17 Un muro de fuego

CUANDO desperté, una brumosa luz penetraba entre la telaraña de ramas.

Hallia yacía frente a mí, rodeada de gruesas raíces. Al oír que me movía, levantó la vista, y su largo cabello castaño rojizo era una maraña de barro, borra y corteza.

Enarqué una ceja.

—¿Cómo te encuentras esta mañana?

Sus ojos de cierva sonrieron.

—No me despertaste para mi turno de guardia.

—Porque me quedé dormido —confesé—. Pero no ha ocurrido nada malo.

—Ahora mismo me vendría bien uno de los baños del bolarva.

—A ambos nos vendría bien. —Me rasqué la mejilla y arranqué una dura costra de lodo—. Ese baño era lo último que esperaba encontrar en este pantano.

—Mi mirada se desvió hacia los tres nudos de la madera, ahora oscuros, donde habían aparecido las extrañas criaturas—. O lo penúltimo.

También Hallia escrutó los nudos.

—¿Te dijeron algo más?

—No —respondí, mientras vaciaba mi bota de piedrecitas—. No volvieron a presentarse. Pero mientras estaban aquí, dijeron lo suficiente, ¿no crees?

Mi amiga se incorporó hasta quedarse sentada.

—Eso sí. Lo he seguido oyendo mientras dormía:

 

En medio del cenagal,

junto a un gran árbol en llamas,

un tesoro encontrarás:

la llave más apreciada.

 

Con renuencia, me toqué el centro del pecho.

—Esperemos que tu padre tuviera razón acerca de sus poderes.

—Tenía razón, de eso estoy segura. —Miró de reojo el espinoso techo—.

Ojalá me acordara de lo demás que dijo. Me parece que tenía que ver con cómo utilizar la llave.

Le di una palmadita en el hombro.

—No importa. Me alegro de que recordaras tanto. —Me volví hacia el lugar, todavía sumido en sombras, donde Ector había dormido y dije—: Será mejor que despierte…

Todo mi cuerpo se puso rígido.

—¡Hallia! Se ha ido.

—¡No! —gritó ella, palmeándose ambas mejillas a la vez—. No debió… —Se volvió hacia mí con una expresión ceñuda—. Sabía que no debía permitirle que se uniera a nosotros.

Todavía aturdido, meneé lentamente la cabeza.

—No puedo creer que haya traicionado nuestra confianza de este modo.

Quizá sólo se ha marchado temprano para continuar su propia búsqueda.

Hallia seguía mirándome ceñudamente.

—¿Sin molestarse en despedirse? No, joven halcón, yo te diré adonde ha ido… y lo que busca. La llave.

Asentí sombríamente.

—Me temo que tienes razón. Pero realmente creí que valoraba más la amistad, igual que Shallia en tu historia.

—Aparentemente, no.

Rodé sobre mí mismo y empecé a gatear por el túnel bordeado de espinas.

—Vamos. Puede llevarnos una delantera considerable.

Cuando emergimos de la maraña de ramas, nos recibió una cacofonía de aullidos y parloteos. Por mucho que me desagradara la idea de volver a internarnos en las marismas, sentí un gran alivio porque, al menos, no tendríamos que nacer frente a los espíritus de la ciénaga. Y porque su nueva agresividad no los impelía a aterrorizar a plena luz del día. Aun así, me seguía preocupando algo que había dicho Shim. O quizá no lo había entendido bien. Pero creía haberle oído decir no sé qué sobre los espíritus de la ciénaga a la luz del día. Fuera lo que fuese, en este momento no había ni rastro de ellos.

Me planté en la cima de la loma y divisé una ligera tonalidad amarilla en los vapores al mirar en una dirección determinada. Imprimía un matiz dorado en todo, incluido el gran estanque burbujeante donde casi me ahogo la noche anterior. ¡Pues claro! El sol naciente.

Hallia siguió la dirección de mi mirada —y, como de costumbre, mis pensamientos—, giró sobre sus talones y señaló hacia un tramo de tupidos matorrales y lagunas humeantes.

—Allí —declaró—. El cerro sin árboles está por allí.

En ese momento, divisé un destello de humedad en el suelo, cerca del pie de los árboles. De un resplandeciente color dorado, serpenteaba ladera abajo antes de desaparecer en el cieno. Hallia y yo corrimos hacia el manantial y nos arrodillamos junto a un pequeño y transparente estanque de agua embalsada por una raíz curva. Sumergimos el rostro en el agua y bebimos con avidez, sorbiendo y jadeando alternativamente. Por fin nos miramos, con el cabello goteándonos sobre los hombros.

