15 La leyenda de la niebla susurrante
EN una remota costa de un lejano mar, la niebla se levanta cada noche de entre las olas relucientes de estrellas. Se extiende, cada vez más tenue, por encima del oscuro mar, con delgados dedos que se proyectan hacia tierra. Y esta noche, como en muchas otras noches antes, la niebla alcanza primero un punto concreto, una roca solitaria que todavía se recuerda como la Piedra de Shallia.
Pues allí iba Shallia a menudo.
Balanceando las piernas al borde de la roca, se sentaba en ella hora tras hora.
A observar el sol sumergirse en el mar, o las estrellas nadar como carpas luminosas por el cielo negro azabache. A sentir los primeros rizos de niebla lamiendo sus tobillos. Y, por encima de todo, a escuchar: el palmoteo de las olas y los chillidos de las gaviotas; los surtidores de las ballenas que respiran con la profundidad de las mismas aguas; y, algunas noches, otro sonido —distinto de las olas, diferente del de las ballenas—, un misterioso susurro que parecía casi vivo.
El susurro, por alguna razón, le recordaba su niñez, sus años más felices.
Aunque no llegó a conocer a su madre, a quien se llevaron los dioses del mar y la orilla cuando daba a luz, su padre siempre se mantenía cerca de ella. ¡Cómo se reían cuando saltaban entre las olas, descubrían almejas juntos y se perseguían mutuamente por las lagunas de veloces peces durante la marea baja! Cómo vivían, en una armonía absoluta y definitiva con las olas.
Hasta el día en que todo aquello terminó y los recuerdos se ahogaron, como su padre cuando pisó las espinas de un pez venenoso que se escondía en los bajíos.
Adoptada por su abuela, Shallia se trasladó a una cabaña de barro situada en las afueras del pueblo. No tenía hermanos o hermanas, ni amigos de su misma edad. Sin embargo, por mucho que añoraba tener compañía, se mantenía apartada de todos. En su corazón sólo había sitio para la soledad y para el interminable anhelo de sentarse junto al mar.
—No te quedes sola cerca del agua —le prevenía su abuela—. Sobre todo de noche. Porque es entonces, hija mía, cuando los espíritus del mar se acercan más a la orilla.
Los espíritus del mar, le había explicado la anciana, vivían en el reino de sombras que se extiende entre el agua y el aire. Más peligrosos que un círculo de peces espinosos, podían adoptar la forma que desearan, de un modo muy parecido al de la propia niebla. Podían volver loca a la gente y lo hacían a menudo. Muchos eran los relatos sobre aldeanos que, por entretenerse demasiado después de oscurecer, habían sido atraídos hacia las olas por los espíritus del mar.
Arrastrados por las corrientes, nunca fueron hallados con vida, o ni siquiera hallados. Sólo quedaban sus huellas en la arena, que se desvanecían bajo la luz de la luna.
Shallia había oído contar todas las historias. Pero también había oído, con mucha más claridad, la lejana llamada de las olas. ¿Cómo podía ser peligroso aquel susurro, siendo lo bastante tranquilizador para hacerle olvidar por un rato su aflicción? Sólo de pensar en cerrar los oídos a aquel sonido se sentía más triste y solitaria que nunca. Y por eso cada noche, cuando su abuela dormía, Shallia se escabullía furtivamente y en silencio hasta la orilla.
Cada noche se sentaba allí, observando, mientras la oscuridad líquida se derramaba en la gran escudilla del mar. A veces, cerraba los ojos y se imaginaba que su padre y su madre regresaban a su lado, saliendo de las sombras. O un amigo de verdad, alguien que la conocía tan bien que no necesitaban recurrir a las palabras para conocer los pensamientos del otro. No obstante, sabía que se trataba sólo de sueños, no más verídicos que los relatos de su abuela.
Una noche, Shallia siguió el recorrido de la luna llena hasta el mar, pisando caracolas rotas y restos de madera arrastrados por la marea. Cuando la turba dejó paso a la arena, una enorme ola se estrelló contra la orilla y retumbó como un trueno. Lentamente, la ola se retiró, arrastrándose por encima del arrecife. Shallia vio que su roca, empapada de espuma, resplandecía de un modo sobrenatural.
