20 Las brumas del tiempo
RECORRIMOS penosamente las marismas durante el resto del día, cuya luz iba menguando a la misma velocidad que nuestras fuerzas. Hallia y yo no habíamos comido nada más que unas rebanadas de hortalizas y un buche de agua desde la cena de la noche anterior; Ector, me resultaba evidente, no tenía menos hambre que nosotros. Y la falta de comida era la menor de mis preocupaciones: en lo más hondo de mi pecho, notaba una lenta e implacable opresión.
Sentía dolores por todo el cuerpo, a medida que mis fuerzas se agotaban.
Andar, incluso respirar me resultaba cada vez más difícil, además de sentir molestias intermitentes en los ojos y en el cuello. Recordé que, en cierta ocasión, de niño, me debatía febril en mi jergón de paja; aún podía oír a mi madre cantando suavemente mientras aplicaba paños fríos sobre mi frente y vertía pociones balsámicas en mi garganta. El recuerdo iba acompañado de nostalgia por ella, aunque sabía que ninguna de sus hierbas medicinales podía ayudarme ahora. ¿Por qué pensaba que el maestro de Ector, fueran cuales fuesen sus habilidades, podía hacerlo mejor?
Para mi sorpresa, Ector parecía conocer el camino a través del cenagal. Nos condujo por la ladera del cerro y por un campo inundado, erizado de troncos de árbol cubiertos de musgo que semejaban lápidas de tumbas olvidadas. Su voluntarioso avance sólo se detenía para ayudar a uno de nosotros, normalmente a mí, en los puntos más traicioneros. Desde el momento en que nos alejamos del
Árbol Ardiente, apenas había reducido el paso, casi nunca había cambiado de dirección y nunca había retrocedido sobre sus pasos.
En cierto momento, el barro se adhería a mis botas con tanta fuerza que me arrancó una del pie. Caí de bruces en el lodo y me quedé empapado. Gracias a mi cayado, conseguí ponerme en pie otra vez, aunque me zumbaba la cabeza por el agotamiento. Mientras daba saltitos sobre un pie, chapoteando en el charco, para volver a calzarme la bota, Ector se acercó con pesados pasos para ayudarme.
Sujetó el borde de cuero del calzado, que estaba casi sumergido y que, con un fuerte ruido de succión, salió de un tirón.
—Toma —declaró, vaciando parte del barro de la bota—, Ya no estamos muy lejos. —¿Cómo lo sabes? —pregunté, jadeando pesadamente mientras empujaba con la pierna para calzarme de nuevo—. ¿Habías venido antes por aquí?
Ector asintió.
—Es el camino que seguí a la ida. Pero, en realidad, no soy yo quien nos guía. Es el Espejo.
Respirando aún con dificultad, le dirigí una mirada de desconcierto.
—De algún modo, el Espejo sabe —explicó— quién lo ha atravesado. Te ayuda a encontrar el camino de regreso; del mismo modo, cuando volvamos a atravesarlo, mi maestro nos conducirá el resto del camino.
Mi confusión aumentó.
—¿Atravesarlo?
Se alejó de mí sin añadir nada más. De hecho, durante el resto del recorrido, nadie dijo nada, excepto de vez en cuando para maldecir las ramas que se trababan en nuestras ropas o las nubes sulfurosas que nos abrasaban los pulmones. En medio de nuestro silencio, los aullidos de las marismas parecían más cercanos que nunca. Pero me quedaban pocas fuerzas para preocuparme por eso. Mi cuerpo estaba cada vez más débil y mis piernas más entumecidas. Todo lo que llevaba encima —el cayado, las botas, incluso la espada— parecía más pesado a cada paso que daba.
¡Qué terrible error había cometido al utilizar la llave! No sólo había imposibilitado la misión de Ector; probablemente me había condenado a muerte a mí mismo. ¿Y para qué? Nimue aún rondaba por las marismas. Quizás era menos poderosa, ahora que los espíritus de la ciénaga la habían abandonado, junto con los poderes que ella les había otorgado, pero seguía siendo tan tortuosa y vengativa como siempre. Aún podía sentir su malévola presencia, tan tangible como mi cayado. No conseguía librarme de la sensación de que todavía no había completado sus planes con la ciénaga o conmigo.
Finalmente, nos acercamos a lo que parecía ser un arco de piedra toscamente labrado. Unas enredaderas de hojas moradas se enroscaban alrededor de dos columnas de piedra que soportaban el travesero. Una cortina de tupido musgo, goteante de humedad, colgaba de la parte superior.
Alcancé a los demás con esfuerzo. Me situé al lado de Hallia y mi visión fue atraída por el arco… y por el cambiante espejo que enmarcaba. Su luna relucía de una forma extraña al reflejar nuestros rostros, aunque se veían en sombras y deformados, casi irreconocibles. En todo momento, el espejo se combaba y burbujeaba, como si no fuera en absoluto un espejo, sino una cortina de niebla. De hecho, unos oscuros efluvios se arremolinaban en sus profundidades, muy distintos, sin embargo, a los vapores de las marismas.
