27 Su propia historia

SENTADO en el suelo junto a Hallia, rodeados por los vapores de las marismas, del mismo modo que los espíritus de la ciénaga sólo unos minutos antes, de pronto recibí un fuerte cogotazo. Me volví y vi a Gwynnia, con sus ojos llameantes fijos en nosotros. Con una mano temblorosa, Hallia le acarició el enorme hocico.

—Lo has hecho muy bien, amiga mía. Aunque no puedas escupir fuego, has luchado como un verdadero dragón. Sí, incluso tu tocaya, la madre de toda la raza de los dragones, se habría sentido orgullosa.

Gwynnia sacudió la cabeza como si se azorara, con lo cual las hileras de minúsculas escamas moradas que presentaba bajo los ojos centellearon como gemas de amatista. También hizo que su oreja flexible azotara su paletilla y proyectara una lluvia de barro sobre nosotros. Riéndose, Hallia le arrancó un terrón de la barbilla. Sin previo aviso, se volvió y me lo lanzó a la cabeza. Me alcanzó en toda la sien.

—Eso —declaró— por llegar tarde.

Antes de que pudiera protestar, acercó mi rostro al suyo. Aquellos ojos de cierva me estudiaron unos instantes. Después, me estampó un blando beso en los labios.

—Y esto por volver a mi lado.

Me aparté, tartamudeando por la sorpresa.

—Tú…, bueno, yo…, esto…, ejem, es…

—Por cierto —dijo con determinación—. ¿Recuerdas que había algo que quería decirte? Ahora es el momento.

Dejé de farfullar y sonreí.

Súbitamente pensativa, inspeccionó el lodazal que nos rodeaba y observaba las sinuosas columnas de vapores. Sus dedos pellizcaron el barro a su lado, palpando las cenizas dispersas que constituían los únicos restos de la bola de fuego de Nimue.

—No sé cómo, joven halcón, pero sabía que volverías a tiempo para ayudarme. Pero ¿y los espíritus de la ciénaga? Eso me ha sorprendido.

Asentí.

—También sorprendió a Nimue.

—Nunca había oído contar que hubieran hecho algo por ayudar a otro ser vivo. —Empezó a peinar con los dedos sus enredados bucles—. Por descontado, no a un hombre o a una mujer. Incluso mi pueblo, famoso por su tolerancia, tiene poca hacia los espíritus de la ciénaga. Todas nuestras historias sobre ellos, de la primera a la última, acaban en terror.

Renunció a librarse de aquel modo del barro incrustado en su cabello, y dejó de peinarse; después, me escrutó pensativamente.

—Supongo que es posible que hicieras lo correcto con la llave de mi padre.

Tal vez, haya ejercido algún efecto que se prolongue más allá del día de hoy. Tal vez, incluso cambie a los espíritus de la ciénaga, por lo menos un poquito.

—Tal vez —repliqué—. Es difícil saberlo.

Me volví hacia el arco de piedra y medité sobre el Espejo que contenía. Por debajo de mi reflejo inestable, las nubes de niebla se apiñaban, formaban remolinos y se entretejían, componiendo innumerables formas y pasadizos.

Lentamente, ante mis ojos, mi imagen desapareció, para ser reemplazada por algo más. Caí en la cuenta de que era una cara, pero muy distinta de la mía. Pertenecía a un hombre cuya larga y lacia barba se confundía con la niebla: un rostro muy anciano, muy sabio, lleno de pena, angustia y siglos de añoranza pero, al mismo tiempo, con un toque de esperanza. Mientras contemplaba el rostro, por un instante me pareció que me devolvía la mirada. Después, como una nube dispersada por el viento, se disolvió.

Mi mano se dirigió a mi talega de cuero. Busqué en su interior hasta tocar una semilla, pequeña y redonda, que parecía latir como un corazón viviente. Una semilla que podía, algún día, germinar y convertirse en algo maravilloso.

Volviéndome hacia Hallia, reflexioné en voz alta.

—Quizá tuvieras razón acerca de los espíritus de la ciénaga. Se cuentan muchas historias sobre ellos y siempre se contarán. Pero aún están a tiempo de escribir su propia historia. —Inspiré a pleno pulmón—. Con sus propias elecciones y su propio final.

—¿Algún día me contarás todo lo que viste ahí dentro? —preguntó Hallia señalando el arco.

—No, todo no. Pero sí te diré una cosa, lo más importante. —Le cogí la mano—. Era un espejo. Un espejo que no necesita luz.

Al oír la frase, todo su rostro se iluminó.

—¿Y qué se ve en ese espejo?

—Oh, muchas cosas y, entre ellas, a un mago. Sí, el mago en el que un día me convertiré. No porque sea mi destino, entiéndeme, sino porque soy yo. —Me golpeé el pecho—. Mi propio yo, hecho de la misma carne y de los mismos huesos que ahora ves ante ti.

Por el rabillo del ojo, percibí cierto movimiento en el suelo y me volví para mirar a mi sombra. Parecía que me observaba, meneando la cabeza con determinación. Empecé a fruncir el ceño, pero me contuve. Lentamente, asentí.

—Hecho también de la misma sombra.

La oscura silueta dejó de moverse…, de momento.

De repente, oímos un golpe seco en el montículo de turba más próximo, seguido por otro de succión, y un irregular terrón de turba se levantó en la orilla del charco. De debajo del terrón asomó una cabeza redonda, con bigotes… e inconfundible.

El bolarva empezó a decir algo, pero se quedó sin aliento al ver a la cría de dragón. Durante un largo momento nos miró, tironeándose nerviosamente de los bigotes. Al fin habló con una voz arisca.

—Humanasquerosos, siempretan necesitadarse buenun barrofregado.

Los ojos de Hallia brillaron, radiantes como la luz líquida en la que una vez nos habíamos sumergido.

—Eso —respondió— sería de lo más «adorabloso».