada. Desesperado, la sacudí por los hombros. Todavía nada. Yacía allí, inmóvil como mi propio corazón helado.

De pronto, se estremeció y boqueó en busca de aire. Sus ojos se abrieron de nuevo.

—Joven halcón —dijo con voz ronca—. Has vuelto.

En el momento que empezaba a responderle, la voz de Nimue sacudió la ciénaga.

—¡Morid, todos vosotros!

Al ver que la hechicera apuntaba con su bola de fuego, Hallia me aferró el brazo. Al mismo tiempo, vislumbré fugazmente una expresión atroz en la cara de Gwynnia: una mirada de terror. Rodeada de trasgos guerreros, ya no podía seguir manteniéndolos a raya. El cerco se iba estrechando a su alrededor. Las armas de los trasgos aporreaban las escamas de su dorso, intentaban clavarse en sus ojos y hurgaban en su vientre, que subía y bajaba al ritmo de su respiración acelerada. En pocos segundos más, caería con toda seguridad.

Nimue soltó el brazo como si fuera un resorte. La bola de fuego, de un brillo incandescente, salió volando de su mano. Escupiendo llamas, cayó sobre nosotros.

Estaba cada vez más cerca. Esta vez no tenía el cayado para desviar el proyectil, por lo que intenté proteger el cuerpo de Hallia con el mío.

En ese instante, algo salió de los vapores como una exhalación y hendió el aire, dejando un fino rastro de oscuridad. Cuando impactó con la flamígera bola,

justo ante nuestras narices, se produjo un repentino sonido ahogado… y la bola de fuego desapareció.

Nimue, boquiabierta, se quedó mirando fijamente el sitio. Sus trasgos guerreros también intuyeron que algo iba mal. Aunque seguían esgrimiendo sus armas, empezaron a vacilar y a mirarse mutuamente con preocupación. Dos de ellos dieron un paso atrás, apartándose de la hembra de dragón. En ese momento, docenas de siluetas emergieron de las marismas circundantes y nos rodearon con sus sombras imprecisas.

¡Espíritus de la ciénaga! La mayoría sólo eran distinguibles como vagas formas temblorosas o como ojos que parpadeaban flotando entre los efluvios. Pero resultaban inconfundibles. La mayoría empuñaba pesados arcos con flechas negras como el carbón listas para disparar. Flechas capaces de traspasar el día.

El inmenso trasgo de los brazaletes rojos gruñó fieramente. Avanzó hacia los espíritus de la ciénaga más próximos blandiendo un hacha de guerra por encima de su cabeza. Al instante, tres flechas que dejaban tras de sí una cinta de oscuridad se clavaron en su pecho. Dio un paso atrás y cayó de bruces en el cieno, tras lo cual no volvió a moverse.

Temblando de rabia, Nimue corrió hacia la línea de arqueros. Obedeciendo una silenciosa orden, un gran número de ellos cambió de postura y apuntó sus flechas contra la hechicera. Nimue se puso rígida y los miró ceñudamente.

Luchando por contener su ira, se cubrió del todo los hombros con su mantón de hilos de plata. Por fin, dijo con voz tensa.

—Vaya, vaya, mis viejos amigos. No pensaréis en hacerme daño, ¿verdad?

A modo de respuesta, los espíritus de la ciénaga tensaron las cuerdas de sus arcos. El rostro de Nimue, ya blanco, palideció aún más. Tras unos instantes de tensión, volvió a encararse con ellos, abandonando todo fingimiento de complicidad.

—¿De verdad creíais que podíais derrotarme tan fácilmente? —berreó, con los puños crispados—. ¡Pagaréis por esta traición, oh, sí, con la duración de muchas vidas de dolor! ¡Esperad a que recupere por completo mis poderes! Las cadenas que llevabais antes os parecerán una delicia, comparadas con los tormentos que improvisaré para vosotros.

Varios de los espíritus de la ciénaga parecieron titubear; dos o tres de ellos bajaron sus arcos. Pero el resto permaneció en su sitio, con las armas preparadas, enfrentándose cara a cara con la hechicera. Lo que nadie había observado, sin embargo, era que durante su discurso, Nimue había levantado lentamente la mano, hasta señalar con ella el punto donde Hallia y yo estábamos tendidos en el suelo. De pronto, advertí que un resplandor rojizo aparecía en la punta de su dedo índice extendido.

—¡Cuidado! —grité—. ¡Nos ataca!

—Demasiado tarde, niño de teta mago —replicó despectivamente, sin apartar la vista de la línea de espíritus de la ciénaga—. Ahora, ex aliados míos, comprobaremos vuestra lealtad. ¿Os parece bien, eh? Escuchad mis condiciones, pues sólo os las ofreceré una vez: soltad vuestras armas ahora y no os haré nada.