Pues la niebla del interior del espejo se movía siguiendo un patrón, casi se diría que por voluntad propia. Las nubes se aglutinaban en apretados nudos, luego se desenredaban, sólo para retorcerse otra vez en nudos, que a su vez se deshacían y revelaban brumosos paisajes, atisbos de valles, de viviendas, de colinas a medio formar; después, todos los paisajes se combinaban, se fundían unos con otros, hasta formar un único nudo que volvía a desatarse. El proceso se repetía una y otra vez, pero siempre con nuevas variaciones.
—Ese espejo… —empecé a decir, sin dejar de examinar mi reflejo deformado—. Está casi vivo.
Ector asintió enérgicamente.
—Mi maestro estaría de acuerdo contigo. Dice que el Espejo es, en realidad, un pasaje, una puerta. Conduce a lo que él llama las Brumas del Tiempo, aunque dice que también ha recibido otros nombres a lo largo de la historia.
Me apoyé en mi cayado y escruté el arco con una mezcla de miedo y fascinación. Las Brumas del Tiempo. Paladeé el nombre, además de la idea. Con frecuencia, Cairpré, cuando me enseñaba las tradiciones de Fincayra y de otras tierras, se detenía a analizar la noción de tiempo. Porque, como yo, percibía sus misteriosos poderes. También sabía que yo siempre ansiaba desplazarme a través del tiempo, incluso soñaba, de niño, que viajaba por él hacia atrás. ¡Que yo rejuvenecía mientras el resto del mundo envejecía a mi alrededor! Era una idea descabellada, lo sabía, pero que acariciaba secretamente.
El Espejo se alabeó, distorsionando nuestros rostros. Uno de los ojos de Hallia se ensanchó tanto que parecía a punto de estallar, y bruscamente se descompuso en una docena de ojos minúsculos, y todos ellos nos devolvían la mirada.
—¿Estás seguro de que es por ahí? —pregunté a Ector, presa de la incertidumbre.
El niño tragó saliva.
—Estoy seguro. —Tras mirarse las botas recubiertas de barro seco, añadió—Es la salida al otro lado de lo que no estoy seguro.
Hallia y yo intercambiamos miradas de preocupación.
—¿Qué te dijo tu maestro que hicieras —inquirí— cuando quisieras volver?
Ector inspiró prolongadamente.
—Sólo llamarlo. Juró llevarme de vuelta a casa.
Mi corazón latía como un caballo desbocado.
—Cree que le llevarás la llave. ¿Confía en eso, por alguna razón, para ayudarle a encontrarte ahí dentro?
—Yo, bueno… no lo sé.
Un latigazo de dolor me partió por la mitad. Grité y caí de rodillas sobre el cenagoso suelo. Aunque el dolor remitió enseguida, me dejó temblando y más débil que antes.
Hallia se arrodilló a mi lado y me tentó la frente.
—¡Estás muy caliente! Oh, joven halcón, esto es una temeridad. Entrar ahí…
¡No es tanto un espejo como una terrible y furiosa tormenta! ¿Y qué posibilidades tienes de salir con vida? Tiene que haber una manera mejor.
Tosí al notar otra vez la opresión en el pecho.
—No, no la hay.
Hallia se encogió visiblemente.
—Pues que así sea. Pero voy contigo.
—Yo de ti no lo haría.
Al oír la voz, fina y silbante, nos quedamos petrificados.
Procedía de algún punto cercano. Buscamos su origen con la mirada, pero no vimos nada más que el arco de piedra y el cambiante espejo del interior.
—¿Quién eres? —preguntó Ector en voz alta.
Me esforcé por ponerme en pie, apoyándome en Hallia y en mi cayado al mismo tiempo.
—Sí, muéstrate.
—Sólo me muestro cuando quiero —silbó la voz.
Inesperadamente, una zarpa de gato surgió del musgo que coronaba el arco.
Giró sobre sí misma y se extendió en toda su longitud. Tras exponer sus uñas para peinar el aire, se elevó una segunda garra. Después, una tercera. Una cuarta.
Durante un rato largo, las garras se estiraron perezosamente.
—Ejemmm —exclamó la voz—. Tenéis suerte de que ésta sea una de esas veces. Al oír la mezcla de ronroneo y ladrido que expresaban aquellas palabras, me sentí inseguro.
—Y, en realidad, no me importa lo que penséis —dijo la criatura, como si hubiera oído mis pensamientos. Prosiguió—: Y tú, mujer ciervo, deberías avergonzarte.
El color abandonó el rostro de Hallia.
—¡Creer que puedo ser una bruja disfrazada! Una que huele a rosales en flor, nada menos. ¡Puaj! Una idea totalmente repulsiva.
De pronto, las uñas se retrajeron. Un par de orejas con la punta plateada asomó entre el bosque de musgo. Le siguió el resto de la cara, elevándose lentamente. Habría sido idéntica a una cara de gato, pardo con pintas plateadas, excepto por una cosa: carecía por completo de ojos. La criatura se puso en pie con soltura. Hizo rodar los hombros para desentumecer los músculos y luego se sentó al borde de la cruz del arco. Y empezó a lamerse las patas delanteras como si no existiéramos.