Se encaramó a su asiento cubierto de percebes. La luz de la luna refulgía sobre las olas; de cada cresta brotaban cabelleras de niebla. La salobre brisa jugaba con los bucles de Shallia y ella se estremeció. No tanto por el relente como por otra cosa, una sensación que no lograba identificar. En parte incertidumbre, en parte esperanza, en parte miedo.
Contempló el mar abierto. Esa noche, la niebla se revolvía más que el agua y formaba descabelladas siluetas de pantomima antes de disolverse de nuevo y desaparecer. Vio un rayo de luna atravesar un bucle de niebla, revelando — durante medio instante— formas dentro de las formas, sombras dentro de las sombras. Y siempre, desde algún punto del océano, el susurro continuo aumentaba de volumen y se desvanecía.
Más tarde, una oscura y pesada masa de niebla se acumuló a lo lejos. Shallia la observó con el corazón desbocado mientras empezaba a avanzar a gran velocidad hacia la costa. Hacia ella. El susurro era cada vez más audible, hasta ahogar el sonido del impetuoso mar. Shallia se tensó. ¿Debía saltar de la roca y volver corriendo a la cabaña? Pero sus dedos se limitaron a aferrar la piedra con más fuerza.
La oscura masa se aproximaba y descendía hacia el suelo. De su frente sobresalían unos grandes brazos que se retorcían sin parar, extendiéndose y estirándose en dirección a Shallia. El susurro se convirtió en un rumor continuo y luego en un fragor.
De pronto, la masa entera se detuvo. La niebla se cernía sobre la solitaria niña, abrazándola, temblando ligeramente donde sus contornos se confundían con el aire. Pero la niebla no se acercó, no llegó a tocar a Shallia, como si nunca hubiera tenido intención de llegar a la playa.
En ese momento, la luz de la luna llena se abrió paso bruscamente entre los vapores. Allí, en los retorcidos brazos de niebla, Shallia vio otros brazos: más delicados, más delgados, más parecidos a los suyos. Con codos. Y manos. Y largos y esbeltos dedos. ¡Unos dedos que se movían! Una brumosa mano que relucía a la luz de la luna se elevó para peinar guedejas de suelto cabello plateado. A continuación, apareció un hombro, un cuello y un rostro, la cara de una joven alta y esplendorosa que se erguía en medio de la niebla.
Shallia se sobresaltó y estuvo a punto de caerse de la roca. Como en un reflejo, la doncella de niebla se volvió bruscamente, se puso en jarras y atisbó por la vaporosa ventana que las separaba. Sus ojos, brillantes como la luz de la luna sobre las olas, se fijaron en los de Shallia. Por un instante, los susurros cesaron, como si el propio mar contuviera el aliento.
Enseguida, la doncella de niebla echó la cabeza hacia atrás… y rompió a reír.
Aunque Shallia no podía oír su voz, percibió claramente su regocijo. En sus propios huesos, en sus propias venas, en su propia carne mortal. Y, a continuación, sin pensar, hizo algo que no hacía desde hacía mucho, muchísimo tiempo.
Se echó a reír en voz alta.
La doncella de niebla asintió con la cabeza, con lo que la luz de la luna llovió sobre sus hombros. Cuando se llevó una mano plateada al pecho, los susurros se reanudaron, aumentando hasta convertirse en un sonido parecido a: Maaalaaashhhaaa.
Despacio, sintiendo un cosquilleo en la piel, Shallia se puso en pie y se irguió sobre su piedra.
—Malasha —repitió. Después, tocándose el pecho, pronunció su propio nombre.
Shhhaaaliaaa, coreó la niebla.
Con un amplio movimiento de la mano, grácil como una ola al pasar por encima de un arrecife, Malasha señaló hacia la playa. Shallia vaciló brevemente y luego descendió de la roca. Al caminar por la gruesa y húmeda arena, dejaba profundas huellas de su paso. Mientras, Malasha se desplazaba en la misma dirección, permaneciendo siempre dentro de la muralla de niebla, sin dejar ninguna huella.
Ambas jóvenes siguieron la línea de la costa caminando en paralelo. Shallia intuyó que su compañera no podía abandonar el sudario de vapores ondulantes, del mismo modo que ella no podía alejarse de su propio mundo más sólido. No obstante, a pesar de que la niebla y la arena jamás podrían mezclarse, aún podían tocarse… o casi.
Sin pronunciar palabra, la pareja deambuló playa abajo en mutua compañía.