Hallia desvió la mirada con ansiedad y la dirigió hacia las marismas.

—¡Ojalá Gwynnia estuviera ahora con nosotros! Podría llevarnos directamente al árbol llameante.

—También podemos transformarnos en ciervos —sugerí.

Negó con la cabeza, con lo que me duchó de gotitas.

—No. En este tipo de suelo, en muchos casos, cuatro patas pueden ser peores que dos piernas más dos manos para agarrarse.

—Entonces, vámonos.

Nos incorporamos a la vez y volvimos a vadear la ciénaga. El denso lodo se colaba en mis botas; las ramas cubiertas de musgo me raspaban las piernas; las nubes de vapor con olor a azufre formaban columnas, a veces tan próximas que parecía más el crepúsculo que primera hora de la mañana. Tuve un extraño presagio: había algo en el aire, en el terreno empapado, o quizás en las profundidades de mi pecho. Incluso mi sombra, que caminaba a mi lado, parecía encogida y acobardada.

Una serie de preguntas daba vueltas en círculo por mi mente ¿Llegaríamos al escondite de la llave para descubrir que Ector ya se la había llevado? ¿Cómo podía aquel niño que me había afectado de una manera tan sorprendente, que tanta lealtad había sentido por mí, que me regaló su precioso elixir, hacer una cosa semejante? ¿Y cuánto tiempo más podría el elixir contener el dogal de sangre?

Anduvimos durante dos o tres horas por lóbregos cenagales y desolados llanos. Las marismas parecían interminables; la brumosa luz, invariable. Pero el sentido de la orientación de Hallia no flaqueó jamás, del mismo modo que su paso nunca se aflojó. Cada vez que me preguntaba cómo podía calcular la distancia y la dirección en un paisaje semejante, recordaba el constante dolor entre mis paletillas. Quizá la maldición de su raza, y su visión de nuestro destino, eran igualmente constantes.

Mientras vadeábamos trabajosamente una ancha laguna, intentando pisar sobre las piedras y los montículos de hierba —cualquier cosa más sólida que el agua cenagosa—, reparé en una solitaria azucena de anchas hojas que crecía en la superficie. Sus blancos pétalos puntiagudos se erguían en vertical, rodeando el brote del centro, de un amarillo vivo. Bajo la nebulosa luz, casi parecía una corona posada sobre el agua.

Instintivamente, toqué la vacía funda de mi espada. ¿Volvería a sentir algún día el peso de aquella bruñida hoja? Y, más importante, ¿lograría cumplir mi promesa a Dagda de entregar la espada sana y salva al virtuoso rey que la reclamaría? En la situación actual, aquella promesa parecía más un sueño que un destino.

Finalmente, llegamos a un terreno más elevado. Empezamos a remontar una empinada colina, cubierta por una dura hierba parda y por piedras llenas de aristas que a veces nos llegaban hasta el hombro. Cuando nos abríamos paso a través de una inmensa tela de araña tejida entre dos piedras, Hallia se detuvo bruscamente. Se mantuvo inmóvil un momento, atenta. No dije nada, pero escuché el parloteo y gimoteo de la ciénaga.

Mi amiga se volvió finalmente hacia mí.

—¿No lo hueles?

Olfateé el rancio aire, pero no detecté nada nuevo.

—¿A qué hueles tú?

—A humo.

Sin esperar a mi respuesta, reanudó el ascenso, precediéndome ladera arriba.

Al cabo de unos momentos, yo también capté el olor de algo que se quemaba. Y, aunque no podía estar seguro, creí percibir también aquel impreciso aroma de rosales en flor. La niebla, más oscura y abrumadora que antes, nos engulló, ocultando toda visión.

El terreno empezó a nivelarse, el olor a humo era cada vez más intenso.

Después… apareció un reflejo de luz. Al acercarnos, oímos un ruido desconocido: un bramido entrecortado, fluctuante, a veces lo bastante fuerte para imponerse a todos los demás ruidos de la ciénaga. Seguimos avanzando y nos encontramos contemplando un enloquecido círculo de fuego.

El fuego brotaba de un anillo de aberturas practicadas en el suelo y ardía impetuosamente hasta lamer las nubes. Cada pocos segundos chisporroteaba, parecía apagarse, sólo para volver a elevarse con mayor furia. Incluso a esta distancia, me ardían las mejillas debido al intenso calor. Reculé un paso, recordando las llamas en Gwynedd que habían abrasado mi tez para siempre.