Os doy mi palabra de honor. Mi única presa será la vida de estos dos asesinos que tanto daño me han hecho.

Hizo una pausa para dejar que sus palabras hicieran mella en los oyentes.

—De lo contrario, si en vuestra obstinación decidís atacarme, os lo advierto, tendré el tiempo suficiente antes de que vuestras flechas me alcancen para mandar una llamarada a vuestro amigo mago y a su doncella. —La punta de su dedo parecía echar humo y crepitar—. Quizá no tenga la suerte de matarlos a ambos, pero os prometo que al menos uno de ellos morirá, con toda seguridad.

Mientras Hallia y yo permanecíamos inmóviles, un grave murmullo se elevó entre los espíritus de la ciénaga congregados. Me devané los sesos buscando cualquier cosa, lo que fuera, que nos sacara del apuro. Pero cualquier intento de moverme, por no hablar de atacar, sin duda provocaría que Nimue liberase sus llamas retenidas y nos incinerase a Hallia y a mí. Me pareció observar que Gwynnia también había llegado a la misma conclusión terrible. Aunque sus ojos brillaban de angustia, permanecía completamente inmóvil, incluso con las alas en tensión y pegadas a la espalda.

Al cabo de un rato, los espíritus de la ciénaga volvieron a guardar silencio.

Sus brillantes ojos centelleaban entre los jirones de niebla que se entretejía alrededor de sus cambiantes siluetas. Aunque yo estaba seguro de que la hechicera, como yo mismo, esperaba que elegirían retirarse y salvarse, no cedieron. Claramente, habían decidido poner a prueba la determinación de Nimue… y, de paso, tratar de salvarnos la vida a Hallia y a mí.

El rostro de la hechicera se deformó en una colérica mueca. Su dedo crepitó con más intensidad y desprendió una fina columna de humo ascendente. Mi mano oprimió la de Hallia, mientras mi mente buscaba con desesperación alguna manera de escapar.

Un ligero movimiento a mi lado atrajo mi atención. ¡Mi sombra! Al instante, le dirigí una silenciosa orden: Aunque no vuelvas a obedecerme nunca más, ¡debes hacerlo ahora! Ve a detenerla, si puedes.

La sombra pareció titubear y se encogió hasta presentar sólo una ínfima porción de su tamaño real. A continuación, surcando el aire como un lobo, se separó de mí con un brinco, embistió a la hechicera y le propinó un cabezazo en el estómago.

Nimue lanzó un aullido y reculó, trastabillando. El rayo abrasador que brotó de sus dedos se dispersó inofensivamente entre los vapores de la ciénaga, por encima de su cabeza. Antes de que pudiera recobrarse, me abalancé sobre ella y la empujé con todas mis fuerzas. Cayó hacia atrás, hasta que una de las columnas de piedra la detuvo de forma violenta. Unos dedos de niebla brotaron de la superficie del Espejo, en busca de su carne. Nimue intentó sacudírselos manoteando y contorsionándose. La superficie restalló bruscamente y se transformó en una rígida lámina negra. Durante un breve instante, sin dejar de manotear para conservar el equilibrio, la hechicera contempló su oscuro reflejo… y algo más que había al otro lado.

—¡No! —gritó mientras caía en el Espejo. Desapareció en sus entrañas y su alarido final se mezcló con el estruendo de algo al romperse, hasta que ambos se disolvieron en el silencio.

Mientras el dulce aroma de Nimue se evaporaba, nadie se movió. Después, de golpe, sonó un retumbante grito de júbilo, primero de Hallia y mío, luego de Gwynnia (que además aporreó el suelo con la cola, proyectando barro en todas direcciones) y finalmente de los espíritus de la ciénaga, cuyas voces entonaron lúgubres gemidos sobrenaturales.

Cuando todos los gritos se apagaron por fin, los trasgos guerreros restantes dejaron caer sus armas. Despacio, muy despacio, el círculo que formaban los espíritus de la ciénaga se abrió. Vacilantes al principio, los trasgos avanzaron hacia la abertura. Al cabo de un momento, echaron a correr y se dispersaron por las marismas, pisoteando el barro con sus pesadas botas.

Los espíritus de la ciénaga permanecieron inmóviles con su siniestro resplandor durante varios segundos más. Después, tan silenciosamente como habían aparecido, se fundieron con los vapores y desaparecieron de la vista. Sólo quedaron los rastros huecos de sus flechas, inscritos en el aire junto al antiguo arco. Abracé a Hallia con fuerza. Las marismas estaban extrañamente en calma.

Juntos escuchamos el sonido de nuestra respiración y de Gwynnia, sin creernos del todo que seguíamos vivos.

Más tarde, en el silencio, se oyó un nuevo sonido. Procedía de algún punto cercano. Aunque apenas duró un par de segundos, parecía casi una voz. Casi… como un gato que emitiera un solo maullido satisfecho.