Cuando Shallia encontró una caracola en espiral y le dio la vuelta en su mano, Malasha también se inclinó para recoger algo. Parecía una sinuosa y reluciente cinta: una serpiente de bruma, quizás, o alguna especie de planta hecha de aire, luz y sueños a medio recordar. Intrigada, Shallia trazó un círculo a sus pies en la arena mojada, tras lo cual su compañera dibujó otro círculo luminoso en la propia niebla.
Y, una vez más, ambas se echaron a reír.
Malasha se volvió y dio unos silenciosos pasos por los pliegues de la niebla, levantando las manos como si quisiera palpar la espuma invisible. Y Shallia la siguió, chapoteando en las lagunas poco profundas de su lado de la frontera.
De pronto, Shallia divisó una tortuga marina que se esforzaba por cavar un nido en la arena. Cuando se detuvo y se inclinó para verla más de cerca, Malasha también se paró y se acercó cuanto pudo a los brillantes ojos y al caparazón moteado de la tortuga. Durante un rato, la doncella de niebla la observó con fascinación…, además de frustración. Shallia sabía que su compañera deseaba atravesar la muralla de niebla, caminar entre sus respectivos mundos. Pues Shallia quería hacer exactamente lo mismo.
Durante toda la noche, las dos jóvenes exploraron los confines de su orilla compartida. Saltaban como delfines bajo la luz de la luna, perseguían estrellas de niebla giratorias, renqueaban de lado junto a los cangrejos, intentaban atrapar los rayos de luna. Y cada vez que a una de ellas se le ocurría alguna idea nueva, la otra comprendía al punto. Sin pronunciar palabra alguna.
A medida que la amarillenta luna se aproximaba al horizonte, la luz nocturna fue cambiando. La ondulada muralla de niebla pasó del plateado al dorado, proyectando una capa de oro sobre el cabello de las jóvenes y las alas de un ave marina nocturna que rondaba por allí. Shallia se sentó en un montón de madera arrastrada por la marea a contemplar la relumbrante niebla y a su nueva amiga que la habitaba. Los susurros aumentaron un poco, acariciándola con su tranquilizador sonido. Se sentía muy diferente a como estaba sólo unas cuantas
horas antes. Contenta… No, más que contenta. Revivida, a decir verdad. Como un viajero deshidratado cuando por fin encuentra agua.
Y con todo…, aunque ella y Malasha se habían encontrado mutuamente, en realidad no podían compartir la vida de la otra. No podían hablar. No podían tocarse. Shallia echó una ojeada por encima del hombro hacia la luna en declive.
Los árboles que se alineaban al final de la playa reverberaban con una luz dorada, no menos que la niebla. Si los rayos de luz de luna podían pasar de un mundo a otro, ¿por qué no podía ella hacer lo mismo?
Suspiró, llenándose los pulmones de fresco aire salado. Mientras exhalaba el aliento, vio que Malasha echaba la cabeza hacia atrás y su pecho se elevaba, como si también ella estuviera suspirando. Justo en ese momento, una gran ballena resopló a lo lejos y aspiró hasta llenarse los pulmones a su vez.
Una sonrisa se extendió lentamente por el rostro de las dos jóvenes. Aunque no podían compartir el mismo mundo, sus mundos compartían el mismo aire. Y lo mismo hacían ellas. Pues el aliento de la ballena, del ave nocturna y de todas las criaturas marinas… era también su propio aliento.
Durante un rato largo se miraron y respiraron al unísono. Su vínculo era cada vez más sólido, pero también lo era su anhelo de experimentar más. Después, Malasha, envuelta en niebla, dio un paso hacia la orilla. Se apoyó en la vaporosa muralla, la apartó y la rasgó con las manos.
La esperanza y el miedo invadieron a Shallia, más deprisa que una manada de delfines saltando entre las olas.
—¡Hacia mí! Viene hacia mí.
Los susurros de las olas se hicieron más sonoros y agudos. Malasha titubeó unos instantes y luego siguió desgarrando la barrera que separaba ambos mundos.
Ansiosa, Shallia se puso en pie. Caminó hasta el borde mismo de la playa e introdujo un brazo en la niebla, con la esperanza de estrechar la mano de su amiga.