Aquel fuego me había costado los ojos… y a otro niño, la vida.

Las llamas volvieron a reducirse y brotó un chorro de humo negro. El humo se expandió en densas nubes, que súbitamente se separaron. Allí, en el centro del círculo ígneo, se erguía un solitario árbol deforme. Su madera había sido sustituida hacía tiempo por brillantes ascuas, pero seguía en pie por alguna razón, ya fuera por la presión de los gases que surgían de las aberturas del suelo o por alguna peculiar magia vegetal.

Contemplé con reverencia cómo la ennegrecida forma desaparecía detrás de un muro de fuego en ascenso.

—El Árbol Ardiente.

Hallia se mordió el labio.

—Parece imposible llegar hasta él.

—En eso tienes razón.

Nos giramos en redondo y nos encontramos frente a Ector. Su ropa, más andrajosa que antes, si cabe, presentaba muchos jirones chamuscados. En un costado lucía tres o cuatro boquetes producidos por el fuego. Su rostro, por alguna razón, había perdido su aspecto juvenil; sus ojos azules eran ahora inexpresivos.

Desvió la mirada y desplazó su peso de un pie al otro.

—Siento haberos abandonado —dijo con aire arrepentido—, pero no podía esperar.

Mi frente se cubrió de arrugas.

—Quieres decir que no querías esperar. Querías encontrar la llave antes que nosotros.

Miró de soslayo el círculo de llamas, de modo que la mitad de su cara brillaba como una brasa de carbón.

—Sí, eso es verdad. Y quería algo más.

—¿Qué más —exigió saber Hallia, al tiempo que daba un pisotón en el suelo— justificaría que nos traicionaras?

—Quería… —empezó a decir Ector, pero tuvo que tragar saliva con dificultad—. Quería salvar a mi maestro.

—¿Salvarlo? —pregunté con incredulidad—. ¿Cómo, exactamente?

Inclinó la cabeza, desolado.

—Está encerrado, encarcelado. Si no queda libre, y pronto, ¡ocurrirán cosas terribles! Y, aunque mi maestro no lo dijo con claridad, estoy seguro de que además morirá. —Su expresión se endureció—. Cuando lo dejé, me dio una orden clara: encuentra la llave y no dejes que nadie más la use para ningún propósito.

Hallia descargó un puñetazo en la palma de su otra mano.

—Si el joven halcón no utiliza la llave, será él quien muera.

El niño se volvió hacia mí con el rostro contraído por la angustia.

—Es lo que… Lo que me temía que ocurriría. Esta es la elección con la que he estado luchando desde la otra noche. —Inspiró entrecortadamente—. Pero creo, no, estoy seguro de que mi principal lealtad debe ser para con mi maestro. Si pudiera hacer algo por ti, créeme, lo haría.

Percibí un gran dolor en él, y también en mí mismo, aunque no dije nada.

—El elixir —prosiguió— era mío y podía dártelo. Pero la llave es de mi maestro.

—¡No! —gritó Hallia—. ¡La llave no es de nadie! ¿Dónde estaba ese maestro tuyo cuando mi padre se internó furtivamente hasta el corazón de esta ciénaga, arriesgando su vida para mantener la llave fuera del alcance de los soldados de Stangmar? —Sus párpados se entrecerraron—. Y, por cierto, ¿quién es tu maestro?

Ector titubeó y oprimió con la lengua el interior de uno de sus carrillos.

—No puedo decirlo. Lo prometí.

—Bien, pues tus promesas, y también las órdenes de tu maestro, para el caso, no valen lo que una vida.

—Esperad un momento: tengo la solución —anuncié. Me encaré con Ector y lo miré de hito en hito—. Tú no desobedecerás sus órdenes. Pero yo sí.

—Pero…

—¡Funcionará, te lo aseguro! —Lo sujeté por el brazo—. Todavía podrás llevarle la llave a tu maestro. Él podrá hacer lo que quiera con ella. Pero antes, debo utilizarla para salvarme yo.

—Mi maestro dijo…

—Olvida lo que dijo. —Lo fulminé con la mirada—. Sólo tendrá que compartirla.

—Pero debía tener un motivo —protestó el niño.

—¡Silencio! —Clavé mi cayado en el suelo—. No quiero oír hablar más de tu maestro. ¡Por lo que yo sé, tiene el valor de una liebre recién nacida y la sabiduría de un asno! ¡Mira que mandar a un chaval de tu edad a estas marismas! Si la situación era tan comprometida, debió enviar a todo un ejército.