Al rato, el gato sin ojos volvió a hablar.
—Veréis, no tiene importancia. Lo único que necesitáis saber es que soy…, bueno, un amigo del Espejo.
Ector empezó a abrir la boca, pero el gato siguió hablando.
—¿No me crees? —Su voz silbante era más aguda que antes—. En realidad, no me importa que me creáis o no. —Una garra de gato arañó la piedra—. Pero también podéis preguntaros: si no soy amigo del Espejo y de las brumas que contiene, ¿cómo sé tanto sobre ellos?
Pese al zumbido de mi cabeza, avancé unos pasos hacia la criatura.
—¿Qué sabes?
El gato arqueó el lomo, desperezándose. Con ojos o sin ellos, parecía que me miraba directamente. Por dentro. Al cabo de un momento, su dorso se relajó.
—Más de lo que me apetece decir —respondió por fin—. Ahora bien, sí os diré lo siguiente: esas brumas están llenas de, ejem, senderos… donde encontraréis muchas voces, muchas sombras. Y no sombras enclenques como esa pequeñaja que se pega a tus botas, oh, no. Hablo de sombras mucho más grandes, mucho más aterradoras.
Al oírlo, mi sombra empezó a hacer molinetes con los brazos, azotando la hierba bajo mis pies. Aunque no ocurrió nada —ni una simple mota de barro voló hacia la criatura sentada sobre el arco—, la intención de mi sombra no podía estar más clara. Por un instante, casi sentí lástima por ella.
El gato, sin embargo, hizo caso omiso del intento de agresión y siguió lamiéndose con calma las garras delanteras.
—Todos esos senderos —continuó en tono relajado— serán lo bastante difíciles para que una persona sobreviva. Dos quizá lo conseguirían, aunque las probabilidades son menores. —Expelió el aire con un ruido que era mitad gruñido, mitad suspiro—. Tres, no obstante, jamás lo lograrían. Todos moriríais, con la misma seguridad que si fuerais engullidos por una sima sin fondo.
—Pero mi maestro nos ayudará —protestó Ector.
—Lo intentará —silbó el gato, mirando sin ojos al niño—. Os envolverá en un capullo protector de los suyos, como hizo contigo cuando viniste aquí. Gracias a eso, quizá sobrevivirían dos. Dos, pero nunca tres. —Volvió a extender las garras—. Naturalmente, en realidad no me importa. Es vuestro destino, no el mío.
Hallia se puso rígida. Lentamente, se volvió hacia mí.
—Dice la verdad. Lo presiento.
Por mucho que temblaban mis piernas, mi voz las superó.
—Yo también. Aun así, ¿quién… debe quedarse?
—Tú no —respondió mi amiga con ojos inseguros—. Y Ector tampoco, ya que esperamos que su maestro encuentre el modo de ayudarte. —La presión de su mano sobre mi brazo aumentó—. Yo os esperaré aquí, pase lo que pase.
El gato ronroneó débilmente mientras lanzaba un zarpazo al musgo.
Abracé a Hallia, aunque los brazos me pesaban como troncos de árbol.
—Volveré. Te lo prometo.
—¿Te acuerdas de cuándo quería… decirte algo, en aquel prado? —preguntó, azorada. Se apretó contra mí y me acarició el pelo con las dos manos—. Bueno, quiero decírtelo ahora, más que nunca. Pero no parecerá…, no puede parecer… No.
Aquí no. Así no.
Sólo pude asentir lúgubremente. Al rato, Hallia se apartó de mí. Sin su apoyo, estuve a punto de desplomarme, pero Ector acudió raudo a mi lado y permitió que me apoyara en él. Inspirando de forma profunda, sacó pecho y se encaró con las brumas que se arremolinaban en el interior del Espejo.
—¡Ya voy, maestro! Vengo con un amigo. Te lo suplico, llévanos a los dos a casa. La refulgente superficie se estremeció de improviso y se agrietó. Por la rendija, surgió un largo y sinuoso tentáculo de niebla que se extendió hacia el niño. Los vapores rozaron su barbilla, rodearon su oreja y luego se retrajeron. En ese momento, el Espejo se alisó de golpe con un seco chasquido. Nuestro reflejo, más nítido que antes, pero con sombras más pronunciadas, nos devolvió la mirada. Al mismo tiempo, el sonido de una lejana campana brotó de las profundidades, de algún punto profundo, muy lejos de la superficie. Mi espada captó la vibración y tintineó débilmente a modo de respuesta.
—Naturalmente, no significa nada para mí —dijo el gato, mientras se acicalaba una pata—, pero sería prudente que os dierais la mano. —Hizo una pausa y sus ojos invisibles me miraron fugazmente—. Y que no os soltéis nunca, jamás. A menos que no os importe perderos para siempre.
Cuando el gato volvió a lamerse, cogí a Ector de la mano. Me volví para mirar a Hallia y sentí otro dolor en el pecho, esta vez más profundo. A continuación, obedeciendo una silenciosa orden, ambos nos internamos en el Espejo.