De repente, los ojos de Malasha se abrieron desorbitadamente y su rostro se deformó en una mueca de dolor. Se agarró el pie y cayó hacia atrás entre remolinos de vapor.
—¡Malasha! —gritó Shallia.
No recibió otra respuesta que los susurros, cada vez más agudos. La muralla de niebla se estremeció, se oscureció y empezó a desmenuzarse. Ante la estupefacta mirada de Shallia, la nebulosa cortina se disolvió, desapareció por completo, junto con su amiga.
Los susurros cesaron. Lo único que quedaba sobre las aguas eran los últimos rayos dorados de la luna en su ocaso. Segundos más tarde, también eso desapareció. En las tinieblas más profundas, Shallia se encontró sola en la playa.
Gritó. Pisoteó la arena. Y luego cayó de rodillas, sollozando.
Cada noche, a partir de entonces, Shallia regresaba a su piedra, a contemplar las olas hasta el amanecer. No volvió a ver más niebla, ni a oír más susurros. No obstante, noche tras noche se mantuvo en vela. Ya no le importaba si su abuela descubría su escondite. O si alguna ola colérica se elevaba del mar y la arrastraba al romper. Lo único que le importaba era encontrar otra vez lo que en un instante había conocido y luego perdido.
—Malasha, ¿dónde estás? —gritaba una y otra vez al mar.
Pero su amiga jamás le respondía.
Una noche, cuando salía la luna creciente y enganchaba con su cuerno el borde del horizonte, Shallia estaba sentada, sola. Ya había perdido mucho en su vida. Y ahora también a Malasha. Sus puños se crisparon. No permitiría que eso ocurriera. ¡No lo permitiría! Pero ¿qué podía hacer? No se le ocurría nada, excepto que estaba dispuesta a atravesar un mar de peces espinosos —a atravesar la propia niebla— si ésa era la única manera.
Se mordió el labio. Atravesar la propia niebla…
Lentamente, se puso en pie sobre su piedra y extendió los brazos en dirección al mar.
—¡Ven a buscarme, por favor! Llévame con mi amiga.
El mar, como de costumbre, no respondió. Shallia dejó caer los brazos a los costados. Abatida, se volvió para marcharse. Entonces, por última vez, miró hacia el océano.
A lo lejos, un largo brazo de niebla, pálido y fino como la propia luna, surgió de entre las olas. Pronto se le unió otro, y luego otro. Los delgados brazos empezaron a bambolearse de lado a lado, arañando el cielo como si los azotara una violenta tempestad. Pero no había ninguna tempestad, por lo menos ninguna visible.
De repente, una ola de niebla se elevó por encima del agua, más alta a cada segundo, y se precipitó hacia la costa, hacia la piedra… y hacia Shallia. Justo cuando llegaba a ella, la gran muralla reverberante se detuvo y se curvó por encima del rostro vuelto hacia arriba de la joven. Después, se desplomó sobre ella y la sumergió por completo.
En el acto, la revuelta niebla se desmembró y desapareció. El aire se calmó, lo mismo que el mar. Pero Shallia ya no estaba allí para ver el cambio. Pues su piedra había sido barrida por las aguas.
Shallia se encontró sentada en una extraña ladera blanda. Un suave viento que olía a sal le alborotaba el cabello. El suelo, si podía llamarse así, estaba tan húmedo como el musgo después de la lluvia y tan elástico que su mano casi podía atravesarlo. Ante ella se extendía un paisaje cambiante. Surgían y caían cordilleras como olas espumosas, se abrían barrancos bostezantes y se cerraban para volverse a abrir, y las nubes multicolores resplandecían como un arco iris al desvanecerse.
Entonces reparó en un sonido espectral que surgía de su entorno. Su lento y envolvente ritmo le recordó al de las olas cuando bañan las playas. Sin embargo, este sonido era más profundo, más rico: lleno de sentimiento, como un millar de voces cantando al unísono. Como algo que había oído en otra tierra, en otro mundo.
¿Dónde, se preguntó, había oído antes aquel cántico?