Ector iba a replicarme, pero mi severa mirada lo silenció. Acto seguido, me volví hacia Hallia.

—El verdadero problema es cómo salir de aquí —declaré. Me encogí cuando el muro de fuego creció hasta sobrepasar la altura de nuestras cabezas—. Ningún mortal podría atravesar esas llamas y sobrevivir.

Hallia ladeó la cabeza, desconcertada.

—Pero mi padre era mortal. ¿Cómo lo consiguió?

Mi rostro se iluminó, por algo más que el reflejo de las llamas.

—No lo hizo.

—¿Y cómo escondió la llave, entonces?

Acaricié la caña de mi cayado.

—Gracias a su poder de Saltar.

Hallia dio un respingo.

—Poseía conocimientos de magia, pero ¿suficientes para hacer algo así? Es posible, sí. —Su semblante se ensombreció—. ¿De verdad crees que…?

—¿Que puedo conseguirlo? —Contemplé las llamas pensativamente—. En realidad, no lo sé. Saltar es un poder difícil de controlar. Podría mandarlo…, bueno, a cualquier otro lugar por error, como ya ha sucedido. Lo único que puedo hacer es intentarlo.

Hallia me sujetó el mentón y me obligó a mirarla.

—Entonces, inténtalo, joven halcón.

Mi atención regresó al círculo de fuego y al árbol retorcido del centro.

Utilizando mi segunda visión, sondeé el suelo abrasado alrededor del pie del árbol. No detecté nada allí, por lo que pasé a las aberturas por donde salían las llamas, rodeadas de rocas vitrificadas por el incesante calor. Nada otra vez.

Examiné el árbol propiamente dicho, primero las raíces, después el tronco, luego las ramas. Todavía nada.

¿Dónde estaba la llave, en este infierno? «Tallada a partir de un asta», había dicho Hallia. Con un zafiro engarzado en su ojo. Seguí buscando, repasando cada contorno del árbol… hasta que por fin divisé una silueta fuera de lugar. Era un objeto pequeño y deformado que reposaba sobre una protuberancia del tronco.

Escrutando con mayor atención, distinguí un destello de luz azul, brillante como un zafiro.

Me concentré y pensé en la llave. De algún modo, intuí que mis poderes no eran tan fuertes como los recordaba. Pero no era el momento de dudar de mí mismo. Enfoqué todos mis sentidos sobre el objeto y lo así con manos de magia.

Salta hacia mí.

Las llamas crecieron bruscamente, lo que nos obligó a retroceder un paso.

Unas manos de calor abofetearon mis mejillas. El aire mismo crepitaba, mientras el bramido aumentaba y atronaba nuestros oídos. Pero no perdí la concentración.

Salta hacia mí. A través de las llamas.

Como si percibiera mi intrusión, el infierno se hizo aún mayor. La oleada de calor me chamuscó las cejas; las furiosas llamaradas se aferraron a mi túnica. Y a todos mis recuerdos de otras llamas, implacables y mortíferas.

Noté que las fuerzas me abandonaban con rapidez. Me temblaban las piernas. Necesité todo mi empeño para mantenerme en pie. Lo que estuviera sujetando mentalmente caería sin duda alguna, se quemaría con toda seguridad, como me había ocurrido a mí. Con un último esfuerzo, intenté hacer llegar mis poderes al otro lado del incendio.

Entre las llamas que se retorcían apareció la llave. La bruñida forma blanca relucía debido a los fuegos que la rodeaban y a una luz interior propia. Sostenida por unas alas invisibles, cruzó volando el ígneo muro. Unos dedos chisporroteantes intentaron atraparla, retenerla, pero se zafó. Mientras yo caía de rodillas al suelo, luchando por recobrar el aliento, la llave cayó en mi mano abierta.

Hallia, temblando, extendió la suya para tocarla. Pasó los dedos desde la base de la llave, finamente forjada, por la tija, hasta el ojo curvo, adornado con un zafiro.

—Lo conseguiste —susurró. Supe que estaba hablando conmigo… y con su

padre al mismo tiempo.

En ese instante, algo pasó resollando por encima de mi cabeza. ¡Algún tipo de arma! Vislumbré fugazmente cómo perforaba el círculo de llamas. De pronto, para mi horror, vi que había dejado a su paso una estela oscura; no de humo, sino de tinieblas. No dejaba nada, ni siquiera luz, a su paso por el aire.

Con un escalofrío, supe que era una flecha. No una flecha convencional, sino con propiedades especiales. Una flecha, como me había advertido Shim, capaz de traspasar el día.