El aire vibraba a su alrededor, mientras empezaban a formarse siluetas plateadas por todos lados. Shallia se puso en pie de un brinco, insegura de si debía quedarse o correr, o adonde podía ir si corría. Rápidamente, las siluetas se espesaron hasta parecer personas, altas y sombrías. Formaban un círculo, reunidas alrededor de algo que ella no veía. Cantaban en voz baja, añadiendo sus voces a la rítmica canción de fondo, una canción que era más triste y más anhelante a cada nota. Una de las siluetas, un hombre cuya capa aleteaba con la gracilidad de las algas flotantes, avanzó para encararse con Shallia. La observó durante un momento. Cuando habló, su profunda voz temblaba como una campana bajo el agua. —Hija del mundo duro, yo no deseaba traerte aquí. Ha sido mi hija, que te considera su amiga. Y, a pesar de mis dudas sobre la conveniencia de tal acción, no podía soportar la idea de negárselo.
—¿Malasha? —Con los pies descalzos hundiéndose en el húmedo terreno, Shallia se acercó unos pasos—. ¿Eres su padre?
La boca del hombre se frunció, al tiempo que el desesperanzador cántico aumentaba un poco de volumen.
—Sí. Y su padre seguiré siendo, incluso después de su muerte.
Las palabras cayeron sobre Shallia como una gélida ola.
—Otra vez no —susurró—. Por favor, otra vez no.
El hombre levantó una mano plateada. Dos de las siluetas cantoras se apartaron y dejaron ver una esbelta figura que yacía sobre un lecho de niebla. Era Malasha, en efecto. Shallia se aproximó a ella. Su amiga yacía inmóvil, yerta como una astilla de madera varada en la orilla.
Con suavidad, tomó la mano helada de Malasha, la misma mano que ansiaba tocar la noche en que se conocieron. En ese momento, los párpados de Malasha se abrieron una rendija. Pero su brillo, antes tan intenso, se había desvanecido.
Pestañeando para contener las lágrimas, Shallia oprimió la mano. Supo, como antes, que no necesitaba hablar para que su amiga conociera sus sentimientos. Y, en cualquier caso, no sabía qué decir. Sólo podía quedarse allí y sufrir, y confiar.
Pero pronto ni siquiera pudo albergar esperanzas. Los ojos de Malasha se cerraron otra vez, de un modo tan definitivo como el sol al ponerse detrás del horizonte. Los integrantes del círculo agacharon la cabeza. El monótono cántico fue disminuyendo de volumen lentamente, esfumándose junto con la vida de la joven. Shallia oprimió la palma de la mano de su amiga contra su propio pecho.
—No te mueras —suplicó—. Quiero que vuelvas a vivir. A respirar otra vez.
Respirar otra vez.
En algún punto de la memoria de Shallia, una ballena resopló, respirando el mismo aire brumoso que dos amigas que acababan de conocerse.
Respirar otra vez.
Sosteniendo la mano inerte, Shallia pensó en que no sólo se respira aire, y que no sólo lo hace el cuerpo, sino que hay más. Algo que podía pasar de su propio mundo al de Malasha con la misma facilidad que la niebla pasa del agua al aire. Por favor, Malasha. Respira otra vez.
El cabello plateado de la doncella de niebla se agitó, alborotado por el aliento de su amiga. El aliento de la ballena, de la gaviota y de la tortuga. El aliento que llenaba cada caracola suspirante, que impulsaba cada ola rompiente. El aliento del mar. El aliento de la vida.
De improviso, Malasha se estremeció. Su pecho se movió y empezó a hincharse, aunque muy levemente. Sus dedos se cerraron alrededor de los de Shallia. Sus ojos se abrieron, relucientes por la luz de las estrellas reflejada en las olas. El cántico se reanudó, rodeándolas, abrazándolas. Ya no era desesperanzado, sino que repiqueteaba de alegría. Por fin, Shallia lo comprendió. ¡El cántico, en este mundo, era el susurro que con tanta frecuencia había oído en el suyo! Se sintió abrazada como nunca antes por la música de este mundo, la música de la niebla.
Shallia contempló a su amiga. Sabía que nunca volverían a separarse. Y supo que, por la mañana, los habitantes de su pueblo sólo encontrarían un rastro de pisadas que se desvanecían en la arena.
En una remota costa de un lejano mar, la niebla se levanta cada noche de entre las olas relucientes de estrellas. Se extiende, cada vez más tenue, por encima del oscuro mar, con delgados dedos que se proyectan hacia tierra. Y esta noche, como en muchas otras noches antes, la niebla llega primero a un punto concreto, una roca solitaria que todavía se recuerda como la Piedra de Shallia.